No, no se había parado a pensarlo. La idea de que algún día la pegara demasiado fuerte o en el lugar equivocado le había cruzado por la mente a menudo (aunque jamás la había manifestado en voz alta, ni siquiera a sí misma, hasta hoy), pero nunca la idea de que a lo mejor sobreviviría…
El zumbido de sus músculos y articulaciones aumentó. Por lo general se limitaba a permanecer sentada en la Silla del Osito con las manos entrelazadas en el regazo, mirando por encima de la cama su reflejo en el espejo del baño, pero aquella mañana empezó a mecerle, moviendo la silla adelante y atrás en arcos cortos y espasmódicos. Tenía que mecerse. Aquella sensación zumbante y cosquilleante que se había adueñado de sus músculos le exigía que se meciera. Y lo último que quería hacer era contemplar su imagen reflejada, por mucho que su nariz no se hubiera hinchado mucho.
Ven aquí, cariño, quiero hablar contigo de cerca.
Catorce años de aquello. Ciento sesenta y ocho meses de aquello, empezando por el momento en que Normanda había agarrado por el cabello y mordido el hombro por cerrar una puerta de golpe la noche de bodas. Un aborto. Un pulmón arañado. Las cosas horribles que le había hecho con la raqueta de tenis. Las marcas antiguas en partes de su cuerpo que las ropas cubrían. Mordiscos, en su mayoría, pues a Norman le encantaba morder. Al principio, Rose había intentado convencerse de que se trataba de mordiscos amorosos. Resultaba extraño pensar que en algún momento había sido tan joven, pero suponía que así había sido.
Ven aquí… Quiero hablar contigo de cerca.
De repente logró identificar aquel zumbido que ya se había extendido a todo su cuerpo. Era enojo, rabia, y al darse cuenta se quedó atónita.
Lárgate, instó de repente aquella parte tan profunda de su ser. Sal de esta casa ahora mismo, no esperes ni un minuto más. No te pares siquiera a peinarte. Lárgate.
—Qué tontería —dijo mientras seguía meciéndose con más fuerza y la mancha de sangre chisporroteaba frente sus ojos; desde la silla, la mancha parecía el punto de un signo de exclamación—. Qué tontería. ¿Adónde voy a ir?
A cualquier sitio donde él no esté, replicó la voz. Pero tienes que irte ahora mismo. Antes…
¿Antes de qué?
La respuesta a esa pregunta era fácil. Antes de que volviera a quedarse dormida.
Una parte de su mente, una parte habituada y acobardada, se percató de repente de que estaba contemplando seriamente aquella posibilidad y alzó la voz, escandalizada. ¿Dejar el hogar en que había vivido catorce años? ¿La casa en la que podía obtener cuanto quería? ¿Al marido que, si bien con un poco de mal genio y predispuesto a usar los puños, siempre había satisfecho sus necesidades a la perfección? Era una idea ridícula. Tenía que olvidarla inmediatamente.
Y tal vez lo habría hecho, con toda probabilidad lo habría hecho de no ser por la gota que manchaba la sábana. Aquella solitaria gota de color rojo oscuro.
¡Pues no la mires!, gritó nerviosa la parte de sí misma que se consideraba práctica y sensata. ¡Por el amor de Dios, no la mires, porque no te traerá más que problemas!
Pero ya no podía apartar la mirada. Sus ojos permanecieron clavados en la mancha mientras se mecía más y más deprisa. Sus pies, envueltos en zapatillas planas de color blanco, golpeaban el suelo a un ritmo creciente (el zumbido retumbaba casi exclusivamente en su cabeza, zarandeándole el cerebro y haciéndola arder), y lo que pensaba era: Catorce años. Catorce años con Norman hablando conmigo de cerca. El aborto. La raqueta de tenis. Tres dientes, uno de los cuales me tragué. La costilla rota. Los puñetazos. Los pellizcos. Y los mordiscos, por supuesto. Muchos mordiscos. Muchos…
¡Basta! Es inútil pensar en todo esto; no te vas a ninguna parte, porque él iría a por ti y te traería de vuelta, te encontraría, es policía y encontrar a gente es una de las cosas que hace, una de las cosas que mejor se le…
—Catorce años —murmuró.
Ahora no estaba pensando en los últimos catorce años, sino en los siguientes. Porque esa otra voz, la voz profunda, tenía razón. Quizá no la mataría. Quizá no. ¿Y qué sería de ella después de otros catorce años de Norman hablando con ella de cerca? ¿Podría agacharse? ¿Tendría una hora, siquiera quince minutos al día en que no tuviera la sensación de que sus riñones no eran piedras calientes enterradas en su espalda? ¿La pegaría Norman con fuerza suficiente como para anular alguna función vital, de forma que ya no pudiera levantar un brazo o una pierna, o tal vez le dejaría un lado de la cara fláccido y carente de expresión, como la pobre señora Diamond, que trabajaba en el supermercado Store 24 al pie de la colina?
De repente se levantó con tal ímpetu que el respaldo de la Silla del Osito chocó contra la pared. Se quedó de pie un instante, respirando con dificultad, con los ojos abiertos de par en par y clavados en la mancha marronosa, y luego se dirigió hacia la puerta que conducía al salón.
¿Adónde vas?, chilló la señora Práctica-Sensata en su cabeza, esa parte de sí misma que parecía enteramente dispuesta a quedar lisiada o morir por el privilegio de saber en qué lugar de la alacena estaban las bolsitas de té y en qué rincón del armario de la pica se guardaban los estropajos. ¿Dónde narices te crees que…?
Rose silenció la voz, algo que no había sabido que pudiera hacer hasta ese instante. Cogió el bolso de la mesa colocada junto al sofá y atravesó el salón en dirección a la puerta principal. De repente, la habitación le pareció enorme, y el recorrido, eterno.
Tengo que hacer esto paso a paso. Si anticipo siquiera un paso me desmoronaré.
En realidad, no creía que eso constituyera un problema. Por un lado, lo que estaba haciendo había cobrado cierta cualidad alucinatoria… A buen seguro no podía limitarse a abandonar su casa y su matrimonio así por las buenas, ¿verdad? Tenía que tratarse de un sueño, ¿verdad? Y había otra cosa: el hecho de no anticipar los acontecimientos se había convertido en una costumbre para ella, un hábito que había dado comienzo la noche de bodas, cuando Norman la había mordido como un perro por dar un portazo.
Bueno, no puedes irte así, aunque sólo llegues al final de la manzana antes de rendirte, aseguró la señora Práctica-Sensata. Al menos quítate esos vaqueros que muestran lo gordo que se te está poniendo el pandero. Y péinate un poco.
Se detuvo y por un instante estuvo a punto de rendirse antes incluso de llegar a la puerta principal. Pero entonces identificó el consejo como lo que era, un ardid desesperado para obligarla a quedarse en casa. Y era un ardid bien astuto. No se tardaba mucho en cambiar los vaqueros por una falda ni ponerse espuma en el cabello y luego pasarse el peine, pero para una mujer en su posición, lo más probable es que fuera suficiente.
¿Suficiente para qué? Pues para volverse a dormir, por supuesto. Se hallaría inmersa en un mar de dudas cuando se estuviera subiendo la cremallera de la falda, y cuando acabara con el peine ya habría decidido que había sufrido una suerte de locura transitoria, una demencia momentánea que a buen seguro guardaba relación con la regla.
Y entonces entraría de nuevo en el dormitorio y cambiaría las sábanas.
—No —murmuró—. No lo haré. No lo haré.
Pero se detuvo de nuevo con la mano sobre el picaporte.
¡Por fin entra en razón!, exclamó la señora Práctica-Sensata en un tono que era una mezcla de alivio, júbilo y —por extraño que pareciera— leve desilusión. ¡Aleluya, la niña ha entrado en razón! ¡Más vale tarde que nunca!
El júbilo y el alivio de aquella voz interior se trocaron en mudo horror cuando Rose se acercó deprisa a la repisa de la chimenea de gas que Norman había instalado dos años antes. Con toda probabilidad, lo que buscaba no estaba ahí, pues por lo general sólo lo dejaba allí hacia final de mes (para no caer en la tentación, como decía), pero no costaba nada comprobarlo. Y conocía el número secreto, que no era más que su número de teléfono con el primero y último dígitos invertidos.
¡Dolerá! chilló la señora Práctica-Sensata. ¡Si te llevas algo que le pertenece, dolerá mucho, y lo sabes! ¡MUCHO!
—De todas formas, no estará aquí —murmuró.
Pero sí estaba, la tarjeta del cajero automático del Banco Mercantil de color verde brillante con su nombre grabado en ella.
¡No la toques! ¡No te atrevas a tocarla!
Pero Rose se dio cuenta de que sí se atrevía, de que lo único que tenía que hacer era invocar la imagen de aquella gota de sangre solitaria. Además, la tarjeta también era suya; ¿no era eso lo que significaba el voto del matrimonio?
Pero, en realidad, no se trataba del dinero. Se trataba de acallar la voz de la señora Práctica-Sensata; se trataba de convertir este salto súbito e inesperado hacia la libertad en una necesidad en lugar de una elección. Parte de ella sabía que, si no lo hacía, realmente no llegaría más que al final de la manzana antes de que el panorama incierto del futuro se extendiera ante ella como un banco de niebla y Rosie regresara a casa y se apresurara a cambiar las sábanas para poder fregar los suelos de la planta baja antes de mediodía…, y, por increíble que pareciera, eso era lo único en lo que había pensado aquella mañana al levantarse: en fregar suelos.
Haciendo caso omiso del clamor de aquella voz, cogió la tarjeta del cajero de la repisa, la dejó caer en su bolso y volvió a dirigirse hacia la puerta.
¡No lo hagas!, aulló la voz de la señora Práctica-Sensata. Oh, Rosie, no se limitará a hacerte daño por esto, sino que te enviará al hospital, a lo mejor incluso te matará… ¿es que no lo sabes?
Suponía que sí lo sabía, pero pese a todo siguió andando con la cabeza baja y los hombros inclinados hacia delante, como si se abriera paso por entre una fuerte tormenta. Era muy probable que Norman hiciera todas esas cosas…, pero primero tendría que dar con ella.
Esta vez, cuando su mano se cerró sobre el picaporte, no hubo vacilación alguna, sino que Rosie lo hizo girar, abrió la puerta y salió de la casa. Era un precioso día soleado de mediados de abril, y las ramas de los árboles empezaban a espesarse con los brotes. Su sombra se alargaba sobre la escalinata de entrada y el pálido césped nuevo como una silueta recortada de una cartulina negra con unas tijeras muy afiladas. Permaneció allí de pie, aspirando profundamente el aire primaveral, oliendo la tierra humedecida (y quizá reblandecida) por la lluvia caída durante la noche, mientras ella yacía dormida con una fosa nasal suspendida sobre aquella gota de sangre que se iba secando.
El mundo entero está despertando, pensó. No sólo yo.
Un hombre ataviado con chándal pasó corriendo por la acera cuando ella cerraba la puerta tras de sí. Alzó la mano en ademán de saludo, y Rosie hizo lo propio. Esperó que aquella voz interior volviera a elevar su protesta, pero no escuchó más que el silencio. Tal vez había enmudecido de sorpresa por el robo de la tarjeta del cajero, tal vez la había tranquilizado la serena paz de aquella mañana de abril.
—Me voy —murmuró—. Me voy de verdad.
Pero se quedó donde estaba unos instantes más, como un animal que ha permanecido encerrado en su jaula durante tanto tiempo que no puede creer en la libertad ni siquiera cuando se la ofrecen en bandeja. Alargó la mano detrás de su espalda y tocó el pomo de la puerta… de la puerta que conducía a su jaula.
—Se acabó —susurró.
Se puso el bolso bajo el brazo y avanzó los primeros doce pasos en dirección al banco de niebla en que se había convertido su futuro.