Norman salió de su ciudad el domingo, un día antes de que Rosie empezara en su nuevo empleo…, el empleo que todavía no estaba completamente segura de poder desempeñar. Tomó el Continental Express de las 11,05. No iba en autobús para ahorrar, sino por otra cuestión, una cuestión vital: volver á introducirse en la mente de Rosie. Norman todavía no podía admitir hasta qué punto lo había alterado la inesperada fuga de su mujer. Intentaba convencerse de que estaba enfadado por lo de la tarjeta del cajero, sólo por eso, pero en el fondo sabía que no era cierto. Lo que más lo anonadaba era el hecho de no haber tenido ni idea. Ni la más mínima premonición.
Durante gran parte de su matrimonio, Norman siempre había conocido todos y cada uno de los pensamientos y sueños de Rosie. El hecho de que la situación hubiera cambiado lo enloquecía. Su mayor temor, un temor que no reconocía pero que no permanecía totalmente oculto en su inconsciente, se relacionaba con el hecho de saber que Rosie había planeado su fuga con semanas, meses, tal vez incluso un año de antelación. Si hubiera sabido la verdad respecto a cómo y por qué se había marchado (si hubiera conocido la existencia de aquella única gota de sangre, en otras palabras), tal vez habría hallado consuelo en ella. O se habría sentido más inquieto aún.
Sea como fuere, comprendía que su primer impulso, el de quitarse la camisa de marido y ponerse la de detective, había sido una mala idea. Después de la llamada de Oliver Robbins se había dado cuenta de que tenía que quitarse ambas camisas y ponerse la de Rosie. Tendría que pensar como ella, y tomar el mismo autobús que ella constituía un modo de empezar a hacerlo.
Subió al autobús con una bolsa de viaje en la mano y se detuvo junto al asiento del conductor para escudriñar el pasillo.
—Oye, colega, muévete, ¿vale? —exigió un hombre a sus espaldas.
—¿Quieres saber la sensación que da tener la nariz rota? —replicó Norman sin vacilar.
El hombre no supo qué responder.
Norman permaneció inmóvil unos instantes más mientras intentaba decidir en qué asiento (ella) quería sentarse, y cuando lo tuvo decidido recorrió el pasillo en dirección a él. Rose no habría elegido un asiento en las últimas filas. La escrupulosa de su mujer nunca habría escogido un asiento cerca del lavabo a menos que no quedara ningún otro libre, y el buen amigo de Norman, Oliver Robbins (al que había comprado el billete, como Rose), le había asegurado que el autocar de las 11,05 casi nunca iba completo. Tampoco habría elegido un asiento sobre las ruedas (demasiadas vibraciones) ni en las primeras filas (demasiado llamativo). No, habría optado por un asiento intermedio y en el lado izquierdo, porque era zurda, y las personas que creían estar escogiendo algo al azar casi siempre se regían por su mano dominante.
En sus años como policía, Norman había llegado a creer que la telepatía era un fenómeno muy posible, pero costaba un gran esfuerzo, de hecho resultaba imposible de alcanzar si te ponías la camisa equivocada. Tenías que llegar a meterte en la piel de la persona a la que estabas persiguiendo como una especie de animalillo de madriguera, y tenías que intentar oír algo que no fuera un latido sino una onda cerebral, no un pensamiento exactamente, sino un modo de pensar. Y cuando por fin lo lograbas, podías tomar un atajo, podías doblar la curva de los pensamientos de tu presa a toda velocidad y una buena noche, cuando él o ella menos se lo esperaba, podías salir de detrás de la puerta… o de debajo de la cama con el cuchillo en la mano, listo para perforar con él el colchón en el momento en que los muelles chirriaran y el pobre desgraciado (desgraciada, en este caso) se tumbara.
—Cuando menos te lo esperes —murmuró Norman mientras se sentaba en lo que esperaba hubiera sido su asiento; le gustó cómo sonaban aquellas palabras, de modo que las repitió cuando el autocar salía de su hueco y se disponía a emprender viaje hacia el oeste—. Cuando menos te lo esperes.
Era un viaje largo, pero Norman disfrutó bastante de él. En dos ocasiones, y pese a no tener ninguna necesidad, se apeó para ir al lavabo de las áreas de servicio porque sabía que Rose sí habría tenido necesidad y no habría querido ir al lavabo del autobús. Rose era escrupulosa, pero también tenía los riñones delicados. Probablemente un regalo genético de su difunta madre, que a Norman siempre le había parecido la clase de zorra que no podía pasar junto a una mata de lilas sin agacharse para hacer pis.
En la segunda de aquellas paradas vio a media docena de personas agrupadas en torno a un cenicero en la esquina del edificio. Norman los contempló anhelante durante un momento, pero luego pasó junto a ellos y entró. Se moría de ganas de fumar, pero a Rosie no le habría ocurrido lo mismo. En lugar de sucumbir a la tentación se detuvo a mirar una serie de animales de peluche porque a Rosie le gustaban aquellas paridas, y a continuación compró una novela de misterio del expositor situado junto a la puerta porque Rosie a veces leía aquellas porquerías. Le había dicho millones de veces que el verdadero trabajo policial no tenía nada que ver con las chorradas que escribían en aquellas novelas, y Rosie siempre se había mostrado de acuerdo con él (si Norman lo decía, debía de ser cierto), pero había seguido leyéndolas de todos modos. No le habría extrañado que Rose hubiera hecho girar el expositor antes de escoger un libro… y luego dejarlo en su sitio a regañadientes porque no quería gastar cinco dólares por tres horas de entretenimiento con el poco dinero y la gran cantidad de preguntas sin responder que tenía.
Pidió una ensalada, obligándose a leer el libro mientras comía, y al terminar volvió a su asiento del autobús. Al cabo de poco rato se pusieron en marcha, y Norman conservó el libro sobre el regazo mientras contemplaba los campos cada vez más inmensos a medida que el Este iba quedando atrás. Atrasó el reloj una hora cuando el conductor indicó que habían entrado en otra zona horaria, no porque le importara una mierda (iba a regirse por su propio horario durante los siguientes treinta días aproximadamente), sino porque era lo que Rose habría hecho. Cogió el libro, leyó una escena en la que un vicario encontraba un cadáver en el jardín y volvió a dejarlo con un resoplido de aburrimiento. Sin embargo, no estaba aburrido; en el fondo, no estaba nada aburrido. En el fondo se sentía como Rizitos de Oro. Estaba sentado en la silla del osito, tenía el libro del osito en el regazo e iba a encontrar la casita del osito. Si todo iba bien, no tardaría mucho en esconderse debajo de la camita del osito.
—Cuando menos te lo esperes —murmuró—. Cuando menos te lo esperes.
Se apeó del autobús la madrugada siguiente y se detuvo junto a la puerta para contemplar la terminal resonante y de techos altos, intentando desterrar de su mente su opinión personal acerca de los chulos y las putas, los maricas y lo mendigos, intentando ver el lugar como lo habría visto Rose al bajarse del mismo autobús, entrar en la misma terminal y verlo todo a la misma hora, cuando la naturaleza humana se halla en el fondo del pozo.
Se quedó allí de pie y dejó que el torrente de voces resonantes lloviera sobre él: el espectáculo, los olores, los olores y las sensaciones.
¿Quién soy?, se preguntó.
Rose Daniels, repuso.
¿Cómo me siento?
Pequeña. Perdida. Y aterrorizada. Esto es lo peor de lo peor. Estoy absolutamente aterrada.
Por un instante se apoderó de él una idea terrible. ¿Y si Rose, acometida por el miedo y el pánico, había abordado a la persona equivocada? Cabía la posibilidad, sin duda; para un determinado tipo de hombre malo, aquella clase de lugares era un caldo de cultivo estupendo. ¿Y si aquella persona equivocada se la había llevado a un lugar oscuro antes de robárselo todo y asesinarla? De nada servía decirse que era improbable; era policía y sabía que no era cierto. Si un drogata veía esa mierda de anillo barato en el dedo de Rose, por ejemplo…
Aspiró varias bocanadas de aire mientras ponía en orden aquella parte de su mente que intentaba ser Rose. ¿Qué otro remedio le quedaba? Si la habían asesinado, pues la habían asesinado. No podía hacer nada al respecto, de modo que lo mejor era no pensar en ello…, y además, no podía soportar la idea de que su mujer pudiera haber escapado de él de aquel modo, de que cualquier drogata de mierda pudiera haber robado algo que pertenecía a Norman Daniels.
No importa, se dijo. No importa, limítate a hacer tu trabajo. En este momento, tu trabajo consiste en caminar como Rosie, hablar como Rosie, pensar como Rosie.
Se adentró lentamente en la terminal, con la cartera en una mano (era el sucedáneo del bolso de Rosie), mirando a la gente que iba y venía en oleadas, algunos arrastrando maletas, otros con cajas de cartón atadas con cordel echadas al hombro, otros rodeando con el brazo los hombros de sus novias o las cinturas de sus novios. Mientras contemplaba la escena, un hombre corrió hacia una mujer y un niño pequeño que acababan de apearse del autobús de Norman. El hombre besó a la mujer, levantó al niño en volandas y lo arrojó al aire. El pequeño chilló de miedo y de placer.
Estoy asustada… Todo es nuevo, todo es distinto, y estoy muerta de miedo, pensó Norman. ¿Hay algo de lo que esté segura? ¿Alguna cosa en la que crea poder confiar? ¿Hay algo?
Caminó por el piso embaldosado, pero despacio, muy despacio, escuchando el eco de sus pasos e intentando mirarlo todo a través de los ojos de Rose, intentando percibirlo todo con la piel de ella. Un vistazo rápido a los adolescentes de ojos vidriosos (en el caso de algunos se debía tan sólo al cansancio de las tres de la mañana, mientras que en el caso de otros se debía a la coca de Nebraska) que haraganeaban en la sala de videojuegos, luego de vuelta al vestíbulo de la terminal. Mira la hilera de teléfonos públicos, pero ¿a quién va a llamar? No tiene amigos, no tiene familia…, ni siquiera la típica tía providencial en Texas o en las montañas de Tennessee. Se vuelve hacia las puertas de la calle, tal vez con la idea de marcharse, de encontrar una habitación para pasar la noche, una puerta que interponer entre ella y el ancho mundo indiferente, desconcertante, amenazador. Tiene dinero suficiente para pagarse una habitación, gracias a la tarjeta de Norman, pero ¿lo hace?
Norman se detuvo al pie de la escalera mecánica con el ceño fruncido mientras reformulaba la pregunta: ¿Lo hago?
No, decidió. No lo hago. No quiero registrarme en un motel a las tres y media de la madrugada para que me echen a mediodía, eso en primer lugar; no sería rentable. Puedo quedarme despierta un poco más, aguantar un poco más si es necesario. Pero hay algo más que me retiene aquí. Estoy en una ciudad desconocida, y faltan al menos dos horas para que sea de día. He visto un montón de series policíacas en la tele, he leído una pila de novelas de misterio y estoy casada con un policía. Sé lo que puede suceder a una mujer si se aventura sola en la oscuridad, y creo que voy a esperar a que salga el sol.
Así que, ¿qué hago? ¿Cómo mato el tiempo?
Su estómago respondió a su pregunta.
Sí, tengo que comer algo. La última vez que paró el autobús fue a las seis de la tarde, y tengo hambre.
Había una cafetería cerca de las taquillas. Norman se dirigió hacia ella sorteando a los moradores de la terminal tumbados por el suelo y reprimiendo el deseo de destrozar algunas cabezas repugnantes y repletas de piojos contra la silla de acero más cercana. Era un deseo que tenía que reprimir cada vez con más frecuencia últimamente. Odiaba a la gente sin casa; le parecían cagarros de perro con piernas. Odiaba sus excusas lloriqueantes y su demencia fingida. Cuando un tipo medio comatoso se le acercó dando traspiés para pedirle unas monedas, Norman apenas pudo resistir la tentación de agarrarlo por el brazo y pegarle con una anticuada porra de goma.
—Déjeme en paz, por favor —contestó en cambio con voz suave, pues eso era lo que Rose habría hecho.
Se disponía a pedir huevos revueltos con bacon cuando recordó que Rose no comía aquellas cosas a menos que él insistiera, lo que a veces hacía (no le importaba lo que comía, pero sí que su mujer recordara quién llevaba los pantalones). Por tanto, pidió cereales, una taza de café espantoso y medio pomelo que tenía aspecto de datar de los tiempos del Mayflower. La comida lo hizo sentirse mejor, más despierto. Al terminar buscó deforma automática un cigarrillo, rozó el paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa y luego apartó la mano. Rose no fumaba, así que no habría sentido las ansias que se habían apoderado de él. Tras reflexionar sobre el asunto durante unos instantes, las ansias remitieron, como sabía que sucedería.
Lo primero que vio al salir de la cafetería y detenerse para meterse los faldones de la camisa en el pantalón con la mano en la que no sostenía la cartera fue un gran círculo iluminado de color blanco y azul con las palabras ASISTENCIA AL VIAJERO impresas en la tira exterior.
De repente se encendió una potente bombilla en la cabeza de Norman.
¿Voy allí? ¿Voy a la cabina que hay debajo de ese agradable rótulo? ¿Voy a comprobar si pueden ayudarme?
Por supuesto que sí. ¿Adónde voy a ir si no?
Se dirigió hacia la cabina, pero dando un rodeo, pasó de largo y luego volvió sobre sus pasos para echar un vistazo por ambos lados al ocupante de la cabina. Era un judío flacucho que aparentaba unos cincuenta años y tenía un aspecto tan peligroso como el amigo de Bambi, Tambor. Estaba leyendo un periódico que Norman identificó como el Pravda, y de vez en cuando levantaba la cabeza para pasear la mirada distraída por la terminal. Si Norman todavía hubiera estado haciendo de Rose, Tambor sin duda habría reparado en él, pero Norman había vuelto a adoptar el papel de Norman, el detective inspector Daniels en misión secreta, y ello incluía pasar desapercibido. Se movía en un arco amplio alrededor de la cabina (estar en movimiento era lo más importante; en lugares como aquél no corrías apenas el riesgo de ser visto a menos que estuvieras quieto), fuera del campo de visión de Tambor, pero lo bastante cerca como para oír sus conversaciones.
Alrededor de las cuatro y cuarto, una mujer se acercó llorando a la cabina de Asistencia al viajero. Le contó a Tambor que había llegado en el autobús Greyhound desde Nueva York y que le habían robado el monedero del bolso mientras dormía. Parloteó durante bastante rato, usó varios pañuelos de papel que le alargó Tambor, y por fin éste le encontró un hotel que le fiaría durante un par de días, hasta que su marido le enviara más dinero.
Si yo fuera tu marido, guapa, te traería el dinero personalmente, pensó Norman sin dejar de describir arcos pendulares en torno a la cabina. Y también te daría una buena patada en el culo por estúpida.
Durante su conversación telefónica con el hotel, Tambor se identificó como Peter Slowik. A Norman no le hacía falta más. Cuando el judío se volvió de nuevo hacia la mujer para indicarle el camino, Norman se alejó de la cabina y regresó a los teléfonos públicos, donde incluso había dos que no estaban carbonizados, destrozados y arrancados. Podía obtener la información que necesitaba más tarde, llamando a su departamento de policía, pero prefería no hacerlo de aquel modo. Según como fueran las cosas con el judío del Pravda, llamar a gente podía resultar peligroso, la clase de asunto que podía acabar por volverse contra él. Y además no había ninguna necesidad; sólo figuraban tres Slowik y un Slowick en la guía telefónica urbana. Sólo uno de ellos se llamaba Peter.
Daniels anotó la dirección de Tambor, salió de la terminal y se dirigió a la parada de taxis. El primer taxista de la fila era blanco —menos mal—, y Norman le preguntó si quedaba algún hotel en la ciudad donde pudiera pagarse en efectivo y no se viera obligado a escuchar carreras de cucarachas en cuanto apagara la luz. El taxista reflexionó unos instantes y por fin asintió.
—El Whitestone. Bueno, barato, aceptan efectivo y no hacen preguntas.
Norman abrió la portezuela trasera y subió al taxi.
—Pues adelante —dijo.