28

Es una habitación perfecta, una de las mejores de la lista, y espero que estés tan encantada como yo —comentó Anna.

En el borde de la mesa yacía una pila de octavillas en precario equilibrio, anuncio del inminente Picnic y Concierto Estival de Hijas y Hermanas, un acontecimiento organizado en parte para recaudar fondos, en parte para estrechar lazos con la comunidad y en parte como celebración. Anna cogió uno, le dio la vuelta e hizo un boceto del piso.

—Aquí está la cocina, una cama plegable aquí, y esto es el cuarto de estar. Aquí tienes el baño. Apenas hay sitio para moverse, y para sentarte en el retrete prácticamente tienes que meter los pies en la ducha, pero es tuyo.

—Sí —murmuró Rosie—. Mío.

De repente se apoderó de ella una sensación que no había experimentado desde hacía semanas, la sensación de que todo aquello era un sueño maravilloso y en cualquier momento volvería a despertar junto a Norman.

—La vista es fantástica… Hombre, no es Lake Drive, pero el parque Bryant es muy bonito, sobre todo en verano. Primer piso. El barrio atravesó una mala época en los ochenta, pero ahora se está recuperando.

—Lo dices como si hubieras vivido allí —comentó Rosie.

Anna se encogió de hombros en un gesto grácil y agradable, y a continuación dibujó el pasillo y la escalera de la finca. Dibujaba con la concisión escueta de una profesional.

—He estado allí bastantes veces —explicó sin levantar la vista—, pero por supuesto no es eso a lo que te referías, ¿verdad?

—No.

—Una parte de mí se va con cada mujer que sale de aquí. Me imagino que suena cursi, pero, no me importa. Es cierto, y eso es lo único que importa. Así que, ¿qué te parece?

Rosie la abrazó movida por un impulso, pero se arrepintió en cuanto percibió que Anna se ponía rígida. No debería haberlo hecho, pensó al soltarla. Lo sabía. Y era cierto. Anna Stevenson era amable, de eso no le cabía la menor duda, tal vez incluso bondadosa como una santa, pero tenía aquella extraña arrogancia y esto: a Anna no le gustaba que la gente se metiera en su espacio vital. Sobre todo, a Anna no le gustaba que la tocaran.

—Lo siento —se disculpó al tiempo que retrocedía.

—No seas tonta —repuso Anna con brusquedad—. Bueno, ¿qué te parece?

—Me encanta —aseguró Rosie.

Anna esbozó una sonrisa, y la situación incómoda quedó olvidada. Trazó una cruz en la pared de la zona de estar, cerca de un rectángulo diminuto que representaba la única ventana de la estancia.

—Tu nuevo cuadro… Estoy segura de que decidirás colgarlo aquí.

—Yo también estoy segura.

Anna dejó el lápiz.

—Estoy encantada de haberte podido ayudar, Rosie, y estoy muy contenta de que vinieras aquí. Toma, estás empapada.

Otra vez el pañuelo de papel, aunque Rosie no creía que la caja que le alargaba Anna fuera la misma que había visto durante su primera entrevista en aquella habitación; tenía la sensación de que allí se gastaban muchos pañuelos.

Cogió uno y se enjugó las lágrimas.

—Me has salvado la vida, ¿sabes? —murmuró con voz ronca—. Me has salvado la vida, y nunca, nunca lo olvidaré.

—Halagador pero falso —replicó Anna con su voz seca y calmada—. Note he salvado la vida, de la misma manera que Cynthia no ha tirado a Gert en la sala de recreo. Tú misma te salvaste la vida al aprovechar la ocasión y abandonar al hombre que te estaba haciendo daño.

—De todos modos, gracias. Por estar aquí.

—De nada —repuso Anna.

Y por primera y única vez durante su estancia en H y H, Rosie vio lágrimas en los ojos de Anna Stevenson. Le devolvió la caja de pañuelos con una leve sonrisa.

—Toma —dijo—. Tú también estás empapada.

Anna rió, cogió un pañuelo, se secó las lágrimas y lo arrojó a la papelera.

—Odio llorar. Es mi secreto más profundo y negro. De vez en cuando me digo que es la última vez, que tiene que ser la última vez, y entonces vuelvo a caer. Es más o menos lo mismo que me pasa con los hombres.

Una vez más, Rosie pensó en Bill Steiner y sus ojos avellanados.

Anna cogió de nuevo el lápiz y garabateó algo debajo del tosco plano que había dibujado antes de alargárselo a Rosie. Era una dirección: 897 Trenton Street.

—Aquí es donde vives —explicó Anna—. Está prácticamente en la otra punta de la ciudad, pero ahora te aclaras con los autobuses, ¿verdad?

Sonriendo y llorando al mismo tiempo, Rosie asintió.

—Puedes dar tu dirección a las amigas que hayas hecho aquí y más tarde a los amigos que hagas fuera de aquí, pero de momento sólo la conocemos tú y yo. —Sus palabras sonaban a discurso preparado…, a discurso de despedida—. La gente que vaya a tu casa no habrá averiguado la dirección aquí. Así es como hacemos las cosas en H y H. Después de veinte años trabajando con mujeres maltratadas, estoy convencida de que es la única manera de hacerlas.

Pam le había explicado todo aquello, al igual que Consuelo Delgado y Robin St. James, durante la Hora de la juerga, que era como las residentes denominaban las tareas domésticas que se realizaban por la tarde en H y H, pero a Rosie no le habían hecho falta aclaraciones; bastaban tres o cuatro sesiones de terapia en la sala delantera para que una persona de inteligencia siquiera mediana aprendiera casi todo lo que debía saber sobre las normas de la casa. Existía la Lista de Anna y también las Reglas de Anna.

—¿Te preocupa mucho? —inquirió Anna.

Rosie estaba un poco distraída, pero las palabras de Anna la devolvieron de golpe a la realidad. En el primer momento ni siquiera supo si había comprendido lo que quería decir…

—Tu marido… ¿Te preocupa mucho? Sé que durante las primeras dos o tres semanas que pasaste aquí expresaste temor respecto a la posibilidad de que pudiera venir a por ti…, de que «te siguiera la pista», según tus propias palabras. ¿Qué piensas ahora?

Rosie reflexionó sobre la pregunta con toda meticulosidad. En primer lugar, temor era una palabra inadecuada para expresar sus sentimientos hacia Norman durante las primeras dos semanas que había pasado en H y H; ni siquiera el término terror era el más apropiado, porque el núcleo de sus sentimientos hacia él quedaba oscurecido, y en cierto modo alterado, por otras emociones: vergüenza por haber fracasado en su matrimonio, añoranza de unas pocas posesiones que había atesorado (como por ejemplo, la Silla del Osito), una sensación eufórica de libertad que parecía renovarse cada día, y un alivio tan gélido que hasta cierto punto resultaba horrible, la clase de alivio que un funambulista podría sentir después de estar a punto de perder el equilibrio al pasar por encima de un abismo sin fondo y luego recuperarse en el último instante…

No obstante, el miedo había sido el acorde principal, de eso no cabía ni la menor duda. Durante las dos primeras semanas en H y H, Rosie había soñado lo mismo una y otra vez: estaba sentada en una de las sillas del porche, y de repente, un Sentra rojo nuevo se detenía junto al bordillo delante de la verja. La puerta del conductor se abría, y del coche se apeaba Norman. Llevaba una camiseta negra con un mapa de Vietnam del Sur. A veces, las palabras impresas debajo decían EL HOGAR ESTÁ DONDE EL CORAZÓN, a veces, NO TENGO CASA Y TENGO EL SIDA. Tenía los pantalones salpicados de sangre. De sus orejas pendían huesos diminutos, huesos de dedos, según creía. En una mano sostenía una especie de máscara manchada de sangre y pedazos de carne oscura. Rosie intentaba levantarse de la silla y no podía; se quedaba paralizada. Lo único que podía hacer era permanecer sentada y verlo acercarse a ella mientras los pendientes de hueso oscilaban junto a su rostro. No podía más que quedarse sentada mientras Norman le decía que quería hablar con ella de cerca. Le sonreía, y Rosie veía que tenía los dientes cubiertos de sangre.

—¿Rosie? —preguntó Anna en voz baja—. ¿Sigues aquí?

—Sí —repuso Rosie casi sin aliento—. Estoy aquí, y sí, todavía le tengo miedo.

—No es de extrañar, ¿sabes? De alguna manera, supongo que siempre le tendrás miedo. Pero todo irá bien mientras recuerdes que cada vez pasarás períodos más largos en los que no temerás nada… y en los que ni siquiera pensarás en él. Pero no es eso lo que te he preguntado exactamente. Te he preguntado si todavía tienes miedo de que venga a por ti.

Sí, todavía tenía miedo de eso. No, no tanto como antes. Había oído muchas de sus conversaciones telefónicas relacionadas con el trabajo en los últimos catorce años, y lo había oído comentar muchos casos con sus compañeros, a veces en la sala de juegos de la planta baja, a veces en el patio. Apenas reparaban en ella cuando les llevaba café caliente o cervezas. Casi siempre era Norman quien dominaba las conversaciones con su voz rápida e impaciente mientras se inclinaba sobre la mesa con una botella de cerveza medio sepultada en un puño, azuzando a los demás, disipando sus dudas, negándose a entretenerse con sus conjeturas. En contadas ocasiones incluso había hablado de sus casos con ella. No le interesaban sus ideas, por supuesto, pero Rosie era una pared muy práctica en la que poder rebotar. Era un hombre rápido, que quería resultados para ayer, y con una marcada tendencia a perder el interés en los casos que llevaban abiertos más de tres semanas. Los llamaba igual que Gert llamaba sus llaves de defensa personal: restos.

¿Acaso era ella un resto para él?

Oh, cuánto le habría gustado creer eso. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero no…, no… lo conseguía…

—No lo sé —repuso por fin—. Una parte de mí piensa que si tuviera que aparecer ya habría aparecido. Pero otra parte cree que sigue buscando. Y no es camionero ni fontanero; es policía. Sabe buscar a la gente.

—Sí, ya lo sé —asintió Anna—. Eso lo hace especialmente peligroso y significa que tendrás que tener más cuidado de lo normal. Y también es importante que recuerdes que no estás sola. Los días de soledad se han acabado para ti, Rosie. ¿Lo recordarás?

—Sí.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Y si aparece, ¿qué harás?

—Darle con la puerta en las narices y cerrar con llave.

—¿Y luego?

—Llamar a la policía.

—¿Sin vacilar?

—Sí.

Y era cierto, pero le daría miedo. ¿Por qué? Porque Norman era policía y la gente a la que llamaría también serían policías. Porque sabía que Norman sabía cómo salirse con la suya; era un sabueso. Por lo que Norman le había dicho una y otra vez: que todos los policías eran hermanos.

—¿Y después de llamar a la policía? ¿Qué harías?

—Te llamaría a ti.

Anna asintió.

—Todo te irá bien. Te irá a las mil maravillas.

—Ya lo sé.

Lo dijo con firmeza, pero una parte de ella todavía dudaba…, siempre dudaría, suponía, a menos que Norman apareciera y disipara cualquier duda que pudiera existir. Si eso sucedía, ¿la vida que había llevado durante aquel último mes medio, H y H, el hotel Whitestone, Anna, sus nuevas amigas, se esfumaría como un sueño al despertar en el momento en que abriera la puerta una noche y se encontrara a Norman de pie ante ella? ¿Era posible?

Rosie desvió la mirada hacia el cuadro, que estaba apoyado contra la pared junto a la puerta de la oficina, y supo que no. El cuadro estaba vuelto del revés, de modo que sólo veía el dorso, pero Rosie descubrió que lo veía de todos modos; la imagen de la mujer de la colina, el cielo cubierto y el templo medio sepultado se dibujaban en su mente con toda claridad, no como un sueño. No creía que nada pudiera convertir su cuadro en un sueño.

Y con un poco de suerte, ninguna de estas preguntas necesitará respuesta jamás, se dijo con una sonrisa.

—¿Qué hay del alquiler, Anna? ¿Cuánto es?

—Trescientos veinte dólares al mes. ¿Podrás arreglártelas al menos dos meses?

—Sí.

Anna lo sabía, por supuesto; si Rosie no hubiera tenido dinero suficiente para asegurarse un despegue sin problemas, no estarían manteniendo aquella conversación.

—Me parece muy bien —prosiguió—. Y en cuanto al dinero del alquiler, podré arreglármelas al principio.

—Al principio —repitió Anna; entrelazó los dedos bajo la barbilla y lanzó una mirada penetrante a Rosie por encima de la mesa atestada—. Eso me recuerda lo de tu nuevo trabajo. Suena fantástico, de verdad, pero al mismo tiempo parece…

—¿Inseguro? ¿Transitorio?

Aquellas eran las palabras que se le habían ocurrido de camino a casa…, además del hecho de que, pese al entusiasmo de Robbie Lefferts, ni siquiera sabía a ciencia cierta si era capaz de hacer el trabajo y no lo sabría hasta el lunes siguiente por la mañana.

Anna asintió.

—No son las palabras que yo habría escogido, de hecho, no sé qué palabras habría escogido, pero sí. La cuestión es que si dejas el Whitestone, no puedo garantizarte de ninguna manera que pueda volver a encontrarte un empleo allí, sobre todo con poca antelación.

—Claro, lo entiendo.

—Haría lo posible, por supuesto, pero…

—Si el empleo que me ha ofrecido el señor Lefferts no funciona, buscaré trabajo de camarera —la atajó Rosie con serenidad—. Tengo la espalda mucho mejor y creo que podría hacerlo. Gracias a Dawn, creo que podría conseguir un empleo en el turno de noche del Seven-Eleven o el Piggly-Wiggly, llegado el caso.

Dawn era Dawn Verecker, que daba clases elementales para el empleo de dependienta con ayuda de una caja registradora que había en una de las habitaciones del fondo. Rosie había sido una alumna aplicada.

Anna seguía observando a Rosie con atención.

—Pero no crees que llegue el caso, ¿verdad?

—No —repuso Rosie mirando de nuevo el cuadro—. Creo que funcionará. Y entretanto, te debo tanto…

—Sabes lo que puedes hacer al respecto, ¿verdad?

—Transmitirlo.

—Exacto. Si algún día ves a otra versión de ti misma caminando por la calle, una mujer que parezca perdida y asustada de su propia sombra…, envíala aquí.

—¿Puedo preguntarte una cosa, Anna?

—Lo que quieras.

—Dijiste que tus padres fundaron Hijas y Hermanas. ¿Por qué? ¿Y por qué lo diriges tú ahora? ¿O por qué transmites su filosofía, si lo prefieres?

Anna abrió uno de los cajones del escritorio, rebuscó en su interior y extrajo un libro de bolsillo muy grueso. Se lo pasó a Rosie, quien lo cogió, se lo quedó mirando y experimentó una sensación de recuerdo tan intensa que era como los flashbacks que en ocasiones sufrían los veteranos de guerra. En aquel instante no sólo recordó la humedad en la cara interior de sus muslos, aquella sensación parecida a pequeños besos siniestros, sino que pareció volver a experimentarla. Vio la sombra de Norman, que estaba de pie en la cocina mientras hablaba por teléfono. Vio la sombra de sus dedos tirando nerviosamente del cordón. Lo oyó diciéndole a la persona del otro extremo de la línea que por supuesto que era una emergencia, que su mujer estaba embarazada. Y lo vio regresar a la habitación y empezar a recoger los fragmentos del libro de bolsillo que le había arrebatado antes de pegarla. En la portada del libro que Anna acababa de darle se veía a la misma pelirroja. En este caso iba ataviada con un vestido de baile y danzaba en brazos de un apuesto gitano de ojos centelleantes y, al parecer, un par de calcetines enrollados en la entrepierna de los pantalones.

—Esto es el problema —había dicho Norman—. ¿Cuántas veces te he dicho lo que me parecen estas porquerías?

—¿Rose? —preguntó Anna en tono preocupado; a Rosie su voz le pareció muy lejana, como las voces que a veces se oyen en sueños—. ¿Estás bien, Rose?

Rosie levantó la vista del libro (El amante de Misery, proclamaba el título en aquellas mismas letras plastificadas de color rojo, la novela más tórrida de Paul Sheldon) y esbozó una sonrisa forzada.

—Sí, estoy bien. Parece genial.

—Las novelas rosas son uno de mis vicios secretos —confesó Anna—. Mejor que el chocolate, porque no engordan, y los hombres que salen son mejores que los de verdad porque no te llaman a las cuatro de la madrugada, borrachos y suplicándote una segunda oportunidad. Pero son una porquería, ¿y sabes por qué?

Rosie meneó la cabeza.

—Porque lo explican todo acerca del mundo. Hay razones para todo. A lo mejor son tan descabelladas como los artículos de los periódicos sensacionalistas que venden en el supermercado y contravienen todo lo que cualquier persona medianamente inteligente sabe acerca del comportamiento de la gente en la vida real, pero están ahí, sí, señor. En un libro como El amante de Misery, Anna Stevenson sin duda dirigiría Hijas y Hermanas porque también ella sería una mujer maltratada… o quizá porque su madre lo habría sido. Pero nunca he sido maltratada, y por lo que sé, mi madre tampoco. A menudo, mi marido no me hacía caso (llevamos veinte años divorciados, por si Pam o Gert no te lo habían contado), pero nunca me maltrató. En la vida real, Rosie, la gente a veces hace cosas buenas o malas simplemente porque sí. ¿Te lo crees?

Rosie asintió con lentitud. Estaba pensando en todas las veces que Norman la había pegado, le había hecho daño, la había hecho llorar… y de pronto, una noche, sin razón alguna, le regalaba una docena de rosas y la invitaba a cenar. Y si le preguntaba por qué, qué celebraban, Norman se encogía de hombros y decía que «le apetecía mimarla». Porque sí, en otras palabras. Mamá, ¿por qué tengo que irme a la cama a las ocho incluso en verano, cuando aún no es oscuro? Porque sí. Papá, ¿por qué ha tenido que morirse el abuelo? Porque sí. Sin lugar a dudas, Norman creía que aquellos mimos ocasionales y citas caídas del cielo compensaban un montón de cosas, que contrarrestaban lo que, con toda probabilidad, él consideraba su «mal genio». Jamás sabría (ni tampoco lo comprendería aunque Rosie se lo dijera) que aquellos arranques la aterrorizaban más que su furia y sus accesos de ira. Al menos sabía cómo afrontar los últimos.

—No me gusta nada la idea de que todo lo que hacemos lo hacemos por lo que la gente nos ha hecho —prosiguió Anna con expresión huraña—. Eso nos arrebata las decisiones de las manos, no explica en absoluto la existencia de los pocos santos y demonios que vislumbramos entre nosotros, y sobre todo, no me parece cierto. Sin embargo, queda bien en los libros de Paul Sheldon. Es un consuelo. Te permite creer, al menos durante un rato, que Dios es un ser cuerdo y que nada malo ocurrirá a las personas como tú en la historia. ¿Me lo devuelves? Voy a terminarlo esta noche. Con grandes cantidades de té caliente. Litros y litros…

Rosie sonrió, y Anna le devolvió la sonrisa.

—Vendrás al picnic, ¿verdad, Rosie? Lo haremos en Ettinger’s Pier, y vamos a necesitar toda la ayuda posible. Siempre pasa lo mismo.

—Claro que vendré —aseguró Rosie—. A menos que el señor Lefferts decida que soy un prodigio y me obligue a trabajar los sábados.

No lo creo.

Anna se levantó y rodeó el escritorio. Rosie también se puso en pie. Y ahora que la conversación tocaba a su fin, se le ocurrió la pregunta más fundamental.

—¿Cuándo puedo trasladarme, Anna?

—Mañana, si quieres.

Anna se agachó y cogió el cuadro. Examinó pensativa las palabras escritas en carboncillo en el dorso y a continuación le dio la vuelta.

—Has dicho que era extraño —dijo Rosie—. ¿Por qué?

Anna golpeteó el vidrio con una uña.

—Porque la mujer está en el centro pero a pesar de ello da la espalda al espectador. Me parece una técnica muy peculiar para este tipo de cuadro, que por lo demás es bastante convencional. —Se volvió hacia Rosie y cuando siguió hablando lo hizo en tono de disculpa—. Por cierto, la perspectiva del edificio al pie de la colina está mal.

—Sí. El hombre que me lo vendió lo ha mencionado. El señor Lefferts dice que seguramente está hecho adrede, porque de lo contrario se perderían algunos elementos.

—Supongo que tiene razón —repuso Anna sin dejar de mirar el cuadro—. Tiene algo, ¿verdad? Una especie de cualidad cargada.

—Note entiendo.

Anna lanzó una carcajada.

—Yo tampoco…, excepto que tiene algo que me recuerda a mis novelas rosas. Hombres fuertes, mujeres lujuriosas, hormonas revolucionadas. Cargado es lo único que se acerca a lo que quiero decir.

Una especie de calma antes de la tormenta. Probablemente es por el cielo. —Volvió a dar la vuelta al cuadro y a observar las palabras escritas en el dorso—. ¿Es esto lo que te ha llamado la atención? ¿Tu nombre?

—No —replicó Rosie—. Cuando he visto las palabras Rose Madder escritas en el dorso ya sabía que quería el cuadro. —Esbozó una sonrisa—. Es casualidad, supongo, el tipo de casualidad que no se permite en las novelas de amor que te gustan.

—Ya entiendo.

Sin embargo, no daba la impresión de entenderlo del todo. Deslizó la yema del pulgar sobre las palabras, que se difuminaron al instante.

—Sí —dijo Rosie.

De repente, por ninguna razón aparente, se sentía muy inquieta. Era como si en aquella otra zona horaria en la que la noche ya había comenzado, un hombre estuviera pensando en ella.

—A1 fin y al cabo, Rose es un nombre bastante corriente…, no como Evangeline o Petronella.

—Supongo que tienes razón —admitió Anna al tiempo que le devolvía el cuadro—. Pero lo del carboncillo es extraño.

—¿En qué sentido?

—El carboncillo se borra muy fácilmente. Si no está protegido, y las palabras escritas en tu cuadro no lo han estado, se convierten en un manchón en menos que canta un gallo. Las palabras Rose Madder deben de haberlas escrito hace poco. Pero ¿por qué? El cuadro en sí no parece reciente; al menos tendrá cuarenta años, y quizás incluso ochenta o cien. Y hay otra cosa extraña.

—¿Qué?

—No está firmado por el artista —comentó Anna.