27

Al llegar a H y H, Rosie encontró a Pam sentada en la sala de recreo del sótano. Tenía un libro de bolsillo en el regazo, pero estaba observando a Gert Kinshaw y a una cosita flaca que había llegado al centro unos diez días antes…, Cynthia algo. Cynthia llevaba un llamativo peinado punk, medio verde, medio anaranjado, y tenía aspecto de pesar unos cuarenta kilos. Se veía un vendaje abultado sobre su oreja izquierda, que su novio había intentado arrancarle con bastante éxito. Vestía una camiseta sin mangas con la foto de Peter Tosh en medio de un remolino de sol psicodélico en tonos verdes y azules. ¡NO NOS RENDIREMOS!, proclamaba la camiseta. Cada vez que se movía, los descomunales orificios de los brazos dejaban al descubierto sus pechos menudos y los diminutos pezones de color fresa. Estaba jadeando y tenía el rostro bañado en sudor, pero parecía casi estrafalariamente complacida de estar donde estaba y ser quien era.

Gert Kinshaw era opuesta a Cynthia como la noche al día. Rosie nunca había llegado a comprender del todo si Gert era una asesora, una residente permanente en H y H o tan sólo una amiga de los juzgados, por así decirlo. Aparecía, se quedaba unos días y luego volvía a desaparecer. Con frecuencia se sentaba en el círculo durante las sesiones de terapia, que tenían lugar dos veces al día en H y H y a las que las residentes debían asistir como mínimo cuatro veces a la semana, pero Rosie nunca la había oído decir nada. Era alta, al menos medía un metro ochenta, y corpulenta, con hombros anchos, suaves y de color marrón oscuro, pechos como melones y un vientre enorme que curvaba sus camisetas talla grande y colgaba sobre los pantalones de chándal que siempre llevaba. Su cabello era una maraña de trencitas (muy sexy). Se parecía tanto a cualquiera de aquellas mujeres que una veía sentadas en la lavandería, comiendo chocolatinas y leyendo el último número de National Enquirer que resultaba fácil no fijarse en sus bíceps abultados, el aspecto firme de sus muslos bajo los viejos pantalones de chándal grises, y el hecho de que el enorme trasero no le temblaba como un flan al andar. Las únicas ocasiones en que Rosie la había oído hablar era durante aquellos seminarios de la sala de recreo.

Gert enseñaba el noble arte de la defensa personal a cualquiera de las residentes de H y H que quisiera aprenderlo. Rosie había tomado unas cuantas clases y todavía intentaba practicar lo que Gert denominaba Seis Magníficas Formas de joder a un Cabrón, al menos una vez al día. No se le daba muy bien y no se imaginaba aplicándolas con un hombre de verdad, el tipo del bigote a lo David Crosby que había visto apoyado en la puerta del El Sorbo, por ejemplo, pero Gert le caía bien. Sobre todo le gustaba el modo en que el rostro ancho y oscuro de Gert cambiaba cuando enseñaba, perdiendo su habitual inmovilidad de arcilla para dar paso a una expresión animada e inteligente. A la belleza, de hecho. En cierta ocasión, Rosie le había preguntado qué enseñaba exactamente, ¿taekwondo, jiujitsu o karate? ¿Tal vez otra disciplina? Gert se había encogido de hombros.

—Un poco de todo —había contestado la mujer—. Restos.

La mesa de ping-pong estaba echada a un lado y el centro de la sala de recreo aparecía cubierto con colchonetas grises. A lo largo de una de las paredes de pino, entre el ancestral equipo de música y el prehistórico televisor en color, donde todo era o verde claro o rosa claro, se veían alineadas ocho o nueve sillas plegables. En aquel momento, la única silla ocupada era la de Pam. Con el libro sobre el regazo, el cabello recogido con un cordel azul y las rodillas apretadas con recato, parecía una flor de pared en el baile del instituto. Rosie se sentó junto a ella y se apoyó el cuadro envuelto contra las espinillas.

Gert, que debía de pesar unos ciento treinta kilos, y Cynthia, que seguramente sólo podía alcanzar la barrera de los cuarenta y cinco si se ponía botas enormes y una mochila llena hasta los topes, se movían en círculo sin dejar de observarse. Cynthia jadeaba con una sonrisa amplísima pintada en el rostro. Gert estaba tranquila y en silencio, algo inclinada sobre la cintura inexistente, los brazos extendidos ante ella. Rosie las observaba entre divertida e inquieta. Era como ver a una ardilla listada enfrentarse a un oso.

—Estaba preocupada por ti —dijo Pam—. De hecho había empezado a pensar en organizar una partida de búsqueda.

—He pasado la tarde más increíble de mi vida. Pero ¿tú cómo estás? ¿Cómo te encuentras?

—Mejor. En mi opinión, el Midol es la respuesta a todos los problemas del mundo. Bueno, da igual, ¿qué te ha pasado? ¡Estás radiante!

—¿En serio?

—En serio. Así que dispara. ¿Qué ha pasado?

—Bueno, vamos a ver —empezó Rosie disponiéndose a enumerar los acontecimientos con los dedos—. He descubierto que mi anillo de pedida es falso, lo he cambiado por un cuadro que colgaré en el piso nuevo cuando lo tenga, me han ofrecido un empleo… —Hizo una pausa calculada y a continuación agregó—: Y he conocido a alguien interesante.

Pam la miró con los ojos abiertos de par en par.

—¿Te lo estás inventando?

—No, te lo juro. Pero no te emociones; tiene sesenta y cinco años como mínimo.

Se refería a Robbie Lefferts, pero la imagen que le cruzó por la mente era la de Bill Steiner, el del chaleco de seda azul y los ojos interesantes. Pero era una ridiculez. En aquel momento le hacía tanta falta una aventura amorosa como un cáncer de labios. Y además, ¿no había deducido que Steiner debía de tener al menos siete años menos que ella? Un crío, vaya.

—Es el hombre que me ha ofrecido el empleo. Pero no hablemos de él. ¿Quieres ver el cuadro que he comprado?

—¡Venga, ataca! —exclamó Gert desde el centro de la sala con voz entre afable e irritada—. Esto no es el baile de la escuela, cariño.

La última palabra sonó a cariño.

Cynthia se abalanzó sobre ella, y los faldones de su camiseta enorme revolotearon tras ella. Gert se hizo a un lado, asió a la delgada muchacha del cabello bicolor por los antebrazos y la tiró. Cynthia aterrizó en el suelo con la espalda.

—¡Uaaauu! —chilló al tiempo que se levantaba como si fuera una pelota de goma.

—No, no quiero ver el cuadro —replicó Pam—. A menos que sea del tío. ¿De verdad tiene sesenta y cinco años? ¡No me lo creo!

—A lo mejor incluso más —aseguró Rosie—. Pero había otro. Es el que me ha dicho que el diamante de mi anillo de compromiso no es más que un zircón. Y el que me ha cambiado el anillo por el cuadro. —Hizo otra pausa—. Y él no tiene sesenta y cinco años.

—¿Cómo es?

—Ojos castaños —repuso Rosie inclinándose sobre el cuadro—. Y se acabó hasta que me digas qué te parece esto.

—¡Rosie, no seas así!

Rosie esbozó una sonrisa —casi había olvidado el placer que proporcionaba tomar el pelo sin mala intención—, y siguió rasgando el papel en el que Bill Steiner había envuelto con mimo la primera adquisición importante de su nueva vida…

—Muy bien —dijo Gert a Cynthia, que volvía a girar lentamente a su alrededor.

Gert se balanceaba lentamente sobre sus enormes pies marrones. Los pechos le subían y bajaban como olas marinas bajo la camiseta blanca que llevaba.

—Ahora ya sabes cómo se hace. Recuerda que no puedes tirarme, porque una pulga como tú caería detrás si intentara tirar a un armario como yo, pero puede ayudarme a caer. ¿Preparada?

—Preparada, sí, señor —asintió Cynthia.

Su sonrisa se hizo más amplia, dejando al descubierto dos hileras de dientes blancos, pequeños y afilados. A Rosie le recordaron los dientes de algún animal pequeño, pero peligroso, tal vez una mangosta.

—¡Gertrude Kinshaw, ataca!

Gert se lanzó hacia delante. Cynthia la asió por los gruesos antebrazos, adelantó una de sus caderas estrechas e infantiles hacia el costado de Gert con una seguridad que Rosie sabía que jamás podría igualar…, y de repente Gert salió despedida y se dio la vuelta en el aire, una alucinación en camiseta blanca y pantalones de chándal grises. La camiseta se le subió, y Rosie vio el sujetador más grande que había visto en su vida; las copas de lycra color crema parecían bombas de artillería de la Primera Guerra Mundial. Cuando Gert chocó contra las colchonetas, la habitación se estremeció.

—¡Sí! —gritó Cynthia bailando con agilidad y agitando las manos entrelazadas sobre la cabeza—. ¡Mamá Grande se desploma! ¡Sí! ¡Sííí! ¡Al suelo! ¡Al puto sue…!

Sonriendo, una expresión infrecuente que confería a su rostro un aspecto más bien cruel, Gert alzó a Cynthia en volandas, la levantó sobre su cabeza con las enormes piernas abiertas y luego empezó a darle vueltas como si de una hélice se tratara.

—¡Aaarg, voy a vomitar! —chilló Cynthia, pero reía mientras giraba en una especie de torbellino de cabello verde y naranja y de camiseta psicodélica—. ¡Aaaarg, voy a salir despedida!

—Ya basta, Gert —ordenó una voz tenue.

Era Anna Stevenson, que estaba al pie de la escalera. Una vez más iba vestida de blanco y negro (Rosie la había visto en otras combinaciones, pero no muchas), esta vez con pantalones de pitillo negros y una blusa de seda de manga larga y cuello alto. Rosie envidió su elegancia. Siempre envidiaba la elegancia de Anna.

Con aire algo avergonzado, Gert dejó a Cynthia suavemente en el suelo.

—Estoy bien, Anna —aseguró Cynthia antes de avanzar cuatro pasos vacilantes, tropezar, caer al suelo y echarse a reír.

—Ya lo veo —comentó Anna con sequedad.

—He tirado a Gert —explicó la chica—. Deberías haberlo visto. Creo que ha sido el momento más emocionante de mi vida. De verdad.

—Ya me lo creo, pero Gert te diría que se ha tirado ella —dijo Anna—. Que tú sólo la has ayudado a hacer lo que su cuerpo quería hacer…

—Bueno, supongo que sí —admitió Cynthia; se incorporó con cuidado, pero de inmediato volvió a caer de culo (el poco que tenía) y volvió a reír—. Dios mío, es como si el mundo estuviera encima de un giradiscos.

Anna cruzó la estancia hasta el lugar en que estaban sentadas Rosie y Pam.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó a Rosie…

—Un cuadro. Lo he comprado esta tarde. Es para mi nuevo piso, cuando lo tenga. Mi habitación. —Y a continuación agregó algo temerosa—: ¿Qué te parece?

—No lo sé… Vamos a echarle un vistazo a la luz.

Anna cogió el cuadro por los costados del marco, atravesó con él la habitación y lo dejó sobre la mesa de ping-pong. Las cinco mueres lo rodearon en semicírculo. No, comprobó Rosie, ahora eran siete, pues Robin St. James y Consuelo Delgado habían bajado y ahora se hallaban detrás de Cynthia, mirando por encima de sus hombros menudos y frágiles. Rosie esperó a que alguien rompiera el silencio (estaba convencida de que sería Cynthia), pero al ver que nadie lo hacía y el silencio se alargaba, empezó a ponerse nerviosa.

—¿Y bien? —preguntó por fin—. ¿Qué os parece? Que alguien diga algo.

—Es un cuadro extraño —comentó Anna.

—Sí —corroboró Cynthia—. Raro. Pero me parece que una vez vi algo parecido.

—¿Por qué lo has comprado, Rosie? —le preguntó Anna.

Rosie se encogió de hombros, más nerviosa que nunca.

—Pues por ninguna razón que pueda explicar, la verdad. Ha sido como si el cuadro me llamara.

Para su sorpresa y alivio, Anna asintió sonriendo.

—Sí. Eso es lo que pasa con el arte, en mi opinión, y no sólo con la pintura, sino también con los libros, las historias, la escultura e incluso los castillos de arena. Algunas cosas nos llaman y ya está. Es como si la gente que las creó hablara dentro de nuestras cabezas. Pero este cuadro en particular… ¿A ti te parece hermoso, Rosie? Rosie lo contempló en un intento de verlo tal como lo había visto en Empeños y Préstamos Ciudad Libertad, en el momento en que su lengua silenciosa le había hablado con tal fuerza que Rosie se había quedado petrificada, con la mente en blanco.

Miró a la mujer rubia de la toga roja violácea (o túnica, como la había llamado el señor Lefferts), de pie en la hierba alta de la cima de la colina, advirtiendo de nuevo la trenza que pendía en línea recta por el centro de su espalda, así como el brazalete dorado que llevaba sobre el codo derecho. Luego desvió la vista hacia el templo en ruinas y el (dios) monumento caído al pie de la colina. Las cosas que contemplaba la mujer de la toga.

¿Cómo sabes que es eso lo que está mirando? ¿Cómo puedes saberlo? ¡Si no le ves la cara!

Era cierto, por supuesto…, pero ¿qué otra cosa podría estar mirando?

—No —repuso por fin—. No lo he comprado porque me pareciera bello. Lo he comprado porque me parecía poderoso. El modo en que me ha hecho detenerme en seco ha sido poderoso. ¿Creéis que un cuadro tiene que ser bello para ser bueno?

—No —replicó Consuelo—. Piensa en Jackson Pollock. Lo que él hacía no tenía nada que ver con la belleza, sino con la energía. ¿Y qué me dices de Diane Arbus?

—¿Quién es? —inquirió Cynthia.

—Una fotógrafa que se hizo famosa por tomar fotografías de mujeres barbudas y enanos fumando cigarrillos.

—Ah. —Cynthia reflexionó unos instantes, y de repente se le iluminó el rostro como si acabara de recordar algo—. Una vez vi una foto en una fiesta, en la época en la que trabajaba de camarera en cócteles. Era una galería de arte, eso. Y era un tío que se llamaba Applethorpe. Robert Applethorpe, ¿y sabéis lo que era? ¡Un tío mamándosela a otro! ¡En serio! Y no era un montaje como los de las revistas porno. El tío ése se estaba esforzando, trabajando a conciencia. Nunca habría pensado que un tío pudiera meterse un trozo tan grande del palo de escoba en la…

—Mapplethorpe —la atajó Anna con sequedad.

—¿Eh?

—Mapplethorpe, no Applethorpe.

—Ah, bueno, claro.

—Está muerto.

—¿Ah, sí? —preguntó Cynthia—. ¿Y de qué la palmó?

—De sida —repuso Anna ausente, sin dejar de mirar el cuadro de Rosie—. Conocida como enfermedad del palo de escoba en algunos parajes.

—Has dicho que una vez viste un cuadro parecido al de Rosie —terció Gert—. ¿Dónde lo viste, enana? ¿En la misma galería de arte?

—No.

Mientras comentaba la foto de Mapplethorpe, Cynthia había parecido sólo interesada, pero ahora se había ruborizado y tenía las comisuras de los labios curvadas en una leve sonrisa defensiva.

—Y no era…, bueno, no era exactamente lo mismo, pero…

—Venga, cuenta —la instó Rosie.

—Bueno, mi padre era reverendo metodista en Bakersfield —explicó Cynthia—. En Bakersfield, California, de donde soy yo. Vivíamos en la vicaría, y había un montón de cuadros viejos en las pequeñas salas de reuniones de la planta baja. Algunos eran de presidentes, otros de flores, y también había de perros. No eran nada del otro mundo, sólo cosas que se colgaban en las paredes para que no parecieran tan vacías.

Rosie asintió con un gesto mientras pensaba en los cuadros que habían rodeado el suyo en los polvorientos estantes de la casa de empeños, góndolas en Venecia, cuencos de fruta, perros y zorros. Cosas que se colgaban en las paredes pare que no parecieran tan vacías. Bocas sin lengua.

—Pero había uno… que se llamaba… —Cynthia frunció el ceño en un intento de recordar—. Creo que se llamaba De Soto mira al Oeste. Era de un explorador con pantalones de hojalata y un pote en la cabeza de pie en lo alto de un acantilado y rodeado de indios. Y miraba a través de kilómetros y kilómetros de bosque hacia un río muy grande. El Mississippi, me parece. Pero la cuestión es que… era…

Miró a las demás mujeres con aire incierto. Tenía las mejillas más ruborizadas que nunca, y la sonrisa se le había borrado del rostro. El vendaje abultado que llevaba sobre la oreja parecía muy blanco, muy presente, como un accesorio extraño injertado en su cabeza, y Rosie tuvo tiempo de preguntarse, y no por primera vez desde que llegara a H y H, por qué tantos hombres eran tan desagradables. ¿Qué les pasaba? ¿Les faltaba algo o tenían algo repugnante instalado en su interior, como un circuito defectuoso en un ordenador?

—Sigue, Cynthia —urgió Anna—. No nos reiremos, ¿verdad?

Las mujeres menearon la cabeza.

Cynthia entrelazó las manos detrás de la espalda como una niña pequeña dispuesta a recitar la lección delante de toda la clase.

—Bueno —prosiguió en voz mucho más baja de lo que era habitual en ella—, era como si el río se moviera, eso era lo que me fascinaba. El cuadro estaba en la habitación donde mi padre daba sus clases de textos bíblicos los jueves por la noche, y yo entraba y a veces me sentaba delante del cuarto durante una hora o más, mirándolo como quien mira la tele. Veía el río moverse… o esperaba a que se moviera. No lo recuerdo, pero es que sólo tenía nueve o diez años. Lo que recuerdo es que creía que se estaba moviendo, que tarde o temprano un bote, una chalupa o una canoa india pasaría por allí y entonces lo sabría seguro. Pero un día entré en la habitación y el cuadro ya no estaba. Pum. Creo que mi madre debió de entrar y verme allí sentada, ya sabéis, y…

—… entonces se preocupó y lo quitó —terminó Rosie por ella.

—Sí, probablemente lo tiró a la basura —aventuró Cynthia—. Yo sólo era una niña, pero tu cuadro me recuerda aquél, Rosie.

Pam lo examinó de cerca.

—Sí, no me extraña. La mujer está respirando.

Todas se echaron a reír, y Rosie rió con ellas.

—No, no es eso —exclamó Cynthia—, sólo que… es un poco anticuado…, como los cuadros que te encontrarías en una clase…, y es pálido. Menos las nubes y el vestido, los colores son pálidos. En mi cuadro de De Soto, todo era pálido menos el río. El río era plateado brillante. Parecía más presente que el resto del cuadro.

Gert se volvió hacia Rosie.

—Cuéntanos lo del empleo. He oído que tienes trabajo.

—Cuéntanoslo todo —instó Pam.

—Sí —intervino Anna—. Cuéntanoslo todo, y luego, por favor, ven a mi despacho un momento.

—¿Es… es lo que estaba esperando?

—Pues la verdad es que creo que sí —repuso Anna con una sonrisa.