26

En el momento en que Rob Lefferts escuchaba a su mujer fugitiva en una esquina, Norman Daniels estaba sentado en su cubículo diminuto, situado en la cuarta planta del cuartel de la policía, con los pies sobre la mesa y las manos entrelazadas detrás de la nuca. Era la primera vez en muchos años que tenía ocasión de poner los pies sobre la mesa; en circunstancias normales, su escritorio estaba atestado de formularios, envoltorios de comida rápida, informes a medio terminar, circulares del departamento, memorandos y otras basuras. Norman no era el tipo de hombre ordenado por naturaleza (después de tan sólo cinco semanas, la casa que Rosie había mantenido como los chorros del oro durante todos aquellos años parecía Miami después del huracán Andrew), y por lo general su oficina reflejaba su carácter, pero en aquel momento tenía un aspecto extremadamente austero. Había pasado la mayor parte de la mañana ordenándola, llevando tres grandes bolsas de basura llenas de porquería al basurero del sótano, reacio a que las malditas negras que venían a limpiar entre semana de medianoche a seis de la mañana hicieran el trabajo. El trabajo que se dejaba a los negros nunca llegaba a hacerse; era una lección que le había enseñado su padre, y era cierta. Se trataba de un hecho fundamental que los políticos y los blandengues no podían o no querían comprender: los negros no sabían trabajar. Formaba parte de su temperamento africano.

Norman paseó la mirada por la superficie de su escritorio, sobre el que no quedaba nada a excepción de sus pies y el teléfono, y a continuación se volvió hacia la pared que se alzaba a su derecha. Durante años había estado empapelada de carteles de búsqueda ordinarios y urgentes, resultados de laboratorio y menús de comida para llevar, por no mencionar el calendario de juicios pendientes con sus fechas escritas en rojo, pero ahora aparecía desierta. Finalizó el recorrido visual reparando en la pila de cajas de licor que se amontonaba junto a la puerta. Mientras la contemplaba reflexionó acerca de lo imprevisible que era la vida. Tenía mal genio y era el primero en reconocerlo. También reconocía de buen grado que ese mal genio era propenso a meterle en líos y dejarlo metido en ellos. Y si un año antes hubiera tenido ocasión de ver su despacho con el aspecto que tenía hoy, habría llegado a una conclusión bien sencilla: su mal genio lo había precipitado a un abismo del que no podía salir y lo habían echado. O bien había acumulado reprimendas suficientes como para justificar el despido según las normas del departamento, o bien lo habían sorprendido haciendo daño de verdad a alguien, como suponían que había hecho con ese renacuajo maricón de Ramon Sanders. La idea de que pudiera importar que alguien hiciera daño a un moñas como Ramon resultaba ridícula, por supuesto, pues a fin de cuentas no era precisamente un santo, pero había que obedecer las reglas del juego… o al menos asegurarse de que a uno no lo pescaban quebrantándolas. Era como no decir en voz alta que los negros no entendían el concepto del trabajo, aunque todo el mundo (al menos todos los blancos) lo sabía.

Pero no lo habían echado. Sólo se trasladaba. Se marchaba de ese asqueroso cubículo que había sido su hogar desde el primer año de la presidencia de Bush. Se trasladaba a una oficina de verdad, donde las paredes llegaban hasta el techo y hasta el suelo. No lo habían echado, sino que lo habían ascendido. Le recordaba una canción de Chuck Berry, una canción qué decía algo así como C’est la vie, está claro que nunca se sabe.

La detención se había efectuado, la gran detención, y las cosas no podrían haberle ido mejor aunque él mismo hubiese escrito el guión. Se había producido una transmutación casi increíble; su culo se había convertido en oro, al menos en lo que respectaba a su trabajo.

Había sido una red urbana de track, la suerte de estructura que nunca se puede atrapar de una sola vez…, pero él lo había logrado. Todas las piezas habían encajado. Había sido como acertar doce sietes seguidos a los dados en Atlantic City y doblar tu dinero en cada tirada. Su equipo había terminado por detener a más de veinte personas, media docena de ellas peces gordos, y las detenciones se efectuaron con todas las de la ley… Ni rastro de ilegalidad. Con toda probabilidad, el fiscal del distrito estaba alcanzando los orgasmos más intensos desde que se tirara a su cocker en el instituto. Norman, que en un momento dado había creído que aquel cabroncete de mierda podía llegar a denunciarlo si no reprimía el mal genio, se había convertido en el niño bonito del fiscal del distrito. Chucé Berry tenía razón. Nunca se sabía.

—El frigorífico estaba repleto de platos preparados y ginger ale —cantó con una sonrisa.

Era una sonrisa alegre, una sonrisa que daba ganas de corresponder, pero habría provocado escalofríos a Rosie, le habría hecho desear ser invisible. Ella la llamaba la sonrisa mordedora de Norman.

A primera vista una buena primavera, una primavera estupenda, la verdad, pero en el fondo había sido una primavera terrible. Una primavera de mierda, para ser exactos, y Rose era la causa. Había esperado dar con ella mucho antes, pero no lo había conseguido. Rose seguía allí fuera. Allí fuera, en alguna parte.

Había ido a Portside el mismo día en que había interrogado a su buen amigo Ramon en el parque situado frente a la comisaría. Había ido con una fotografía de Rose, pero de nada le había servido. Cuando mencionó las gafas de sol y el pañuelo de color rojo brillante (detalles valiosos que había encontrado en la transcripción del interrogatorio de Ramon Sanders), uno de los dos vendedores del turno de día de Continental Express había reaccionado. El problema era que el vendedor no recordaba adónde había ido la mujer, y no había forma de averiguarlo por los archivos, porque no existían. La mujer había _ gado en efectivo y no había facturado equipaje alguno.

El horario de Continental ofrecía tres posibilidades, pero Norman creía que la tercera, un autobús que había salido hacia el sur a las dos menos cuarto de la tarde, era bastante improbable. Rose no habría querido quedarse tanto tiempo en la terminal. Ello le dejaba dos opciones: una ciudad situada a cuatrocientos kilómetros de distancia, y otra ciudad más grande situada en pleno Medio Oeste.

Y entonces había cometido lo que empezaba a considerar un error y que le había costado al menos dos semanas; había supuesto que Rose no habría querido marcharse demasiado lejos de casa, de la zona en la que había crecido…, no un ratoncito asustado como ella. Pero ahora…

Las palmas de las manos de Norman estaban cubiertas por un fino encaje de cicatrices semicirculares. Se las había hecho con las uñas, pero el verdadero origen se hallaba en lo más profundo de su mente, un horno que había tenido encendido a la temperatura máxima durante casi toda su vida.

—Pues más te vale estar asustada —murmuró—. Y si aún no lo estás, te garantizo que pronto lo estarás.

Sí. Tenía que encontrarla. Sin Rose, todo lo que había sucedido aquella primavera, el glamour de la detención, la buena prensa, los periodistas que lo habían asombrado al formularle preguntas respetuosas para variar, e incluso el ascenso carecían de importancia. Las mujeres con las que se había acostado desde que Rose se marchara también carecían de importancia. Lo que importaba era que Rose lo había abandonado. Lo que importaba aún más era que él no había tenido ni la más remota idea de sus intenciones. Y lo que importaba más de todo era que se había llevado su tarjeta del cajero automático. Sólo la había utilizado una vez, y para sacar trescientos cincuenta miserables dólares, pero ésa no era la cuestión. La cuestión era que se había llevado algo que le pertenecía a él, había olvidado quién era el cabrón más malvado de la selva, y tendría que pagar por ello. Y el precio sería alto.

Alto.

Había estrangulado a una de las mujeres con quienes se había acostado desde que Rose se marchara. La había estrangulado y luego la había dejado detrás de un silo de cereales en la orilla occidental del lago. ¿Cabía atribuir aquella muerte a su mal genio? No lo sabía; qué locura, ¿eh? Qué auténtica chifladura. Lo único que sabía era que había recogido a la mujer en el barrio de putas de Fremont Street, una morenita con pantalones ceñidos de color cervato y tetas enormes que asomaban por encima del corpiño. No se había percatado de lo mucho que se parecía a Rose (o eso era lo que se decía ahora y por tanto tal vez incluso creía) hasta que se la estaba tirando en el asiento trasero de su coche de servicio, un anodino Chevrolet de cuatro años. Lo que había sucedido era que la mujer había vuelto la cabeza, y las luces que rodeaban la cima del silo más cercano le habían iluminado la cara por un instante, la habían iluminado de una manera muy especial, y en ese momento aquella puta había sido Rose, la zorra que lo había abandonado sin siquiera dejarle una nota, sin dejarle ni una puta nota, y antes de darse cuenta de lo que hacía le había rodeado el cuello con el corpiño, y la puta había sacado la lengua y los ojos se le habían salido de las órbitas como canicas de cristal. Y lo peor era que, una vez muerta, la puta no se parecía en nada a Rose.

Bueno, no se había dejado dominar por el pánico…, ¿por qué iba a dejarse dominar por el pánico? No había sido la primera vez, ni mucho menos.

¿Lo había sabido Rose? ¿Lo había presentido?

¿Por eso se había marchado? Porque temía que él pudiera…

—No seas gilipollas —masculló, y cerró los ojos.

Craso error. Lo que vio era lo que últimamente se le aparecía en sueños deforma constante: la tarjeta verde del Banco Mercantil, que había adquirido dimensiones desproporcionadas y flotaba en la negrura como un dirigible del color de los billetes. Abrió los ojos de inmediato. Le dolían las manos. Extendió los dedos y observó sin sorpresa los cortes que penetraban en su piel. Estaba acostumbrado a los estigmas de su mal genio y sabía cómo afrontarlos. Debía recuperar el autodominio. Ello significaba pensar y planear, y aquellas cosas empezaban por un buen repaso.

Había llamado a la policía de la más cercana de las dos ciudades, se había identificado y luego había nombrado a Rose como principal sospechosa de una estafa de tarjetas bancarias a gran escala (la tarjeta era lo peor de todo, y la verdad era que ya no podía dejar de pensar en ella). Indicó el nombre de Rose McClendon, seguro de que habría vuelto a adoptar su nombre de soltera. Si no lo había hecho, el hecho de que la sospechosa y el oficial encargado de la investigación se apellidaran igual se consideraría una coincidencia. No sería la primera vez que sucedía algo así. Y además el nombre era Daniels, no Trzewski ni Beauschatz.

Asimismo había mandado a la policía fotografías de Rose tomadas desde varios ángulos. Una de ellas la mostraba sentada en la escalinata trasera y la había tomado Roy Foster, un policía amigo suyo, el mes de agosto anterior. No era muy buena (entre otras cosas enseñaba lo foca que se había puesto a partir de los treinta), pero era en blanco y negro, además deponer de manifiesto sus facciones con bastante claridad. La otra era el boceto del dibujante de la policía (Al Kelly, qué talento tenía el capullazo, lo había hecho en su tiempo librea petición de Norman) de la misma mujer, pero con un pañuelo sobre la cabeza.

Los policías de aquella otra ciudad, la más cercana, le habían formulado las preguntas correspondientes y habían acudido a los lugares adecuados, es decir, los refugios para personas sin hogar, los hoteles para viajeros de paso, los hogares intermedios en los que a veces podía echarse un vistazo a la lista de clientes si uno sabía a quién y cómo buscar, pero de nada había servido. Norman había hecho tantas llamadas telefónicas como había podido, buscando cada vez con mayor frustración alguna pista, por vaga que fuera. Incluso había llegado a pagar por una lista que le pasaron por fax y en la que figuraban los solicitantes más recientes de permisos de conducir de la ciudad, pero en vano.

La idea de que pudiera escapársele del todo, de que pudiera librarse el justo castigo por lo que había hecho (sobre todo por llevarse la tarjeta del cajero) todavía no se le había ocurrido, pero a regañadientes había llegado a la conclusión de que podía haber ido a la otra ciudad, de que quizás le tenía tanto miedo que cuatrocientos kilómetros no le habían parecido suficientes.

Y mil doscientos tampoco lo son, hecho que pronto descubriría.

Entretanto ya había permanecido sentado allí demasiado tiempo. Era hora de encontrar una carretilla o un carro de la limpieza para trasladar sus cosas a la nueva oficina, situada dos plantas más arriba. Bajó los pies de la mesa, y en aquel momento sonó el teléfono. Descolgó.

—¿Inspector Daniels? —preguntó la voz del otro extremo de la línea.

—Sí —asintió mientras pensaba, aunque sin gran alegría—. Detective Inspector de Primer Grado Daniels.

—Soy Oliver Robbins.

Robbins. Robbins. Le sonaba el nombre, pero…

—De Continental Express. Le vendí un billete a una mujer a la que está buscando.

Daniels se irguió en su silla.

—Sí, señor Robbins, le recuerdo muy bien.

—Le he visto por televisión —exclamó Robbins—. Es estupendo que haya cogido a esa gente. EL crack es una verdadera porquería. Siempre hay gente consumiendo en la terminal, ya sabe.

—Sí —asintió Daniels sin permitir que su voz denotase ni el más leve atisbo de impaciencia—. Ya me lo imagino.

—¿Irá a la cárcel toda esa gente?

—Creo que la mayoría sí. ¿En qué puedo ayudarle?

—Bueno, la verdad es que espero poder ayudarle yo a usted —continuó diciendo Oliver Robbins—. ¿Recuerda que me dijo que le llamara si recordaba algo más? Me refiero a la mujer de las gafas de sol y el pañuelo rojo.

—Sí —asintió Norman.

Su voz seguía sonando tranquila y amable, pero la mano que no sostenía el teléfono había vuelto a cerrarse, y las uñas se clavaban en la carne una y otra vez.

—Bueno, pues creía que no recordaría nada, pero esta mañana se me ha ocurrido algo mientras me duchaba. Llevo todo el día pensando en ello, y estoy seguro de que no me equivoco. Estoy seguro de que lo dijo de aquella forma.

—¿Que dijo qué de qué forma? —preguntó Daniels.

Seguía hablando con voz razonable, serena, incluso agradable, pero la sangre empezaba a brotarle del puño cerrado. Norman abrió uno de los cajones de su escritorio vacío y suspendió el puño sobre él. Un pequeño bautismo para el próximo tipo que ocupara ese cubículo de mierda.

—Es que no me dijo adónde quería ir, sino que se lo dije yo. Por eso seguramente no me acordé cuando usted me lo preguntó, inspector Daniels, aunque suelo tener buena cabeza para esas cosas.

—No le entiendo.

—Por lo general, la gente que viene a comprar billetes te dice el destino —prosiguió Robbins—. «Ida y vuelta a Nashville» o «Ida a Lansing, por favor». ¿Me sigue?

—Sí.

Aquella mujer no lo dijo así. No me dijo el nombre de la ciudad, sino la hora a la que quería salir. Eso es lo que he recordado esta mañana en la ducha. Dijo: «Quiero comprar un billete para el autobús de las once y cinco. ¿Quedan asientos libres?». Como si el lugar no importara, como si lo único importante fuera…

—… ¡marcharse lo antes posible y lo más lejos posible! —lo atajó Norman—. ¡Sí! ¡Sí, por supuesto! ¡Gracias, señor Robbins!

—Me alegro de haberle sido útil. —Robbins parecía algo perplejo por el arranque emotivo del otro extremo de la línea—. Deben de morirse de ganas de echarle el guante.

—Pues sí —repuso Norman, esbozando de nuevo aquella sonrisa que siempre había helado la sangre de Rosie y la había impulsado a retroceder hacia una pared para protegerse los riñones—. No sabe cuánto. Ese autobús de las once y cinco, señor Robbins, ¿adónde va?

Robbins se lo dijo.

—¿Formaba parte de la red de crack? ¿La mujer a la que buscan? —preguntó a continuación.

—No, es una estafa relacionada con tarjetas de crédito —explicó Norman.

Robbins empezó a manifestar su opinión al respecto —al parecer estaba preparándose para sostener una agradable charla—, pero Norman colgó el teléfono y lo dejó con la palabra en la boca. Volvió a poner los pies sobre la mesa. La carretilla y el traslado de sus trastos podían esperar. Se reclinó en su silla y contempló el techo.

—Eso, una estafa relacionada con tarjetas de crédito —masculló—. Pero ya sabes lo que dicen del largo brazo de la ley.

Alargó la mano izquierda y abrió el puño, dejando al descubierto la palma manchada de sangre. Flexionó los dedos también ensangrentados.

—El largo brazo de la ley, zorra —repitió, y de repente se echó a reír—. El puto largo brazo de la ley va a por ti. Ya puedes ir preparándote.

Siguió flexionando los dedos, observando las gotas de sangre que salpicaban la superficie de su mesa, despreocupado, riendo, sintiéndose bien.

Las cosas volvían a encarrilarse.