25

Rosie permaneció delante de la puerta unos instantes, parpadeando a los coches que pasaban junto a ella, sintiéndose como se había sentido cuando era pequeña y salía del cine con su padre, cegada, con el cerebro suspendido entre el mundo real y el mundo de la ficción. Pero el cuadro era real; no tenía más que mirar el paquete que llevaba debajo del brazo para comprobarlo.

Tras ella se abrió la puerta, y por ella salió el anciano. Ahora incluso le caía bien, y le dedicó la clase de sonrisa que la gente reserva para aquellos con quienes han compartido experiencias extrañas o maravillosas.

—Señora —empezó el hombre—, ¿me haría un pequeño favor?

La sonrisa dio paso a una expresión de cautela.

—Depende, pero no suelo hacer favores a desconocidos.

Por supuesto, aquello era quedarse corta. Ni siquiera estaba acostumbrada a hablar con desconocidos.

El hombre parecía casi avergonzado, y su aspecto surtió un efecto tranquilizador en ella.

—Ya, bueno, supongo que le parecerá extraño, pero tal vez nos beneficie a ambos. Me llamo Lefferts, por cierto, Rob Lefferts.

—Rosie McClendon —se presentó ella.

Por un instante estuvo tentada de extender la mano, pero en seguida renunció a la idea. Probablemente no debería ni haberle dicho su nombre.

—La verdad es que no creo que tenga tiempo de hacer favores, señor Lefferts… Tengo un poco de prisa y…

—Por favor.

El hombre dejó el maletín gastado en el suelo, introdujo la mano en la pequeña bolsa marrón que llevaba en la otra mano y sacó uno de los viejos libros de bolsillo que había encontrado en la casa de empeño. En la portada se veía la imagen estilizada de un hombre ataviado con un uniforme carcelario de rayas blancas y negras que entraba en lo que parecía una cueva o la boca de un túnel.

—Lo único que quiero es que lea el primer párrafo de este libro. En voz alta.

—¿Aquí? —exclamó Rosie mirando en derredor—. ¿Aquí mismo, en plena calle? Por el amor de Dios, ¿por qué?

—Por favor —se limitó a repetir el hombre.

Rosie cogió el libro, pensando que si hacía lo que le había pedido, tal vez podría zafarse de él sin más tonterías. Eso estaría muy bien, porque empezaba a creer que el hombre estaba un poco chalado. Quizá no peligroso, pero sí chalado. Y si al final resultaba ser peligroso, prefería averiguarlo cerca de Empeños y Préstamos Ciudad Libertad… y de Bill Steiner.

El libro se titulaba Senda tenebrosa, y su autor se llamaba David Goodis. Mientras pasaba la página del copyright, Rosie decidió que no era de extrañar que) amás hubiera oído hablar de él (si bien el título de la novela le resultaba familiar), porque Senda tenebrosa había sido publicado en 1946, dieciséis años antes de que ella naciera.

Alzó la vista hacia Rob Lefferts, quien le hizo una seña ansiosa, casi vibrante de anticipación… ¿y esperanza? ¿Cómo era posible? Pero realmente parecía esperanza.

Un poco alterada (se le había contagiado, como su madre había dicho a menudo), Rosie empezó a leer. Al menos el primer párrafo era breve.

—Fue mala suerte. Parry era inocente. Además, era un hombre decente que nunca había molestado a nadie y que quería llevar una vida tranquila. Pero había demasiado en su contra y demasiado poco a su favor. El jurado decidió que era culpable. El juez lo condenó a cadena perpetua, y a Parry lo condujeron a San Quintín.

Rosie levantó la cabeza, cerró el libro y se lo alargó.

—¿De acuerdo?

El anciano sonreía visiblemente complacido.

—Pero que muy de acuerdo, señora McClendon. Bueno, espere… uno más…, por favor… —Siguió ojeando el libro y por fin se lo devolvió—. Sólo el diálogo, por favor. La escena entre Parry y el taxista. Desde «Bueno, es extraño». ¿Lo ve?

Rosie lo veía, y esta vez ni siquiera remoloneó. Había decidido que Lefferts no era peligroso y que quizá ni siquiera estaba loco: Además, seguía experimentando aquella singular emoción, como si algo realmente fuera a suceder… o ya estuviera sucediendo.

Sí, claro que sí, le explicó la vocecilla interior. El cuadro, Rosie…, ¿recuerdas?

Por supuesto, el cuadro. El mero hecho de pensar en él le alegraba el corazón y la hacía sentirse afortunada.

—Esto es muy curioso —comentó, aunque con una sonrisa que no pudo contener.

Lefferts asintió con un gesto, y Rosie tenía la sensación de que habría asentido del mismo modo si ella le hubiera comentado que se llamaba Madame Bovary.

—Sí, sí, ya me imagino que se lo parece, pero… ¿ve dónde quiero que empiece?

—Ajá.

Rosie hojeó el diálogo a toda prisa, intentando comprender quiénes eran aquellas personas a partir de lo que decían. El taxista era fácil de captar; Rosie se forjó de inmediato una imagen de Jackie Gleason en el papel de Ralph Kramden, de las reposiciones de Honeymooners («Recién casados») que pasaban en el canal 18 por las tardes. Parry le costó un poco más, pues era más bien el tipo de héroe universal, según le parecía, de los que salen a todas horas como setas. En cualquier caso, no importaba. Carraspeó y empezó a leer, olvidando de inmediato que se encontraba en una esquina con mucho tráfico con un cuadro envuelto bajo el brazo, sin reparar en las miradas curiosas que tanto ella como Lefferts atraían.

—Bueno, es extraño —dijo el taxista—. Por la cara de las personas sé lo que piensan, sé lo que hacen. A veces incluso sé quiénes son… Usted, por ejemplo.

—Muy bien, yo. ¿Qué hay de mí?

—Es usted un tipo con problemas.

—No tengo un solo problema en el mundo —replicó Parry.

—No hace falta que me cuente nada, hermano —insistió el taxista—. Lo sé. Conozco a la gente. Y le diré otra cosa. Su problema son las mujeres.

—Strike uno. Estoy casado felizmente.

De repente, como caída del cielo, le llegó la voz de Parry; era James Woods, nervioso y tenso, pero con un quebradizo sentido del humor. Aquello la entusiasmó y siguió leyendo, metiéndose en la piel de la historia, viendo la escena de una película que jamás se había rodado, Jackie Gleason y James Woods discutiendo en un taxi que recorría las calles de alguna ciudad anónima en plena noche.

—De strike nada. No está casado. Pero lo estuvo y no era feliz.

—Ah, ya lo entiendo. Estaba usted ahí. Escondido en el armario todo el tiempo.

—Le voy a hablar de ella. No era fácil llevarse bien con ella. Quería cosas. Cuanto más tenía, más quería. Y siempre obtenía lo que quería.

Así era ella.

Rosie había llegado al pie de la página. Con un extraño estremecimiento y sin decir palabra, devolvió el libro a Lefferts, que estaba tan contento que parecía a punto de reventar.

—¡Tiene usted una voz maravillosa! —exclamó—. Grave, pero no retumbante, melodiosa y muy clara, sin acento definido… Eso lo he notado en seguida, pero la voz sola significa poco. ¡Pero además sabe leer! ¡Sabe leer de verdad!

—Pues claro que sé leer —replicó Rosie sin saber si tomárselo a broma o exasperarse—. ¿Tengo aspecto de haber sido criada entre lobos?

—No, por supuesto que no, pero con frecuencia ni los mejores lectores saben leer en voz alta… No es que tropiecen con las palabras, pero no saben expresarse. Y el diálogo es mucho más difícil que la narración…; es la prueba de fuego, por así decirlo. Pero he oído a dos personas distintas. ¡Las he oído!

Lefferts alargó el brazo y le rozó el hombro. Rosie empezó a apartarse. Una mujer con más mundo habría reconocido que se trataba de una audición, aun cuando tuviese lugar en una esquina, y por consiguiente no le habría sorprendido tanto lo que Lefferts dijo a continuación. Rosie, sin embargo, se quedó muda de asombro cuando el hombre carraspeó y le ofreció un empleo.