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Era el único cuadro del pasillo cubierto con un vidrio (Rosie creía que los óleos nunca se cubrían, tal vez porque tenían que respirar o algo así), y en la esquina inferior izquierda se veía una pequeña etiqueta amarilla que decía 75 dólares o ?

Alargó las manos temblorosas y asió el marco del cuadro. Lo sacó con cuidado del estante y volvió con él por el pasillo. El anciano del maletín gastado seguía allí y seguía mirándola, pero Rosie apenas si lo vio. Fue directamente al mostrador y colocó el cuadro con mimo delante de Bill Steiner.

—¿Ha encontrado algo que le interesa? —preguntó el joven.

—Sí. —Rosie golpeteó con el dedo la etiqueta de la esquina—. Dice setenta y cinco dólares o interrogante. Me ha dicho que podía darme cincuenta por mi anillo de compromiso. ¿Estaría dispuesto a cambiar una cosa por otra? ¿Mi anillo por este cuadro?

Steiner se dirigió al extremo del mostrador, levantó la barrera y se aproximó a Rosie. Examinó el cuadro con la misma meticulosidad que había dedicado al anillo…, pero esta vez con expresión algo divertida.

—No recuerdo este cuadro. Me parece que no lo había visto nunca. Debe de ser algo que compró mi viejo. Es el aficionado al arte de la familia; yo no soy más que un manitas glorificado.

—¿Quiere decir que no puede…?

—¿Regatear? ¡Muérdase la lengua! Regatearé hasta que me quede sin aliento. Pero esta vez no hace falta. Estaré encantado de hacerlo a su manera. Trueque. Así no tendré que verla marcharse con cara de perro apaleado.

Otra primera experiencia; antes de ser consciente de lo que hacía, Rosie había rodeado con los brazos el cuello de Bill Steiner para darle un abrazo breve pero entusiasta.

—¡Gracias! —exclamó—. ¡Muchísimas gracias!

—Vaya, de nada —rió Steiner—. Creo que es la primera vez que un cliente me abraza en estos parajes. ¿Quiere que le enseñe otros cuadros que le pueden interesar, señora?

El anciano del abrigo, al que Steiner había llamado Robbie, se acercó para contemplar el cuadro.

—Teniendo en cuenta cómo es la mayoría de los clientes de las casas de empeño, probablemente esto es una bendición —comentó.

—Tienes razón —corroboró Bill Steiner.

Rosie apenas los oyó. Estaba revolviendo el bolso en busca del pañuelo de papel en el que había envuelto el anillo. Le costó bastante encontrarlo porque su mirada no cesaba de desviarse hacia el cuadro colocado sobre el mostrador. Su cuadro. Por primera vez pensó en la habitación que le asignarían con verdadera impaciencia. Su propia casa, no un catre entre muchos. Su propia casa y su propio cuadro para colgarlo en la pared. Será lo primero que haga, se prometió al tiempo que sus dedos se cerraban en torno al pañuelo arrugado. Lo primero. Desenvolvió el anillo y se lo alargó a Steiner, pero éste hizo caso omiso de momento, pues estaba contemplando el cuadro.

—Es un óleo original, no una reproducción —comentó—, y no me parece demasiado bueno. Es probable que por eso esté cubierto con el vidrio… Alguien debió de pensar que así aparentaría más. ¿Qué será el edificio al pie de la colina? ¿La casa quemada de una plantación?

—Creo que son las ruinas de un templo —intervino el anciano del maletín sarnoso en voz baja—. Un templo griego, quizás. Aunque, ¿quién sabe, verdad?

Sí, quién sabía, pues el edificio en cuestión estaba sepultado en la maleza casi hasta el tejado. Por las cinco columnas de la fachada se encaramaban parras. Otra columna yacía en fragmentos. Cerca del pilar caído se veía una estatua tan cubierta de maleza que lo único que se vislumbraba por encima del verdor era un rostro liso de piedra blanca vuelto hacia los nubarrones de tormenta con que el pintor había llenado el cielo.

—Sí —repuso Steiner—. En cualquier caso, tengo la impresión de que el edificio no está pintado en perspectiva… Es demasiado grande para estar donde está.

El anciano asintió.

—Pero es un engaño necesario, porque de lo contrario no se vería más que el tejado. En cuanto al pilar y a la estatua caídos, no se verían en absoluto.

A Rosie no le interesaba en absoluto el fondo, sino tan sólo la figura central del cuadro. En la cima de la colina, girada para contemplar las ruinas del templo para que quienes contemplaran el cuadro sólo la vieran de espaldas, había una mujer. El cabello rubio le caía por la espalda en una trenza. Alrededor de uno de sus esbeltos brazos, el derecho, se veía un brazalete ancho de oro. Tenía la mano derecha alzada, y aunque no podía apreciarse con seguridad, daba la impresión de que se estaba protegiendo los ojos. Resultaba extraño teniendo en cuenta que el cielo estaba encapotado y no lucía el sol, pero eso era lo que parecía estar haciendo. Llevaba un vestido corto, una toga, suponía Rosie, que dejaba al descubierto uno de sus hombros lechosos. El atuendo era de un vibrante color rojo violáceo. Era imposible descubrir qué llevaba en los pies, si es que llevaba algo, pues la hierba le llegaba casi hasta las rodillas, donde terminaba la toga.

—¿Cómo se llama el estilo? —preguntó Steiner a Robbie—. ¿Clásico? ¿Neoclásico?

—Yo lo llamo arte malo —replicó Robbie con una sonrisa—, pero al mismo tiempo creo que entiendo por qué esta mujer quiere comprarlo. Es posible que los elementos sean clásicos, de los que se ven en los grabados antiguos de acero, pero el ambiente es gótico. Y luego el detalle de que la figura principal esté de espaldas. Eso me parece muy raro. En conjunto…, bueno, no puede decirse que esta joven ha elegido el mejor cuadro de la tienda, pero estoy seguro de que sí es el más peculiar.

Rosie apenas los oía. No cesaba de encontrar matices nuevos en el cuadro que le llamaban la atención. El cordón violeta oscuro que ceñía la cintura de la mujer, por ejemplo, que casaba con los adornos del vestido, la insinuación apenas visible del pecho izquierdo, revelado por el brazo levantado. Los dos hombres no decían más que tonterías. Era un cuadro maravilloso. Tenía la sensación de que podría contemplarlo durante horas y horas, y cuando estuviera en su nueva casa, lo más probable era que lo hiciera.

—No hay título ni firma —comentó Steiner—. A menos que…

Dio la vuelta al cuadro. En el papel del dorso, escritas en trazos suaves y ligeramente desvaídos de carboncillo, se veían las palabras ROSE MADDER.

—Bueno —prosiguió Steiner sin convicción—, aquí está el nombre de la artista, supongo. Aunque es un nombre bien raro. A lo mejor es un seudónimo.

Robbie meneó la cabeza y abrió la boca para hablar, pero entonces se percató de que la mujer que había elegido el cuadro también lo sabía.

—Es el nombre del cuadro —aclaró Rosie, y a continuación agregó por alguna razón que no podría haber explicado—: Yo me llamo Rose.

Steiner la miró con expresión confusa.

—No importa, no es más que una casualidad.

Pero ¿lo era?

—Mire. —Volvió a dar la vuelta al cuadro. Golpeteó el vidrio sobre la toga que llevaba la mujer de pie en primer término—. Este color, este rojo violáceo, se llama rose madder[2].

—Tiene razón —corroboró Robbie—. O la artista o más probablemente la última persona que poseyó el cuadro, puesto que los trazos de carboncillo se borran muy deprisa, ha titulado el cuadro basándose en el color de la túnica de la mujer.

—Por favor —pidió Rosie a Steiner—. ¿Le importa que cerremos el trato? Tengo bastante prisa; ya es muy tarde.

Steiner estuvo a punto de preguntarle una vez más si estaba segura, pero vio que lo estaba. Y vio otra cosa; aquella mujer ofrecía un aspecto sutil que sugería que lo había pasado mal en los últimos tiempos. Era el aspecto de una mujer que podía considerar el interés sincero y la preocupación como una tomadura de pelo o tal vez un esfuerzo de alterar las condiciones del trato en contra de ella. Por ello se limitó a asentir.

—El anillo por el cuadro, y los dos tan contentos.

—Sí —asintió Rosie dedicándole una sonrisa deslumbrante.

Era la primera sonrisa verdadera que había dedicado a alguien en catorce años, y en el punto álgido de su plenitud, el corazón de Steiner se abrió a ella.

—Y los dos tan contentos.