22

Había esperado un establecimiento oscuro, y lo era, pero Préstamos y Empeños Ciudad Libertad también estaba bañado en una luz inesperadamente dorada. El sol estaba bajo e iluminaba directamente Hitchens, atravesando las ventanas orientadas al oeste de la tienda de empeños en rayos largos y cálidos. Uno de ellos convertía un saxofón colgado de la pared en un instrumento que parecía hecho de fuego.

Y no es coincidencia, pensó Rosie. Alguien ha colgado ese saxo allí a propósito. Una persona inteligente. Probablemente era cierto, pero aun así se sentía algo hechizada. Incluso el olor del lugar contribuía a aquella sensación de hechizo, un olor a polvo, antigüedad y secretos.

Desde su izquierda le llegaba el débil tictac de muchos relojes.

Avanzó despacio por el pasillo central, pasando junto a soportes de guitarras acústicas suspendidas del clavijero, y junto a vitrinas llenas de utensilios y equipos de música. Parecía haber gran cantidad de esos aparatos descomunales y multifuncionales que denominaban boomboxes en la tele.

Al final de aquel pasillo se hallaba un mostrador largo con otro rótulo luminoso suspendido en un arco sobre él. ORO, PLATA, JOYERÍA FINA, anunciaba en letras azules. Y debajo, en rojo: COMPRAMOS VENDEMOS, CAMBIAMOS.

Sí, pero ¿os arrastráis sobre el vientre como reptiles?, se preguntó Rosie con un atisbo de sonrisa mientras se acercaba al mostrador. Tras él había un hombre sentado en un taburete. En el ojo llevaba una lupa de joyero que estaba empleando para observar algo colocado sobre una almohadilla delante de él. Al aproximarse un poco más, Rosie comprobó que el objeto examinado era un reloj de bolsillo abierto. El hombre lo exploraba con una varilla de acero tan delgada que apenas se veía. Era joven, pensó, tal vez ni siquiera llegaba a los treinta. Llevaba el pelo largo, casi hasta los hombros, y un chaleco de seda azul sobre una camiseta blanca lisa. A Rosie la combinación le pareció poco convencional pero bastante deslumbrante.

Captó un movimiento a su izquierda. Se volvió y vio a un señor de cierta edad agachado mientras revisaba varias pilas de libros de bolsillo amontonados bajo un, rótulo que decía Los CLÁSICOS DE SIEMPRE. Tenía el abrigo esparcido a su alrededor como un abanico, y su maletín negro, anticuado y algo deshilachado en las costuras, esperaba pacientemente junto a él, como un perro fiel.

—¿Puedo ayudarla en algo, señora?

Volvió su atención al hombre del mostrador, que se había quitado la lupa y la estaba mirando con una sonrisa amable. Tenía ojos avellanados con motas verdes, muy bonitos, y Rosie se preguntó si Pam lo consideraría alguien interesante. No lo creía. No se apreciaban suficientes placas tectónicas bajo la camiseta.

—Es posible —repuso.

Se quitó el anillo de boda y el de compromiso, y se guardó el sencillo aro de oro en el bolsillo. Le resultaba extraño no llevarlo, pero suponía que llegaría a acostumbrarse. Una mujer capaz de irse de su casa para siempre sin ni siquiera una muda de ropa a buen seguro podía acostumbrarse a un montón de cosas. Dejó el diamante sobre la almohadilla de terciopelo junto al viejo reloj que el joyero había estado examinando.

—¿Cuánto diría que vale? —le preguntó Rosie, y como si se le acabara de ocurrir, agregó—: ¿Y cuánto podría darme por él?

El joyero deslizó el anillo sobre la yema de su pulgar y a continuación lo sostuvo ante el polvoriento rayo de sol que entraba oblicuo en la tienda por la tercera de las ventanas orientadas al oeste. La piedra despidió chispas de fuego multicolor que deslumbraron a Rosie, y por un instante sintió una punzada de arrepentimiento. Entonces el joyero le lanzó una mirada, sólo un vistazo, en realidad, pero suficiente para que Rosie percibiera algo en sus ojos avellanados que no comprendió de inmediato…, una mirada que parecía decir: ¿Me está tomando el pelo o qué?

—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué pasa?

—Nada —repuso el joven—. Un momento.

Se encajó la lupa en el ojo y examinó con atención la piedra de su anillo de compromiso. Cuando levantó la vista por segunda vez, en sus ojos se dibujaba una expresión más segura, más fácil de descifrar. Imposible de no descifrar, en realidad, De repente, Rosie, lo supo todo, pero no se sorprendió, enfadó o lamentó. Lo único que consiguió fue experimentar una especie de vergüenza cansina. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? ¿Cómo podía haber sido tan tonta?

No has sido tonta, replicó aquella voz profunda. De verdad que no has sido tonta, Rosie. Si no hubieras sabido en tu fuero interno que el anillo era falso, si no lo hubieras sabido casi desde el principio, habrías acudido a un lugar como éste hace mucho tiempo. ¿Realmente creías, al menos después de cumplir los veintidós, que Norman Daniels te habría regalado un anillo valorado no en cientos, sino en miles de dólares? ¿De verdad lo creías?

No, suponía que no. Ella nunca había tenido tanto valor para él, eso para empezar. Y además, un hombre con tres cerraduras en la puerta principal de su casa, tres en la trasera, sensores de movimiento en el jardín y una alarma táctil en el Sentra nuevo jamás habría permitido que su mujer fuera a la compra con un diamante del tamaño del Ritz en la mano.

—Es falso, ¿verdad? —preguntó al joyero.

—Bueno —repuso él—, es zircón auténtico, pero desde luego no es un diamante, si es a eso a lo que se refiere.

—Claro que es a eso a lo que me refiero —replicó Rosie—. ¿A qué otra cosa iba a referirme?

—¿Se encuentra bien? —inquirió el joyero.

Parecía sinceramente preocupado, y Rosie pensó, ahora que lo veía más de cerca, que estaría más cerca de los veinticinco que de los treinta.

—Mierda —masculló—. No lo sé. Supongo que sí.

Sin embargo, sacó un pañuelo de papel del bolso en caso de que le diera por llorar… Últimamente nunca sabía cuándo podía sucederle. O tal vez incluso un buen ataque de risa; también había tenido unos cuantos. Sería agradable poder evitar ambos extremos, al menos por el momento. Sería agradable salir de aquella tienda con algún vestigio de dignidad.

—Espero que sí —exclamó el joyero—, porque no es la única, créame. Le sorprendería saber cuántas señoras, señoras como usted…

—Oh, déjelo —lo atajó Rosie—. Cuando necesite apoyo me compraré un sujetador ortopédico.

Nunca había dicho a un hombre nada siquiera remotamente parecido a aquello (¡era realmente provocativo!), pero nunca se había sentido así…, como si estuviera flotando en el espacio o corriendo a una velocidad vertiginosa por una cuerda floja sin red. ¿Y no era perfecto, en cierto modo? ¿No era el único epílogo acertado a su matrimonio? Opté por la piedra, lo oyó decir con voz temblorosa y los ojos grises algo húmedos. Porque te quiero, Rose.

Por un instante estuvo a punto de sucumbir a uno de aquellos ataques de risa. Logró evitarlo con una enorme fuerza de voluntad.

—¿Tiene algún valor? —inquirió—. ¿Por poco que sea? ¿O lo sacó de alguna máquina de chicle?

El joyero no empleó la lupa esta vez, sino que volvió sostener la piedra a la luz del sol.

—La verdad es que sí tiene algún valor —explicó en tono aliviado, como si se alegrara de poder dar alguna buena noticia—. La piedra no vale más de diez pavos, pero el engaste… podría haber costado hasta doscientos dólares, precio de minorista. Por supuesto, yo no podría pagarle tanto —agregó a toda prisa—. Mi padre me echaría una bronca de cuidado. ¿Verdad, Robbie?

—Tu padre siempre te echa broncas de cuidado —comentó el anciano agachado junto a los libros de bolsillo—. Para eso están los hijos —recitó sin alzar la mirada.

El joyero lo miró, se volvió de nuevo hacia Rosie y se llevó un dedo a la boca entreabierta fingiendo una arcada. Rosie no había visto aquel gesto desde el instituto y la hizo sonreír. El hombre del chaleco le devolvió la sonrisa.

—Podría darle cincuenta —ofreció—. ¿Le interesa?

—No, gracias.

Cogió el anillo, lo contempló pensativa y por fin lo envolvió en el pañuelo de papel.

—¿Por qué no prueba en las otras tiendas de por aquí? —sugirió el joven—. Si alguien le ofrece más, igualaré la mejor oferta. Es la política de mi padre, y la verdad es que funciona.

Rosie dejó caer el pañuelo en el bolso y lo cerró.

—Gracias, pero creo que no lo haré —repuso—. Me lo voy a quedar.

Era consciente de que el hombre de los libros de bolsillo, aquél al que el joyero había llamado Robbie, la estaba mirando con una extraña expresión concentrada, pero Rosie decidió que no le importaba. Que mire. Es un país libre.

—El hombre que me regaló el anillo dijo que valía tanto como un coche nuevo —explicó—. ¿Puede creerlo?

—Sí —replicó el joyero sin vacilar.

Rosie recordó que le había asegurado que no era la única, que muchas señoras entraban en la tienda y descubrían verdades desagradables acerca de sus tesoros. Suponía que aquel hombre, pese a ser tan joven, debía de haber presenciado ya muchas variaciones sobre el mismo tema.

—Ya me lo imagino —comentó—. Bueno, pues debería comprender por qué quiero conservar el anillo. Si alguna otra vez empiezo a encapricharme con una persona, o al menos a creérmelo, puedo sacarlo y mirarlo mientras espero a que se me pase.

Estaba pensando en Pam Haverford, que tenía varias cicatrices largas y retorcidas en ambos antebrazos. En verano de 1992, su marido la había empujado a través de una puerta cuando estaba borracho. Pam había levantado los brazos para protegerse la cara al atravesar el vidrio, y como consecuencia habían tenido que darle sesenta puntos en un brazo y ciento cinco en el otro. Aun así, se derretía de felicidad cuando un albañil o un pintor le silbaba al pasar, ¿y eso qué es? ¿Perseverancia o estupidez? ¿Reincidencia o amnesia? Rosie había llegado a denominarlo el Síndrome Haverford y esperaba poder evitarlo.

—Lo que usted diga, señora —repuso el joyero—. Pero siento ser portador de malas noticias. Personalmente, creo que es por eso por lo que las casas de empeño tienen tan mala reputación. Casi siempre nos toca decir a la gente que las cosas no son lo que aparentan. A nadie le gusta eso.

—No —corroboró Rosie—. A nadie le gusta eso, señor…

—Steiner —terminó el hombre—. Bill Steiner. Mi padre se llama Abe Steiner. Aquí tiene nuestra tarjeta.

Le alargó una, pero Rosie meneó la cabeza con una sonrisa.

—No me servirá de nada. Buenos días, señor Steiner.

Rosie se dirigió hacia la puerta, esta vez por el tercer pasillo, porque el anciano había avanzado algunos pasos hacia ella con el maletín en una mano y unos cuantos libros de bolsillo viejos en la otra. Rosie no sabía a ciencia cierta si pretendía hablar con ella, pero sí estaba segura de que ella no quería hablar con él. Lo único que quería era salir a toda prisa de Empeños y Préstamos Ciudad Libertad, subir al autobús y ponerse a olvidar que había estado allí.

Apenas se dio cuenta de que pasaba por una zona de la tienda de empeños en la que varios grupos de esculturas pequeñas y cuadros con y sin marco se amontonaban en los estantes. Caminaba con la cabeza alta, pero no veía nada; no estaba de humor para apreciar el arte, ni fino ni de ninguna otra índole. Por ello desentonó tanto el hecho de que se detuviera en seco. Era como si ella no hubiera visto el cuadro, al menos aquella primera vez.

Era como si el cuadro la hubiera visto a ella.