21

El miércoles siguiente, mientras Rosie y Pam Haverford bajaban por el ascensor de servicio después del trabajo, Rosie se dio cuenta de que Pam estaba pálida y parecía encontrarse mal.

—Tengo la regla —explicó cuando Rosie le preguntó qué le sucedía—. Tengo unos calambres de caballo.

—¿Quieres ir a tomar un café?

Pat se lo pensó un instante, pero por fin meneó la cabeza.

—Ve sin mí. Lo único que quiero es ir a H y H y encontrar una habitación vacía antes de que las demás vuelvan del trabajo armando barullo. Tomarme un analgésico y dormir un par de horas. Es posible que así consiga volver a sentirme como un ser humano.

—Voy contigo —se ofreció Rosie cuando se abrieron las puertas del ascensor y las dos mujeres salieron.

—No, no hace falta —declinó Pam al tiempo que una breve sonrisa le iluminaba el rostro—. Me las arreglaré sola, y tú eres lo bastante mayorcita como para tomarte un café sin carabina. Quién sabe, a lo mejor incluso conoces a alguien interesante.

Rosie exhaló un suspiro. Para Pam, alguien interesante siempre significaba un hombre, por lo general de aquellos cuyos músculos se dibujaban bajo el tejido ceñido de la camiseta como mapas geológicos, y por lo que a Rosie respectaba, podía pasarse sin esa clase de hombres durante el resto de su vida.

Además, estaba casada.

Bajó la mirada hacia la alianza y el anillo de compromiso con un diamante engastado cuando salieron a la calle. Nunca sabría a ciencia cierta en qué medida tuvo que ver aquel vistazo con lo que sucedió poco después, pero situó el anillo de compromiso, en el que bajo circunstancias normales casi nunca pensaba, en el centro de sus pensamientos. Era de poco más de un quilate, con mucho lo más caro que su marido le había regalado jamás, y hasta aquel día, la idea de que le pertenecía a ella, de que podía hacer con él lo que le viniera en gana y como le viniera en gana, jamás se le había pasado por la cabeza.

Rosie esperó en la parada del autobús situada a la vuelta de la esquina, pese a las protestas de Pam de que era totalmente innecesario. No le gustaba nada el aspecto de Pam; tenía las mejillas desprovistas por completo de color, sombras oscuras bajo los ojos y pequeñas arrugas de dolor que partían de las comisuras de sus labios. Además, le gustaba tener ocasión de cuidar de alguien para variar. De hecho, estuvo a punto de subir al autobús con Pam para cerciorarse de que llegaba bien, pero al final la llamada del café caliente, y tal vez de un trozo de tarta, fue más fuerte.

Permaneció de pie en el bordillo y saludó a Pam con la mano cuando ésta se sentó junto a una de las ventanillas. Pam le devolvió el saludo cuando el autobús se puso en marcha. Rosie se quedó unos instantes más antes de volverse y tomar Hitchens Boulevard en dirección a La Cafetera Caliente. Como es natural, recordó el primer paseo que había dado por la ciudad. Lo cierto era que no recordaba gran cosa de aquellas horas (lo que mejor recordaba era la sensación de estar asustada y desorientada), pero al menos dos figuras destacaban como rocas en la niebla: la mujer embarazada y el hombre del bigote a lo David Crosby. Sobre todo a él. Apoyado en la puerta de la taberna con una jarra de cerveza en la mano, mirándola. Hablando (eh muñeca eh muñeca) con ella. O hablándole a ella. Aquellos recuerdos se apoderaron de su mente durante un rato del modo en que sólo los peores recuerdos pueden apoderarse de uno, recuerdos de épocas en que nos hemos sentido perdidos e indefensos, totalmente incapaces de ejercer control alguno sobre nuestras vidas, y pasó delante de La Cafetera Caliente sin verlo siquiera, sus ojos convertidos en cuencas desatentas y consternadas. Seguía pensando en el hombre de la taberna, en cuánto la había asustado y cuánto le había recordado a Norman. No era ninguna facción de su rostro, sino sobre todo algo en su postura. El modo de estar de pie, como si cada músculo estuviera a punto de flexionarse y saltar, como si bastara una simple mirada de reconocimiento por parte de ella para enfurecerlo…

Una mano la asió por el brazo, y Rosie estuvo a punto de gritar. Se volvió, esperando que fuera Norman o el hombre del bigote pelirrojo oscuro. En cambio, vio a un joven enfundado en un traje de verano de corte conservador.

—Siento haberla asustado —se disculpó—, pero por un momento estaba seguro de que iba a dejarse atropellar.

Rosie se volvió de nuevo y comprobó que estaba en la esquina de Hitchens con Watertower Drive, uno de los cruces con más tráfico de la ciudad y a tres manzanas al menos de La Cafetera Caliente, tal vez incluso a cuatro. El tráfico pasaba junto a ella como un río metálico. De repente se le ocurrió que era posible que aquel joven le hubiera salvado la vida.

—Gr-gracias. Muchas gracias.

—No hay de qué —repuso él.

En aquel momento, el semáforo de peatones situado en la acera de enfrente de Watertower cambió a verde. El joven lanzó a Rosie una última mirada curiosa, bajó a la calzada y se adentró en el paso cebra con el resto de los transeúntes.

Rosie se quedó donde estaba, acometida por la confusión y el alivio que experimenta una persona al despertar de una terrible pesadilla. Y eso era precisamente lo que me estaba pasando, pensó. Estaba despierta, caminando por la calle, pero en realidad estaba teniendo una pesadilla terrible. O un flashback. Bajó la vista y vio que aferraba el bolso ante el vientre con ambas manos, como había hecho durante aquella excursión larga y confusa en busca de Durham Avenue cuatro semanas antes. Se pasó la correa por el hombro, giró en redondo y comenzó a desandar lo andado.

La zona comercial de moda en la ciudad comenzaba más allá de Watertower Drive; el lugar que atravesó al dejar atrás Watertower consistía en establecimientos mucho más pequeños. Muchos de ellos ofrecían un aspecto algo ajado, un poco desesperado. Rosie caminaba despacio, escudriñando los escaparates de las tiendas de ropa de segunda mano que intentaban pasar por boutiques grunge, zapaterías con rótulos de COMPRE PRODUCTOS AMERICANOS y LIQUIDACIÓN TOTAL en la puerta, una tienda de todo a menos de cinco dólares con el escaparate atestado de muñecas fabricadas en México o en Manila, una tienda de artículos de piel llamado Motorcycle Mama, y una tienda llamada Avec Plaisir que ofrecía una variedad sorprendente de productos, desde consoladores hasta esposas y ropa interior sin entrepierna, sobre expositores de terciopelo negro. Se quedó mirando los artículos durante un rato, maravillada por aquellas cosas exhibidas allí para que todo el mundo las viera, y por fin cruzó la calle. A una media manzana vio La Cafetera Caliente, pero había decidido pasar del café y la tarta; se limitaría a coger el autobús y volver a H y H. Ya había vivido suficientes aventuras por un día.

Pero las cosas no sucedieron así. En el extremo opuesto del cruce que acababa de atravesar vio un escaparate anodino con un rótulo de neón que rezaba EMPEÑOS, PRÉSTAMOS, COMPRAVENTA DE JOYERÍA FINA. Fue el último servicio lo que llamó la atención a Rosie. Echó otro vistazo a su anillo de compromiso y recordó algo que Norman le había dicho poco antes de que se casaran: Si quieres llevarlo en la calle, llévalo con la piedra vuelta hacia dentro, Rose. Es un cacho de piedra y tú no eres más que una chiquilla.

En cierta ocasión, antes de que él le enseñara que más le valía no hacer preguntas, le había preguntado cuánto le había costado. Norman había contestado meneando la cabeza con una sonrisa indulgente, la sonrisa de un padre cuya hija quiere saber por qué el cielo es azul o cuánta nieve hay en el Polo Norte. No te preocupes por eso, le había dicho. Confórmate con saber que tuve que elegir entre la piedra y un Buick nuevo. Opté por la piedra. Porque te quiero, Rose.

Y ahora, de pie en aquella esquina, aún recordaba lo que había sentido en aquel instante: miedo, porque una no podía sino temer a un hombre capaz de semejante extravagancia, un hombre que podía anteponer un anillo a un coche nuevo, pero también un poco agitada y excitada. Porque era romántico. Le había comprado un diamante tan grande que ni siquiera era seguro enseñarlo por la calle. Un diamante tan grande como el Ritz. Porque te quiero, Rose.

Y tal vez era cierto, pero aquello había sucedido catorce años antes, y la chica a la que había amado tenía en aquel entonces ojos diáfanos, pechos firmes, vientre plano y muslos largos y fuertes. No había ni rastro de sangre en la orina de aquella chica cuando iba al lavabo.

Rosie permaneció en la esquina cercana a la tienda del rótulo fluorescente en el escaparate mientras contemplaba su anillo de compromiso. Esperó a ver qué sentía, un eco de temor o quizás incluso una punzada romántica, y al descubrir que no sentía nada de eso, se volvió hacia la tienda de empeños. No tardaría en marcharse de Hijas y Hermanas, y si ahí dentro había alguien dispuesto a darle una cantidad razonable por su anillo, se marcharía en paz, sin deber nada por la habitación ni la comida, y tal vez con algunos centenares de dólares de sobra.

O a lo mejor lo que quiero es librarme de él, se dijo. A lo mejor no quiero pasar ni un solo día más dándole vueltas a la cabeza al Buick que nunca llegó a comprarse.

El rótulo de la puerta rezaba PRÉSTAMOS Y EMPEÑOS CIUDAD LIBERTAD. En el primer momento le extrañó… Había oído varios motes para la ciudad, pero todos ellos guardaban relación con el lago o con el tiempo. Desterró de su mente la idea, abrió la puerta y entró.