La vio al hacer la cama. Estaba sobre la sábana de arriba, en su lado, cerca del lugar que ocupaba la almohada cuando la cama estaba hecha. De hecho, podía deslizar la almohada un poco hacia la izquierda y tapar la mancha, que se había secado y adoptado un feo color marronoso. Comprendió lo fácil que sería y estuvo tentada de hacerlo, sobre todo porque no podía cambiar sólo la sábana de arriba; no le quedaban más sábanas blancas limpias, y si ponía una de las floreadas para sustituir la manchada, tendría que poner la bajera floreada, porque si no lo hacía, lo más probable era que Norman se quejara.
Mira esto, casi le oyó decir. Las putas sábanas ni siquiera hacen juego… Has puesto una blanca abajo y una floreada arriba. Por el amor de Dios, ¿por qué eres tan perezosa? Ven aquí… Quiero hablar contigo de cerca.
Permaneció junto a su lado de la cama, bañada en un rayo de sol primaveral, esa zorra perezosa que se pasaba los días limpiando la pequeña casa (una sola huella digital en la esquina del espejo del baño podía granjearle un tortazo), obsesionada por lo que le prepararía para cenar; permaneció allí de pie, contemplando la diminuta mancha de sangre sobre la sábana con el rostro tan impávido y carente de animación que un observador podría haber concluido que se trataba de una retrasada mental. Creía que la nariz había dejado de sangrarme, se dijo. Estaba segura.
No solía darle en la cara; sabía que no le convenía. Las palizas en la cara quedaban para los centenares de borrachos a los que había detenido a lo largo de su carrera como policía uniformado y más tarde como detective. Si pegas a alguien en la cara, a tu mujer, por ejemplo, con demasiada frecuencia, al cabo de un tiempo las historias acerca de las caídas por la escalera, de las colisiones contra la puerta del baño en plena noche o de pisar un rastrillo en el jardín perdían credibilidad. La gente sabía. La gente hablaba. Y a la larga te metías en apuros, aun cuando la mujer mantuviera la boca cerrada, porque, al parecer, los tiempos en que la gente se ocupaba de sus propios asuntos habían pasado a la historia.
Sin embargo, nada de todo esto tenía en cuenta su mal genio. Tenía mal genio, muy mal genio, y a veces perdía el control. Eso era lo que había sucedido la noche anterior, cuando Rose le trajo un vaso de té helado y le había derramado un poco sobre la mano. Pum, y la nariz empezó a sangrarle como un grifo roto antes de que Norman se diera cuenta de lo que había hecho. Mientras la sangre le corría por la boca y la barbilla, Rose vio la expresión de asco que se dibujó en el rostro de su marido antes de dar paso a otra calculadora y preocupada… ¿Y si le había roto la nariz? Eso significaría otra visita al hospital. Por un instante, Rose había creído que la esperaba una paliza de las buenas, una de ésas que la dejaban acurrucada en el rincón, jadeando, llorando e intentando recuperar el aliento suficiente como para poder vomitar. En el delantal. Siempre en el delantal. En aquella casa no se lloraba ni se discutía con la dirección, y desde luego, no se vomitaba en el suelo… a menos que una quisiera mantener la cabeza encima de los hombros, claro está.
Pero en aquel momento, el aguzado instinto de supervivencia de Norman había hecho su aparición; le había traído un paño lleno de hielo y la había conducido al salón, donde Rosie se había tumbado en el sofá con la cataplasma casera apretada entre los ojos llorosos.
Allí es donde hay que ponerlo, le había explicado Norman, si quieres detener la hemorragia y reducir la inflamación residual. Era la inflamación lo que le preocupaba, por supuesto. Al día siguiente le tocaba ir al mercado y no se podía disimular una nariz hinchada con unas gafas oscuras como podía disimularse un ojo amoratado.
Norman había vuelto a sentarse para terminar la cena, consistente en pescado al horno y patatas nuevas asadas.
La inflamación había sido insignificante, como confirmó un vistazo rápido en el espejo a la mañana siguiente (Norman ya la había examinado con atención antes de asentir, tomarse el café y salir a trabajar), y la hemorragia había cesado más o menos al cuarto de hora de aplicar el hielo… o eso había creído. Pero en algún momento de la noche, mientras Rose dormía, una gota traicionera de sangre le había brotado de la nariz para dejar aquella mancha, lo que significaba que tendría que deshacer la cama y cambiar las sábanas pese a que le dolía la espalda. La espalda siempre le dolía últimamente, incluso el hecho de agacharse o llevar incluso pesos ligeros le ocasionaba dolor. La espalda era uno de los objetivos predilectos de Norman. A diferencia de lo que denominaba «palizas faciales», no entrañaba riesgos pegar a alguien en la espalda… si es que ese alguien sabía mantener la boca cerrada, claro está. Norman llevaba catorce años ensañándose con sus riñones, y los vestigios de sangre que veía con cada vez mayor frecuencia en su orina habían dejado de sorprenderla o preocuparla. No era más que otro aspecto desagradable del matrimonio, eso era todo, y con toda probabilidad había millones de mujeres que se hallaban en peor estado. Miles de mujeres sólo en esta ciudad. En todo caso, así lo había creído hasta ese momento.
Contempló la mancha de sangre mientras un resentimiento desacostumbrado le palpitaba en la cabeza, mientras la acometía otra sensación, un cosquilleo penetrante, sin saber que eso era precisamente lo que siente cuando una despierta por fin.
Junto a su lado de la cama había una pequeña mecedora de madera que siempre había llamado, aunque por ninguna razón que fuera capaz de explicar, la Silla del Osito. Retrocedió hasta ella sin apartar los ojos de la mancha de sangre que resaltaba sobre la sábana blanca y se sentó. Permaneció sentada en la Silla del Osito durante casi cinco minutos, y de repente dio un respingo cuando una voz habló en la habitación, sin darse cuenta en el primer momento de que se trataba de su propia voz.
—Si esto sigue así acabará por matarme —dijo.
Y cuando se recuperó del sobresalto, supuso que era la gota de sangre, ese minúsculo fragmento de su ser que ya estaba muerto, que había brotado de su nariz para ir a morir sobre la sábana, con quien estaba hablando.
La respuesta que obtuvo procedía de su mente y era infinitamente más horrible que la posibilidad que había aventurado en voz alta:
Pero a lo mejor no te mata. ¿Te has parado a pensarlo? A lo mejor no te mata.