19

Estaba haciendo otra cama, pero esta vez no pasaba nada. Era una cama distinta, en una habitación distinta, en una ciudad distinta. Y lo mejor de todo era que en aquella no había dormido jamás ni tenía intención alguna de hacerlo.

Había pasado un mes desde que saliera de la casa situada a mil doscientos kilómetros al este de allí, y la cosas le iban mucho mejor. En la actualidad, el peor de sus problemas residía en su espalda, e incluso ésta estaba mejorando. En aquel momento, el dolor que le envolvía los riñones la atenazaba con fuerza y de un modo desagradable, era cierto, pero era la habitación número dieciocho del día, y al empezar a trabajar en el Whitestone había tenido la sensación de estar a punto de desmayarse después de doce, siendo totalmente incapaz de hacer catorce… Había tenido que pedir ayuda a Pam. Rosie estaba descubriendo que cuatro semanas podían cambiar en gran medida la perspectiva de una persona, sobre todo cuatro semanas sin puñetazos en los riñones ni en la boca del estómago.

Sin embargo, por hoy bastaba.

Se dirigió a la puerta del pasillo, asomó la cabeza y miró en ambas direcciones. No vio nada a excepción de unas cuantas bandejas de desayuno del servicio de habitaciones. El carrito de Pam delante de la suite Lago Michigan, situada al final del pasillo, y su propio carrito delante de la 624.

Rosie levantó algunos de los paños limpios amontonados en un extremo del carrito, dejando al descubierto un plátano. Lo sacó, atravesó la habitación hasta la silla exageradamente mullida colocada junto a la ventana de la 624 y se sentó. Peló la fruta y empezó a comerla con lentitud mientras contemplaba el lago, que centelleaba como un espejo aquella tarde tranquila y lluviosa de mayo. Su corazón y su mente estaban henchidos de una emoción muy simple… Gratitud. Su vida no era perfecta, al menos de momento, pero era mejor de lo que habría osado imaginar aquel día de mediados de abril en que se había parado en el porche de Hijas y Hermanas, mirando con fijeza el interfono y la cerradura rellena de metal. En aquel momento no había vislumbrado nada en su futuro aparte de oscuridad y desgracia. Ahora le dolían los riñones y los pies, y además era consciente de que no quería pasar el resto de su vida trabajando oficiosamente de camarera en el hotel Whitestone, pero el plátano estaba sabroso y la silla se le antojaba increíblemente cómoda. En aquel instante no habría cambiado su vida por la de nadie. En las semanas transcurridas desde que dejara a Norman, Rosie había tomado extrema conciencia de los pequeños placeres como leer media hora antes de irse a la cama, hablar con algunas de las otras mujeres de películas o programas de televisión mientras lavaban los platos juntas, o descansar cinco minutos para comerse un plátano.

Asimismo era maravilloso saber qué sucedería a continuación y estar segura de que el futuro inmediato no incluiría algo repentino y doloroso. Saber, por ejemplo, que sólo le quedaban dos habitaciones antes de que ella y Pam pudieran coger el ascensor de servicio y salir por la puerta trasera. De camino a la parada del autobús (ya había aprendido a distinguir sin dificultad las líneas Naranja, Roja y Azul), probablemente pasarían por La Cafetera Caliente a tomar un café. Cosas sencillas. Placeres sencillos. El mundo podía ser un lugar agradable. Suponía que lo había sabido de niña, pero lo había olvidado. Ahora lo estaba redescubriendo, y era una lección maravillosa. No tenía todo lo que quería, ni mucho menos, pero de momento tenía suficiente…, sobre todo porque no sabía qué podían ser las cosas de que carecía. Todo ello tendría que esperar hasta que saliera de Hijas y Hermanas, pero tenía la sensación de que se marcharía pronto, probablemente la próxima vez que quedara libre una habitación en lo que las residentes de H y H llamaban la Lista de Anna.

Una sombra se proyectó en la puerta abierta de la habitación, y antes de que Rosie pudiera siquiera pensar en esconder el plátano a medio comer ni, por supuesto, en levantarse de la silla, Pam asomó la cabeza.

—Cucú —canturreó, y lanzó una risita ahogada al ver que Rosie daba un respingo.

—¡No vuelvas a hacerme esto, Pammy! Por poco me da un infarto.

—Bah, nunca te despedirían por sentarte a comer un plátano —replicó Pam—. Deberías ver algunas de las cosas que pasan aquí. ¿Qué te queda? ¿La veinte y la veintiuno?

—Sí.

—¿Quieres que te ayude?

—Oh, no hace falta que te…

—No me importa —la atajó Pam—. De verdad. Si lo hacemos entre las dos nos pulimos las dos habitaciones en un cuarto de hora. ¿Qué te parece?

—Me parece perfecto —repuso Rosie con gratitud—. Y al café te invito yo… y a tarta también, si te apetece.

—Si tienen de esa de crema de chocolate, me apetece, te lo aseguro —dijo Pam con una sonrisa.