Era un día de principios de mayo, la auténtica primavera, la época en que la mente de un joven debe concentrarse paulatinamente en pensamientos relativos al amor, una estación maravillosa y sin duda una gran emoción, pero Norman Daniels tenía otras cosas en que pensar. Había esperado una pista, una pequeña pista, y por fin la había encontrado. Había tardado demasiado, casi tres putas semanas, pero por fin había llegado.
Estaba sentado en un banco del parque a unos mil doscientos kilómetros del lugar en que su mujer cambiaba en aquel momento las sábanas en la habitación del hotel, un hombre alto y corpulento ataviado con un polo rojo y pantalones grises de gabardina. En una mano sostenía una pelota de tenis verde fluorescente. Los músculos de su antebrazo se flexionaban rítmicamente cada vez que la oprimía.
Otro hombre cruzó la calle, se detuvo en el borde de la acera escudriñando el parque, vio al hombre y echó a andar hacia él. Se agachó cuando un frisbee pasó flotando sobre él y se detuvo cuando un enorme pastor alemán pasó junto a él como una exhalación en pos del disco. Este hombre era más joven y esbelto que el hombre del banco. Tenía un rostro apuesto y poco digno de confianza, y lucía un bigote delgado a lo Errol Flynn. Se detuvo delante del hombre de la pelota de tenis y lo miró inseguro.
—¿Qué quieres, hermano? —preguntó el hombre de la pelota de tenis.
—¿Se llama Daniels?
El hombre de la pelota de tenis asintió.
El hombre del bigote a lo Errol Flynn señaló un rascacielos nuevo lleno de cristal y ángulos que se alzaba al otro lado de la calle.
—Un tipo de ahí dentro me ha dicho que viniera aquí y hablara con usted. Ha dicho que quizás podrá ayudarme usted con mi problema.
—¿El teniente Morelli? —inquirió el hombre de la pelota de tenis.
—Sí. Así se llamaba.
—¿Y qué problema tienes?
—Ya sabe —repuso el hombre del bigote a lo Errol Flynn.
—¿Sabes qué te digo, hermano? Pues que a lo mejor lo sé y a lo mejor no. En cualquier caso, yo soy el hombre y tú no eres más que un comepollas grasiento de tres al cuarto con muchos problemas. Creo que será mejor que me digas lo que quiero oír, ¿no te parece? Y lo que quiero oír ahora mismo no tiene nada que ver con tus problemas. Así que dispara.
—Me han detenido por un asunto de drogas —explicó el hombre del bigote a lo Errol Flynn, mirando a Daniels con expresión huraña—. Por vender tres gramos y medio de coca a un poli de Narcóticos.
—Vaya, hombre —exclamó el hombre de la pelota de tenis—. Eso es felonía. Bueno, puede llegar a serlo. Pero hay algo más, ¿verdad? Han encontrado algo mío en tu cartera, ¿verdad?
—Sí. Su puta tarjeta del cajero. Qué mala suerte. Encuentro una tarjeta en la basura y resulta que es de un puto poli.
—Siéntate —invitó Daniels afablemente, pero cuando el hombre del bigote a lo Errol Flynn hizo ademán de sentarse en el lado derecho del banco, el policía meneó la cabeza con impaciencia—. Al otro lado, marica de mierda, al otro lado.
El hombre del bigote retrocedió y se sentó con cautela a la izquierda de Daniels. Lo observó mientras su mano derecha apretaba la pelota de tenis en un ritmo rápido y constante. Apretón… apretón… apretón. Venas gruesas y azuladas sobresalían sobre la cara interior blanca del antebrazo del policía como si de serpientes se tratara.
El frisbee pasó flotando. Los dos hombres siguieron con la mirada al pastor alemán, que corría en pos del disco con las largas patas galopando como si fuera un caballo.
—Bonito perro —comentó Daniels—. Los pastores son perros preciosos. Siempre me han gustado, ¿y a ti?
—Claro, claro —repuso el hombre del bigote, aunque en realidad creía que el perro era más feo que Picio y parecía dispuesto a hacerte un segundo ojete en cuanto le dieses la oportunidad.
—Tenemos que hablar de muchas cosas —comentó el hombre de la pelota de tenis—. De hecho, creo que va a ser una de las conversaciones más importantes de tu joven vida, amigo mío. ¿Estás preparado para eso?
El hombre del bigote tragó saliva pese al nudo que se le había formado en la garganta y deseó (por enésima vez aquel día) haberse librado de aquella maldita tarjeta. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Por qué había sido tan increíblemente gilipollas?
Pero sabía por qué había sido tan increíblemente gilipollas…, porque había pensado que a la larga quizás descubriría una manera de utilizarla. Porque era optimista. Al fin y al cabo, aquello era América, la Tierra de las Oportunidades. Y también porque (y eso se acercaba mucho más a la verdad) había olvidado que la llevaba en la cartera, encajada detrás de un montón de las tarjetas de visita que coleccionaba. La coca surtía ese efecto sobre uno… Te daba energías para seguir adelante…, pero no podías recordar por qué coño seguías adelante.
El policía lo observaba con una sonrisa en los labios, pero no en los ojos. Aquellos ojos parecían… hambrientos. De repente, el hombre del bigote se sintió como uno de los tres cerditos sentado en un banco del parque junto al lobo malo.
—Oiga, mire, no he usado la tarjeta ni una sola vez. Eso que quede claro. Se lo han dicho, ¿no? No la he usado ni una puta vez.
—Claro que no —exclamó el policía casi riendo—. Porque no has descubierto el número secreto. Está basado en mi número de teléfono, y mi número de teléfono no aparece en la guía… como el de la mayoría de los policías. Pero estoy seguro de que ya lo sabes, ¿verdad? Estoy seguro de que lo comprobaste.
¡No! —gritó el hombre del bigote—. ¡No, no lo comprobé!
Por supuesto que lo había comprobado. Había consultado la guía telefónica después de probar con distintas combinaciones de la dirección que figuraba en la tarjeta y el código postal, pero no había tenido suerte. Al principio había pulsado teclas de cajeros en toda la ciudad. Había pulsado teclas hasta que le empezaron a doler los dedos y se sintió como un capullo jugando en la máquina tragaperras más mísera del mundo.
—Bueno, ¿y qué va a pasar cuando comprobemos las operaciones informatizadas en los cajeros automáticos del Banco Mercantil? —preguntó el policía—. ¿No vamos a encontrar mi tarjeta en la columna de CANCELAR al menos un millón de veces? Eh, si no es así te invito a cenar. ¿Qué te parece, hermano?
El hombre del bigote no sabía qué le parecía ni ninguna otra cosa. Lo estaba acometiendo una sensación muy desagradable. Una sensación pero que muy desagradable. Entretanto, los dedos del policía seguían apretando la pelota de tenis, adentro y afuera, adentro y afuera, adentro y afuera. Resultaba espeluznante que no parara de hacer eso.
—Te llamas Ramon Sanders —dijo el policía llamado Daniels—. Tienes una lista de antecedentes más larga que mi brazo. Robo, estafa, drogas, vicio. De todo menos asalto, delitos violentos y demás. No te van las mezclas, ¿eh? A los maricones no os gusta que os peguen, ¿verdad? Ni siquiera los que parecen unos Schwarzenegger. Oh, no les importa llevar camisetas ajustadas y flexionar los músculos para los tipos de las limusinas delante de algún bar de maricas, pero si alguien empieza a repartir hostias, os desmoronáis en un periquete, ¿verdad?
Ramon Sanders guardó silencio. Le parecía la opción más acertada.
—A mí no me importa repartir hostias —prosiguió el policía llamado Daniels—. Ni tampoco dar patadas. Ni siquiera morder.
Hablaba con voz casi pensativa y parecía mirar al pastor alemán y a través de él al mismo tiempo; el perro se acercaba de nuevo a ellos con el frisbee entre los dientes.
¿Qué te parece eso, ojitos de ángel?
Ramon siguió en silencio e intentó poner cara de póquer, pero muchas de las lucecitas de su cerebro estaban cambiando a rojo, y un cosquilleo aterrador se estaba abriendo paso por su sistema nervioso. El corazón le latía con cada vez mayor violencia, como un tren que ganara velocidad al dejar la estación y dirigirse a campo abierto. Siguió mirando a hurtadillas al hombretón del polo rojo, y cada vez le gustaba menos lo que veía. El tipo tenía el antebrazo completamente flexionado, las venas repletas de sangre, los músculos tensos como panecillos recién hechos.
A Daniels no pareció importarle que Ramon no contestara. Al volverse hacia él lo hizo con una sonrisa… o lo que parecía una sonrisa si se hacía caso omiso de los ojos, vacíos y brillantes como monedas nuevas de veinticinco centavos.
—Tengo buenas noticias para ti, pequeño héroe. Puedes librarte de la acusación. Si me ayudas serás libre como un pájaro. ¿Qué te parece?
Lo que le parecía era que quería seguir con la boca cerrada, pero ya no se le antojaba la opción más acertada. El policía no estaba divagando, sino que esperaba una respuesta.
—Genial —farfulló Ramon, esperando que fuera la respuesta correcta—. Genial, de verdad, fantástico, gracias.
—Bueno, me parece que me caes bien, Ramon.
De repente, el policía hizo algo asombroso, lo último que Ramon habría esperado de un ex marine chalado como ese tipo. Dejó caer la mano izquierda en la entrepierna de Ramon y empezó a frotársela, delante de las mismísimas narices de Dios, los niños del parque infantil y cualquiera que se molestase en echar un vistazo. Deslizaba la mano suavemente en el sentido de las manecillas del reloj, con la palma oscilando hacia delante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo sobre aquella pequeña porción de carne que más o menos había dirigido la vida de Ramon desde que dos de los amigotes de su padre, hombres a los que Ramon debía llamar tío Bill y tío Carlo, se la habían mamado por turnos cuando tenía nueve años. Y con toda probabilidad, lo que sucedió a continuación no fue tan extraordinario, aunque parecía de lo más extraño en aquella situación: empezó a ponérsele dura.
—Sí, creo que me caes bien, muy bien, soplapollas grasiento de mierda, con tus pantalones negros y brillantes y tus zapatos Puntiagudos, ¿qué te parece?
Mientras hablaba, el policía siguió sacándole brillo a su polla. De vez en cuando variaba de trazado, dándole pequeños apretones que hicieron jadear a Ramon.
—Y es bueno que me caigas bien, Ramon, no lo dudes, porque esta vez sí que la has hecho buena. Detenido bajo acusación de felonía. Pero ¿sabes lo que más me molesta? Leffingwell y Brewster, los policías que te han detenido, se estaban riendo esta mañana en la sala de la brigada. Se estaban riendo de ti, y eso no importa, pero también tengo la sensación de que se estaban riendo de mí, y eso sí que importa. No me gusta que la gente se ría de mí, y por lo general no lo tolero. Pero esta mañana no me ha quedado más remedio, y esta tarde voy a convertirme en tu mejor amigo. Voy a librarte de unos cargos bastante graves por drogas a pesar de que tenías mi tarjeta del cajero. ¿Adivinas por qué?
El frisbee volvió a pasar flotando, y el pastor alemán lo siguió pisándole los talones, pero esta vez Ramon Sanders apenas si reparó en él. La tenía más tiesa que un poste de teléfonos y estaba más asustado que un ratón en las garras de un gato.
La mano apretó con más fuerza, y Ramon emitió un gemido ronco. Tenía la piel de color café con leche empapada en sudor; su bigote parecía un gusano muerto tras una tormenta.
—¿Lo adivinas, Ramon?
—No —repuso Ramon.
—Porque la mujer que me birló la tarjeta era mi mujer —explicó Daniels—. Por eso se estaban riendo Leffingwell y Brewster, eso es lo que deduzco. Se lleva mi tarjeta, la utiliza para sacar unos cientos de dólares, dinero que he ganado yo, y cuando la tarjeta aparece de nuevo está en manos de un soplapollas grasiento llamado Ramon. No me extraña que se estuvieran riendo.
Por favor, quería gritar Ramon, por favor, no me haga daño. Le diré lo que quiera, pero por favor, no me haga daño. Quería decir todas aquellas cosas, pero no podía articular palabra. Se veía totalmente incapaz. Tenía el ojete contraído al tamaño de una válvula diminuta.
—Y ahora que te he contado mis secretos, quiero que me cuentes los tuyos.
El masaje cesó, y los fuertes dedos del policía se curvaron en torno a los testículos de Ramon a través de la tela delgada de los pantalones. La forma del pene erecto se recortaba con claridad sobre la mano del policía; parecía uno de esos murciélagos de juguete que podían comprarse en el chiringuito de recuerdos del campo de béisbol. Ramon sentía la fuerza de aquella mano.
—Y será mejor que me cuentes lo que quiero oír, Ramon. ¿Sabes por qué?
Ramon meneó la cabeza sin pensar. Tenía la sensación de que alguien había abierto el grifo del agua caliente en su interior y de que su piel tenía goteras.
Daniels extendió la mano derecha, la que sostenía la pelota de tenis, hasta situarla bajo la nariz de Ramon. A continuación la cerró con un chasquido repentino y espeluznante. Se oyó un golpecito y un susurro ronco y breve, una especie de fuaaaa, cuando sus dedos perforaron la piel peluda y fluorescente de la pelota. La pelota se hundió, y una parte de sus entrañas quedó al descubierto.
—También puedo hacerlo con la mano izquierda —aseguró Daniels—. ¿Te lo crees?
Ramon intentó responder que sí, pero descubrió que seguía sin poder hablar, de modo que asintió con la cabeza.
—¿Lo tendrás en cuenta?
Ramon volvió a asentir.
—Muy bien. Esto es lo que quiero que me cuentes, Ramon. Sé que sólo eres un mariconazo grasiento y apestoso que no sabe mucho de mujeres, excepto quizás por haberle dado a tu madre por el culo en tus años mozos, tienes cara de haberte tirado a tu madre, no sé por qué, pero no te cortes y utiliza la imaginación. ¿Cómo crees que se siente uno cuando llega a casa y se encuentra con que su mujer, la mujer que prometió amarte, respetarte y obedecerte, joder, se ha largado con tu tarjeta del cajero automático? ¿Cómo crees que se siente uno al descubrir que la ha usado para pagarse unas putas vacaciones y luego la ha tirado a la papelera de la terminal para que un moñas de mierda como tú la encuentre?
—Pues no muy bien —susurró Ramon—. Apuesto lo que sea a que no muy bien, por favor, no me haga daño, oficial, por favor no…
Daniels cerró la mano con lentitud; la apretó hasta que los tendones de la muñeca empezaron a sobresalirle como cuerdas de guitarra. Una oleada de dolor, pesada como plomo líquido, se adueñó del vientre de Ramon, que intentó proferir un grito. Pero de sus labios no brotó más que un jadeo ronco.
—¿No muy bien? —le susurró Daniels a escasos centímetros de la cara; su aliento era cálido, húmedo, olía a tabaco y alcohol—. ¿No se te ocurre nada mejor? ¡Vaya comemierda! Pero la verdad es que… no es una respuesta del todo incorrecta.
Daniels aflojó la presión, pero sólo un poco. El bajo vientre de Ramon era un lago de agonía, pero seguía teniendo la polla completamente tiesa. Nunca le había gustado el dolor, no comprendía qué impulsaba a los chalados del sadomaso, y sólo podía suponer que la seguía teniendo tiesa porque la sangre de su polla estaba atrapada por la mano del policía. Se juró que si salía de ésta con vida, se iría derechito a la iglesia de St. Patrick y rezaría cincuenta avemarías. ¿Cincuenta? Ciento cincuenta.
—Se están riendo de mí allí dentro —insistió el policía señalando con la barbilla el edificio nuevecito de la comisaría que se alzaba en la acera de enfrente—. Se están riendo a gusto, sí, señor. El duro de Norman Daniels, mira por dónde. Su mujer lo ha dejado…, pero se entretuvo en mangarle la mayor parte del dinero de bolsillo antes de largarse.
Daniels emitió un gruñido inarticulado, la clase de sonido que uno sólo debería oír en el zoo, y oprimió de nuevo los huevos de Ramon. El dolor era insoportable. Ramon se inclinó hacia delante y vomitó entre las rodillas pedazos blancos de cuajada surcados de tiras marrones, que seguramente eran los restos de la quesadilla que había comido a mediodía. Daniels no pareció darse cuenta. Estaba contemplando el cielo que se extendía sobre las estructuras de metal del parque infantil, absorto en su propio mundo.
—¿Debería dejar que te toreen para que aún más gente pueda reírse? —preguntó por fin—. ¿Para que puedan partirse el pecho en el tribunal además de en la comisaría? Creo que no.
Se volvió y miró a Ramon a los ojos. La sonrisa del policía le dio ganas de gritar.
Aquí viene la gran pregunta —prosiguió Daniels—. Y si mientes, pequeño héroe, te arranco el escroto y te lo hago comer.
Daniels volvió a apretar la entrepierna de Ramon, y grandes manchas negras nublaron la visión del joven. Intentó apartarlas con desesperación. Si se desmayaba, lo más probable era que el policía lo matara por despecho.
—¿Me has entendido?
—¡Sí! —gimió Ramon—. ¡Lo he entendido! ¡Lo he entendido!
—Estabas en la terminal de autobuses y la viste tirar la tarjeta a la basura. Eso ya lo sé. Lo que necesito saber es adónde fue después.
Ramon habría podido echarse a llorar de alivio porque, aunque no existía razón alguna para que él supiera la respuesta, resultaba que sí la sabía. Había seguido a la mujer con la mirada para asegurarse de que no le estaba mirando…, y entonces, al cabo de cinco minutos, mucho después de guardarse la tarjeta de plástico verde en la cartera, la había vuelto a ver. Era difícil no verla, porque llevaba una cosa roja en el pelo, una cosa tan brillante como el costado de un granero recién pintado.
—¡Estaba en las taquillas! —gritó desde las tinieblas que empezaban a envolverlo sin piedad—. ¡En las taquillas!
Ramon vio recompensados sus esfuerzos con otro apretón cruel. Empezaba a tener la sensación de que le había desgarrado las pelotas, se las había rociado con combustible y luego les había prendido fuego.
—¡Ya sé que estaba en las taquillas! —medio rió y medio gritó Daniels—. ¿Qué iba a hacer en Portside si no pretendía coger un autobús a alguna parte? ¿Un estudio sociológico sobre los capullazos como tú? Lo que quiero saber es en qué taquilla, ¡en qué puta taquilla y a qué hora!
Y gracias, Dios mío, gracias Jesús y María, pues conocía la respuesta a ambas preguntas.
—¡Continental Express! —gritó, separado ahora de su voz por lo que se le antojaban miles de kilómetros—. ¡La vi en la taquilla de Continental Express entre diez y media y once menos cuarto!
—¿Continental? ¿Estás seguro?
Ramon Sanders no contestó, sino que se desplomó de lado sobre el banco, con una mano fláccida y los esbeltos dedos extendidos. Su rostro estaba mortalmente pálido a excepción de dos manchas pequeñas y purpúreas que se apreciaban en sus mejillas. Un chico y una chica pasaron junto a ellos, miraron al hombre del banco y luego a Daniels, que ya había apartado la mano de la entrepierna de Ramon.
—No se preocupen —los tranquilizó con una amplia sonrisa—. Es epiléptico. —Se interrumpió y ensanchó aún más la sonrisa—. Yo me ocupo de él. Soy policía.
La pareja apretó el paso sin mirar atrás.
Daniels rodeó los hombros de Ramon. Los huesos parecían frágiles como alas de pájaro.
—Arriba, grandullón —ordenó al tiempo que incorporaba a Ramon hasta dejarlo sentado.
La cabeza de Ramon oscilaba como una flor con el tallo roto. Empezó caer de nuevo mientras emitía pequeños gruñidos. Daniels volvió a levantarlo, y esta vez Ramon logró mantenerse erguido.
Daniels permaneció sentado junto a él, contemplando al pastor alemán que seguía persiguiendo el frisbee. Envidiaba a los perros, de verdad. No tenían responsabilidades, no tenían que trabajar, al menos no en este país, les proporcionaban toda la comida necesaria, un lugar para dormir, y ni siquiera tenían que preocuparse por el cielo o la tierra cuando se les acababa el rollo. En cierta ocasión se lo había preguntado al padre O’Brien, de Aubreyville, y el sacerdote le había explicado que los animales domésticos no tenían alma, que cuando morían simplemente se extinguían como fuegos artificiales. Lo más probable era que el pastor alemán hubiera perdido los cojones a los seis meses, pero…
—Pero en cierto sentido también eso es una bendición —murmuró al tiempo que daba unas palmaditas en la entrepierna de Ramon, cuyo pene estaba decayendo al tiempo que los testículos comenzaban a inflamarse—. ¿Verdad, grandullón?
Ramon masculló algo ininteligible. Era el sonido de un hombre inmerso en una terrible pesadilla.
Aun así, se dijo Daniels, lo que había era lo que había, y uno tenía que conformarse con eso. Con un poco de suerte sería un pastor alemán en su próxima vida, sin nada que hacer aparte de perseguir frisbees en el parque y asomar la cabeza por la ventanilla trasera del coche al volver a casa para devorar una agradable cena consistente en Dog Chow de Purina, pero en esta vida era un hombre con problemas propios de un hombre.
Al menos él era un hombre, a diferencia del renacuajo que tenía al lado.
Continental Express. Ramon la había visto en la taquilla de Continental Express entre diez y media y once menos cuarto, y no habría esperado mucho… Estaría demasiado asustada de él como para esperar mucho tiempo, de eso estaba más que seguro. Por tanto debía buscar un autobús que hubiera salido de Portside entre, por ejemplo, las once de la mañana y la una del mediodía. Probablemente en dirección a una gran ciudad en la que creería poder perderse.
—Pero no puedes —dijo.
Vio cómo el pastor alemán saltaba y cazaba el frisbee al vuelo con sus dientes largos y blancos. Podría empezar investigando los fines de semana, principalmente por teléfono. Tendría que hacerlo así; había mucho que hacer en el curro, estaban a punto de efectuar una detención de las grandes (su detención, si tenía suerte), pero no importaba. Pronto estaría preparado para concentrarse por completo en Rose, y su mujer no tardaría mucho en lamentar lo que había hecho. Sí. Lo lamentaría durante el resto de su vida, un período de tiempo que tal vez sería breve pero extremadamente… bueno…
—Extremadamente intenso —dijo.
Y sí, ésa era la palabra adecuada. La palabra exacta.
Se levantó y regresó con paso brusco a la calle, cruzó y se dirigió a la comisaría sin molestarse en mirar ni una sola vez más al joven semiinconsciente sentado en el banco con la cabeza baja y las manos fláccidas entrelazadas sobre la entrepierna. En la mente del detective inspector de segundo grado Norman Daniels, Ramon había dejado de existir. Daniels estaba pensando en su mujer y en todas las cosas que le quedaban por aprender. En todas las cosas de las que tenían que hablar. Y desde luego que hablarían de ellas en cuanto la encontrara. Toda clase de cosas… Barcos, velas, cera, por no mencionar todo lo que les pasaba a las esposas que prometían amar, respetar y obedecer y luego se evaporaban con las tarjetas del marido en el bolso. Todas esas cosas.
Hablarían de todas esas cosas de cerca.