Aquella noche, mientras Norman Daniels yacía en el sofá del salón de su casa, contemplando el techo y ya pensando en el modo de empezar a buscar a la zorra (una pista, pensó, necesito una pista para empezar, una pequeña seguro que bastaría), su mujer estaba a punto de conocer a Anna Stevenson. Por entonces ya se había apoderado de ella una serenidad extraña pero agradable, la clase de serenidad que podría experimentarse durante un sueño. Casi creía estar soñando.
Le habían servido un desayuno tardío (o tal vez había sido un almuerzo temprano) y luego la habían llevado a uno de los dormitorios de la planta baja, donde había dormido como un tronco seis horas seguidas. A continuación, antes de que la llevaran al estudio de Anna, le habían vuelto a dar de comer, esta vez pollo asado, puré de patatas y guisantes. Había comido abrumada por un sentimiento de culpabilidad pero en abundancia, incapaz de desterrar la idea de que era comida imaginaria y sin calorías lo que estaba devorando. Coronó el ágape con un cuenco de almíbar en el que flotaban trocitos de fruta en conserva como bichos en ámbar. Era consciente de las miradas de las otras mujeres sentadas a su mesa, pero su curiosidad parecía amable. Hablaban, pero Rosie era incapaz de seguir las conversaciones. Alguien mencionó a las Indigo Girls, y al menos sabía quiénes eran, pues las había visto una vez en el programa Austin City Limits mientras esperaba a que Norman regresara a casa del trabajo.
Mientras daban cuenta de los postres de almíbar, una de las mujeres puso un disco de Little Richard, y otras dos se pusieron a bailar jazz, bamboleando las caderas y girando sobre sí mismas. Se oyeron risas y aplausos. Rosie contempló a las bailarinas sin el menor interés, preguntándose si no serían lesbianas de la caridad al fin y al cabo. Más tarde, cuando empezaron a quitar la mesa, Rosie intentó ayudar, pero no se lo permitieron.
—Vamos —dijo una de las mujeres, que Rosie creía se llamaba Consuelo y lucía una cicatriz ancha y fea desde el ojo izquierdo hasta la parte inferior de la mejilla—. Anna quiere conocerte.
—¿Quién es Anna?
—Anna Stevenson —explicó Consuelo mientras guiaba a Rosie por el corto pasillo que partía de la cocina—. La jefa.
—¿Qué tal es?
—Ya lo verás.
Consuelo abrió la puerta de una habitación que antaño habría sido una despensa, pero no hizo el menor gesto de entrar.
La estancia estaba dominada por la mesa más increíblemente abarrotada que Rosie había visto en su vida. La mujer sentada ante ella era un poco robusta pero innegablemente atractiva. Con el cabello blanco corto pero cuidadosamente arreglado, a Rosie le recordó a Beatrice Arthur, que había representado el papel de Maude en aquella vieja comedia televisiva. La severa combinación de blusa blanca y pantalón negro acentuaba el parecido, y Rosie se acercó al escritorio con timidez. Estaba bastante convencida de que, ahora que le habían dado de comer y permitido que durmiera unas horas, la pondrían de patitas en la calle. Se conminó a no discutir si ello sucedía; al fin y al cabo, era su casa, y de hecho ya les debía dos comidas. Y tampoco tendría que recurrir a un trozo de suelo en la terminal de momento, al menos por ahora… Todavía le quedaba dinero suficiente para pagarse varias noches en un hotel o motel barato. Las cosas podrían ir peor. Mucho peor.
—Siéntate —invitó Anna.
Una vez acomodada en la única silla libre de la habitación, de la que tuvo que apartar una pila de papeles y colocarlos en el suelo junto a ella, pues el estante más cercano estaba repleto, Anna se presentó y le preguntó cómo se llamaba.
—Supongo que, en realidad, Rose Daniels —repuso Rosie—, pero vuelvo a usar McClendon, mi nombre de soltera. Me imagino que no es legal, pero no quiero volver a utilizar el nombre de mi marido. Me pegaba, así que le dejé.
Se dio cuenta de, que aquello sonaba como si lo hubiera abandonado a la primera paliza, y se llevó la mano a la nariz, que aún le dolía un poco al final del puente…
—Pero llevábamos casados mucho tiempo antes de que reuniera el valor suficiente para hacerlo.
—¿Cuánto tiempo?
—Catorce años.
Rosie descubrió que ya no podía sostener la mirada directa de los ojos azules de Anna Stevenson. Se miró las manos entrelazadas con tal fuerza sobre el regazo que los nudillos estaban blancos.
Ahora te preguntará por qué has tardado tanto en despertar, pensó. No te preguntará si a alguna parte malsana de ti le gustaban las palizas, pero lo pensará.
En lugar de pedirle explicaciones, la mujer le preguntó cuánto tiempo llevaba fuera de casa.
Rosie descubrió que tenía que reflexionar sobre la pregunta, y no sólo porque ahora se hallaba en la zona horaria central, sino porque las horas que había pasado en el autobús añadidas al desacostumbrado sueño diurno le habían hecho perder la noción del tiempo.
—Unas treinta y seis horas —repuso tras efectuar unos cuantos cálculos mentales—. Más o menos.
—Ajá.
Rosie seguía esperando la aparición de formularios que Anna le alargaría o bien empezaría a rellenar ella misma, pero la mujer siguió observándola por encima de la escarpada topografía del escritorio. La ponía nerviosa.
—Y ahora cuéntame. Cuéntamelo todo.
Rosie aspiró una profunda bocanada de aire y habló a Anna de la gota de sangre que había descubierto en la sábana. No quería producir la impresión de que era tan perezosa (o estaba tan loca) que había abandonado al hombre con quien llevaba casada catorce años sólo porque no le apetecía cambiar las sábanas, pero tenía la terrible sensación de que así sonaban sus palabras. No era capaz de expresar los complejos sentimientos que aquella mancha había despertado en ella, ni de reconocer la furia que la había acometido, una furia que se le había antojado nueva y familiar a un tiempo, pero sí contó a Anna que se había mecido con tal fuerza que había temido romper la Silla del Osito.
—Así es como llamo a mi mecedora —explicó ruborizándose con tal intensidad que tenía la sensación de que las mejillas le iban a estallar—. Sé que es una tontería…
Anna Stevenson desechó sus palabras con un gesto.
—¿Qué hiciste después de tomar la decisión? Cuéntamelo.
Rosie le habló de la tarjeta del cajero automático, de que había estado segura de que Norman tendría un presentimiento acerca de lo que estaba haciendo y la llamaría o bien iría a casa. No se atrevió a contarle que se había asustado tanto que había tenido que colarse en el jardín trasero de una casa para hacer pis, pero sí le contó que había utilizado la tarjeta del cajero, cuánto había sacado y que había optado por esta ciudad porque le parecía lo bastante alejada y el autobús salía pronto. La palabras brotaban de sus labios envueltas en períodos de silencio en los que intentaba decidir qué diría a continuación y consideraba con asombro e incredulidad lo que había hecho. Terminó explicándole a Anna que se había perdido aquella mañana y mostrándole la tarjeta de Peter Slowik. Anna se la devolvió tras echarle un breve vistazo.
—¿Lo conoce bien? —inquirió Rosie—. Al señor Slowik.
Anna sonrió…, y Rosie creyó detectar un matiz amargo en el gesto.
—Oh, sí —asintió—. Es amigo mío. Un viejo amigo, ya lo creo. Y también es amigo de mujeres como tú.
—En cualquier caso, vine a parar aquí —acabó Rosie—. No sé qué pasará ahora, pero al menos he llegado hasta aquí.
El fantasma de una sonrisa apareció en las comisuras de los labios de Anna Stevenson.
—Sí, y lo has hecho muy bien.
Haciendo acopio del poco valor que le quedaba, pues las últimas treinta y seis horas habían dado cuenta de la mayor parte, Rosie preguntó si podía quedarse a pasar la noche en Hijas y Hermanas.
—Y muchas más noches si es necesario —repuso Anna—. Desde el punto de vista técnico, esto es un centro de acogida, un hogar intermedio financiado con recursos privados. La estancia máxima es de ocho semanas, aunque se trata de una cifra arbitraria. Lo cierto es que en Hijas y Hermanas somos bastante flexibles.
Adoptó una actitud levemente (y con toda probabilidad inconscientemente) orgullosa al decir aquello, y Rosie recordó algo que había aprendido hacía unos mil años, durante su segundo año de francés: L’état, c’est mol. Pero aquel pensamiento se esfumó cuando se dio cuenta de lo que la mujer había dicho.
—Ocho… ocho…
Pensó en el joven pálido sentado junto a la entrada de la terminal de Portside, el que llevaba el rótulo NO TENGO CASA Y TENGO EL SIDA, y de repente supo lo que sentiría si un desconocido arrojara un billete de cien dólares en su caja de puros.
—Perdone, ¿ha dicho un máximo de ocho semanas?
Límpiate las orejas, muchacha, la regañaría Anna con brusquedad. Días, he dicho días. ¿Crees que dejamos que las mujeres como tú se queden aquí ocho semanas? Seamos sensatas, ¿de acuerdo?
En lugar de ello, Anna asintió con un ademán.
—Aunque la verdad es que pocas de las mujeres que acuden aquí acaban quedándose tanto tiempo, lo cual nos enorgullece. Y a la larga pagarás por la habitación y la comida, aunque nos parece que nuestros precios son muy razonables. —Volvió a esbozar aquella sonrisa breve y algo jactanciosa—. Debes comprender que las instalaciones no son nada lujosas. La mayor parte del primer piso ha sido transformado en dormitorio común. Hay treinta camas, bueno, catres, y resulta que uno está libre, razón por la que podemos acogerte. La habitación en la que has dormido hoy pertenece a una de nuestras consejeras fijas. Tenemos tres.
—¿No tiene que pedir autorización a alguien? —susurró Rosie—. ¿Presentar mi caso ante un comité o algo así?
—Yo soy el comité —replicó Anna, y Rosie pensó que seguramente hacía años que la mujer no percibía la leve arrogancia que se traslucía en su voz—. Fueron mis padres, un matrimonio adinerado, quienes fundaron Hijas y Hermanas. Existe un fondo muy bien provisto. Yo decido quién puede quedarse y quién no…, aunque las reacciones de las otras mujeres a las posibles candidatas a H y H son importantes. Tal vez incluso cruciales. Y han reaccionado de forma favorable a tu presencia.
—Eso está bien, ¿no? —preguntó Rosie en un murmullo.
—Desde luego.
Anna rebuscó entre el desorden de su mesa, desplazó algunos documentos y por fin encontró lo que buscaba tras el ordenador portátil situado a su izquierda. Alargó a Rosie una hoja de papel con el emblema de Hijas y Hermanas en la cabecera.
—Aquí tienes. Léelo y fírmalo. Principalmente dice que accedes a pagar dieciséis dólares por noche, habitación y pensión completa, cuyo pago puede aplazarse en caso necesario. Ni siquiera es del todo legal, sino tan sólo una promesa. Preferimos que las mujeres paguen la mitad al irse, al menos durante un tiempo.
—Puedo pagarlo —aseguró Rosie—. Todavía me queda algún dinero. No sé cómo agradecerle esto, señora Stevenson.
—Señora para mis socios y Anna para ti —aclaró la mujer mientras observaba cómo Rosie garabateaba su nombre en el margen inferior de la hoja—. Y no hace falta que me des las gracias, ni tampoco a Peter Slowik. Ha sido la Providencia la que te ha traído aquí…, la Providencia con mayúscula, como en las novelas de Charles Dickens. Realmente creo en ello. He visto a demasiadas mujeres llegar destrozadas y marcharse enteras como para no creerlo. Peter es una de las dos docenas de personas en la ciudad que me envían mujeres, pero la fuerza que te llevó hasta él, Rose… ha sido la Providencia.
—Con mayúscula.
—Exacto.
Anna echó un vistazo a la firma de Rosie y a continuación dejó la hoja sobre un estante a su derecha, donde, estaba segura de ello, desaparecería en el desorden general en las próximas veinticuatro horas.
—Y ahora —continuó Anna con el aire de alguien que ha terminado con las tediosas formalidades y puede pasar a lo que verdaderamente le gusta—, ¿qué sabes hacer?
—¿Hacer? —repitió Rosie con una sensación repentina de pánico, pues sabía lo que se avecinaba.
—Sí, hacer. ¿Qué sabes hacer? ¿Sabes algo de taquigrafía, por ejemplo?
—Yo… —Tragó saliva. Había estudiado Taquigrafía I y II en el instituto de Aubreyville, y había sacado sobresaliente en ambos cursos, pero ahora sería incapaz de distinguir un gancho de un círculo, de modo que meneó la cabeza—. No. Nada de taquigrafía. Antes sí, pero ya no…
—¿Otras funciones de secretariado?
Volvió a menear la cabeza. Las lágrimas le quemaban los ojos, y parpadeó con furia para contenerlas. Los nudillos de las manos entrelazadas se le habían vuelto a poner blancos como la nieve.
—¿Tareas administrativas? ¿Mecanografía, quizás?
—No.
—¿Matemáticas? ¿Contabilidad? ¿Banca?
—¡No!
Anna Stevenson encontró un lápiz entre las pilas de papeles, lo rescató y se golpeteó los dientes limpios y blancos con el borrador de la punta.
—¿Puedes trabajar de camarera?
Rosie quería asentir a toda costa, pero entonces pensó en las grandes bandejas que las camareras tienen que llevar durante todo el día… y en su espalda y riñones.
—No —susurró al tiempo que empezaba a perder la batalla contra las lágrimas; la pequeña habitación y la mujer sentada al otro lado del escritorio empezaron a emborronarse y desdibujarse—. A1 menos de momento. Tal vez dentro de un mes o dos. Mi espalda… no está demasiado bien ahora mismo.
Oh, sonaba a mentira. Era la clase de cosa que, cuando Norman la escuchaba en la tele, le provocaba una carcajada cínica y un comentario acerca de los Cadillacs de la beneficencia y los millonarios de los cupones de comida.
Sin embargo, Anna Stevenson no pareció inmutarse.
—¿Qué sabes hacer, Rose? ¿Sabes hacer algo?
—¡Sí! —exclamó Rosie, atónita por el matiz brusco y enojado que percibió en su propia voz, pero incapaz de evitarlo o siquiera suavizarlo—. ¡Sí que sé! Sé quitar el polvo, lavar los platos, hacer las camas, pasar el aspirador, preparar comidas para dos, acostarme con mi marido una vez a la semana. Y aguantar un puñetazo; ésa es otra cosa que sé hacer. ¿Cree que en alguno de los gimnasios de la ciudad necesitarán un sparring?
Y entonces sí rompió a llorar. Sepultó el rostro entre las manos y lloró como había llorado tantas veces durante los años que había estado casada con él, lloró y esperó a que Anna la ordenara marcharse, que podían ocupar el catre libre del piso superior con una mujer que no se las diera de listilla.
Algo le golpeó el dorso de la mano. Rosie la bajó y vio una caja de Kleenex que Anna Stevenson le alargaba. Y por increíble que pareciera, Anna Stevenson estaba sonriendo.
—No creo que tengas que dedicarte a hacer de sparring —comentó—. Creo que las cosas te irán bien… Casi siempre van bien. Vamos, sécate los ojos.
Y mientras Rosie obedecía, Anna le habló del hotel Whitestone, establecimiento con el que Hijas y Hermanas mantenía una relación en extremo fructífera desde hacía mucho tiempo. El Whitestone pertenecía a una corporación de cuya junta había formado parte el adinerado padre de Anna, y numerosas mujeres habían redescubierto allí las satisfacciones que conlleva el trabajo remunerado. Anna explicó a Rosie que sólo tendría que trabajar lo que su espalda le permitiera, y que si su estado físico general no mejoraba en los siguiente veintiún días, dejaría el trabajo y la llevarían al hospital para efectuarle pruebas.
—Asimismo, te emparejaremos con una mujer que se conoce el percal. Una especie de asesora que vive aquí. Ella te enseñará y asumirá la responsabilidad por ti. Si robas algo será ella la que se meta en líos, no tú…, pero no eres una ladrona, ¿verdad?
Rosie meneó la cabeza.
—Lo único que he robado es la tarjeta de mi marido, nada más, y sólo la he usado una vez. Para poder escapar.
—Trabajarás en el Whitestone hasta que encuentres algo que te guste más, lo que con toda seguridad ocurrirá. Recuerda, la Providencia.
—Con mayúscula.
—Sí. Mientras trabajes en el Whitestone, lo único que te pedimos es que hagas todo lo que esté en tu mano, aunque sólo sea para proteger los empleos de todas las mujeres que te sigan. ¿Me entiendes?
—No cerrar la puerta a mis sucesoras —asintió Rosie.
—Exacto, no cerrar la puerta a tus sucesoras. Me alegro de tenerte entre nosotras, Rose McClendon.
Anna se levantó y extendió ambas manos en un gesto que encerraba bastante de aquella arrogancia inconsciente que Rosie ya había percibido con anterioridad. Rosie titubeó un instante y a continuación se levantó para tomar las manos que se le ofrecían. Sus dedos se unieron por encima del desorden del escritorio.
—Tengo tres cosas más que decirte —prosiguió Anna—. Son importantes, de modo que quiero que te aclares las ideas y escuches con atención, ¿de acuerdo?
—Sí —repuso Rosie, fascinada por los ojos azul claro de Anna Stevenson.
—En primer lugar, el hecho de llevarte la tarjeta del cajero no te convierte en una ladrona. El dinero era tan tuyo como suyo. En segundo lugar, no es ilegal que vuelvas a adoptar tu nombre de soltera. Te pertenecerá durante toda la vida. En tercer lugar, puedes ser libre si te lo propones.
Se detuvo y observó a Rosie con aquellos notables ojos azules por encima de sus manos entrelazadas.
—¿Me entiendes? Puedes ser libre si te lo propones. Libre de sus manos, libre de sus ideas, libre de él. ¿Quieres eso? ¿Quieres ser libre?
—Sí —asintió Rosie en voz baja y temblorosa—. Lo quiero más que cualquier otra cosa en el mundo.
Anna Stevenson se inclinó hacia delante y besó a Rosie en la mejilla al tiempo que le oprimía las manos.
—Entonces has venido al lugar adecuado. Bienvenida a casa, querida.