El voluntario de Asistencia al viajero se presentó como Peter Slowik y escuchó la historia de Rosie en silencio y con atención. Rosie le contó cuanto pudo, pues ya había llegado a la conclusión de que no podía depender de la amabilidad de los desconocidos si callaba la verdad sobre sí misma por orgullo o por vergüenza. El único detalle importante que se reservó (porque no sabía cómo expresarlo) fue lo desarmada que se sentía, lo poco preparada que estaba para afrontar el mundo. Hasta hacía aproximadamente dieciocho horas no se había dado cuenta de hasta qué pinto conocía el mundo tan sólo a través de la televisión o de los diarios que su marido llevaba a casa.
—Por lo que me cuenta se marchó llevada por un impulso —comentó el señor Slowik—, pero mientras viajaba en el autocar, ¿se le ocurrió alguna idea acerca de lo que debía hacer cuando llegara aquí?
—Pues he pensado que quizá podría encontrar un hotel femenino para empezar —repuso Rosie—. ¿Todavía existen?
—Sí, conozco al menos tres, pero el más barato cobra precios que probablemente la arruinarían en una semana. Por lo general son hoteles para señoras acomodadas que vienen a pasar una semana para ir de compras o visitar a parientes que no tienen sitio para alojarlas.
—Ah —murmuró Rosie—. Bueno, ¿y la YWCA[1]?
El señor Slowik meneó la cabeza.
—Cerraron el último albergue en 1990. Aquello estaba invadido de chaladas y drogadictas.
Rosie sintió que la acometía el pánico, pero entonces se obligó a pensar en las personas que dormían en el suelo de la terminal, abrazados a las bolsas de basuras remendadas que contenían sus pertenencias. Siempre me queda esa solución, pensó.
—¿Se le ocurre alguna idea a usted? —inquirió por fin.
El voluntario la observó durante unos instantes mientras se golpeteaba el labio inferior con el bolígrafo, un hombre menudo y corriente de ojos acuosos, un hombre que pese a todo le había hecho caso y había hablado con ella, que no la había mandado a paseo. Y por supuesto, no me ha ordenado que vaya para poder hablar conmigo de cerca, pensó.
Slowik pareció tomar una decisión. Se abrió la chaqueta, una cazadora vulgar de poliéster que había visto mejores épocas, rebuscó en el bolsillo interior y extrajo una tarjeta de visita. En la cara que mostraba su nombre y el logotipo de Asistencia al viajero anotó con meticulosidad una dirección en letras de imprenta. A continuación le dio la vuelta y en el dorso estampó una firma que a Rosie se le antojó cómicamente grande. Aquella firma enorme le recordó algo que su profesor de Historia Americana había explicado una vez en el instituto, la leyenda de por qué John Hancock había escrito su nombre en letra exageradamente grande en la Declaración de Independencia. «Para que el rey Jorge pueda leerlo sin lentes», había dicho Hancock según la leyenda.
—¿Puede leer la dirección? —preguntó el hombre al tiempo que le alargaba la tarjeta.
—Sí —asintió Rosie—, 251 Durham Avenue.
—Bien. Guárdese la tarjeta en el bolso y no la pierda. Lo más probable es que se la pidan cuando llegue. La envío a un lugar llamado Hijas y Hermanas. Es un centro de acogida para mujeres maltratadas. Según su historia, diría que es una buena candidata.
—¿Cuánto tiempo me dejarán quedarme?
—Creo que varía según el caso —replicó Slowik con un encogimiento de hombros.
Así es que eso es lo que soy ahora, pensó. Un caso.
Al parecer, Slowik le leyó el pensamiento, porque de repente esbozó una sonrisa. Los dientes que dejó al descubierto no tenían nada de agradable, pero el gesto le pareció muy sincero. El hombre le dio una palmadita en la mano. El contacto fue breve, algo torpe y un poco tímido.
—Si su marido la pegaba de la forma que me ha contado, señora McClendon, su situación habrá mejorado aterrice donde aterrice.
—Sí —corroboró ella—. Yo también lo creo. Y si todo sale mal, siempre me queda el suelo de la terminal, ¿no?
—Oh, no creo que las cosas lleguen a ese extremo —exclamó el hombre con aire sobresaltado.
—Podrían. Sí, podrían.
Rosie señaló con la cabeza a dos de las personas sin techo, que dormían una al lado de la otra sobre sus abrigos extendidos en el extremo de un banco. Uno de ellos llevaba una gorra naranja muy sucia echada sobre el rostro para protegerse de la despiadada luz.
Slowik se los quedó mirando un instante antes de volverse de nuevo hacia ella.
—No, las cosas no llegarán a ese extremo —repitió con mayor convicción—. Los autobuses urbanos paran justo delante de la entrada principal; gire a la izquierda y ya los verá. El bordillo está pintado de diferentes colores que corresponden a las diferentes líneas. Tiene que coger el autobús de la línea naranja, así que espere en el trozo de bordillo pintado de naranja, ¿lo ha entendido?
—Sí.
—Cuesta un dólar, y el conductor querrá que le dé el importe exacto. Lo más probable es que se impaciente si no tiene cambio.
—Tengo un montón de cambio.
—Bien. Baje en la esquina de Dearborn con Elk, luego siga por Elk dos manzanas… o quizás tres, no me acuerdo. En cualquier caso llegará a Durham Avenue. Gire a la izquierda. Son unas cuatro manzanas, pero de las cortas. Es una casa grande de madera. Le diría que tiene aspecto de necesitar una mano de pintura, pero a lo mejor ya la han pintado. ¿Podrá recordarlo todo?
—Sí.
—Otra cosa. Quédese en la terminal hasta que se haga de día.
Hasta entonces no salga a ningún sitio, ni siquiera a la parada del autobús.
—No tenía ninguna intención de hacerlo —le aseguró Rosie.