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Los ataques de furia han desaparecido…

A la niña, Pamela, le falta aún mucho para ser adulta, pero ya tiene edad para tener sus propios amigos, para haber desarrollado pechos como manzanas verdes y para tener la regla. Edad suficiente para que ella y su madre discutan sobre ropa, salidas nocturnas y las personas a las que Pamela puede ver y durante cuánto rato. El huracán de la adolescencia de Pam todavía no ha estallado en toda su magnitud, pero Rosie sabe que se avecina. Sin embargo, espera el momento con ecuanimidad, porque los ataques de furia han desaparecido.

Bill tiene el cabello casi completamente gris y una calva cada vez más pronunciada.

Rosie sigue teniendo el cabello castaño. Lo lleva en un estilo sencillo, suelto sobre los hombros. A veces se lo recoge, pero nunca se lo trenza.

Hace años que no van de picnic a Shoreland, el merendero de la carretera 27. Bill parece haber olvidado el lugar desde que vendió la Harley-Davidson porque, según dijo: «Mis reflejos ya no son lo que eran, Rosie. Cuando los placeres se convierten en peligros, es hora de dejarlos». Rosie no le contradice, pero tiene la sensación de que Bill ha vendido un montón de recuerdos con esa moto y llora por ellos. Es como si buena parte de su juventud estuviera guardada en las maletas de la moto, y Bill hubiera olvidado comprobar que la había sacado antes de que el agradable joven de Evanston se la llevara.

Ya no van de picnic a aquel lugar, pero una vez al año, siempre en primavera, Rosie va allí sola. Ha visto el nuevo árbol crecer a la sombra del otro, lo ha visto convertirse de un brote en un árbol joven y robusto, de tronco liso y ramas fuertes. Lo ha visto desarrollarse año a año en el claro donde ya no juguetean los cachorros de zorro. Se sienta ante el árbol en silencio, a veces durante una hora, con las manos entrelazadas sobre el regazo. No viene para adorarlo ni para rezar, pero tiene la sensación de que se trata de un ritual necesario, de que está cumpliendo con un deber, renovando una alianza. Y si estar allí la ayuda a no hacer daño a nadie, a Bill, Pammy, Rhoda, Curt (Rob Lefferts ya no la preocupa, pues el año en que Pammy cumplió cinco años, murió pacíficamente de un infarto), entonces es un tiempo bien empleado.

¡Con qué perfección crece el árbol! Sus ramas jóvenes ya están cubiertas de hojas estrechas de color verde oscuro, y en los últimos dos años ha distinguido destellos de color en las profundidades de esas hojas, brotes que, en el futuro, se convertirán en frutos. Si alguien pasa por este claro y come la fruta del árbol, Rosie está segura de que la consecuencia será la muerte…, una muerte terrible. De vez en cuando la preocupa esta posibilidad, pero mientras no descubra indicios de que otras personas han estado aquí no se preocupará en exceso. Hasta ahora no ha visto rastro de nadie, ni una sola lata de cerveza, ni un paquete de cigarrillos, ni un envoltorio de chicle. Por ahora le basta con venir, entrelazar las manos blancas e inmaculadas en el regazo y contemplar el árbol de su furia y los destellos de color rojo violáceo que, con el tiempo, se convertirán en la dulce fruta de la muerte.

En ocasiones, mientras permanece sentada ante este pequeño árbol, canta.

—Soy realmente Rosie —canta—, y soy Rosie Real… será mejor que me creas… soy fantástica…

No es fantástica, por supuesto, salvo para la gente importante en su vida, pero puesto que estas personas son las únicas que le preocupan, no pasa nada. Todas las cuentas cuadran, como habría dicho la mujer del zat. Ha llegado a puerto, y en estas mañanas de primavera que pasa junto al lago, sentada en el claro silencioso y cubierto de maleza que no ha cambiado en absoluto a lo largo de los años (es como un cuadro…, el tipo de cuadro mediocre que suele encontrarse en las tiendas de curiosidades o las casas de empeño), con las piernas dobladas bajo el cuerpo, a veces experimenta una gratitud tan plena que tiene la sensación de que el corazón le va a estallar. Es esta gratitud la que la impulsa a cantar. Tiene que cantar. No le queda otra opción.

Y en ocasiones, la zorra, que ya es vieja y ha dejado atrás sus años fértiles, se acerca al borde del claro, yergue la brillante cola ahora salpicada de mechas grises y permanece inmóvil, como si escuchara los cantos de Rosie. Sus ojos negros no le comunican ningún pensamiento claro, pero resulta imposible pasar por alto la cordura esencial del cerebro anciano e inteligente que se oculta tras ellos.

10 de junio de 1993 - 17 de noviembre de 1994