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Al día siguiente llama a Rhoda y le dice que no irá a trabajar. La gripe, aduce. Luego vuelve al merendero por la carretera 27, aunque esta vez sola. Sobre el asiento del acompañante yace su bolso viejo, el que trajo consigo de Egipto. El merendero está desierto a esta hora del día y en esta época del año. Se quita los zapatos, los deja bajo una mesa de picnic y camina hacia el norte por el agua poco profunda de la orilla, como hizo con Bill la primera vez que la trajo aquí. Cree que tal vez le costará encontrar el sendero cubierto de maleza que sube desde la orilla, pero no es así. Mientras asciende por él, clavando los dedos de los pies en la arena grumosa, se pregunta cuántos sueños olvidados la han traído hasta aquí desde que empezaron los ataques de furia. Por supuesto, no hay forma de averiguarlo, y además no importa demasiado.

Al final del sendero se halla el claro irregular, y en el claro yace el árbol caído, el que por fin ha recordado. Jamás ha olvidado las cosas que le sucedieron en el mundo del cuadro, y ahora comprende sin un ápice de sorpresa que este árbol y el que bloqueaba el sendero que conducía al «granado» de Dorcas son idénticos.

Distingue la tierra de los zorros bajo las raíces polvorientas en el extremo izquierdo del árbol, pero no hay nadie, y el lugar parece abandonado desde hace algún tiempo. Sin embargo, Rosie se acerca y se arrodilla, pues no está segura de que sus piernas temblorosas estén dispuestas a sostenerla. Abre el bolso y vierte los restos de su antigua vida sobre la tierra cubierta de hojas y hierbajos. Entre listas de la compra arrugadas y recibos ancestrales, bajo una lista con las palabras ¡CHULETAS DE CERDO! escritas en mayúscula en la parte superior y marcadas con signos de exclamación (las chuletas siempre fueron la comida favorita de Norman), encuentra el paquetito azul salpicado de manchas rojas violáceas.

Temblando y sollozando, en parte porque los vestigios de su anterior y terrible vida la entristecen, en parte porque teme que la nueva esté en peligro, Rosie cava un hoyo en la tierra, junto a la base del árbol caído. Cuando tiene unos veinte centímetros de profundidad, Rosie coloca el paquetito junto a él y lo abre. La semilla sigue allí, rodeada por el anillo de oro de su primer marido.

Introduce la semilla en el hoyo (y la semilla ha conservado su poder mágico, pues los dedos se le entumecen en cuanto la toca) y la rodea con el anillo.

—Por favor —susurra sin saber si reza o por quién reza si es que reza.

En cualquier caso, obtiene respuesta. Oye un ladrido corto y severo. En él no detecta compasión, pena ni delicadeza. No me jodas, dice el ladrido.

Rosie levanta la vista y ve a la zorra en el otro extremo del claro, observándola inmóvil. La cola erguida se recorta como una antorcha contra el cielo gris.

—Por favor —repite en voz baja y atormentada—. Por favor, no me dejes ser lo que tengo tanto miedo de ser. Por favor…, por favor, ayúdame a dominar mi mal genio y a recordar el árbol.

No escucha nada que pueda interpretar como una respuesta, ni siquiera otro de esos ladridos impacientes. La zorra se limita a observarla. Ha sacado la lengua y jadea. Rosie tiene la sensación de que está sonriendo.

Vuelve a bajar la vista para mirar la semilla y el anillo antes de cubrirlos de tierra fragante y llena de hierbajos.

Una para mi señora, piensa, otra para mi dama y otra para la niña que no quiere irse a la cama. Una para Rosie.

Retrocede hasta el borde del claro, hasta el sendero que la conducirá de vuelta a la orilla. Cuando llega allí, la zorra trota hasta el árbol caído, olisquea el lugar en que Rosie ha enterrado el anillo y la semilla y se tumba. Aún jadea, aún sonríe (Rosie está convencida ahora de que sonríe), aún mira a Rosie con sus ojos negros. Los cachorros se han ido, dicen aquellos ojos, y el zorro que me los hizo también se ha ido. Pero yo, Rosie…, yo aguanto. Y si es necesario, resarzo.

Rosie busca locura o cordura en aquellos ojos… y encuentra ambas cosas.

Y entonces la zorra se lleva el bonito hocico a la bonita cola y parece dormirse.

—Por favor —susurra Rosie una vez más antes de marcharse.

Y cuando regresa por la ronda del lago, de vuelta a lo que espera sea su vida, arroja el último vestigio de su antigua vida, el bolso que trajo consigo de Egipto, por la ventanilla a la Bahía de Coori.