Rosie se levanta y abre la puerta con tal violencia que está apunto de arrancarla de las bisagras gruesas y silenciosas. Una vez en la sala de control, agarra a la aterrorizada Rhoda Simons por el cuello de la maldita blusa de Norma Kamali y la arroja de cara sobre el panel de control. Un interruptor se clava en su nariz patricia como si de un tenedor se tratara. La sangre se extiende por todas partes, salpicando el vidrio de la ventana del estudio y fluyendo en espantosos regueros de color rojo violáceo.
—¡Rosie, no! —grita Curt Hamilton—. Dios mío, ¿qué haces?
Rosie clava las uñas en la garganta palpitante de Rhoda y se la abre antes de sepultar el rostro en el torrente de sangre que surge, deseosa de bañarse en él, de bautizar esta nueva vida contra la que ha estado luchando en vano. Y no hay necesidad de contestar a Curt; sabe perfectamente lo que está haciendo. Está resarciendo, eso es lo que hace, resarciendo, y que Dios ayude a cualquiera que figure en la columna equivocada de sus libros de contabilidad. Que Dios ayude…