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En los días siguientes a la pelea, Rosie empieza a mirarse obsesivamente las manos, los brazos y el rostro…, pero sobre todo las manos, pues es allí donde empezará.

¿Donde empezará qué? No lo sabe a ciencia cierta…, pero sabe que lo reconocerá (el árbol) en cuanto lo vea.

Descubre un lugar llamado Jaulas de Bateo Elmo en la parte oeste de la ciudad y comienza a acudir con regularidad. La mayor parte de la clientela consiste en hombres de mediana edad que intentan conservar el físico que lucían en la universidad y adolescentes dispuestos a gastar cinco dólares por el privilegio de fingir por un rato que son Ken Griffey Jr. o Big Hurt. De vez en cuando, alguna novia se aventura a batear, pero por lo general sólo sirven de adorno y permanecen junto a las jaulas de bateo o el Túnel de Primera División, algo más caro, contemplando el espectáculo. Algunas mujeres de treinta y tantos años lanzan bolas rasas y paralelas. ¿Algunas? Ninguna, en realidad, a excepción de esa señora de cabello castaño corto y rostro pálido y solemne. Así pues, los chicos bromean, cuchichean, se dan codazos y se calan las gorras del revés para demostrar lo enrollados que son, pero Rosie no hace caso ni de sus risas ni de las miradas exhaustivas que lanzan a su cuerpo, que se ha recuperado muy bien después del parto. ¿Muy bien? Para una pava que ya no es precisamente una cría, la verdad es que está como un tren, sí, señor.

Y al cabo de un tiempo dejan de reír. Dejan de reír porque la señora de la camiseta sin mangas y los pantalones de chándal grises, después de la torpeza inicial y los errores (varias veces incluso la golpean las pelotas de goma dura que salen disparadas de la máquina), empieza a lanzar bien y luego de maravilla.

—Cómo controla —exclama uno un día, después de que Rosie, jadeante y con el rostro enrojecido, el cabello aplastado sobre la cabeza por el casco empapado, haya lanzado tres paralelas seguidas al otro extremo del túnel de bateo delimitado por una valla. Cada vez que batea profiere un grito estridente y sobrenatural, como Monica Seles tras servir un ace. Es como si la pelota la hubiera ofendido.

—Y la máquina está a tope —dice otro cuando la máquina de lanzamiento escupe una pelota a ciento veinte kilómetros por hora. Rosie profiere otro grito, con la cabeza baja, y adelanta las caderas. La pelota sale disparada a toda velocidad. Se estrella contra la valla a setenta metros de distancia, chocando contra ella en curva aún ascendente, con gran estruendo, antes de caer y unirse a las que ya ha lanzado.

—Bah, no le da tan fuerte —masculla un tercero, saca un cigarrillo, se lo mete en la boca, saca un sobre de cerillas y enciende una—. Sólo está…

Esta vez, Rosie grita de verdad, un alarido que recuerda el chillido de un pájaro hambriento, y la pelota sale disparada por el túnel en una línea blanca y plana. Se estrella contra la valla… y la atraviesa. El agujero que abre en el metal parece obra de un disparo de escopeta a bocajarro.

El muchacho del cigarrillo se queda paralizado mientras la cerilla encendida se consume entre sus dedos.

—¿Decías? —interviene el primero en voz baja.