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Había tomado una hamburguesa con queso y una limonada cuando el autocar había parado hacia las seis de la tarde anterior; desde entonces no había comido nada, y estaba hambrienta. Permaneció sentada en la sala de televisión hasta que las manecillas del gran reloj alcanzaron las cuatro de la madrugada, y entonces decidió que más le valía picar algo. Se dirigió a la pequeña cafetería situada cerca de las taquillas, sorteando por el camino a varias personas dormidas. Muchas de ellas rodeaban con aire protector bolsas de basura abultadas y remendadas con cinta adhesiva, y cuando Rosie pidió café, zumo y un cuenco de cereales, comprendió que no hacía falta que se preocupara por la posibilidad de que los policías la echaran. Las personas que dormían en la terminal no eran viajeros en tránsito, sino personas sin techo que acampaban allí. Rosie los compadecía, pero también experimentaba un alivio perverso… Era bueno saber que mañana ella tendría un lugar donde dormir si realmente lo necesitaba.

Y si viene aquí, a esta ciudad, ¿dónde crees que buscará primero? ¿Cuál crees que será su primera parada?

Qué tontería… Norman no la encontraría, no había absolutamente ninguna posibilidad de que la encontrara, pero pese a ello, la idea le produjo un escalofrío que le recorrió toda la columna vertebral.

Comer la hizo sentirse mejor, más fuerte y despierta. Al terminar (después de entretenerse con el café hasta notar que el camarero chicano la miraba con franca impaciencia), regresó lentamente a la sala de televisión. Por el camino vislumbró un círculo azul y blanco sobre una cabina situada cerca del mostrador de alquiler de coches. Las palabras curvadas alrededor de la tira exterior blanca del círculo eran ASISTENCIA AL VIAJERO, y Rosie pensó, no sin una pizca de humor, que si algún viajero había necesitado verdaderamente ayuda alguna vez, era ella.

Avanzó un paso hacia el círculo iluminado. Comprobó que dentro de la cabina se sentaba un hombre, un tipo de mediana edad con cabello escaso y gafas de montura de concha. Estaba leyendo el periódico. Rosie avanzó otro paso, pero se detuvo de nuevo. ¿Qué iba a contarle, por el amor de Dios? ¿Que había abandonado a su marido? ¿Que se había marchado sin nada más que su bolso, la tarjeta del cajero automático de él y la ropa que llevaba puesta?

¿Por qué no?, le preguntó la señora Práctica-Sensata, y la ausencia total de comprensión en aquella voz golpeó a Rosie como un bofetón. Si has tenido agallas para abandonarlo, ¿por qué no vas a tener agallas para atribuirte la hazaña?

No sabía si tenía agallas o no, pero sí sabía que le resultaría muy difícil confesar a un desconocido el hecho más crucial de su vida a las cuatro de la mañana. Y de todas formas, lo más probable es que te mande a paseo. Lo más probable es que su trabajo consista en restituir billetes perdidos o anunciar que se ha perdido un niño por megafonía.

Sin embargo, sus pies siguieron avanzando hacia la cabina de Asistencia al viajero, y comprendió que en verdad tenía intención de hablar con el desconocido del cabello escaso y las gafas de montura de concha, y que lo iba a hacer por la razón más sencilla del mundo: no le quedaba otro remedio. Con toda probabilidad, en los días venideros se vería obligada a contar a un montón de gente que había abandonado a su marido, que había vivido sumida en una especie de letargo tras una puerta cerrada durante catorce años, que apenas tenía capacidad para vivir y ningún conocimiento profesional, que necesitaba ayuda, que no le quedaba otra opción que depender de la amabilidad de los desconocidos.

Pero nada de esto es realmente culpa mía, ¿verdad?, pensó, y la calma que detectó en su pensamiento la sorprendió, casi la asombró.

Llegó a la cabina y colocó sobre el mostrador la mano que no aferraba el bolso. Miró esperanzada y temerosa la cabeza inclinada del hombre de las gafas de montura de concha, estudiando el cráneo moreno y pecoso que asomaba por entre los mechones de cabello peinados a través en tiras delgadas y pulcras. Esperó a que el hombre levantara la cabeza, pero estaba absorto en la lectura del periódico, escrito en una lengua extranjera que parecía griego o ruso. Volvió una página con cuidado y frunció el ceño mientras contemplaba a dos jugadores de fútbol disputándose el balón.

—Perdone —murmuró Rosie por fin, y el hombre de la cabina alzó la vista.

Por favor, que tenga los ojos amables, pensó de repente. Aunque no pueda hacer nada por mí, que tenga los ojos amables… y que me vea, que vea a la persona verdadera que está de pie aquí sin nada a qué aferrarse aparte de la correa de su bolso barato.

Y entonces vio que, en efecto, tenía los ojos amables. Débiles y acuosos tras los vidrios gruesos de las gafas…, pero amables.

—Lo siento, pero… ¿puede ayudarme? —suplicó Rosie.