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Se casan en una ceremonia civil que tiene lugar entre el Día de Acción de Gracias y Navidad, diez días después de hacerse definitiva la sentencia de su divorcio en rebeldía de Norman Daniels. La primera noche que pasa como Rosie Steiner despierta por los gritos de su marido.

—¡No puedo mirarla! —grita en sueños—. ¡No le importa a quién mata! ¡No le importa a quién mata! Oh, por favor, ¿no puedes hacer que deje de GRITAR? —Y entonces, en voz más baja—: ¿Qué tienes en la boca? ¿Qué son esos hilos?

Se hallan en un hotel de Nueva York, pasando la noche antes de seguir rumbo a St. Thomas, donde pasarán la luna de miel, pero aunque Rosie ha dejado el paquetito azul en casa, en el fondo del bolso que trajo consigo de Egipto, se ha llevado el frasquito de cerámica. Un instinto, intuición femenina, si se quiere, así se lo ha indicado. Lo ha usado en otras dos ocasiones después de pesadillas como ésta, y a la mañana siguiente, mientras Bill se afeita, le echa la última gota en el café.

Tendrá que bastar, piensa más tarde mientras arroja el frasquito al inodoro y tira de la cadena. Y si no basta, tendrá que bastar de todas formas.

La luna de miel es perfecta, con mucho sol, mucho sexo agradable y ninguna pesadilla.