Poco después del Cuatro de julio, Robbie Lefferts asignó a Rosie la lectura de una novela completamente distinta de las obras de Richard Racine. Se titulaba Heredarás la tierra y su autora era Jane Smiley. Era la historia de una familia de granjeros de Iowa, aunque en realidad no trataba de eso; Rosie había sido diseñadora de vestuario en el grupo de teatro del instituto durante tres años, y aunque jamás se había puesto ante los focos, reconocía al rey loco de Shakespeare cuando se lo ponían delante. Smiley había vestido a Lear con un mono de trabajo, pero el hábito no hace al monje.
Asimismo lo había convertido en una criatura que a Rosie le recordaba terriblemente a Norman. El día en que terminó la lectura («Tu mejor trabajo hasta ahora —afirmó Rhoda—, y una de las mejores lecturas que he oído en mi vida»), Rosie volvió a su habitación y sacó el viejo óleo sin marco del armario en que lo había tenido guardado desde la noche de la…, bueno, de la desaparición de Norman. Era la primera vez que lo miraba desde aquella noche.
Lo que vio no la sorprendió demasiado. En el cuadro volvía a ser de día. La colina seguía igual, cubierta de maleza y bastante agreste, y el templo también seguía igual (o casi igual; Rosie tenía la sensación de que la perspectiva extrañamente torcida del templo había cambiado de forma sutil y se había tornado normal); las mujeres seguían ausentes. Rosie creía que Dorcas había llevado a la mujer loca a ver a su hijita por última vez…, y a continuación Rose Madder iría sola a dondequiera que las criaturas como ella fueran cuando les llegaba por fin la hora.
Atravesó el rellano con el cuadro en dirección a la trampilla del incinerador, sosteniéndolo por los bordes con mucho cuidado, como había hecho anteriormente, sosteniéndolo como si temiera que su mano pudiera adentrarse en ese otro mundo si no se andaba con ojo. Lo cierto era que temía que algo así sucediera.
Una vez junto a la trampilla del incinerador se detuvo a contemplar por última vez el cuadro que la había llamado desde el estante polvoriento de la casa de empeños, que la había llamado con una voz muda e imperiosa que bien podía haber pertenecido a la mismísima Rose Madder. Y probablemente así era, pensó Rosie. Levantó una mano hacia la trampilla del incinerador, pero se detuvo cuando le llamó la atención algo que no había visto antes: dos siluetas en la hierba alta a medio camino del templo. Deslizó un dedo sobre la superficie pintada de aquellas formas, intentando averiguar qué serían. Al cabo de unos instantes se le ocurrió. El bulto de color rosa clavel era su jersey. El bulto negro junto a él era la cazadora que Bill le había prestado para pasear en moto por la carretera 27. El jersey no le importaba, pues no era más que una prenda barata, pero sentía mucho lo de la cazadora. No era nueva, pero aún le quedaban muchos años de vida. Además, le gustaba devolver las cosas que la gente le prestaba.
Sólo había utilizado la tarjeta de Norman en una ocasión.
Se quedó mirando el cuadro con un suspiro. No tenía sentido conservarlo; pronto se marcharía de la habitación que Anna le había encontrado y no tenía intención de llevarse más pasado con ella del estrictamente necesario. Suponía que no le quedaba más remedio que apechugar con la parte que tenía incrustada en el cerebro como fragmentos de metralla, pero…
Recuerda el árbol, Rosie, dijo una voz, y esta vez le pareció la voz de Anna… Anna, que la había ayudado cuando no tenía a nadie a quien recurrir, por quien no había sido capaz de llorar como habría querido…, aunque había derramado ríos de lágrimas por la dulce Pam, con los bonitos ojos azules siempre buscando a «alguien interesante». Sin embargo, en aquel momento sintió una punzada de dolor que le hizo cosquillas en la nariz y le provocó temblores en los labios.
—Lo siento, Anna —murmuró.
No importa, dijo aquella voz y ligeramente arrogante. Tú no me creaste a mí, no creaste a Norman y no tienes por qué cargar con la responsabilidad. Eres Rosie McClendon, no un personaje desgraciado de Dickens, y será mejor que lo recuerdes cuando el melodrama amenace con devorarte. Pero debes recordar…
—No —atajó Rosie.
Dobló el cuadro como quien cierra un libro con firmeza. La madera vieja que sostenía el lienzo se quebró. El lienzo no se rasgó, sino que más bien estalló y se hizo jirones. La pintura que cubría aquellos jirones era mortecina y carecía de significado.
—No, no. Nada de nada, si no quiero, ¡y no quiero!
Aquella que olvida el pasado…
—¡A tomar por el culo el pasado! —gritó Rosie.
Yo resarzo, susurró una voz entre halagadora y amenazadora.
—Note oigo —dijo Rosie mientras abría la trampilla del incinerador, sentía el calor y olía el hollín—. No te oigo, no te escucho, se acabó.
Tiró el cuadro rasgado y doblado por la trampilla, enviándolo como una carta dirigida al infierno, y luego se puso de puntillas para verlo estrellarse contra las llamas.