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Despertó (y despertó a Bill) muy temprano el primer día de su vida sin Norman. Estaba chillando.

—¡Yo resarzo! ¡Yo resarzo! ¡Oh, Dios mío, sus ojos! ¡Sus ojos negros!

—Rosie —exclamó Bill mientras la zarandeaba—. ¡Rosie!

Rosie lo miró, primero sin expresión, con el rostro bañado en sudor y el camisón empapado hasta el extremo de que el algodón se le adhería a las cavidades y las curvas del cuerpo.

—¿Bill?

—Claro que soy Bill. Estás bien. Los dos estamos bien.

Rosie se estremeció y se aferró a él. El consuelo se convirtió de inmediato en otra cosa. Rosie yacía bajo él, con la mano derecha cogida a la muñeca izquierda alrededor de su cuello, y cuando Bill la penetró (Rosie jamás había experimentado semejante delicadeza y seguridad con Norman), desvió la mirada hacia los vaqueros, que yacían en el suelo, junto a la cama. El frasquito de cerámica seguía en el bolsillo pequeño, y calculaba que quedarían al menos tres gotas de aquella agua amarga y atractiva, o tal vez más.

Me las tomaré, pensó justo antes de perder la capacidad de pensar con coherencia. Me las tomaré, claro que sí. Olvidaré, eso es lo que debo hacer… ¿Quién necesita sueños como éste?

Pero una parte profunda de su ser, mucho más profunda que su vieja amiga la señora Práctica-Sensata, conocía la respuesta: era ella quien necesitaba sueños como aquél, así de fácil. Y aunque conservaría el frasco y su contenido, no los conservaría para ella. Porque aquella que olvida su pasado está condenada a repetirlo.

Miró a Bill. La estaba contemplando con los ojos abiertos de par en par, vidriosos de placer. El placer de Bill, descubrió Rosie, era su propio placer, y se dejó llevar a donde él la conducía, y allí permanecieron bastante rato, valientes marineros surcando los mares en el pequeño navío que era la cama.