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Durante las primeras semanas de su nueva vida atravesó muchos momentos malos, pero incluso en el que, con toda probabilidad, fue el peor de todos, es decir, salir del autobús a las tres de la mañana y entrar en una terminal cuatro veces más grande que la de Portside, Rosie no lamentó la decisión que había tomado.

No obstante, estaba aterrorizada.

Rosie estaba de pie en el umbral de la Puerta 62, asiendo el bolso con ambas manos y paseando la mirada en derredor con los ojos abiertos de par en par, mientras la gente pasaba junto a ella en oleadas, algunos arrastrando maletas, otros con cajas de cartón atadas con cordel echadas al hombro, otros rodeando con el brazo los hombros de sus novias o las cinturas de sus novios. Mientras contemplaba la escena, un hombre corrió hacia una mujer que acababa de apearse del autocar de Rosie, la abrazó y la hizo girar con tal fuerza que los pies de la mujer se separaron del suelo. La mujer chilló de placer y terror, un chillido que resonó brillante como una bengala en la terminal abarrotada y confusa.

A la derecha de Rosie se veía una hilera de videojuegos, y aunque era la hora más oscura de la noche, ante todas ellas había adolescentes, en su mayoría con la gorra de béisbol calada al revés y al menos el ochenta por ciento del cabello rapado.

—¡Inténtalo de nuevo, Cadete del Espacio! —invitó la máquina más cercana a Rosie con voz cavernosa e inhumana—. ¡Inténtalo de nuevo, Cadete del Espacio!

Rosie pasó despacio junto a los videojuegos y entró en la terminal, segura de una sola cosa: no se atrevía a salir a la calle a aquellas horas de la madrugada. En su opinión, tenía todos los números para que la violaran, la asesinaran y la embutieran en el contenedor más próximo si salía. Miró a su izquierda y vio una pareja de policías bajando por la escalera mecánica desde el piso superior. Uno de ellos trazaba complicadas piruetas en el aire con la porra. El otro lucía una sonrisa dura y carente de humor que le recordó a un hombre que se hallaba a ochocientos kilómetros de allí. Sonreía, pero sus ojos, que se movían sin cesar, no.

¿Y si su trabajo consiste en hacer la ronda cada hora para echar a todos los que no tienen por qué estar aquí? ¿Qué harás entonces?

Se ocuparía de ello cuando llegara el momento, eso era lo que haría. Por el momento, se alejó de la escalera mecánica en dirección a un hueco en el que alrededor de una docena de viajeros ocupaban sillas de plástico duro. A los brazos de aquellas sillas había atornillados pequeños televisores que funcionaban con monedas. Rosie siguió avanzando sin perder de vista a los policías y experimentó un gran alivio cuando los vio atravesar la terminal en la dirección opuesta. Dentro de dos horas y media, tres a lo sumo, despuntaría el alba. Entonces podían cogerla y echarla. Hasta entonces quería quedarse allí, donde había luz y montones de gente.

Se sentó delante de una de las sillas de televisión. Dos asientos más allá dormitaba una chica ataviada con una cazadora vaquera desvaída y con una mochila sobre el regazo. Sus ojos se movían bajo los párpados violáceos, y del labio inferior le caía un hilillo plateado de saliva. En el dorso de la mano llevaba tatuadas tres palabras en vacilantes mayúsculas azules: QUIERO A MI AMORCITO. ¿Dónde está tu amorcito ahora, cariño?, pensó Rosie. Se quedó mirando la pantalla negra del televisor antes de volverse hacia la pared embaldosada que se alzaba a su derecha. Alguien había escrito CHÚPAME LA POLLA INFECTADA DE SIDA en rotulador rojo. Rosie desvió la vista a toda prisa, como si las palabras fueran a quemarle las retinas si las miraba durante demasiado rato, y contempló la terminal. En la pared del otro extremo vio un reloj enorme. Eran las tres y dieciséis minutos.

Dos horas y media más y podré irme, pensó, y se dispuso a esperar.