—Hale. ¿Diga? —ladró de repente una voz que en nada recordaba al hombre relajado y pensativo al que Rosie había conocido—. ¿Es usted, señora McClendon?
—Sí…
—¿Está bien?
Seguía ladrando, y ahora le recordaba a todos los policías que a lo largo de la historia se habían sentado en la sala de recreo tras quitarse los zapatos, apestando la estancia. No podía esperar a que Rosie le diera la información que le habría proporcionado de todas formas; estaba alterado y tenía que bailarle alrededor de los pies, ladrando como un fox terrier.
Hombres, pensó poniendo los ojos en blanco.
—Sí —asintió lentamente, como una puericultora que intentara calmar a un niño histérico que acabara de caerse del columpio—. Sí, estoy bien, y Bill, el señor Stein, también está bien. Los dos estamos bien.
—¿Ha sido su marido? —inquirió Hale en tono indignado, aunque a tan sólo un paso del pánico, un toro en campo abierto, pateando el suelo mientras busca el trapo rojo que lo ha provocado—. ¿Ha sido Daniels?
—Sí, pero se ha ido. —Titubeó un instante antes de proseguir—: No sé adónde.
Pero espero que haga calor y el aire acondicionado no funcione.
—Lo encontraremos —aseguró Hale—. Se lo prometo, señora McClendon… Lo encontraremos.
—Buena suerte, teniente —murmuró Rosie mientras se volvía hacia el armario abierto.
Se tocó el brazo izquierdo, donde todavía sentía los vestigios del calor del brazalete.
—Tengo que colgar. Norman ha disparado a uno de los vecinos de arriba, y es posible que pueda ayudarle en algo. ¿Va a venir?
—Claro que sí.
—Pues entonces hasta ahora, teniente. Adiós.
Colgó antes de que Hale pudiera replicar. En aquel momento entró Bill, y mientras cruzaba el umbral se encendieron las luces del rellano.
Bill se volvió con aire sorprendido.
—Debían de ser los fusibles. Lo que significa que Norman ha bajado al sótano. Pero si quería desactivar uno de ellos, no entiendo por qué no…
Lo acometió otro acceso de tos, esta vez muy intenso. Se inclinó con una mueca y se llevó las manos al cuello amoratado e hinchado.
—Toma —dijo Rosie mientras se acercaba a él—. Bébete esto. Acabo de sacarla de la nevera, así que está fría.
Bill cogió la Pepsi, bebió varios tragos y luego se quedó mirando la botella con curiosidad.
—Sabe un poco rara.
—Porque tienes la garganta inflamada. Probablemente te ha sangrado un poco, y por eso notas ese sabor. Venga, acábatela. No me gusta nada verte toser así.
Bill apuró el refresco, dejó la botella sobre la mesita de café y cuando volvió a mirarla, Rosie vio en sus ojos una expresión vacía y entumecida que le dio un susto de muerte.
—¡Bill! Bill, ¿qué te pasa? ¿Qué es lo que te pasa?
Aquella expresión vacía permaneció unos instantes más en sus ojos, pero de repente Bill se echó a reír y meneó la cabeza.
—Note lo vas a creer. Supongo que es por el estrés del día, pero…
—¿Qué? ¿Qué es lo que no me voy a creer?
—Durante unos segundos no me acordaba de quién eres —explicó Bill—. No me acordaba de tu nombre, Rosie. Pero lo más extraño es que durante unos segundos tampoco me acordaba del mío.
Rosie se echó a reír y se acercó más a él. Desde la escalera le llegó el ruido de pasos, con toda probabilidad de los enfermeros, pero no le importaba. Rodeó a Bill y lo abrazó con todas sus fuerzas.
—Me llamo Rosie —dijo—. Soy Rosie. Realmente Rosie.
—Eso —repuso él mientras la besaba en la sien—. Rosie, Rosie, Rosie, Rosie, Rosie.
Rosie cerró los ojos, sepultó el rostro en el hombro de él, y en la oscuridad de sus párpados vio la boca antinatural de la araña y los ojos negros de la zorra, ojos demasiado quietos para revelar cordura ni demencia. Vio aquellas cosas y supo que las seguiría viendo durante mucho tiempo. Y en su cabeza resonaron dos palabras como una campana de hierro:
Yo resarzo.