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No tuvo la sensación de tropezar, pero no se limitó a salir del cuadro, sino que cayó de él. Lo mismo le sucedió a Bill. Aterrizaron en el suelo del armario, sobre un parche trapezoidal de luz de luna. Bill se golpeó la cabeza contra la puerta con tal fuerza que debió de dolerle, pero al parecer no se dio cuenta.

—No ha sido un sueño —comentó—. ¡Dios mío, estábamos en el cuadro! ¡El que compraste el día en que nos conocimos!

—No —repuso Rosie—. No es verdad.

A su alrededor, la luz de la luna se tornó más brillante y empezó a contraerse. Al mismo tiempo perdió su forma lineal y se convirtió en un círculo. Era como si una puerta estuviera cerrándose a sus espaldas. Rosie sintió el impulso de mirar atrás para ver qué estaba sucediendo, pero se contuvo. Y cuando Bill empezó a volver la cabeza, Rosie le apoyó las manos en las mejillas para impedírselo.

—No lo hagas —ordenó—. ¿De qué te serviría? Sea lo que sea ya ha pasado.

—Pero…

La luz se había contraído hasta convertirse en un foco cegador, y a Rosie se le ocurrió la idea absurda de que si Bill la tomaba en sus brazos y empezaba a bailar con ella por la habitación, aquel rayo de luz los seguiría.

—Déjalo. —Insistió—. Déjalo correr.

—Pero ¿dónde está Norman, Rosie?

—Se ha ido —repuso antes de añadir con cierta comicidad—: El jersey y la cazadora que me has prestado también, por cierto. El jersey no era gran cosa, pero siento lo de la cazadora.

—Eh —exclamó Bill con aire despreocupado y distraído—. No importa.

El foco quedó reducido a una cabeza de cerilla fría y deslumbrante, luego a una cabeza de alfiler, y por fin desapareció, dejando tan sólo un punto brillante en su campo de visión. Rosie miró el armario por encima del hombro. El cuadro se hallaba exactamente donde lo había dejado tras la primera excursión, pero había vuelto a cambiar. Ahora tan sólo mostraba la cima de la colina y el templo bañado por los últimos rayos de la luna. La quietud de la escena, así como la ausencia de figuras humanas, le conferían un aspecto más clásico que nunca.

—Dios mío —farfulló Bill mientras se masajeaba el cuello dolorido—. ¿Qué ha pasado, Rosie? No entiendo lo que ha pasado.

No podía haber transcurrido mucho tiempo, porque el inquilino al que Norman había disparado seguía gritando a pleno pulmón.

—Voy a ver si puedo ayudar a ese hombre —anunció Bill mientras pugnaba por levantarse—. ¿Puedes llamar a una ambulancia? ¿Y a la policía?

—Sí. Supongo que ya deben de estar en camino, pero los llamaré de todos modos.

Bill se dirigió hacia la puerta antes de volverse con expresión dubitativa y sin dejar de masajearse el cuello.

—¿Qué le vas a contar a la policía, Rosie?

Rosie titubeó un instante y por fin sonrió.

—No sé…, pero ya se me ocurrirá algo. Últimamente se me da muy bien eso de inventar a toda mecha. Vamos, Bill, vete ya.

—Te quiero, Rosie. Eso es lo único de lo que estoy seguro.

Salió de la habitación antes de que ella pudiera responder. Lo siguió un instante antes de detenerse. Al final del rellano vio una luz vacilante que debía de ser una vela.

—¡Dios mío! ¿Le han disparado? —preguntó alguien.

El murmullo de respuesta de Bill quedó sepultado bajo otro aullido del herido. Herido, sí, pero probablemente no de gravedad. No si podía armar semejante escándalo.

Qué poco caritativa, se regañó al tiempo que descolgaba el teléfono nuevo y marcaba el número de urgencias. Tal vez, pero a lo mejor no era más que puro y simple realismo. En cualquier caso, no creía que importara. Había empezado a ver el mundo desde una nueva perspectiva, suponía, y el pensamiento acerca del hombre que gritaba en el pasillo era tan sólo otro indicio de dicha perspectiva.

—No importa siempre y cuando recuerde el árbol —dijo sin ni siquiera darse cuenta de que había hablado en voz alta.

Contestaron a su llamada tras el primer timbrazo.

—Urgencias, le recuerdo que estamos grabando esta llamada.

—Ya me lo imagino. Me llamo Rosie McClendon y vivo en el 897 de Trenton Street, primer piso. Uno de mis vecinos necesita una ambulancia.

—Señora, ¿podría explicarme la naturaleza de este…?

Sí que podía, desde luego que podía, pero en aquel momento se le ocurrió otra cosa, algo que no había comprendido antes, algo que debía hacer de inmediato. Colgó el teléfono e introdujo los dos primeros dedos de la mano derecha en el bolsillo pequeño de sus vaqueros. En ocasiones, aquel bolsillito resultaba útil, pero también irritante, uno de los indicios más visibles de los prejuicios medio conscientes del mundo contra los zurdos como ella. Era un mundo hecho para los diestros, por regla general, lleno de pequeños inconvenientes. Pero daba igual, porque si una era zurda aprendía a arreglárselas. Y podía hacerse, pensó Rosie. Como decía aquella vieja canción de Bob Dylan acerca de la carretera 61, podía hacerse sin ningún problema.

Extrajó el diminuto frasco de cerámica que le había dado Dorcas, se lo quedó mirando con fijeza durante algunos segundos y luego ladeó la cabeza para comprobar si oía sonidos procedentes de la puerta. Alguien más se había unido al grupo del rellano, y el hombre al que Norman había disparado (al menos eso suponía Rosie) hablaba entre jadeos y gemidos. Y a lo lejos se oía ya el aullido de las sirenas.

Entró en la cocina y abrió la pequeña nevera. Dentro había un paquete de mortadela en el que quedaban tres o cuatro lonchas, una botella de leche, dos yogures naturales, medio litro de zumo y tres botellas de Pepsi. Cogió una de ellas, abrió el tapón y la dejó sobre el mostrador. Echó otro vistazo rápido por encima del hombro, casi esperando ver a Bill en el umbral (¿Qué estás haciendo?, le preguntaría. ¿Qué estás mezclando?). Sin embargo, no había nadie en el umbral, y Rosie oyó a Bill al final del rellano, hablando en aquel tono sereno y considerado que tanto había llegado a amar.

Retiró con las uñas el tapón de corcho del frasquito y lo sostuvo en alto, agitándolo como si oliera un perfume. Pero lo que olió no era perfume…, aunque conocía aquella fragancia amarga, metálica, pero extrañamente atractiva. El frasquito contenía agua del río que fluía detrás del Templo del Toro.

Dorcas: Una gota. Para él. Después.

Sí, sólo una; darle más resultaría peligroso, pero una bastaría. Todas las preguntas y los recuerdos, la luz de la luna, los terribles chillidos de Norman, chillidos de dolor y terror, la mujer a la que tenía prohibido mirar… Todo aquello se desvanecería como por arte de magia, así como el temor de Rosie de que dichos recuerdos pudieran destruir la cordura de Bill y la relación entre ambos como ácido corrosivo. Tal vez se preocupaba en exceso, ya que la mente humana era más fuerte y adaptable de lo que la mayoría de la gente creía (eso sí se lo habían enseñado catorce años de convivencia con Norman, aunque quizá fuera lo único que había aprendido), pero ¿le convenía correr el riesgo? ¿Le convenía, teniendo en cuenta que podía suceder exactamente lo contrario? ¿Qué entrañaba mayor peligro, sus recuerdos o aquella amnesia líquida?

Pero ten cuidado, niña. ¡Esto es peligroso!

Rosie apartó la vista del frasquito de cerámica y miró el desagüe del fregadero antes de volverse de nuevo hacia el frasquito.

Rose Madder: Una buena bestia. Protégelo, y él te protegerá.

Rosie decidió que la terminología de aquella frase podía ser desdeñosa y equivocada, pero la idea era acertada. Despacio y con mucho cuidado, ladeó el frasquito sobre el cuello de la botella de PepsiCola y vertió una sola gota en ella.

Plinc.

Y ahora tira el resto por el desagüe, deprisa.

Empezó a hacerlo, pero entonces recordó el resto de lo que le había dicho Dorcas. Podría haberte dado menos, pero es posible que algún día necesite otra gota.

Sí, ¿y yo qué?, se preguntó mientras encajaba de nuevo el minúsculo tapón de corcho en la botella y se lo guardaba en el incómodo bolsillito del pantalón. ¿Y yo qué? ¿Necesitaré un par de gotas más adelante para no volverme loca?

No lo creía. Y además…

—Los que no aprenden del pasado están condenados a repetir sus errores —masculló.

No sabía quién había dicho aquella frase, pero sí que era demasiado plausible para hacer caso omiso de ella. Regresó a toda prisa hacia el teléfono, con la Pepsi adulterada en una mano. Volvió a marcar el número de urgencias, y contestó la misma operadora con la misma obertura: «Urgencias, le recuerdo que estamos grabando esta llamada».

—Soy otra vez Rosie McClendon —se presentó—. Se ha cortado —hizo una pausa calculada y luego se echó a reír con nerviosismo—. Vaya, no es verdad. Lo cierto es que me he puesto nerviosa y he arrancado la clavija de la pared. Esto es una locura.

—Sí, señora. Hemos enviado una ambulancia al 897 de Trenton Street a petición de Rose McClendon. También hemos recibido una llamada desde la misma dirección referente a unos disparos. ¿Quiere informar de unos disparos, señora?

—Sí, creo que sí.

—¿Quiere que le pase con un agente de policía?

—Quiero hablar con el teniente Hale. Es detective, de modo que supongo que tiene que pasarme con DIV-DET o como lo llamen ustedes aquí.

Se produjo un silencio antes de que la operadora prosiguiera en un tono menos mecánico.

—Sí, señora, la División de Detectives, DIV-DET. Le paso.

—Gracias. ¿Quiere mi número de teléfono o localizan ustedes las llamadas?

—Tengo su número, señora —repuso la operadora en tono de sorpresa.

—Ya me lo imaginaba.

—Espere un momento, le paso con la División.

Mientras esperaba, Rosie cogió la botella de Pepsi y se la colocó debajo de la nariz como había hecho con el frasquito de cerámica. Creyó percibir un levísimo olor amargo…, pero tal vez no eran más que imaginaciones suyas. En cualquier caso, daba igual. O se la bebía o no se la bebía. Ka, pensó antes de preguntarse: ¿Qué?

Antes de que pudiera seguir pensando en ello, alguien descolgó el teléfono en el otro extremo de la línea.

—División de Detectives, sargento Williams.

Rosie pidió por Hale y la hicieron esperar unos instantes. Afuera, en el rellano, los murmullos y gemidos continuaban. Las sirenas se habían acercado mucho más.