Los tres permanecieron sentados en la cima de la colina durante un período desconocido de tiempo, Bill y Rosie juntos y abrazados, Dorcas algo apartada, cerca del poni, que seguía pastando con aire soñoliento. El poni miraba a la mujer negra de vez en cuando, como si le extrañara que todavía hubiera tanta gente despierta a esas horas; pero Dorcas no parecía darse cuenta de nada, sino que estaba sentada con los brazos en torno a las rodillas, contemplando melancólica la luna casi llena. Rosie tenía la impresión de que estaba contando las decisiones tomadas a lo largo de toda una vida y descubriendo que las malas superaban en número a las buenas…, y por mucho. Bill abrió la boca para hablar en varias ocasiones, y Rosie lo miró con expresión alentadora, pero siempre la volvía a cerrar sin pronunciar palabra.
Cuando la luna se ocultó tras los árboles que se alzaban a la izquierda del templo, el poni levantó la cabeza y relinchó complacido. Rosie miró colina abajo y vio que Rose Madder se acercaba. Sus muslos fuertes y bien formados relucían a la pálida luz de la luna. La trenza oscilaba de un lado a otro como el péndulo en el reloj del abuelo.
Dorcas gruñó satisfecha y se levantó. Rosie experimentó una mezcla de aprensión y anticipación. Apoyó una mano en el antebrazo de Bill y lo miró con seriedad.
—No la mires —ordenó.
—No —corroboró Dorcas—, y no hagas preguntas, Billy, aunque ella te lo pida.
Bill paseó la mirada entre Dorcas y Rosie.
—¿Por qué no? ¿Quién es? ¿La Reina del Mambo?
—Es la reina de lo que le venga en gana —replicó Dorcas—, y será mejor que lo recuerdes. No la mires y no hagas nada que pueda hacerla enfadar. No puedo decir nada más; no queda tiempo. Ponte las manos en el regazo y míratelas. No apartes los ojos de ellas.
—Pero…
—Si la miras te volverás loco —intervino Rosie.
Se volvió hacia Dorcas, quien asintió.
—Es un sueño, ¿verdad? —preguntó Bill—. Quiero decir que… no estoy muerto, ¿verdad? Porque si esto es la vida después de la muerte, la verdad es que paso. —Miró más allá de la mujer que se acercaba y se estremeció—. Hay demasiado ruido. Demasiados gritos.
—Es un sueño —aseguró Rosie.
Rose Madder estaba muy cerca ya, una figura esbelta y erguida que avanzaba entre luces y sombras, sombras que convertían su rostro en la máscara de una gata o de una zorra, tal vez.
—Un sueño en el que tienes que hacer lo que te digamos.
—Rosie y Dorcas Dicen en lugar de Simon Dice.
—Eso. Y Dorcas Dice que te pongas las manos en el regazo y te las mires hasta que una de nosotras diga que ya basta.
—¿Empiezo ya? —inquirió Bill lanzándole una extraña mirada de abajo arriba que a Rosie le pareció de completa perplejidad.
—Sí —repuso Rosie con desesperación—. Empieza ya, pero por el amor de Dios, ¡no la mires!
Bill entrelazó los dedos y bajó la mirada.
Rosie ya oía el susurro de los pasos que se acercaban y el silbido de la hierba alta contra la piel desnuda. Bajó la mirada. Al cabo de un instante vio un par de piernas desnudas y bañadas por la luna detenerse ante ella. Siguió un largo silencio, quebrado tan sólo por el chillido de algún pájaro insomne en la distancia. Rosie desvió la mirada hacia la derecha y vio a Bill sentado en completo silencio junto a ella, mirándose las manos entrelazadas con la pasión de un discípulo de Zen al que han situado junto al maestro para la meditación matinal.
—Dorcas me ha dado lo que querías que tuviera —dijo por fin con timidez y sin levantar la vista—. Lo llevo en el bolsillo.
—Bien —repuso aquella voz dulce y embriagadora—. Eso está muy bien, Rosie Real.
Una mano manchada flotó en su campo de visión, y algo le cayó en el regazo. La luz de la madrugada le arrancó un único destello.
—Es para ti —prosiguió Rose Madder—. Un recuerdo, por así decirlo. Haz con él lo que quieras.
Rosie cogió el objeto y se lo quedó mirando con extrañeza. Las palabras grabadas en él, Servicio, Lealtad, Comunidad, formaban un triángulo en torno a la piedra, que era un círculo de obsidiana, manchado ahora por una salpicadura escarlata que convertía la piedra en un ojo lastimoso.
El silencio se prolongaba cada vez más con un aire de expectación. ¿Quiere que le dé las gracias?, se preguntó Rosie. No iba a hacerlo…, pero sí expresaría sus sentimientos.
—Me alegro de que haya muerto —dijo en voz baja y carente de emoción—. Es un alivio.
—Pues claro que te alegras y claro que es un alivio. Ahora debes irte, volver a tu mundo de Rosie Real con esta bestia. Me parece que es una bestia buena. —Rosie detectó en su voz un matiz que, aunque no podía creerlo, se le antojó de lujuria—. Buenos corvejones. Buenos flancos. —Una pausa—. Buenos lomos. —Otra pausa, y de repente bajó una mano manchada y acarició el cabello enredado y sudoroso de Bill, que contuvo el aliento, pero no alzó la cabeza—. Una buena bestia. Protégelo, y él te protegerá a ti.
En aquel instante, Rosie levantó la vista. Le aterraba lo que podía ver, pero no pudo evitarlo.
—No vuelvas a llamarlo bestia —espetó con voz temblorosa de furia—. Y quítale la asquerosa mano de encima.
Vio que Dorcas hacía una mueca de horror, pero sólo por el rabillo del ojo. Toda su atención se centraba en Rose Madder. ¿Qué había esperado ver en su rostro? Ahora que lo veía a la pálida luz de la luna, no podía asegurarlo. Tal vez a Medusa. Una Gorgona. Pero la mujer que tenía delante no era nada de eso. En una época (y Rosie creía que no hacía demasiado tiempo), su rostro había sido de extraordinaria belleza, tal vez una belleza que podría haber rivalizado con la de Helena de Troya. Ahora, su rostro aparecía trasnochado y difuso. Una de aquellas manchas oscuras se extendía por la mejilla izquierda y le surcaba la frente como el ala de un estornino. El ojo ardiente que centelleaba bajo aquella sombra parecía furioso y melancólico a un tiempo. No era el rostro que había visto Norman, de eso estaba segura, pero distinguió lo que su marido había visto bajo aquella piel… Era como si Rose Madder se hubiera maquillado para ella. Rosie sintió frío y asco. Bajo aquella belleza asomaba la locura…, pero no sólo la locura.
Es una especie de rabia… La rabia la está devorando; todas sus formas, su magia, su encanto flotan ahora en los flecos de su control; pronto se hará añicos, y si aparto la mirada, lo más probable es que se abalance sobre mí y me haga lo mismo que a Norman. Quizá se arrepienta más tarde, pero eso no me serviría de nada, ¿verdad?
Rose Madder volvió a bajar la mano, y esta vez acarició la cabeza de Rosie, primero la frente, luego el pelo, que había tenido un día muy duro y se le estaba escapando de la trenza.
—Eres valiente, Rosie. Has luchado con valor por tu… tu amigo. Tienes coraje y buen corazón. Pero ¿me permites que te dé un consejo antes de que te vayas?
Esbozó una sonrisa, quizás en un intento de mostrarse afable, pero el corazón de Rosie se detuvo un instante antes de proseguir su marcha a toda velocidad. Cuando Rose Madder separó los labios, dejando al descubierto un orificio en un rostro que en nada se parecía a una boca, dejó de tener aspecto humano. Su boca parecía el buche de una araña, algo diseñado para comer insectos que ni siquiera estaban muertos, sino tan sólo insensibilizados.
—Por supuesto —repuso sin sentir los labios.
La mano manchada le acarició la sien con delicadeza. La boca de la araña sonrió. Los ojos centellearon.
—Quítate el tinte del pelo —susurró Rose Madder—. No has nacido para ser rubia.
Sus ojos se encontraron. Rosie sostuvo la mirada, descubriendo que no podía apartarla del rostro de la otra mujer. Por el rabillo del ojo comprobó que Bill seguía mirándose las manos con aire obstinado. Tenía las mejillas y la frente bañadas en sudor.
Fue Rose Madder quien desvió la mirada.
—Dorcas.
—¿Señora?
—¿La niña…?
—Estará preparada cuando tú lo estés.
—Bien —dijo Rose Madder—. Estoy impaciente por verla, y ya es hora de que nos marchemos. También es hora de que te marches tú, Rosie Real. Tú y tu hombre. Puedo llamarlo así, ¿sabes? Tu hombre, hombre, hombre. Pero antes de que te vayas…
Rose Madder le alargó los brazos.
Muy despacio, casi como si estuviera hipnotizada, Rosie se levantó y avanzó hacia el círculo de aquellos brazos. Las manchas oscuras que se extendían por la piel de Rose Madder estaban calientes y febriles… Rosie tenía la sensación de que se retorcían contra su piel. Por lo demás, la mujer de la túnica, del zat, estaba fría como un cadáver.
Pero Rosie ya no tenía miedo.
Rose Madder la besó en la mejilla, cerca de la mandíbula.
—Te quiero, pequeña Rosie —susurró—. Ojalá nos hubiéramos conocido en tiempos mejores, cuando hubieras podido verme en mejor estado, pero hemos hecho lo que hemos podido. Nuestro encuentro ha sido afortunado. Pero recuerda el árbol.
—¿Qué árbol? —preguntó Rosie con desesperación—. ¿Qué árbol?
Pero Rose Madder meneó la cabeza en un ademán que no admitía discusión y se separó de ella. Rosie miró por última vez aquel rostro inquietante y demente, y de nuevo recordó a la zorra con sus cachorros.
—¿Soy tú? —susurró—. Dime la verdad… ¿Soy tú?
Rose Madder sonrió. No fue más que una pequeña sonrisa, pero por un instante, Rosie distinguió el monstruo agazapado tras la piel y se estremeció.
—Da igual, pequeña Rosie. Soy demasiado vieja y estoy demasiado cansada para entretenerme con esta clase de preguntas. La filosofía es para los sanos. De todos modos, si recuerdas el árbol, nunca tendrá importancia.
—No entiendo…
—¡Chist! —la atajó Rose Madder al tiempo que le posaba un dedo en los labios—. Date la vuelta, Rosie. Date la vuelta para no verme más. El juego ha terminado.
Rosie dio media vuelta, se inclinó para cubrir las manos de Bill (que todavía tenía entrelazadas sobre el regazo, con los dedos tensos y agarrotados) con las suyas, y lo ayudó a levantarse. Una vez más, el caballete había desaparecido, y el cuadro que había visto en el lienzo, su habitación de noche, pintada con indiferencia en tonos fangosos, había adquirido dimensiones descomunales. Una vez más no era un cuadro, sino una ventana. Rosie echó a andar hacia ella con la intención de atravesarla y dejar atrás para siempre los misterios de aquel mundo. Bill le tiró de la muñeca para que se detuviera. Se dio la vuelta y habló sin permitir que sus ojos subieran más allá de los pechos de la mujer.
—Gracias por ayudarnos —dijo.
—De nada —repuso Rose Madder con toda dignidad—. Resárcete tratándola bien.
Yo resarzo, pensó Rosie con otro estremecimiento.
—Vamos —instó mientras tiraba de la mano de Bill—. Vámonos, por favor.
Sin embargo, Bill permaneció quieto un instante más.
—Sí —dijo—. La trataré bien. Ya sé lo que le pasa a la gente que no lo hace. Lo sé muy bien.
—Qué hombre tan guapo —comentó Rose Madder con aire pensativo, y entonces cambió de tono y prosiguió con voz turbada, casi demente—: ¡Llévatelo mientras aún estés a tiempo, Rosie Real! ¡Mientras aún estés a tiempo!
—¡Vamos! —gritó Dorcas—. ¡Marchaos ahora mismo!
—¡Pero antes dame lo que es mío, zorra! —chilló Rose Madder con voz estridente y sobrenatural—. ¡Dámelo, zorra!
Algo, no un brazo, porque era demasiado delgado y velludo para ser un brazo, se agitó a la luz de la luna y se deslizó sobre la piel enloquecedoramente erizada de Rosie McClendon.
Con un grito, Rosie se quitó el brazalete de oro y lo dejó caer a los pies de la figura que se cernía sobre ella. Percibió a Dorcas rodeando con sus brazos a aquella figura en un intento de detenerla, pero no esperó a ver más. Asió a Bill del brazo y lo arrastró tras de sí a través de la ventana.