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Bill y la mujer negra (Dorcas, se llamaba Dorcas, no Wendy) ya no estaban en el sendero estrecho que flanqueaba el templo, y la ropa de Rosie también había desaparecido. Pero aquello no la preocupaba. Se limitó a rodear el edificio, y al alzar la mirada hacia la colina los vio junto a la carreta del poni; echó a andar hacia ellos.

Bill salió a su encuentro con una expresión preocupada y trastornada en el rostro pálido.

—¿Estás bien, Rosie?

—Sí —repuso ella mientras apoyaba el rostro en su pecho.

Cuando Bill la rodeó con sus brazos, Rosie se preguntó qué porcentaje de la raza humana comprendía la importancia del abrazo, lo agradable que era y el hecho de que una persona pudiera querer abrazar a otra durante horas y horas. Suponía que algunos sí lo comprendían, pero imaginaba que la mayoría no. Para entenderlo plenamente debía de ser necesario haber echado de menos los abrazos durante muchos años.

Se acercaron a Dorcas, que acariciaba el morro blanco del poni. El animal levantó la cabeza y miró a Rosie con aire soñoliento.

—¿Dónde está…? —empezó Rosie, pero de repente se interrumpió.

Caroline, había estado a punto de decir. ¿Dónde está Caroline?

—¿Dónde está la niña? —se corrigió antes de agregar con osadía—: ¿Nuestra niña?

—A salvo —repuso Dorcas con una sonrisa—. En un lugar seguro, no te preocupes, señorita Rosie. Tu ropa está detrás de la carreta. Ve a cambiarte, si quieres. Apuesto algo a que tienes ganas de quitarte lo que llevas.

—Pues sí —replicó Rosie.

Rodeó la carreta y experimentó un profundo alivio al despojarse del zat. Mientras se subía la cremallera de los vaqueros recordó algo que le había dicho Rose Madder.

—Tu señora dice que tienes algo para mí.

—¡Oh! —exclamó Dorcas con un sobresalto—. ¡Dios mío! ¡Si llego a olvidarme, me arranca la piel a tiras!

Rosie cogió la blusa, y cuando se la hubo pasado por encima de la cabeza vio que Dorcas le alargaba algo. Rosie lo cogió y lo examinó con curiosidad, inclinándolo en todas direcciones. Era un frasquito de cerámica muy sofisticado, poco más grande que un botecito de pastillas. El cuello aparecía rematado por un tapón de corcho.

Dorcas miró en derredor, vio que Bill se hallaba a cierta distancia, contemplando las ruinas del templo con aire soñador, y asintió con aire satisfecho. Cuando se volvió de nuevo hacia Rosie, habló en un susurro enfático.

—Una gota. Para él. Después.

Rosie asintió como si comprendiera perfectamente a Dorcas. Era más fácil. Había infinidad de preguntas que podría formular, que tal vez debería formular, pero estaba demasiado cansada para estructurarlas siquiera.

—Podría haberte dado menos, pero es posible que algún día necesite otra gota. Pero ten cuidado, niña. ¡Esto es peligroso!

Como si en este mundo hubiera algo que no lo fuera, pensó Rosie.

—Guárdatelo —ordenó Dorcas, observando a Rosie mientras ésta se guardaba el frasquito en el bolsillo pequeño de los vaqueros—. Y no se te ocurra contárselo a él —agregó señalando con la cabeza a Bill antes de concentrarse de nuevo en Rosie con expresión seria y ceñuda; en aquella oscuridad, sus ojos parecían carecer de pupilas, como los ojos de una estatua griega—. Sabes por qué, ¿verdad?

—Sí —asintió Rosie—. Porque es cosa de mujeres.

Dorcas asintió.

—Exacto.

—Cosa de mujeres —repitió Rosie, y en su mente oyó decir a Rose Madder: Recuerda el árbol.

Cerró los ojos.