—Vete por donde has venido —ordenó Rose Madder.
Estaba junto a la escalera. Rosie se hallaba en el extremo más alejado del claro, de espaldas. No quería arriesgarse a mirar a Rose Madder ni siquiera entonces, y había descubierto que no podía confiar de pleno en sus ojos.
—Vuelve, encuentra a Dorcas y a tu hombre. Dorcas tiene algo para ti, y yo iré a hablar contigo…, pero sólo un momento. Y entonces todo habrá acabado entre nosotras. Creo que será un alivio para ti.
—Se ha ido, ¿verdad? —preguntó Rosie sin apartar la vista del sendero iluminado por la luna—. Se ha ido de verdad.
—Supongo que lo verás en sueños —repuso Rose Madder con desdén—, pero ¿qué importa? La verdad es que los malos sueños son mucho mejores que los malos despertares.
—Sí. Es tan sencillo que la mayoría de la gente no se da cuenta, me parece.
—Ahora vete; luego iré a hablar contigo. Y otra cosa, Rosie.
—¿Qué?
—Recuerda el árbol.
—¿El árbol? No en…
—Ya sé que no lo entiendes, pero ya lo entenderás. Recuerda el árbol. Y ahora vete.
Y Rosie se fue. Sin mirar atrás.