Rosie yacía en la escalera con los ojos cerrados y los puños apretados contra la cabeza mientras escuchaba los gritos de Norman. Intentó no imaginar siquiera lo que estaba sucediendo allí arriba e intentó recordar que era Norman quien gritaba. Norman el del lápiz terrible, Norman el de la raqueta de tenis, Norman el de los dientes.
Sin embargo, todos aquellos pensamientos quedaron sepultados bajo el horror de sus gritos, sus chillidos agónicos mientras Rose Madder…
… le hacía lo que fuera que le estaba haciendo.
A1 cabo de un rato, un rato muy, muy largo, los gritos cesaron.
Rosie permaneció tendida; abrió los puños, pero no los ojos, y siguió inmóvil, jadeando entrecortadamente. Podría haber permanecido tumbada durante horas si la voz dulce y demente de la mujer no la hubiera llamado.
—¡Sube, pequeña Rosie! ¡Sube y regocíjate! ¡El toro se ha ido!
Muy despacio, pues las piernas se le antojaban muertas, Rosie se arrodilló y por fin se levantó. Subió la escalera y en lo alto se detuvo. No quería mirar, pero sus ojos parecían haber cobrado vida propia y recorrieron el claro mientras Rosie contenía el aliento.
Por fin exhaló el aire en un suspiro prolongado de alivio. Rose Madder seguía arrodillada de espaldas a ella. Ante ella yacía un bulto oscuro que en un principio le pareció de trapos. Pero en aquel momento, una forma parecida a una estrella de mar surgió de las sombras y quedó bañada por la luna. Era una mano, y entonces Rosie vio el resto de Norman, como una mujer que de repente reconoce algo coherente en la mancha de tinta que le ha dado el psiquiatra. Era Norman, sin lugar a dudas. Estaba mutilado y los ojos se le salían de las órbitas en una expresión de terror definitivo, pero era Norman.
Rose Madder levantó el brazo mientras Rosie observaba a Norman y cogió una fruta colgada de una rama baja. La oprimió entre los dedos, unos dedos muy humanos y hermosos a excepción de las manchas negras y espiritosas que flotaban justo debajo de la piel, y el jugo fluyó sobre su puño en un torrente rojo violáceo antes de que la fruta estallara dejando un surco mojado de color rojo oscuro. Rose Madder extrajo una docena de semillas de la pulpa espesa y las sembró en la carne desgarrada de Norman Daniels. La última se la clavó en el ojo abierto. Se oyó una suerte de chasquido cuando se la clavó, como si alguien acabara de pisar una uva rechoncha.
—¿Qué haces? —preguntó Rosie a pesar suyo, y tuvo que contenerse para no añadir: ¡Note gires, puedes decirme lo que sea sin girarte!
—Sembrar.
Y entonces hizo algo que produjo a Rosie la sensación de que se había sumergido en un novela de Richard Racine; se inclinó y besó el cadáver en la boca. Por fin se apartó, lo tomó entre sus brazos, se levantó y se volvió hacia la escalera de mármol blanco que conducía al laberinto.
Rosie desvió la mirada; el corazón le latía con violencia.
—Dulces sueños, cabrón de mierda —dijo Rose Madder antes de arrojar el cadáver de Norman a las tinieblas que se abrían bajo la palabra LABERINTO.
Donde, tal vez, las semillas que acababa de plantar echarían raíces y crecerían.