El sendero moría en un claro circular, y ahí estaba Rosie. Por fin. Su Rose errante. Arrodillada de espaldas a él, con aquel vestido corto rojo (estaba casi seguro de que era rojo), con el pelo teñido como una puta y peinado en una especie de cola. Norman se detuvo al borde del claro, mirándola. Era Rose, sí señor, de eso no cabía duda, pero había cambiado. Su actitud había cambiado. ¿Y eso qué significaba? Pues que había llegado el momento de hacer unos cuantos ajustes de actitud, por supuesto.
—¿Por qué te has teñido el pelo, maldita sea? —preguntó—. ¡Pareces una puta!
—No, tú no lo entiendes —repuso Rose con calma y sin volverse—. Antes lo llevaba teñido. Siempre ha sido rubio, pero me lo teñí para engañarte.
Norman avanzó dos pasos, y la furia lo envolvió como siempre que Rose se mostraba en desacuerdo con él o lo contradecía, como siempre que cualquier persona se mostraba en desacuerdo con él o lo contradecía. Y las cosas que Rose había dicho esa noche…, las cosas que le había dicho a él…
—¡Y una mierda! —espetó.
—¡Nada de «y una mierda»! —replicó Rose antes de rematar ese comentario tan increíblemente irrespetuoso con una risita.
Pero no se volvió.
Norman avanzó otros dos pasos hacia ella y se detuvo con los puños apretados contra los muslos. Recorrió el claro con la mirada, recordando que había oído la voz de Rose mientras se acercaba. Estaba buscando a Gert o quizás al soplapollas de su novio, listo para dispararle o tal vez sólo tirarle una piedra. No vio a nadie, lo que con toda probabilidad significaba que Rosie había estado hablando sola, algo que hacía en casa a todas horas. A menos que hubiera alguien agazapado detrás del árbol que se alzaba en el centro del claro. Al parecer, era la única cosa viva en aquella naturaleza muerta, y sus hojas largas, estrechas y verdes relucían como las hojas de una planta de aguacate recién engrasada. Sus ramas se combaban bajo el peso de unas frutas extrañas que Norman no se comería ni siquiera en un bocadillo de manteca de cacahuete con mermelada. Más allá de las piernas dobladas de Rose vio montones de frutas caídas, y el olor que despedían recordó a Norman el agua del río. Fruta cuyo olor indicaba que te matarían o te provocarían tal diarrea que desearías estar muerto.
A la izquierda del árbol vio algo que le confirmó que se hallaba inmerso en un sueño. Parecía una boca de metro de Nueva York, pero de mármol. Sin embargo, no importaba; tampoco importaba el árbol ni su fruta apestosa. Lo que importaba era Rose y esa risita. Suponía que eran sus amigas comechochos las que le habían enseñado a reír de aquella forma, pero eso tampoco importaba. Había venido para enseñarle algo que sí importaba, que reír de aquel modo era el mejor camino para hacerse daño. Se lo enseñaría en aquel sueño aunque no pudiera hacerlo en la realidad; se lo enseñaría aunque en verdad estuviera tendido en la habitación de Rose, acribillado a balazos y experimentando un delirio previo a la muerte.
—Levántate —ordenó al tiempo que avanzaba otro paso y sacaba el arma de la cinturilla del pantalón—. Tenemos muchas cosas de qué hablar.
—Tienes mucha razón —asintió ella.
Sin embargo, no se levantó, sino que permaneció arrodillada mientras la luna y las sombras trazaban rayas de cebra en su espalda.
—Obedece, maldita sea —espetó Norman avanzando otro paso.
Las uñas de la mano en la que no sostenía el revólver se le clavaban en la palma como cuchillas al rojo vivo. Pero Rose no se volvió. No se levantó.
—¡Erinyes del laberinto! —recitó Rose con voz suave y melodiosa—. ¡Ecce taurus! ¡Contemplad al toro!
Pero no se levantó, no se volvió para contemplarlo.
—¡No soy un toro, zorra! —gritó Norman.
Tiró de la máscara con las yemas de los dedos. No se movió ni un ápice. Ya no parecía pegada a su rostro ni derretida sobre él. Ahora parecía haberse convertido en su rostro.
¿Cómo puede ser?, se preguntó extrañado. ¿Cómo narices puede ser? ¡Si no es más que una máscara que un niño ha ganado en el parque de atracciones!
No conocía la respuesta a aquella pregunta, pero la máscara no se movía por mucho que tirara de ella, y en aquel momento supo con terrible certeza que si le clavaba las uñas sentiría dolor. Sangraría. Y sí, tan sólo había un orificio para los ojos, y parecía hallarse en el centro de su cara. Veía borroso. La luz de la luna, antes tan brillante, se había tornado difusa.
—¡Quítamela! —chilló—. ¡Quítamela, zorra de mierda! Tú puedes quitármela, ¿verdad? ¡Sé que puedes! ¡Deja de joderme! ¡No te atrevas a joderme!
Avanzó dando tumbos hasta llegar junto a ella y le asió el hombro. El único tirante de la túnica se desplazó, y lo que vio debajo le hizo emitir un jadeo horrorizado. La piel estaba negra y podrida como las pieles de la fruta que se descomponía alrededor del árbol…, las que estaban tan podridas ya, que parecían a punto de tornarse líquidas.
—El toro ha salido del laberinto —dijo Rose al tiempo que se levantaba con una agilidad que Norman jamás había visto ni sospechado en ella—. Y por tanto, Erinyes puede morir. Está escrito; así será.
—Aquí la única que va a morir… —empezó Norman, pero no consiguió pronunciar ni una palabra más.
Rose se volvió, y cuando la luz cremosa de la luna iluminó su rostro, Norman profirió un grito. El 45 se le disparó dos veces al suelo, pero ni siquiera se dio cuenta. Dejó caer el arma. Se llevó las manos a la cabeza y gritó mientras retrocedía dando tumbos, sin apenas poder controlarlas piernas. Rose respondió a su grito con otro.
La podredumbre se extendía sobre su pecho, y tenía el cuello violáceo, ennegrecido, como si la hubieran estrangulado. La piel se agrietaba en varios puntos y segregaba pus amarillento. Sin embargo, no fueron aquellos síntomas de alguna enfermedad en fase avanzada y sin duda terminal los que provocaron los aullidos de Norman; no fueron ellos los que perforaron la cáscara de huevo de su locura para dar paso a una realidad más terrible, como si de la luz despiadada de un sol desconocido se tratara.
Era su rostro.
Era el rostro de un murciélago dotado de los brillantes ojos amarronados de un zorro rabioso; era el rostro de una diosa sobrenaturalmente bella visto en la ilustración de un libro viejo y polvoriento, como si fuera una flor exótica en un descampado cubierto de maleza; era el rostro de Rose, cuyo aspecto siempre había sido un poco más que mediocre gracias a la esperanza tímida que reflejaban sus ojos y la curva leve y melancólica de su boca. Como lilas en una laguna peligrosa, aquellos aspectos distintos flotaron sobre el rostro vuelto hacia él durante un instante antes de desaparecer y dejar al descubierto lo que se ocultaba debajo. Era el rostro de una araña, retorcido de hambre e inteligencia demente. La boca abierta mostraba una negrura repelente salpicada de hilos sedosos a los que se veían adheridos cientos de escarabajos y bichos diversos, algunos muertos y otros agonizantes. Sus ojos eran grandes huevos sangrantes de color rojo violáceo que palpitaban en sus cuencas como barro vivo.
—Acércate más, Norman —le susurró la araña a la luz de la luna.
Y antes de que su mente se quebrara por completo, Norman vio que su boca repleta de bichos y seda intentaba sonreír.
Más brazos intentaban abrirse paso por entre los orificios de la toga y bajo el dobladillo corto, aunque no eran brazos, desde luego que no, y Norman gritó, gritó, gritó; gritaba para alcanzar el olvido, el olvido y el fin del conocimiento y la vista, pero el olvidó no llegó.
—Acércate más —arrulló la cosa alargando aquellos tentáculos que no eran brazos y abriendo la boca de par en par—. Quiero hablar contigo.
En los extremos de aquellos no brazos negros había garras sucias e hirsutas. Las garras le asieron las muñecas, las piernas, el apéndice hinchado que seguía palpitándole en la entrepierna. Una se le metió amorosa en la boca, y los pelillos le hicieron cosquillas en los dientes y la cara interior de las mejillas. Le agarró la lengua, se la arrancó y la agitó triunfante ante su único ojo.
—Quiero hablar contigo, quiero hablar contigo… de… ¡CERCA!
Norman hizo un último esfuerzo enloquecido por zafarse del monstruo, pero lo único que consiguió fue sumergirse en el abrazo hambriento de Rose Madder.
Donde Norman aprendió por fin lo que significaba ser mordido en lugar de morder…