Hacía frío en la escalera que conducía al laberinto, y Rosie percibió un olor que se le había escapado en la primera ocasión, un olor húmedo y putrefacto mezclado con el hedor de las heces, la carne podrida y el animal salvaje. Aquella idea inquietante (¿saben los toros subir escaleras?) volvió a ocurrírsele, pero esta vez no tenía miedo. Erinyes ya no estaba en el laberinto, a menos que el mundo, el mundo del cuadro, también fuera un laberinto.
Oh, sí, afirmó con serenidad aquella voz que no era exactamente la voz de la señora Práctica-Sensata. Este mundo, todos los mundos. Y muchos toros en todos ellos. Estos mitos bullen de verdad, Rosie. La verdades su poder. Por eso sobreviven.
Rosie se tumbó en la escalera, jadeante y con el corazón desbocado. Estaba aterrada, pero al mismo tiempo percibía en su interior una suerte de ansia amarga, y al instante supo de qué se trataba: no era más que otra de las máscaras de su furia.
Hazlo, pensó. Mata a ese hijo de puta, libérame. Quiero oírle morir. ¡Rosie, no lo dirás en serio! Esa sí que era la señora Práctica-Sensata, horrorizada y asqueada. ¡Dime que no lo dices en serio!
Pero no podía, porque una parte de ella sí lo decía en serio.
La mayor parte de ella.