EPÍLOGO
El ataúd de almas
Khemri, La Ciudad Viviente,
en el 63.º año de Djaf el Terrible
(-1740, según el cálculo imperial)
Dos meses después de la batalla de Mahrak, el ejército de los Siete Reyes llegó a los alrededores de Khemri. No había ejércitos que se opusieran a su avance ni una muchedumbre con recipientes de agua sagrada para darles la bienvenida entre vítores a sus libertadores. Los campos situados en las afueras de la gran ciudad estaban yermos, y las puertas, abiertas y abandonadas. Los buitres se posaban en las almenas y los chacales bajaban sigilosamente por las calles llenas de arena. Se trataba de un lugar desolado y embrujado, marcado por siglos de terror y empapado de sangre inocente. Los exploradores del ejército, veteranos curtidos en el combate todos ellos, se negaron a entrar siquiera en la ciudad salvo cuando el sol brillaba en lo alto.
Había sido una larga y ardua persecución desde los campos sepulcrales en las afueras de la Ciudad de los Dioses. En Mahrak, los hombres dragón del ejército lahmiano habían destrozado a las reservas de Nagash y habían dejado conmocionado al resto de la hueste del Usurpador. A medida que los ejércitos aliados empezaban a presionar con más fuerza a la horda no muerta, el manto de sombras que colgaba sobre la ciudad comenzó a deshacerse. Rayos de luz tenue atravesaron la penumbra alentando a los guerreros aliados y aterrorizando a sus enemigos. Se corrió el rumor entre los ejércitos orientales de que habían matado a Nagash, y un gran grito de triunfo se elevó de sus filas mientras obligaban a retroceder a los horrorosos esqueletos del Usurpador contra las murallas de la ciudad saqueada.
Cuando el sol se abrió paso entre las sombras cada vez más débiles, los inmortales que aún sobrevivían en el ejército del Usurpador supieron que todo estaba perdido. Su única esperanza de supervivencia era atravesar el cerco cada vez más apretado e intentar escapar. Los inmortales reunieron a la caballería que les quedaba y, con un gemido de cuernos de guerra, se abalanzaron sobre los guerreros aliados que se extendían por el borde occidental de la llanura. Se trataba de los lanceros y la caballería del flanco derecho de los ejércitos aliados, que habían librado los enfrentamientos más duros del día y estaban a punto de desplomarse de agotamiento.
La repentina carga del enemigo cogió a los guerreros desprevenidos, y a pesar de una enconada pelea, los inmortales lograron franquear sus líneas y escapar hacia el oeste. Huyeron a través del caos y las llamas de su campamento, y se dirigieron rápidamente hacia las Puertas del Anochecer, esperando perderse en el Valle de los Reyes antes de que el manto de oscuridad se deshiciera por completo.
Los inmortales sacrificaron compañías enteras de infantería para mantener a raya a sus perseguidores. Menos de diez mil soldados de infantería y caballería no muertos llegaron al Valle de los Reyes, dejando los huesos de más de cien mil guerreros desparramados por los campos al este. Antes de que terminara el día, el sobrecogedor ejército del Usurpador había quedado prácticamente destruido.
Al principio, no se pensó en una persecución, pues el solo hecho de levantar el sitio de Mahrak ya había sido lo suficientemente desalentador. Su victoria había sido más grande y total de lo que habían creído posible. Se enviaron hombres a reunir provisiones para la larga marcha hacia el este y entretanto, los reyes centraron su atención en la devastada ciudad y sus ciudadanos.
Descubrieron enseguida que Mahrak era una ciudad sólo de nombre. Sus casas y mercados estaban vacíos y había incendios fuera de control en muchos de sus templos. A última hora de la tarde, después de que la lucha hubiera terminado, los pocos supervivientes de la ciudad salieron del Palacio de los Dioses y lloraron agradeciendo su salvación. La mitad del poderoso Consejo Hierático en otro tiempo, además de unos cuantos centenares de consternados ciudadanos hambrientos, eran lo único que quedaba. Muchísimos sacerdotes murieron esa primera noche al ser incapaces de sobrellevar la certeza de que habían perdido a sus dioses para siempre.
* * *
Allá en la llanura de huesos, compañías de soldados peinaron el campo de batalla en busca de supervivientes. Los cuerpos de los inmortales muertos se llevaron a la ciudad y se arrojaron a una rugiente hoguera que habían encendido en la explanada situada en el exterior del Palacio de los Dioses. No se pudo encontrar el cuerpo del Usurpador ni el de su visir, Arkhan el Negro.
Así pues, los ejércitos aliados se pusieron en marcha en persecución de lo que quedaba de la hueste del Usurpador. Persiguieron al ejército que huía por el Valle de los Reyes y encontraron una pertinaz resistencia por parte de las tropas de retaguardia del enemigo; además, sufrieron constantes emboscadas de destacamentos de jinetes esqueleto. El grueso de las compañías del Usurpador que habían sobrevivido libró una enconada acción dilatoria en las Puertas del Alba, pero las tropas aliadas lograron abrirse paso entre las ruinas después de tres días de duros enfrentamientos. Fuera de las puertas de Quatar, los perseguidores se encontraron con el atroz estandarte de batalla del Usurpador tejido con la piel viva del rey Nemuhareb. Alguien lo había plantado de modo que mirase hacia las calles desiertas de la ciudad. Nadie supo decir por qué lo habrían abandonado así.
Hicieron algunos prisioneros en los caminos comerciales al oeste de Quatar, en su mayor parte comerciantes aterrorizados que transportaban lingotes de bronce de Ka-Sabar a Khemri. Los reyes aliados se enteraron por ellos de la traición de Memnet, el antiguo hierofante de Ka-Sabar, y de su reinado de pesadilla sobre la Ciudad del Bronce. También supieron que Raamket, uno de los principales lugartenientes del Usurpador, todavía ocupaba la Ciudad Viviente con una pequeña guarnición de inmortales y guerreros no muertos. La hueste siguió adelante preparándose para una última batalla fuera de las murallas de Khemri y descubrió una ciudad de fantasmas y calles silenciosas y resonantes.
No encontraron por ninguna parte a Raamket ni a su guarnición. El gran palacio de Settra estaba vacío. Había indicios de que lo habían saqueado más de una vez y que, después del último intento, alguien había intentado prenderle fuego. Los exploradores aliados sospechaban que Raamket y sus guerreros habían huido hacía más de una semana, quizás a Zandri o a Numas, o incluso por el Camino de las Especias hacia Bel Aliad. Nadie lo podía decir a ciencia cierta. Cuando la guarnición se fije, los pocos habitantes que quedaban también habían huido dejando la ciudad a los carroñeros.
Al segundo día después de llegar a Khemri, unos guerreros esqueleto les tendieron una emboscada a las patullas aliadas en el interior de la necrópolis de la ciudad. Durante el resto del día, la infantería aijada se abrió paso por la ciudad de los muertos librando una sangrienta partida del juego del gato y el ratón con los monstruos no muertos que merodeaban entre las criptas.
Enseguida se hizo patente que las tropas restantes del Usurpador habían establecido un círculo de defensas alrededor de la Pirámide Negra. Hicieron falta dos días más de difíciles enfrentamientos antes de destruir a los últimos guerreros no muertos, y luego los reyes concentraron su atención en la pirámide y los secretos que contenía.
* * *
Gritos y gruñidos salvajes resonaron procedentes de la oscuridad. Un guerrero, con el rostro brillando de sudor bajo el yelmo cónico, se apartó de la entrada sin rasgos característicos de la pirámide y exclamó:
—¡Están sacando a otro!
Los siete reyes se levantaron de sus sillas situadas a la sombra de un gran pabellón montado a una docena de metros de la entrada a la pirámide y se situaron una vez más bajo la abrasadora luz del sol. Un millar de guerreros llenaban la gran explanada con losas de mármol que había fuera de la pirámide de Nagash. Habían estado montando guardia en la parte exterior de la entrada desde el amanecer, observando las partidas de caza fuertemente armadas y los equipos de ingenieros que habían estado entrando y saliendo de la cripta a lo largo del día. Enderezaron los hombros cansados y prepararon sus armas de nuevo, mientras la pirámide entregaba a otro de sus monstruos.
El inmortal chilló de dolor cuando lo hicieron salir a la luz del sol. Era alto y de complexión fuerte, llevaba el pecho desnudo y las mandíbulas abiertas chorreando hilos de sangre oscura. La partida de caza le había atado los brazos al noble no muerto a la espalda con una lazada de soga gruesa, y luego le habían clavado las puntas de dos lanzas resistentes en la espalda, justo debajo de los omóplatos. Dos hombres en cada lanza condujeron al monstruo a la explanada, hacia una zona de losas manchadas de sangre cerca del centro. Los cuerpos decapitados de otros doce inmortales estaban colocados unos al lado de otros cerca de allí, con su piel pálida oscureciéndose bajo el calor del día.
Los cazadores hicieron presión sobre las lanzas en el lugar de ejecución y obligaron al aullante inmortal a ponerse de rodillas. Los reyes se acercaron seguidos de sus guardaespaldas y paladines. Hekhmenukep y Rakh-amn-hotep caminaban uno junto al otro acompañados por Khansu, el hierofante de Mahrak y señor de facto de la ciudad devastada. Los reyes del oeste —Seheb y Nuneb de Numas y Amn-nasir de Zandri— avanzaban acierta distancia de los reyes orientales, cada uno sumido en sus pensamientos. Lamashizzar, rey sacerdote de Lahmia, mantenía una actitud muy reservada; sorbía vino de una copa de oro y hablaba en voz baja con varios miembros de su séquito cubiertos con velos. Cuando se encontraron lo suficientemente cerca para ver la cara del inmortal con claridad, se detuvieron.
Rakh-amn-hotep estudió las facciones del monstruo un rato, y luego negó con la cabeza.
—No lo conozco —dijo. Se volvió hacia Amn-nasir—. ¿Quién es?
El rey de Zandri frunció el entrecejo. Su cuerpo estaba más demacrado y debilitado que nunca y el ojo izquierdo le temblaba débilmente. Se rumoreaba que estaba intentando dejar el loto negro, pero la lucha se estaba cobrando un precio espantoso.
—Tekhmet, creo —respondió Amn-nasir con voz ronca—. Era uno de los capitanes en Mahrak. Un señor menor y un aliado de Raamket. Nadie importante.
—¡Traidor! —siseó el inmortal, escupiendo coágulos de sangre sobre las piedras—. ¡El señor se vengará de ti! ¡De ti y de los cobardes de Numas! ¡Todos vosotros sufriréis una eternidad de dolor!
Rakh-amn-hotep le hizo un gesto seco con la cabeza a Ekhreb. El paladín se adelantó con un enorme khopesh manchado de sangre apoyado contra el hombro. Al ver la espada, el inmortal empezó a retorcerse y aullar de miedo, empujando contra las lanzas hasta que las puntas le atravesaron el pecho. Ekhreb llegó hasta el inmortal en cuatro zancadas mesuradas y, sin contemplaciones, balanceó su pesada espada trazando un brillante arco. La cabeza de Tekhmet rebotó dos veces por las piedras y se detuvo cerca de los pies de Amn-nasir.
Los hombres de la partida de caza arrancaron sus armas del cuerpo Tekhmet y le hicieron una reverencia a los soberanos, respirando agitadamente por el esfuerzo.
—Ese es el último, altezas —anunció el jefe—. Hemos vaciado todas las criptas en la base de la pirámide. Muchas parecían haber sido abandonadas hace algún tiempo.
Rakh-amn-hotep asintió con la cabeza y contestó:
—Habéis demostrado mucho arrojo. Ten la seguridad de que tú y tus hombres seréis bien recompensados por lo que habéis hecho hoy. Todos los hombres de las partidas de caza habían sido voluntarios dispuestos a enfrentarse a las profundidades de la pirámide de Nagash en busca del rey y sus sirvientes. En el transcurso del día, más de la mitad de ellos había tenido un final espeluznante en los confines de la inquietante cripta.
Khansu estudió los cuerpos tendidos sobre las losas.
—Trece —contó el hierofante—. Eso aún deja más de una docena de demonios que siguen sin aparecer, incluidos Raamket y ese diablo de Arkhan, por no decir nada de Nagash.
Rakh-amn-hotep vio que Amn-nasir se removía inquieto y se dio cuenta de que el rey de Zandri tenía la mirada clavada en Lamashizzar. El rey rasetrano miró al lahmiano con el entrecejo fruncido.
—¿Ibais a decir algo? —inquirió.
Lamashizzar se encogió de hombros.
—Sin duda, el resto de los inmortales se ha escondido en otro sitio. Puede ser que en Ka-Sabar o incluso en Zandri o Numas. ¿Esos mercaderes que cogimos en el camino comercial no mencionaron que Arkhan tenía una ciudadela en algún lugar al norte de Bel Aliad? —El joven rey hizo un gesto negativo con la cabeza—. Esta guerra no ha terminado ni mucho menos, amigos míos. Acordaos de lo que os digo: estaremos cazando a los inmortales de Nagash durante muchas décadas venideras.
Hekhmenukep cruzó los brazos con aire pensativo, y apuntó:
—Pero, si eso es cierto, entonces está claro que Nagash ya no tiene el control. Debe estar muerto o, por lo menos, gravemente herido.
—Estaba con la Guardia de la Tumba fuera de las puertas de Mahrak —afirmó Lamashizzar—. Podría jurarlo. Mis hombres dragón abatieron al Usurpador junto con sus guardaespaldas. O sus inmortales rescataron su cuerpo y lo trajeron con ellos, o está enterrado debajo de los montones de huesos en las afueras de la Ciudad de los Dioses.
—Nagash no se quedó atrás en Mahrak —repuso Rakh-amn-hotep—. Hice que mil hombres buscaran al pie de las murallas. No. Está aquí, en alguna parte. Tekhmet y los otros inmortales volvieron aquí por algún motivo.
Uno de los ingenieros de Hekhmenukep surgió de las profundidades de la pirámide y se acercó a los reyes reunidos. El lybarano le hizo una reverencia a Hekhmenukep y dijo con nerviosismo:
—Creemos que hemos encontrado la cámara del rey, alteza. Está en los niveles superiores, justo debajo de la cámara ritual, en el centro de la pirámide. —El erudito se sacó un trapo del cinturón y se limpió el sudor de la cara—. El acceso a la cámara está protegido por varias trampas mortales. Por vuestra propia seguridad, os ruego que reconsideréis el entrar en la sala. Seguro que un cuadro de paladines podría llevar a cabo la tarea igual de bien.
Hekhmenukep negó con la cabeza, pero fue Rakh-amn-hotep el que respondió al ingeniero.
—Hoy ya han muerto suficientes de nuestros hombres dentro de esa maldita cripta —sentenció el rasetrano—. Esto debemos hacerlo nosotros mismos.
El ingeniero hizo otra reverencia y retrocedió para seguir esperando junto a la entrada de la pirámide.
Rakh-amn-hotep contempló a sus compañeros reyes.
—Coged vuestras espadas —indicó con aire de gravedad—. Es hora de que Nagash pague por sus crímenes.
Un criado se acercó al rey rasetrano y le pasó su espada. Rakh-amn-hotep la cogió sin mediar palabra y se dirigió hacia la entrada de la pirámide; Ekhreb lo seguía un paso por detrás. Cuando se encontraba a medio camino, notó un tirón en la manga.
El rey se volvió y vio a Amn-nasir. El rey de Zandri estaba desarmado y tenía una expresión grave en el rostro. Amn-nasir les dirigió una mirada de preocupación a los otros reyes, que todavía estaban a cierta distancia, y luego dijo:
—Debemos hablar de una cosa, Rakh-amn-hotep.
El rasetrano contuvo una oleada de ira y contestó:
—Comprendo vuestra renuencia, Amn-nasir, pero es importante que nos enfrentemos a Nagash juntos.
—¡No! —exclamó el rey de Zandri—. ¡No se trata de eso! Hay algo que debéis saber acerca de Lamashizzar y lo que ocurrió durante la batalla en Mahrak. ¡El lahmiano no es de fiar!
Rakh-amn-hotep miró a Amn-nasir con el entrecejo fruncido.
—En nombre de todos los dioses, ¿de qué estáis hablando? —exigió saber.
Amn-nasir empezó a hablar, pero Ekhreb hizo un leve gesto de advertencia.
—Lamashizzar se acerca —avisó en voz baja.
El zandriano asintió con la cabeza.
—Seguiremos hablando esta noche —le dijo a Rakh-amn-hotep, y luego se hizo a un lado cuando el resto de reyes se unió a ellos.
Durante un momento, el rasetrano estuvo tentado de seguir presionando a Amn-nasir, pero observó que el sol se estaba hundiendo hacia el horizonte y no deseaba verse sorprendido en la pirámide después de que anocheciera. Fuera lo que fuese lo que el rey quería decirle, parecía nimio comparado con lo que les aguardaba en el santuario de Nagash.
—Muy bien —dijo, haciéndole señas al ingeniero—. Llévanos hasta la cámara.
El nervioso ingeniero condujo a los siete reyes hacia las profundidades de la gran cripta, avanzando en virtud de una lámpara de aceite y un complejo mapa garabateado sobre un trozo grande de pergamino. Rakh-amn-hotep se dio cuenta de pocos detalles mientras se abrían paso a través del laberinto de corredores, cámaras escasamente iluminadas y sinuosas rampas. La oscuridad del lugar resultaba opresiva; empujaba contra la débil luz de las lámparas y colgaba como una mortaja sobre el rey. Por los hombros encorvados y las expresiones de aprehensión de los otros soberanos, el rasetrano se dio cuenta de que ellos también lo sentían.
Después de lo que pareció una eternidad, el ingeniero se detuvo al pie de un largo pasillo inclinado que se torcía hacia arriba durante casi veinte metros antes de terminar en un par de altísimas puertas de roble. Se habían colocado lámparas a intervalos de tres metros a lo largo del pasadizo iluminando docenas de marcas hechas con tiza sobre las paredes con intrincados tallados y por el suelo. Un grupo de lybaranos igual de nerviosos esperaba al pie del pasadizo mirando fijamente hacia las puertas con aprensión.
—El corredor está flanqueado por muchas clases diferentes de trampas —explicó el ingeniero de cabeza—. Hemos marcado con tiza todos los disparadores que hemos podido encontrar, pero…
Se encogió de hombros en un gesto de impotencia. El rasetrano asintió con la cabeza y preguntó:
—¿Y nadie ha entrado en la cámara del rey?
—¡Tahoth bendito! ¡Claro que no!
—Bien —contestó Rakh-amn-hotep.
El rey rasetrano desenvainó su espada y empezó a subir con cuidado hacia las puertas.
Resultaba una proeza considerable evitar las reveladoras marcas de tiza escritas en el suelo, pues requería efectuar una danza lenta y cuidadosa a lo largo del pasadizo. Las puertas situadas al final del corredor estaban hechas de basalto. Habían esculpido la superficie de las mismas con un bajorrelieve de Nagash sosteniendo el Báculo de las Eras y alzándose sobre una multitud de reyes y sacerdotes arrodillados. Rakh-amn-hotep frunció el entrecejo mientras apoyaba una mano contra la puerta de la izquierda y abrió el pesado portal de un empujón.
Al otro lado había una cámara con cuatro lados, cuyas paredes de basalto se inclinaban hacia dentro para formar una segunda pirámide. Las paredes, el suelo y el techo estaban grabados con miles de complicados jeroglíficos, con incrustaciones de piedras preciosas trituradas que emitían siniestros destellos a la luz de la lámpara. Un sarcófago de mármol con intrincados tallados descansaba sobre una tarima de piedra en el centro de la cámara.
Ondas de energía mágica latían en el interior de la cámara inflamando los nervios de Rakh-amn-hotep. Débiles ecos, gritos de terror y sufrimiento iban y venían en sus oídos. Cada paso a través de la cámara hacía que al rey le subieran oleadas de desesperación por la espalda.
Rakh-amn-hotep agarró su espada con fuerza y se acercó al sarcófago oscuro. Algún instinto le decía que el ataúd no estaba vacío. El ajuste de cuentas final con el Usurpador había llegado, por fin.
El rey rasetrano esperó junto al sarcófago, hasta que los siete reyes estuvieron a su lado. Todos iban armados salvo Amn-nasir y sujetaban sus armas ya preparadas.
Rakh-amn-hotep colocó la mano en el borde de la tapa del ataúd. Los demás hombres hicieron lo mismo.
—Por Ka-Sabar y Bhagar —dijo el rasetrano—. Por Quatar, Bel Aliad y Mahrak.
—Por Akhmen-hotep y Nemuhareb —añadió Hekhmenukep—. Por Thutep y Shahid ben Alcazzar.
—Por Nebunefer, leal servidor de Ptra —apuntó Khansu—. Y por Neferem, la Hija del Sol.
Rakh-amn-hotep levantó su espada.
—¡Que se haga justicia! —exclamó, y empujó la tapa del ataúd.
La parte superior del sarcófago se apartó, y un torrente de langostas y relucientes escarabajos surgió de la oscuridad y llenó el aire con el susurro seco de las alas.
Los reyes se apartaron tambaleándose del ataúd, mientras golpeaban frenéticamente la pared de insectos que salían a borbotones. El sonido del enjambre en el reducido espacio limitado resultaba casi ensordecedor. Entonces, de forma tan repentina como había aparecido, la nube de insectos se marchó bajando a toda velocidad por el pasadizo situado a sus espaldas.
Atónito, Rakh-amn-hotep se pasó una mano temblorosa por el rostro. Durante un momento se había visto transportado hacia atrás en el tiempo, cuando otro enjambre se había extendido sobre su barco flotante por encima de las Fuentes de la Vida Eterna. Se sacudió de encima el espantoso recuerdo y se acercó al ataúd de nuevo. Esa vez lanzó todo su peso contra la tapa de piedra e hizo que cayera al suelo con gran estruendo. Con la espada en ristre, el rasetrano echó un vistazo dentro.
El sarcófago del Rey Imperecedero estaba vacío.
Dejaron una compañía entera de lanceros para vigilar la pirámide en cuanto cayó la noche. Habían preparado una hoguera en el centro de la gran explanada y habían entregado los cuerpos de los inmortales a las llamas. Más tarde, después de que los siete reyes se hubieran rendido y hubieran regresado a su campamento en las afueras de la embrujada Khemri, un equipo de obreros bloqueó la entrada de la pirámide con un enorme bloque de granito que habían encontrado en otro lugar de la necrópolis. No era más que una medida temporal, ya que por la mañana los ingenieros lybaranos se podrían manos a la obra para sellar la pirámide de verdad, asegurándose así de que sus malvados poderes no pudieran volver a utilizarse nunca.
Eso le importaba poco al pequeño grupo de hombres que se dirigió sigilosamente al otro extremo de la pirámide poco después de medianoche. Había más de una entrada a la gran cripta, si uno sabía dónde encontrarlas. El líder del grupo tocó una serie de hendiduras apenas visibles en la superficie lisa de la pirámide y un portal angosto se abrió con levísimo chirrido de piedra.
Una vez dentro, el grupo encendió pequeñas lámparas de aceite y siguió a su guía a través de un laberinto de estrechos pasadizos y enormes cámaras resonantes que los conducía de manera inexorable hacia el centro de la pirámide. Su camino terminó por fin cuando llegaron a una pared lisa al otro extremo de un largo corredor inclinado. El guía pasó los dedos por la piedra hasta que encontró una hendidura diminuta. Se oyó un débil chasquido, y una sección de la pared se abrió hacia dentro.
Las figuras cubiertas con capas atravesaron la entrada en silencio. Su guía ya estaba moviéndose por la gran cámara situada al otro lado y encendía una serie de lámparas de aceite más grandes con la facilidad de alguien que estaba muy familiarizado con el lugar. El creciente resplandor desveló estantes abarrotados de rollos de pergamino y gruesos libros encuadernados en cuero, además de anchas mesas atestadas de una plétora de objetos arcanos hechos de vidrio, metal y hueso. Minuciosos esqueletos, algunos humanos, otros de animales, se mantenían unidos con cable y estaban expuestos en varios rincones de la habitación. Los hombres recorrieron la cámara con la mirada con admiración, asombrados de la mera abundancia de conocimientos que guardaba en su interior.
Uno hombre situado en medio del grupo levantó las manos y se apartó la capucha. Lamashizzar alzó su lámpara de aceite por encima de la cabeza y clavó la mirada con codicia en las numerosas estanterías con libros.
—Nunca dijiste que había tantos —susurró—. Nunca conseguiremos sacarlos todos.
—No los necesitamos todos —repuso Arkhan.
El inmortal atravesó la biblioteca de Nagash hasta situarse delante de un tramo de pared aparentemente desnudo. Palpó la piedra con cuidado, buscando la palanca oculta, receloso de las trampas explosivas situadas en la pared alrededor de la misma. Al final encontró lo que estaba buscando y, con un suave tirón, una parte de la pared se abrió dejando al descubierto un nicho que contenía cuatro mamotretos encuadernados en cuero. Los labios del inmortal se estiraron formando una espantosa sonrisa.
—Los otros libros sólo son registros de los experimentos de Nagash. Estos son los que contienen todo lo que aprendió, incluido el secreto de su elixir.
Arkhan sintió que el pulso se le aceleraba al cerrar las manos alrededor de los libros. Aquí, al fin, estaban los conocimientos que ansiaba. Regresaría a su torre con los libros y desentrañaría sus secretos, empezando con la fórmula para el elixir vivificador de Nagash. El hambre ya era tan grande que le atravesaba las entrañas como un cuchillo. Pronto recuperaría todas sus fuerzas y luego dilucidaría los hechizos más esotéricos de su señor. ¿Quién podía decir lo que podría ocurrir después de eso? El poder de los antiguos dioses estaba roto, y la región, devastada por la guerra. La gente de Nehekhara necesitaría un nuevo líder para los aciagos tiempos que les esperaban.
—¿Dijisteis que iban a sellar la pirámide? —Le preguntó Arkhan al rey lahmiano mientras colocaba los libros en una bolsa de cuero que colgaba de sus hombros—. ¿Qué harán luego los reyes?
—La búsqueda continuará —respondió Lamashizzar—. Rakh-amn-hotep tiene intenciones de marchar sobre Ka-Sabar después. Seheb y Nuneb han dicho que piensan regresar a Numas y registrar la ciudad en busca de indicios de tus compañeros inmortales, mientras que Khansu y Hekhmenukep planean regresar a Quatar. Se habla de que uno de los hijos del rey lybarano podría convenirse en rey de la ciudad.
Arkhan asintió con la cabeza con aire distraído aún de espaldas a Lamashizzar y sus hombres. Sólo eran cinco y, con sus sentidos sobrenaturales, podía situar a todos y cada uno de ellos alrededor de la gran sala. Bajó la mano y sacó una daga estrecha que había ocultado en la manga. A pesar de lo débil que estaba, todavía podía competir con cinco hombres normales.
—¿Y Amn-nasir? ¿No tenéis miedo de que pueda contarle a alguien nuestro pequeño acuerdo? —inquirió.
Lamashizzar fingió un suspiro, y contestó:
—Por desgracia, el rey de Zandri sufrió un terrible accidente cuando salíamos de la pirámide hace un rato. Me temo que disparé sin querer una de las numerosas trampas de Nagash a pesar de las marcas de tiza que dejaron los ingenieros lybaranos. Trágicamente, Amn-nasir iba justo detrás de mí. Los dardos envenenados no me tocaron, pero uno le dio a él en el brazo. Murió antes de que pudiéramos volver a sacarlo a la superficie.
La sonrisa del visir se ensanchó. Ese era un cabo suelto del que no tenía que preocuparse. En cuanto Lamashizzar y sus hombres estuvieran muertos, cogería los mamotretos de Nagash y desaparecería en el desierto.
—Qué traición tan extraordinaria —comentó el visir con aprobación—. Supongo que no debería sorprenderme.
Rápido como una serpiente, el inmortal dio media vuelta y se abalanzó sobre el primer lahmiano. El hombre apenas tuvo tiempo de gritar antes de que Arkhan lo agarrara por el hombro y lo hiciera volverse. Lo degolló con un tajo de la daga y se dirigió hacia Lamashizzar.
De pronto, se produjo un destello de la luz naranja y un trueno. Un fuerte impacto se estrelló contra el pecho de Arkhan, justo por encima del corazón.
El inmortal se tambaleó. Miró al rey lahmiano, que sostenía una versión en miniatura de un bastón dragón en la mano extendida. Una voluta de humo salía de las mandíbulas de bronce del dragón.
La mirada de Arkhan se posó en el agujero ennegrecido que tenía en el pecho. La oscuridad presionaba los bordes de su campo de visión. Intentó hablar, pero sus pulmones se negaron a respirar. Lentamente, el inmortal se desplomó en el suelo.
El rey lahmiano se acercó al cuerpo tendido boca abajo de Arkhan y estudió su rostro detenidamente.
—Coged al monstruo y todos los libros que podáis cargar —les ordenó a sus criados con voz dura—. Para media mañana quiero estar de camino a Lahmia.
Lamashizzar se agachó y sacó los libros de la bolsa de Arkhan. Mientras sus criados saqueaban la biblioteca del nigromante, abrió el primero de los mamotretos arcanos de Nagash y empezó a leer.
* * *
A cientos de leguas al nordeste, donde las Llanuras de la Abundancia daban paso a las accidentadas estribaciones de las Cumbres Quebradizas, la bullente nube de langostas consumió sus últimas reservas de fuerza y se precipitó hacia la tierra en una estela de humeantes caparazones de insectos.
Con un zumbido discordante y crepitante, los últimos insectos chocaron contra el suelo arrasado y se separaron en medio de un espantoso repiqueteo de quitina y fluidos hirviendo. Envuelta en el vapor de miles de langostas hechas pedazos, una figura humana salió tambaleándose del centro de la masa moribunda y avanzó a trompicones unos pocos y dolorosos pasos antes de caer de rodillas.
No podía decir a ciencia cierta cómo había llegado a este páramo. Los recuerdos revoloteaban al borde de su conciencia como fantasmas, persiguiéndolo con su significado y luego desapareciendo cuando intentaba atraparlos.
Un profundo dolor lo atravesó como un cuchillo caliente. Tenía el brazo izquierdo doblado con fuerza contra el pecho, como una soga que hubieran enrollado demasiado apretada. Le habían abierto un agujero irregular en el brazo, haciendo añicos el hueso y provocando que los músculos se contrajeran. Tenía dos agujeros más en el pecho, uno a la derecha del esternón, justo debajo del pulmón, y el otro a un palmo por encima del ombligo. Bilis y otros fluidos escapaban de las heridas y apestaban a corrupción.
El rostro le ardía de fiebre. Levantó la mano buena y se la apretó contra la frente, donde encontró otra herida horrible. Le habían hecho un agujero irregular en el cráneo, cerca de la sien. Los bordes del hueso estaban astillados y se le clavaron como agujas en los dedos. El roce hizo que le martilleara la cabeza y le provocó más oleadas de ardiente dolor que le palpitaron por el cerebro.
Había habido una batalla. Podía escuchar los sonidos de la misma en su cabeza: el repiqueteo del bronce y el golpeteo seco de los huesos mientras hombres no muertos avanzaban hacia el enemigo; un ejército, su ejército, marchando contra una pared de llamas de color naranja y estallando en pedazos, y luego una serie de ataques invisibles golpeándolo uno tras otro y sumiéndolo en la oscuridad.
Recordó manos tirando de él, arrastrándolo a través de la negrura, y una eternidad de voces que gritaban y el tumulto de la batalla. Cuando por fin regresó la luz, era gris y desenfocada. Unas figuras oscuras revoloteaban por encima de él y pudo oír susurros ásperos que una o dos veces se convirtieron en gritos feroces.
«¡Míralo! ¡La carne no se le cierra por mucha sangre que le demos! ¿Qué clase de magia es esta?».
«Lo llevaremos a la pirámide. Allí hay poder suficiente para sanarlo». «¡Acaba con él! ¡Coge su sangre para nosotros! ¡Si no nos dispersamos, los reyes orientales nos matarán a todos!».
«¡Cobarde! ¡Vete, entonces, y atente a las consecuencias! ¡Cómo sufrirás cuando el señor sane de nuevo!».
Las discusiones continuaron hasta que no pudo aguantar más y maldijo a las voces con palabras de poder hasta que huyeron como aves asustadas.
Después, mucho después, lo llevaron a una oscuridad fresca y vibrante. El poder, suave y sensual, le acarició su piel y se le hundió en las heridas. Las voces regresaron susurrándole súplicas: «Apelad a la pirámide, señor. Sanad. ¡Por favor! ¡El enemigo se acerca!».
Lo llamó y el poder fluyó dentro de él, pero lamió sus heridas inútilmente. Trató de obligarlo a que lo curase, pero no obedecía intentara lo que intentase. Era como si, de algún modo, le hubieran arrebatado los secretos para blandir el poder dejándolo vacío.
Le habían arrebatado muchas cosas, de eso estaba seguro.
Algún tiempo después se habían oído gritos de miedo y los sonidos de la batalla una vez más. Una voz lo llamó pidiéndole que huyera, y luego guardó silencio. Durante mucho tiempo después, sólo hubo oscuridad.
Luego, oyó voces extrañas, llenas de ira y de la promesa de la destrucción. Sus enemigos lo habían encontrado por fin. La rabia y el terror lo consumieron hasta que el poder que aumentaba bajo su piel amenazó con destrozarlo. La piedra chirrió contra la piedra dejando pasar una cuchilla de la luz ardiente, y después llegó el sonido cada vez mayor de alas.
Nagash volvió la cabeza de un lado a otro, asimilando toda la extensión del páramo. Nada se movía entre las piedras irregulares y la arena sin vida. Con un sonido que fue mitad quejido, mitad gruñido, se obligó a ponerse en pie con mucho dolor y se dio la vuelta, volviendo la mirada hacia la estela de caparazones destrozados que se extendían hacia el verde horizonte al suroeste.
Sentía los huesos fríos y los músculos débiles. El dolor era lo único que lo hacía seguir adelante, negándole cualquier posibilidad de paz. Nagash buscó el poder que había sentido en la fresca oscuridad de la pirámide, pero no había nada allí. Él estaba igual de roto y vacío que los caparazones humeantes situados a sus pies.
Apretando la mano buena, Nagash el hechicero echó la cabeza hacia atrás y le aulló su rabia a los cielos. Maldijo la tierra verde situada al borde del mundo y que antes había sido suya.
Tambaleándose, exhausto, dio media vuelta y miró hacia el norte, hacia las inmensidades desérticas. De algún modo, sus enemigos lo habían relegado a este lugar. Seguro que esperaban que muriera y que su espíritu se perdiera para siempre en esta tierra vacía.
Fue entonces cuando lo vislumbró: un murmullo de poder, allá a lo lejos entre las cimas irregulares al nordeste. Era débil y efímero; se le escurría de la mente sin esfuerzo cuando intentaba concentrarse en él. No era que importase. El poder estaba allí, llamándolo en medio del páramo.
Con una expresión adusta en el rostro, Nagash dio un vacilante paso hacia delante, y luego otro. Una punzada de dolor le recorrió el cuerpo, pero sacó fuerzas de ello, obligando a sus piernas a avanzar con implacable resolución. Un viento frío le azotó el cuerpo y le introdujo dedos de hielo en las heridas, pero él aceptó el dolor de buena gana.
El páramo lo sostendría y, un día, se lo haría pagar a sus enemigos, hasta que el mundo entero no fuera más que espíritus aullantes y huesos secos y blanqueados.