NUEVE
Secretos ocultos en la sangre
Khemri, la Ciudad Viviente,
en el 44.º año de Qu’aph el Astuto
(-1966, según el cálculo imperial)
El emisario de Quatar se acercó al trono del rey al son de los tambores de piel y el tañido de una grave campana de bronce, a la cabeza de un desfile de cortesanos ataviados con lino color hueso y magníficas máscaras de oro. Tras ellos avanzaban una veintena de esclavos bárbaros de piel pálida, desnudos salvo por tiras de algodón de vivos colores atadas al cuello y los brazos como si fueran las plumas de pájaros cantores. Portaban arcones abiertos de sándalo y bronce pulido en sus callosas manos llenos de monedas de oro, valiosas especias y otros tesoros exóticos. Era media tarde y el aire en el interior de la Corte de Settra estaba cargado de agitadas nubes de incienso. La gran asamblea llevaba en marcha más de cuatro horas y los nobles de la ciudad lanzaban miradas de impaciencia hacia la tarima y cambiaban el peso del cuerpo de un pie a otro con incomodidad. En el exterior, un nuevo acólito había asumido el papel del Ptra’khaf, y convocaba a los ricos y poderosos para que acompañaran a su rey con su voz dulce y cantarina. Nagash creyó notar un deje de desesperación en la llamada del joven.
El gran hierofante se desplazó entre las profundas sombras que se proyectaban tras las altísimas columnas de mármol de la cámara mientras observaba cómo se desarrollaban los juegos de Estado en la gran procesión delante de la tarima. En tiempos de Khetep, la sala se habría llenado fácilmente en sus tres cuartas partes durante la gran asamblea mensual, con los segundos hijos de cada familia noble y emisarios de todas las ciudades de Nehekhara presentes. La última vez que la cámara había acogido tal multitud había sido el día del sepelio del antiguo rey; no obstante, dos años después, sólo estaba ocupado poco más de un tercio del gran salón. Ghazid y los sirvientes del rey habían desplegado a los miembros del séquito desde la tarima hasta casi el centro de la sala para hacer que la concurrencia pareciera más grande de lo que era en realidad.
—Desconfiad de los nobles que portan regalos —murmuró Khefru por encima del hombro de Nagash—. Parece que el viejo Amamurti ha decidido que ya está harto. Me pregunto si regresará al Palacio Blanco o si a continuación se esfumará rumbo a la corte de Zandri.
Casi invisible entre las profundas sombras, Nagash miró con desdén hacia el emisario y su séquito, y comentó:
—A juzgar por la suntuosidad de sus regalos, Amamurti subirá a bordo de una barcaza hacia Zandri al caer la tarde. Lamentará su generosidad en cuanto llegue a la costa. A ese viejo verde le va a costar muy caro ganarse el favor de Nekumet por delante de las embajadas que ya están acampadas allí.
Desde el momento de la muerte de Khetep a orillas del Vitae, el poder y la influencia de Khemri habían escapado como granos de arena de las débiles manos de su sucesor. El enviado de Rasetra había sido el primero en despedirse de la corte de Thutep, en medio de promesas de eterna buena voluntad y apoyo a las políticas de Khemri. Luego, habían partido los príncipes del desierto de Bhagar, seguidos de los enviados de Bel Aliad y Lybaras. A los pocos meses, llegó a Khemri la noticia de que los dignatarios se habían establecido en Zandri en su lugar, rindiéndole homenaje a la corte de Nekumet. A paso lento pero seguro, el núcleo de poder se iba alejando de la Ciudad Viviente por vez primera en la historia y, a pesar de sus vehementes discursos y nobles ideales, parecía que Thutep no podía hacer nada para impedirlo.
Incluso las casas nobles de Khemri había comenzado a perderle respeto a la autoridad del rey. Ninguna de las familias más poderosas optaba por asistir a la gran asamblea pese al llamamiento real. Al principio habían ofrecido detalladas excusas y su sincero pesar, pero ahora simplemente ignoraban la llamada del Ptra’khaf en favor de otras actividades. Muchas de las casas menores habían hecho lo mismo, y mientras el gran hierofante contemplaba a los nobles con aspecto aburrido congregados en el salón, descubrió que reconocía a menos de la mitad de ellos.
No es que Nagash hubiera sido parte integrante de la corte de Thutep desde la ascensión de su hermano. Durante los dos últimos años había pasado casi todas las noches en las cámaras secretas del interior de la pirámide, intentando llegar a dominar las artes mágicas de los druchii. Había dedicado meses a aprender su lengua degenerada y horas a escuchar sus sibilantes disertaciones acerca de la naturaleza de la magia. Todo lo que le decían confirmaba lo que pensaba: los dioses no eran las fuentes del poder del mundo. La magia impregnaba la tierra, invisible y omnipresente como el viento del desierto. Aquellos sensibles a su roce podían dirigir su flujo, siempre y cuando contaran con una mente aguda y una poderosa voluntad. Eso era lo que decían los druchii y no obstante, a pesar de poner todo su empeño, Nagash no sentía nada.
El gran hierofante hizo una pausa junto a la redondeada mole de una columna de mármol, con su apuesto rostro oculto entre las sombras.
—Una sala llena de chacales y perros sarnosos —observó, estudiando a la muchedumbre con una expresión avinagrada—. ¿Quiénes son estos idiotas?
Khefru se situó al lado de su señor y respondió:
—Terceros y cuartos hijos en su mayor parte, sin perspectivas ni herencia. La mayoría está aquí por deudas públicas u otros delitos menores. Vuestro hermano les exige que asistan a la gran asamblea para ayudar a reparar sus fechorías. —El joven sacerdote esbozó una sonrisita de complicidad—. Conozco a muchos de ellos bastante bien.
—¿Como a quién? —preguntó el gran hierofante, entrecerrando los ojos con aire pensativo.
—Bueno… —murmuró Khefru. Hizo un gesto con la cabeza hacia un grupo de nobles que se encontraban en el lado opuesto del salón—. Fijaos en esa partida de ratas de allá. No encontraréis peor grupo de borrachos y jugadores en todo Khemri. El alto del medio se llama Arkhan el Negro. Degollaría a su propia madre por una bolsa de monedas.
Nagash arqueó una estrecha ceja y preguntó:
—¿Arkhan el Negro?
—Si estuviéramos lo bastante cerca para verle los dientes, no tendríais que preguntar —respondió Khefru con una risita suave—. Mastica raíz de jusesh como un vulgar pescador y tiene una sonrisa que parece una copa de vino aplastada. Gasta la mayor parte de su dinero mal habido en favores en el templo de Asaph y se dice que tiene que pagar el doble antes de que ninguna de las sacerdotisas se acerque a él.
—Mi hermano nos pone a todos en ridículo —dijo Nagash entre dientes mientras sacudía la cabeza, indignado.
Apretó las manos con furia al recordar el cadáver arruinado de su padre y el espantoso poder que lo había destruido: ¡un poder que permanecía tercamente fuera de su alcance! La bilis le ardió en el fondo de la garganta al pensar en todo lo que él podría hacer con sólo una migaja de esa fuerza atroz. Se volvió hacia Khefru.
—Cualquiera de estos servirá —comentó con un gesto despectivo de la mano—. Promete lo que haga falta, pero sé discreto.
—Conozco a la persona adecuada, señor —respondió Khefru, asintiendo rápidamente con la cabeza—. Podéis confiar en mí.
La expresión de su rostro le dijo a Nagash que el joven sacerdote sabía perfectamente lo que ocurriría en caso de que fracasara.
Nagash le dio permiso a Khefru para que se retirara con una seca señal de la cabeza, y los dos se separaron: el joven sacerdote se deslizó en silencio hacia la parte posterior de la multitud, mientras el gran hierofante continuaba avanzando a través de las sombras hacia la gran tarima. El enviado de Quatar había llegado y estaba en el otro extremo del salón. Su voz profunda y estudiada resonaba en las columnas y el alto y oscuro techo.
—Gran rey de la Ciudad Viviente, en nombre de Quatar os ofrezco estos tesoros y un grupo de magníficos esclavos del norte como muestra de nuestra estima. Con gran pesar debemos despedirnos y esperamos que estos obsequios nos recomienden con cariño ante vos en nuestra ausencia.
Era casi media tarde y la gran asamblea concluiría en cuanto el emisario hubiera recibido permiso para partir. Entonces, traerían a la reina de Thutep para que impartiera bendiciones a todos los niños que hubieran nacido desde la última luna nueva. Nagash planeaba ponerse cómodo en las sombras y observar a la Hija del Sol un rato. No la había visto desde el sepelio de Khetep, pero pensaba en ella a menudo. Era exquisita, una flor perfecta cuidada en los templos de Lahmia desde su juventud y no se parecía a ninguna mujer que él hubiera conocido nunca. El gran hierofante se preguntó cómo sería poseer a alguien así.
Absorto en sus codiciosos pensamientos, Nagash no se percató de la figura vestida con una túnica blanca que aguardaba en su camino hasta estar casi sobre ella. La mujer llevaba las vestiduras ceremoniales de una matrona de Ptra; su robusta figura estaba totalmente cubierta, salvo por las manos fuertes y arrugadas que mantenía apretadas con vigor a la altura de la cintura. Su rostro permanecía oculto tras una máscara de oro que brillaba débilmente bajo la luz que se reflejaba de las lámparas de aceite de la cámara. La matrona hizo una profunda reverencia mientras Nagash se acercaba.
—Que las bendiciones del Gran Padre recaigan sobre vos, santidad —dijo con voz profunda.
La matrona hablaba con un cantarín acento lahmiano. Nagash miró a la mujer con el entrecejo fruncido.
—No necesito tus bendiciones, matrona —repuso de manera cortante. La respuesta pareció divertir a la matrona.
—Da igual —contestó—. Os salgo al encuentro en nombre de la reina. Neferem desea hablar con vos.
—¿De verdad? —murmuró Nagash mientras su apuesto rostro revelaba un atisbo de sorpresa—. ¡Qué honor tan inesperado! ¿Cuándo debo reunirme con ella?
—Ahora, si tenéis la bondad —respondió la matrona, haciendo un gesto hacia la oscuridad que se extendía más allá de la tarima—. La reina aguarda en la antecámara que hay al otro lado del gran salón. ¿Os llevo hasta allí?
Nagash soltó un resoplido.
—Yo nací en estos salones, mujer. No te molestes en acompañarme —dijo, y dejó a la matrona haciendo una torpe reverencia tras él mientras se alejaba dando rápidas zancadas en medio de la penumbra.
Sus ojos oscuros tenían un aspecto meditabundo mientras consideraba las razones para ese sorprendente llamamiento. Por lo general, la Hija del Sol no mantenía audiencias privadas con nadie salvo el rey.
Las sombras se volvieron más profundas a medida que Nagash pasaba junto a la gran tarima. Thutep estaba sentado en el borde del trono de Settra y le sonreía con educación al emisario quatari mientras este proseguía con su largo discurso de despedida. Una pequeña multitud de guardaespaldas y funcionarios atendía los deseos del rey en la oscuridad justo después de la tarima. Nagash pasó rápidamente a su lado y se acercó a tres puertas de piedra muy separadas situadas en la pared del fondo de la cámara. Estatuas de los dioses hacían guardia junto a cada una de las entradas: Neru en la puerta de la izquierda; Ptra, en el centro, y Geheb, a la derecha. Dos Ushabtis vigilaban la puerta del centro con sus enormes espadas rituales en las manos y la piel reluciendo suavemente debido a la bendición del dios del sol. Una matrona aguardaba con ellos con aplomo y paciencia. La mujer se inclinó con garbo mientras Nagash se acercaba y les habló en voz baja a los fieles, que asintieron con gravedad y se apartaron. El gran hierofante respondió a la matrona con una rápida mirada y abrió la puerta de piedra de un empujón.
La antecámara era pequeña y estaba muy iluminada gracias a más de una docena de lámparas de aceite que parpadeaban en hornacinas en las paredes de arenisca. Alfombras lahmianas de primera calidad, importadas de las Tierras de la Seda, al este, cubrían el suelo, y el aire estaba cargado de una nube de incienso acre.
Habían colocado divanes bajos formando un círculo abierto en el centro de la habitación, todos mirando hacia un sillón con almohadones decorado con pan de oro. Neferem, la Hija del Sol, estaba sentada de cara a la puerta con la espalda recta y los brazos apoyados ligeramente sobre los brazos del sillón. Llevaba el deslumbrante tocado de oro de la reina de Khemri y un ancho pectoral de oro con incrustaciones de piedras preciosas y lapislázuli sobre el pecho. Tenía los ojos ensombrecidos con kohl oscuro y su piel brillaba como el bronce a la luz del fuego. Esbozó una leve sonrisa mientras Nagash se aproximaba, y el gran hierofante se sorprendió al sentir que se le aceleraba el pulso en respuesta. ¡El idiota de Thutep no se merecía una esposa así!
Nagash se acercó a la reina tomando nota de la media docena de matronas que permanecían apoyadas sobre las rodillas a una discreta distancia en el otro extremo de la habitación. Se inclinó con soltura ante la Hija del Sol.
—¿Me habéis llamado, santidad? —preguntó.
—Que las bendiciones del Gran Padre recaigan sobre vos, gran hierofante —contestó Neferem con una voz oscura e intensa como la miel.
Hablaba con el musical acento de los lahmianos y todos sus movimientos estaban llenos de gracia y aplomo. La reina señaló un diván situado a su derecha.
—Por favor, sentaos. ¿Os apetece una copa de vino, o tal vez algo de comer?
—No bebo vino —respondió Nagash—. Enturbia los sentidos y corrompe la mente, y no tolero ninguna de las dos cosas. —El gran hierofante se acomodó en el borde del diván—. Pero os lo agradezco de todas formas.
Al otro lado de la habitación, las matronas se movieron con inquietud, pero la reina se mantuvo serena.
—Mi marido estuvo hablando de vos el otro día —comenzó—. Os ha visto muy poco desde la muerte de vuestro gran padre.
Nagash se encogió de hombros.
—Mi hermano y yo nunca hemos estado muy unidos —explicó—, y mis deberes con el culto requieren gran parte de mi tiempo.
Nagash entrecerró los ojos con actitud pensativa. Había procurado ocultar sus visitas a la Gran Pirámide en ese último par de años. ¿Cabría la posibilidad de que Thutep lo estuviera espiando?
—Tened la certeza de que comprendo que el clero debe hacerle frente a las exigencias de los dioses y los hombres —aseguró la reina con una mirada que daba a entender que sabía de lo que hablaba—, y como gran hierofante del culto funerario de Khemri vuestra influencia se extiende más allá de la Ciudad Viviente a sacerdotes liches de toda Nehekhara. Algunos incluso dirían que vuestro poder puede competir con el del Consejo Hierático en Mahrak.
Nagash sonrió levemente.
—Todos los hombres mueren, santidad. Esa es la única fuente de nuestra influencia. —Le restó importancia con un ademán de la mano—. Los grandes misterios de la vida y la muerte ocupan mis intereses. No tengo tiempo para las insignificantes políticas del clero.
Un revuelo recorrió una vez más a las silenciosas matronas. Neferem observó al gran hierofante un momento, apoyando el mentón en la punta de los dedos, y comentó:
—Pero los reyes de Nehekhara confían en los sacerdotes por su perspicacia y sabiduría, ¿no es así?
—Algunos más que otros —observó Nagash—. Por ejemplo, los reyes sacerdotes de Lahmia, en particular, se mantienen indiferentes a las peticiones de los hombres santos.
—Creo que eso depende del consejo —lo rebatió la reina—, y de su fuente.
Nagash cruzó los brazos sobre el pecho y contempló a Neferem con calma.
—¿Y qué consejo queréis que dé, santidad?
La Hija del Sol le sonrió.
—Vuestro hermano tiene una audaz visión para la Tierra Bendita —contestó—. Vuestro padre trajo una época de paz y prosperidad para Nehekhara. Thutep quiere basarse en eso y unificar la tierra una vez más.
Nagash miró a la reina, arqueando una ceja.
—¿Quiere restaurar el Imperio de Settra?
—No un imperio —explicó Neferem—, una confederación de iguales unidos por lazos de comercio e intereses mutuos. —Sus ojos relucieron de pasión—. Todos somos un mismo pueblo, gran hierofante, unidos a los dioses por medio de un pacto de fe. La Tierra Bendita nos pertenece a todos. El Imperio de Settra sólo insinuó las glorias que podríamos lograr en cuanto dejáramos a un lado nuestras rivalidades.
El gran hierofante soltó un resoplido burlón.
—¿Queréis que el pueblo de Khemri crea que son iguales que esos mugrientos ladrones de caballos de Bhagar? ¡Eso es intolerable!
Neferem se enderezó en el sillón, y su hermoso rostro adoptó una expresión altiva.
—Son iguales —aseguró—, y ambas ciudades podrían beneficiarse de un acuerdo como ese. ¿Qué ha conseguido Nehekhara tras siglos de guerra salvo estancamiento y muerte?
—La muerte es inevitable —dijo Nagash—. ¿Por qué debería un hombre hacer un canje por algo cuando puede apoderarse de ello? —El gran hierofante se puso en pie—. Khetep lo comprendía. Los reyes sacerdotes de Nehekhara cedían ante su autoridad porque era un gran general y temían el poder de su ejército.
—Y mirad cuánto duraron sus logros tras su muerte —respondió Neferem—. La corte de Khemri está prácticamente vacía. El miedo puede obligar a los hombres, pero no puede mantenerlos unidos mucho tiempo.
—No sin un refuerzo constante —respondió Nagash entre dientes—. Thutep entregó toda la autoridad de la que disponía Khemri cuando decidió no buscar venganza contra Zandri por la muerte de nuestro padre. —Hizo un gesto brusco hacia la cámara—. Las grandes casas lo desdeñan, y él no hace nada. En este momento, no me sorprendería que más de uno estuviera conspirando contra él. ¿Cómo espera forjar una gran confederación de reyes cuando no puede controlar a su propia corte?
La reina se puso rígida.
—¿Y qué os gustaría que hiciera?
—Lo que yo quiera no viene al caso —dijo Nagash, bruscamente—. Si Thutep quiere reinar sobre Khemri, debe derramar su buena cuota de sangre. Deben rodar cabezas, tanto aquí como fuera de nuestras fronteras. Así es como las ciudades se vuelven ricas y poderosas, no por acudir a sus vecinos e implorar ayuda.
Neferem apretó la mandíbula levemente ante el tono despectivo de Nagash, pero su voz sonó firme al hablar.
—No puedo negar que la visión de mi marido se vuelve más difícil de lograr a cada día que pasa —confesó—. Podemos ver las ambiciones de Zandri, gran hierofante. Esperaba poder convenceros para que intervinierais a favor de vuestro hermano. Si las otras ciudades accedieran a ayudar a formar un frente unido contra Nekumet…
—¿Con qué fin? ¿Para que puedan tirar sus espadas y convertirse en una nación de mercaderes? —Nagash hizo una mueca de desagrado—. ¿Y pensasteis que me prestaría a semejante estupidez? Me insultáis, santidad.
El rostro de Neferem se quedó inmóvil.
—En ese caso, lamento haberos ofendido —contestó con tono neutro—. No os robaré más tiempo, gran hierofante. Mi marido me había hablado largo y tendido de vuestra brillantez, y yo sé lo que es dejar las aspiraciones a un lado y servir a las necesidades de un templo. Había esperado ofreceros un papel a la hora de forjar el futuro de Khemri.
El gran hierofante le hizo una profunda reverencia a la reina.
—Que yo forjara el futuro de Khemri requeriría una corona —dijo con frialdad—. Por ahora, ese privilegio le corresponde al rey sacerdote de Zandri.
Nagash dio media vuelta y se despidió de la reina. Los asombrados susurros de las matronas lo siguieron mientras regresaba a las sombras de la Corte de Settra. Mientras había estado con Neferem la gran asamblea había concluido y el salón se iba convirtiendo en un hervidero de murmullos a medida que los jóvenes nobles de la ciudad salían a toda prisa hacia la soleada tarde en busca de un entretenimiento mejor. Un puñado de madres jóvenes y nerviosas estrechaban a sus bebés al pie de la gran tarima esperando las bendiciones de la Hija del Sol. Thutep ya se había marchado, había salido por la puerta de Neru, situada en la parte posterior de la cámara.
La gran tarima estaba desierta. Nagash hizo una pausa cerca.
—Una corona —murmuró pensativo, levantando la mirada hacía el trono de Settra.
Sin que la menguante multitud se diera cuenta, Nagash subió los escalones de piedra y se situó junto a la antigua silla. Apoyó la mano en el brazo del trono y contempló las espaldas del remolino de nobles con los ojos llenos de oscuros y terribles pensamientos.
* * *
El brujo druchii frunció el entrecejo en el centro de la cámara de piedra.
—¿Estás seguro de que esto da directamente al norte? —preguntó Malchior en su lengua sibilante.
Nagash levantó la mirada de las páginas de su libro.
—Por supuesto —respondió—. La pirámide está perfectamente alineada con los cuatro puntos cardinales. Es vital para mantener el aura de conservación en el interior de la tumba. ¿No sabéis de geomancia en vuestra tierra?
—Geomancia —repitió el brujo con soma—, ¡qué pintoresco! —Avanzó y apoyó un dedo enfundado en un guante negro contra la arenisca—. ¿Qué más da que este material sea un mal conductor de magia? El mármol funciona mucho mejor.
Nagash miró a la figura de piel pálida torciendo el gesto. Dos años de encarcelamiento no habían hecho mucho para atemperar la arrogancia de los tres druchii. En cuanto hubieron aceptado los términos del acuerdo de Nagash, habían exigido rápidamente de todo, desde alimentos de primera calidad a libros y otros entretenimientos; al parecer, consideraban que no era nada más que lo que les correspondía. El gran hierofante les había seguido la corriente, dentro de lo razonable. Con el tiempo, su prisión se había expandido hasta incluir más de una docena de cámaras adyacentes, y Nagash había puesto mucho esmero en amueblarlas de modo que gozaran de cierta comodidad.
La gran cámara en la que había reanimado a los druchii la primera vez se había convertido en su taller y los márgenes estaban abarrotados de estantes para libros, mesas y sillas. Nagash estaba en cuclillas en el centro del espacio con un gran libro encuadernado en cuero abierto ante él. Las gruesas páginas estaban cubiertas con abundantes notas dictadas por los druchii y copiadas con la letra de Nagash. Desde que había comenzado su instrucción, Nagash había puesto por escrito todo lo que le habían enseñado, tanto para su propia consulta como para garantizar que sus tutores siguieran siendo sinceros. En el suelo, junto a su rodilla, había un pincel de pelo de caballo y un pequeño bote de tinta.
—Mármol y oro —dijo Drutheira entre dientes.
La grácil bruja de cabello blanco estaba repantigada como una cobra tomando el sol en un diván bajo al otro lado de la cámara, mientras dibujaba una serie de jeroglíficos nehekharanos con una uña elegantemente acabada en punta.
—Esta maldita tierra está demasiado lejos del norte. Apenas puedo sentir un atisbo de poder aquí.
—Tal vez sea esta pirámide —apuntó Ashniel, que levantó los ojos oscuros del libro que estaba leyendo y contempló a Nagash con odio. La druchii se enderezó y extendió sus brazos blancos y esbeltos sobre la mesa de lectura, estirándose como un gato—. Deberíamos estar enseñándote fuera al aire libre, no encerrados en este espantoso túmulo.
Nagash soltó un gruñido de diversión mientras cogía el pincel y la tinta.
—Dijo el león desde la trampa del cazador —contestó—. Quizá sea culpa de vuestra percepción, druchii. La pirámide es un potente foco de energías místicas. El culto funerario ha sepultado a nuestros reyes en estas criptas durante siglos para mantener las invocaciones de restauración.
Los bárbaros parecían haberse asignado papeles desde los primeros días de su encarcelamiento. Malchior se había encargado de la mayor parte de la tutela de Nagash, marcando un difícil y exigente ritmo de clases y ejercicios. Drutheira ayudaba a Malchior durante las lecciones más complicadas, pero prefería centrar sus energías en actividades más físicas y, a pesar de los repetidos fracasos, sus intentos de seducirlo no habían disminuido lo más mínimo. Entretanto, Ashniel siempre trataba al gran hierofante con desprecio, se ceñía a sus libros y leía con voracidad acerca de la cultura y religión nehekharanas y, lo que era más importante, la construcción de sus criptas.
Nagash tenía muy claro desde el principio que se suponía que Malchior y Drutheira debían distraerlo, cada uno a su modo, mientras Ashniel se mantenía al margen y buscaba un modo de liberarlos de la tumba de Khetep. La odiosa bruja había procurado no dejar rastros, pero no había sido suficiente, y Nagash y Khefru habían encontrado pruebas de que Ashniel había logrado atravesar la primera capa de trampas que rodeaban las estancias de los druchii y estaba haciendo progresos lentos pero constantes explorando el nivel inferior de la cripta. La batalla de ingenio —mantenerse un paso por delante de la bruja cambiando la posición y naturaleza de las trampas— se había convertido en un ameno pasatiempo para Nagash y su sirviente favorito.
El gran hierofante mojó el pincel en la tinta negra, consultó el mamotreto abierto ante él y comenzó a pintar el sigilo en el suelo.
—¿Estás seguro de que esto funcionará? —preguntó mientras trazaba las complicadas líneas con cuidado.
—No estoy seguro de nada en este lugar —gruñó Malchior. El brujo cruzó los brazos y observó cómo el sigilo tomaba forma en el suelo de piedra—. Drutheira tiene razón: esta tierra es un desierto en más de un sentido. Los vientos de magia son muy débiles, apenas agitan el éter, y como he dicho infinidad de veces, los tuyos tienen una comprensión muy débil de la magia, en el mejor de los casos.
El brujo dejó que lo que insinuaba su afirmación quedara flotando en el aire: «Puede que no seas capaz de hacer esto». Nagash aferró el pincel con fuerza en la mano y se concentró en elaborar el sigilo.
—Si esto no funciona, entonces ¿qué? —preguntó de manera cortante. Malchior se encogió de hombros.
—No hay nada más —contestó—. Este ritual no es ni siquiera una parte aceptada de nuestra tradición mágica. Es el tipo de cosas que practican los conjuradores de sombras y las brujas de los bajos fondos que carecen de la voluntad para aprovechar los vientos de magia. —Extendió las manos—. Si este intento falla, la culpa es tuya, humano. He intentado todo lo que se me ocurre.
Entonces, un murmullo de voces resonó en el corredor, al otro lado del taller. Nagash levantó la vista de su labor cuando Khefru entró en la habitación con una figura encapuchada a la zaga.
—Aquí está, señor —anunció Khefru con una reverencia—. Permitidme que os presente a Imhep, de la casa de Hapt-amn-kesh. Debería servir a vuestros propósitos en todos los sentidos.
La figura encapuchada se tambaleó ligeramente sobre sus pies. Imhep se descubrió la cabeza con manos temblorosas. Era joven, de sólo sesenta años aproximadamente, con ojos grandes y llorosos, y una barbilla hundida. Una corta peluca negra descansaba torcida sobre su cabeza rapada.
—Es un honor, gran hierofante —saludó, arrastrando levemente las palabras—. Vuestro sirviente dijo que me habías solicitado a mí personalmente.
—¿Lo has drogado? —preguntó Nagash, mirando a Khefru con el entrecejo fruncido.
—Pues… sí —confesó el joven sacerdote—. Me pareció prudente, considerando las circunstancias.
El gran hierofante le dirigió una mirada de preocupación a Malchior.
—¿Eso causará problemas?
La idea pareció hacerle gracia al druchii, que respondió:
—Eso depende de cuánto quieras esforzarte en tu lección. —Señaló las fluidas líneas negras—. Simplemente ten cuidado de que ese idiota no roce tu duro trabajo con esos pesados pies.
Imhep recorrió con la mirada la cámara poco iluminada con un aire de aturdido interés, prestando especial atención a las dos brujas.
—¿Qué…? Es decir…, ¿en qué puedo serviros, santidad? —preguntó—. Mi amigo Khefru mencionó una recompensa de alguna clase.
—Tiene deudas —terció Khefru—. Imhep juega a veces, ¿sabéis?
Nagash observó al joven noble detenidamente, fijándose en la ausencia de anillos u otras joyas y en el faldellín y las sandalias gastados.
—Por lo que veo es de los que pierde mucho. ¿Sus deudores no preguntarán por él?
Khefru se encogió de hombros.
—Tal vez, pero ¿qué averiguarán? Nadie me vio con él, señor. Tuve muchísimo cuidado.
—Tomamos un vino buenísimo —intervino Imhep, torciendo el rostro flácido en una sonrisita—. ¿Dónde dijiste que fue eso, amigo Khefru?
Nagash se inclinó y terminó el sigilo con unos cuantos trazos diestros del pincel, y luego le hizo señas con impaciencia a su sirviente.
—Tráelo aquí —ordenó—, pero ten cuidado con los jeroglíficos.
Khefru cogió a Imhep del brazo y condujo al hombre drogado a través de la sala como si fuera un niño.
—Mira por dónde pisas —le indicó al noble mientras se acercaban al borde del sigilo—. Eso es. Justo en el centro.
Imhep se tambaleó en medio del círculo, lo que obligó a Nagash a agarrarlo de los brazos y mantenerlo firme.
—Perdonadme, santidad —se disculpó el joven con una risita—. No estoy seguro de si os seré de mucha ayuda en este momento. Como dije, era un vino buenísimo.
—Quítale esa capa —ordenó Malchior.
Tras una señal afirmativa de Nagash, Khefru se acercó rápidamente y le quitó la capa de los hombros a Imhep de un tirón. El pecho estrecho y huesudo del noble quedó al descubierto.
—¡Con cuidado! —gritó Imhep—. ¡Es mi capa buena! La voy a necesitar luego.
El brujo, despacio, dio una vuelta alrededor del borde del sigilo.
—¿Dónde están los instrumentos? —inquirió.
Imhep volvió la cabeza al oír la voz de Malchior.
—¿Qué está diciendo el bárbaro? —quiso saber.
Khefru se llevó la mano al cinto y sacó dos largas agujas de bronce. El en noble abrió mucho los ojos.
—¡Por el amor de Ptra! ¿Para qué es eso?
Malchior se deslizó como una serpiente hacia Khefru con los ojos brillantes y le quitó delicadamente las agujas de las manos al sacerdote.
—Sí —murmuró—. Esto servirá. —Se volvió hacia Nagash—. Sujétalo.
Nagash agarró el maxilar inferior de Imhep y le hizo volver la cabeza de un tirón hasta estar frente a frente. El noble dejó escapar una exclamación de sorpresa que se transformó en un grito de dolor cuando el druchii entró en el sigilo y le clavó la primera aguja a Imhep en la parte inferior de la espalda.
El joven noble cayó de rodillas gritando de dolor. Nagash observó como Malchior apoyaba la mano libre contra la cabeza de Imhep y la inclinaba hacia un lado, exponiendo los tendones del delgado cuello del noble. Con una ávida sonrisa, el brujo clavó la segunda aguja en la coyuntura del hombro y el cuello, y toda la parte superior del cuerpo de Imhep se quedó rígida. Malchior hundió aún más la aguja en el pecho de Imhep.
—Recuerda nuestras conversaciones sobre los grupos de nervios y sus usos —comentó con tono desapasionado—. Esto mantendrá al sujeto alerta y sufriendo, pero será incapaz de interferir.
Nagash miró a Imhep a los ojos, atraído por el brillo de dolor que irradiaba de sus profundidades.
—¿Y el sufrimiento es importante? —preguntó.
Drutheira se rió entre dientes.
—No es esencial —admitió—, pero desde luego resulta entretenido.
El brujo frunció el entrecejo ante la interrupción.
—Antes estábamos hablando de la arenisca —continuó—. Algunos objetos físicos canalizan y almacenan magia mejor que otros, pero ninguno funciona tan bien como la carne y el hueso. Los humanos, como he dicho, tienen una comprensión muy débil de la magia, pero como todas las cosas vivas, sus cuerpos acumulan poder a lo largo del tiempo. —Malchior recorrió la mejilla de Imhep con la uña—. ¿Puedes sentirlo?
Fascinado, Nagash extendió la mano y la apoyó en la frente del noble. Despejó la mente e intentó emplear las técnicas que el brujo le había enseñado. Después de un momento, negó con la cabeza y contestó:
—No siento nada.
Malchior sonrió.
—Entonces, apoya los dedos en la aguja —indicó.
La mirada del gran hierofante se detuvo en la aguja que sobresalía del torso de Imhep. Estiró la mano con vacilación y apoyó un dedo en el extremo redondeado. El noble se puso rígido y abrió mucho los ojos de dolor.
El metal tembló contra el dedo de Nagash. Estaba frío al tacto…, y entonces lo sintió, como un débil hilo de fuego latiendo contra su piel.
—Sí —susurró Nagash—. Sí… —Una sobrecogedora y ávida luz surgió en sus ojos—. Al fin.
El brujo se irguió por encima del hombro de Imhep; un espantoso júbilo le iluminaba el rostro.
—Dame tu cuchillo —pidió.
Nagash se llevó la mano a tientas al cinto. La pulsación de poder enviaba un estremecimiento por todo su cuerpo que se iba acelerando junto con el pulso de Imhep. Entregó su cuchillo curvo sin vacilar, haciendo caso omiso de la protesta en voz baja de Khefru. Malchior apartó la peluca del noble y la lanzó a un lado.
—Ahora extraeremos ese poder a la superficie —explicó, apoyando la punta del cuchillo contra el cuero cabelludo de Imhep—. Horas de sufrimiento le darán forma y lo fortalecerán mientras tu víctima lucha por sobrevivir. Cuando sea el momento oportuno, le cortaremos el cuello y su fuerza vital se derramará sobre tus manos. Entonces será cuando comenzará de verdad tu educación.
Lenta y cuidadosamente, el druchii empezó a hacer cortes en la piel de Imhep. Nagash observó cómo el brujo trabajaba. Después de un momento, pasó una página de su libro e hizo esmeradas anotaciones.