8: Lluvia roja

OCHO

Lluvia roja

Ciudad desértica de Bhagar,

en el 62.º año de Qu’aph el Astuto

(-1750, según el cálculo imperial)

En la mañana del quinto día, los jinetes de Arkhan coronaron las dunas que se hallaban al este de Bhagar y encontraron a Shahid ben Alcazzar y sus jinetes esperándolos justo al otro lado de la verde extensión del caravasar de la ciudad.

El visir frenó su caballo de batalla marcado con runas en la cima de la duna situada más lejos y soltó una sarta de maldiciones fruto de la incredulidad hacia el cielo envuelto en sombras. Había presionado a sus guerreros implacablemente, deteniéndose sólo al amanecer y al anochecer para abrir las Tinajas de la Noche y luego cerrarlas de nuevo. Había matado por el camino caballos y hombres a montones para después devolver sus cadáveres a las filas cuando sus cuerpos exhaustos no podían resistir más. Otros más fueron sacrificados para alimentar a los voraces escarabajos. Sus huesos relucían ahora blancos bajo la penumbra sobrenatural; eran soldados gracias únicamente a la hechicería negra. Todo para poder dejar atrás a los jinetes de ben Alcazzar y atacar su hogar antes de que lograran organizar una defensa apropiada y, sin embargo, ¡habían conseguido ganarle!

Cuando se quedó sin maldiciones que arrojarle al indiferente cielo, Arkhan se recostó en la silla e hizo un rápido balance de la situación. Sus jinetes, casi dos mil en total, se encontraban desplegados formando más o menos un arco a lo largo de la línea de dunas a izquierda y derecha. A quinientos metros de distancia, los asaltantes del desierto aguardaban en una línea irregular agrupados alrededor de los ondeantes estandartes de sus caciques. La avanzada de Arkhan, que estaba compuesta por poco más de doscientos jinetes, constituía una delgada pantalla en el terreno intermedio entre las dos fuerzas.

—Hazle la señal a Shepsu-hur para que se repliegue —ordenó el visir, volviéndose, furioso, hacia su trompeta.

El hombre se llevó el cuerno a los labios mientras asentía, cansado, con la cabeza y tocó una compleja serie de notas. Un poco después, la avanzada se estaba retirando por el terreno ondulado. Arkhan se fijó en que los asaltantes del desierto no hacían ningún esfuerzo para perseguirlos.

Para presentar su informe Shepsu-hur dejó a sus jinetes al pie de la duna y espoleó la agobiada montura para que subiera por la pendiente arenosa. El inmortal iba envuelto en vendas de lino y cuero del cuello a los pies, que le cubrían casi cada centímetro de piel. Su rostro destrozado era lo único que permanecía sin cubrir, de modo que quedaban a la vista las espantosas heridas que había recibido en la batalla en el palacio sólo unas cuantas semanas antes. Por más elixir mágico de Nagash que bebiera, este no había bastado para curar las heridas abiertas en las mejillas y la frente del noble ni para restaurarle los labios arrugados y el irregular cabo de la nariz. Cuando hablaba, el hueso carbonizado asomaba a través del desgarrón que el inmortal tenía en el mentón.

—Los jinetes llegaron menos de una hora antes que nosotros —dijo el inmortal lisiado con voz áspera—. Algunos se retiraron hacia la ciudad cuando aparecimos.

—Seguramente para decirles a los suyos que huyeran hacia el desierto —añadió Arkhan.

Sabía que algunos ciudadanos escaparían, no se podía evitar. Las gentes de Bhagar eran devotos seguidores de Khsar y conocían bien los entresijos del desierto. La mayoría, no obstante, estaban atrapados. Si intentaban huir, sus hombres los atropellarían con los caballos.

—¿Cuántos jinetes hay? —preguntó.

Las envolturas de cuero crujieron cuando el inmortal se encogió de hombros.

—Puede ser que tres mil —contestó—, pero sus caballos están reventados. Los presionaron hasta sobrepasar los límites del agotamiento para llegar antes que nosotros.

—En ese caso, esto no durará mucho —apuntó el visir, asintiendo gravemente con la cabeza.

Arkhan llamó a su trompeta mientras desenvainaba su enorme khopesh.

—¡Toca la orden de atacar! —exclamó—. ¡Seguiremos presionando hasta llegar a la ciudad, cueste lo que cueste!

Las notas del trompeta entonaron el toque de rebato a lo largo de las dunas y la masa de jinetes emprendió el descenso por la ladera arenosa. Shepsu-hur hizo que su montura diera media vuelta y se adelantó para alcanzar su escuadrón. Arkhan golpeó a su caballo de batalla con las rodillas para que avanzara al trote mientras los miembros de su séquito cerraban filas a su alrededor.

Bhagar era una ciudad próspera, pero bastante pequeña. Sus príncipes no tenían nada que temer de los bandidos y nunca había sido tan rica como para llamar la atención de las ciudades más grandes, situadas al norte y este. Por ende, sus dirigentes nunca habían visto la necesidad de gastar sumas exorbitantes en construir una muralla alrededor de la ciudad.

Ahora sus jinetes intentaban formar una barrera viva contra los guerreros del visir, pero Arkhan podía ver cómo los orgullosos asaltantes se encorvaban en las sillas y las cabezas de sus magníficos caballos colgaban casi a ras de suelo. «Habría sido mejor que Shahid ben Alcazzar hubiera conservado las fuerzas de sus hombres», pensó Arkhan. Tal vez no hubiera salvado la ciudad, pero al menos podría haber vivido para vengarse en otra ocasión. Ahora el altivo príncipe del desierto moriría con ellos.

Los jinetes de Khemri se desplegaron por el ondulado terreno arenoso al llegar al pie de las dunas. Los inmortales avanzaban en cabeza, seguidos de los adustos y silenciosos cadáveres de los hombres que habían formado parte de sus escuadrones. Los soldados de caballería vivos se quedaron rezagados, pues los compañeros muertos que cabalgaban entre ellos los ponían nerviosos. Muy por delante, los orgullosos caballos del desierto del enemigo sacudieron la cabeza y piafaron en la arena cuando les llegó el olor a carne putrefacta.

Sin, embargo, los asaltantes del desierto seguían esperando sin tomar ninguna medida mientras sus enemigos se acercaban. Arkhan atisbó a través de la penumbra con su único ojo, tratando de localizar a Ben Alcazzar y su séquito. ¿Cuál era el estandarte del príncipe? El visir no se acordaba.

Trescientos metros… doscientos cincuenta. Gritos enloquecidos y agudos gemidos surgieron de los inmortales, y los caballos apretaron el paso para ir a medio galope. Una sombra fue cubriendo a los asaltantes del desierto a medida que el borde delantero de la nube de escarabajos se extendía sobre ellos. Arkhan vio como se convertían en adustas siluetas que se recortaban con marcado contraste en la exuberante vegetación del oasis para caravanas que tenían a la espalda.

Entonces, una figura situada en la retaguardia de los jinetes del desierto levantó una reluciente cimitarra hacia el cielo. Atrapó el último rayo de sol, que destellaba con el furioso fuego de Ptra, y luego Arkhan oyó un débil grito que se abrió paso entre el creciente estruendo del ruido de los cascos.

Un viento caliente silbó a través de la caballería que se aproximaba. Arkhan sintió su áspero roce en las mejillas. A continuación, el silbido aumentó de volumen hasta convertirse en un rugido a voz en cuello, y el mundo desapareció en medio de una estrepitosa vorágine de arena.

Arkhan se llevó una mano a la cara con una amarga maldición. Caballos y hombres gritaron sorprendidos y asustados. La tormenta de arena azotó la piel expuesta como un millón de cuchillos invisibles; la ropa e incluso el cuero se deshilacharon bajo su implacable toque. La montura embrujada del visir se empinó y sacudió la dolorida cabeza. Arkhan tiró salvajemente de las riendas y luchó por seguir sentado.

La arremetida sólo duró unos segundos. Se estrelló contra la fuerza de Khemri con toda la potencia de una carga de caballería, y cuando la muralla de arena hubo pasado, la caballería pesada estaba desperdigada y desorientada; se había quedado sin empuje. El siguiente sonido que oyeron fue el mortífero zumbido de las flechas y el espeluznante grito de los asaltantes del desierto mientras pasaban a la carga tras el salvaje viento de Khsar.

A Shahid ben Alcazzar lo llamaban el Zorro Rojo por algo. Aunque estaban casi agotados, los jinetes de Bhagar no estaban indefensos ni mucho menos.

Una lluvia de flechas y jabalinas barrió la asombrada fuerza de Khemri. Hombres y animales cayeron al suelo, muertos o agonizantes. Entonces, la carga de los asaltantes del desierto dio en el blanco, y el bronce entrechocó con el bronce en una feroz y agitada refriega.

La violencia del ataque de Bhagar podría haber destrozado a la fuerza de Khemri desde el principio si todos los jinetes hubieran sido seres vivos de carne y hueso, pero los inmortales y sus guerreros muertos eran inmunes al miedo y miraban las jabalinas y las flechas con desdén. Los soldados de caballería vivos retrocedieron ante el ataque, pero los muertos levantaron sus armas y siguieron luchando.

Tres soldados de caballería presas del pánico pasaron a toda velocidad junto a la corcoveante montura de Arkhan. Con un gruñido, el visir los mató con una descarga de rayos mágicos, y luego soltó el aterrador conjuro de Nagash y devolvió los cadáveres a la batalla. Los cuerpos humeantes de los caballos se pusieron en pie con torpeza y los caparazones ennegrecidos de sus jinetes se subieron de nuevo a las sillas. Los soldados de caballería volvieron sus rostros derretidos hacia el visir un momento y después, como uno solo, dieron media vuelta y se lanzaron hacia la refriega.

Un asaltante del desierto se soltó de dos jinetes de Khemri con un grito y se abalanzó sobre Arkhan con los ojos centelleando de odio. El visir hizo que su caballo diera la vuelta e invocó el poder del elixir de Nagash.

La sangre le ardió y fue como si el jinete atacante se desplazara con movimientos lentos y lánguidos. Arkhan apartó la espada del jinete y le abrió el pecho de un tajo mientras el guerrero pasaba avanzando pesadamente; luego pronunció el conjuro arcano que ataría al muerto a sus órdenes. El cadáver empapado de sangre del asaltante apenas había golpeado el suelo antes de ponerse en movimiento de nuevo: se levantó con torpeza y se alejó tambaleándose en busca de sus antiguos parientes.

Por todo el campo de batalla, los muertos se levantaban del suelo y se abalanzaban sobre los vivos. Los hombres de Bhagar gritaban aterrorizados mientras los cadáveres ensangrentados se les aferraban a las piernas, agarraban las riendas o los atacaban con cuchillos y puños. Los asaltantes golpeaban a los no muertos con espadas y hachas, cercenando brazos y hundiendo cráneos, pero por cada cadáver que caía otro aguardaba para ocupar su lugar, y a los hombres de Bhagar les quedaban muy pocas fuerzas tras el largo y desesperado viaje por el desierto.

Aun así la encarnizada batalla se prolongó, ya que ninguno de los dos bandos estaba dispuesto a ceder terreno. Las fuerzas se encontraban entremezcladas y no se sabía quién dominaba. Arkhan miró a su alrededor buscando a su trompeta y encontró al muchacho en el suelo, a poca distancia, con una flecha clavada en el ojo. El visir se dio cuenta con un gruñido de que ya apenas necesitaba el cuerno. Los muertos cumplirían sus órdenes según sus deseos y a cada minuto que pasaba más de ellos se unían a su bando.

De pronto, Arkhan oyó un estruendoso silbido lejos, a su derecha, y una columna de polvo y arena se alzó como un puño hacia el cielo. Hombres y caballos se vieron atrapados en ella y salieron volando por los aires como juguetes. El visir enseñó sus dientes irregulares. Debía tratarse del hierofante de Khsar de la ciudad y, sin duda, Ben Alcazzar se encontraría por allí cerca. Arkhan espoleó su caballo y, con un grito, se dirigió hacia la columna de tierra que se iba desmoronando lentamente; los miembros que aún quedaban vivos de su séquito lo siguieron de cerca.

Apeló una vez más al poder del elixir que fluía por su sangre y vadeó por un mar de cuerpos hinchados y espadas a la deriva. Acabó con todo lo que encontró a su paso, ya fuera amigo o enemigo. Todos los hombres a los que daba muerte se levantaban tras él se reincorporaban a la batalla con las expresiones todavía petrificadas en el angustioso momento de la muerte.

Tras lo que pareció una eternidad de masacre, Arkhan se encontró con un puñado de jinetes del desierto rodeados por una creciente marca de cadáveres que trataban de acuchillarlos y morderlos. El visir reconoció a Ben Alcazzar de inmediato, con su armadura de cuero negro y el ondeante turbante. El príncipe montaba un fogoso caballo de guerra blanco, con las ijadas casi rosadas a causa de la sangre, y su cimitarra estaba manchada de rojo y tenía muescas casi hasta la empuñadura. Lo rodeaba una docena de los suyos, que lanzaban mandobles y puñaladas contra la horda que los envolvía con adusta y silenciosa determinación. Los guerreros habían aprendido que un cadáver sin cabeza no se levantaba de nuevo y manejaban sus espadas como verdugos abatiendo a un lento guerrero no muerto tras otro. Los obtusos cadáveres ya estaban siendo obligados a trepar sobre las pilas amontonadas de sus compañeros para alcanzar a su presa. Arkhan observó, sorprendido, que dos de los cuerpos sin cabeza que se hallaban cerca del príncipe tenían la piel de porcelana de los inmortales.

Junto a Ben Alcazzar se encontraba un hombre con túnica marrón sobre un corcel grisáceo que blandía un ondulado báculo de madera en lugar de una espada. Mientras el visir miraba, el hombre apuntó con su báculo a un grupo de jinetes que se encontraba cerca y le bramó una súplica a Khsar. La arena situada bajo los jinetes estalló hacia arriba de inmediato con un estruendo parecido a un viento de tormenta y elevó sus cuerpos destrozados unos diez metros por el aire.

Arkhan miró a su alrededor entre maldiciones, buscando algo que arrojar. Avistó el cuerpo de un caballo de batalla cerca de allí con una jabalina que le sobresalía del costado y se acercó para cogerla. El asta con lengüeta no se soltó con facilidad, ni siquiera pese a la fuerza sobrehumana del visir, pero al final sostuvo el arma manchada de sangre en sus manos.

Se produjo otra ráfaga de aire a sólo una docena de pasos a la derecha de Arkhan. Esa vez levantó a la mitad del séquito del visir y los mató por aplastamiento. Arkhan se volvió en la silla con un grito salvaje y le lanzó la jabalina al hierofante con todas sus fuerzas.

El sacerdote vio cómo el arma se dirigía a toda velocidad hacia él casi en el último momento y levantó el báculo en un desesperado intento por bloquear el lanzamiento de Arkhan. Si la jabalina la hubiera arrojado una mano mortal, el sacerdote quizá lo habría logrado; siendo así las cosas, el hierofante simplemente no fue lo bastante rápido como para evitar que la punta de bronce del arma se le hundiera en el pecho y lo tirara de la silla.

Shahid ben Alcazzar vio caer al sacerdote y siguió la trayectoria de la jabalina hasta Arkhan a unos diez metros de distancia. El visir clavó la mirada en los ojos oscuros del príncipe, sonrió y luego pronunció el conjuro de Llamada.

Un momento después, el caballo del príncipe se encabritó, asustado, y Ben Alcazzar se tambaleó cuando el cadáver del sacerdote trató de sacarlo de la silla. Las dos figuras forcejaron un momento. Luego, con un grito feroz, Ben Alcazzar echó la espada hacia atrás y la hundió en el cráneo de su hermano mayor.

Mientras el cadáver del sacerdote caía sin fuerzas al suelo, el príncipe miró a su alrededor como loco y sólo vio un mar de avariciosas manos ensangrentadas y rostros flácidos e inánimes. Algunos de los que trataban de agarrarlo con avidez eran antes sus amigos o primos. Al final, Ben Alcazzar se volvió de nuevo hacia Arkhan y gritó:

—¡Basta! ¡Detened esta oleada de horrores y me rendiré!

El príncipe levantó las manos y, sacándose el turbante, dejó al descubierto la angustia grabada profundamente en su apuesto rostro.

Arkhan alzó la mano y con un solo pensamiento sus guerreros no muertos retrocedieron un paso y se quedaron inmóviles. De un lado a otro del campo de batalla, el clamor de los enfrentamientos disminuyó repentinamente. El visir hizo que su caballo avanzara poco a poco, hasta situarse a sólo unos metros del príncipe. Sonrió.

—¿Qué entregaréis para que vuestra gente sobreviva? —preguntó.

—Tomad lo que queráis —respondió Ben Alcazzar con voz sorda. Las Lágrimas surcaban sus morenas mejillas—. Hay suficiente oro en Bhagar para convertiros en rey, Arkhan el Negro. Pagaré cualquier precio que pidáis.

Los oscuros ojos de Arkhan relucieron.

—Hecho —dijo, y el destino de Bhagar quedó escrito.

* * *

Los reyes llegaron a Khemri más o menos al mismo tiempo, a primera hora de la tarde del quinto día después del regreso de Nagash. Los reyes sacerdotes de Numas, Seheb y Nuneb, gemelos, viajaron al sur a través de los fértiles terrenos fluviales situados al norte del Vitae con un séquito a caballo de Ushabti, visires, escribas y esclavos. Cruzaron el gran río en transbordador y llegaron al desierto puerto de la ciudad justo cuando las barcazas reales de Zandri se acercaban a la orilla impulsándose con pértigas. Los visires de las dos partidas reales se observaron con reserva diplomática y luego les dieron órdenes bruscas entre dientes a sus esclavos para que comenzaran a desembarcar lo más rápidamente posible.

A los pocos minutos, la plaza empezó a llenarse de caballos, carros, palanquines y muchísimos esclavos frenéticos, mientras cada cortejo trataba de lograr la precedencia sobre el otro. El visir jefe de Zandri dio el paso táctico de ordenar que dejaran el guardarropa del rey a bordo de su barcaza, ahorrando casi media hora en la descarga. Para no ser menos, el visir jefe de los señores de los caballos se dio cuenta de la maniobra subrepticia y envió un mensaje al otro lado del río para informar de que sólo se debían traer los carros de los reyes gemelos, encomendándoles a los demás miembros del séquito que fueran caminando el resto del camino hasta el palacio. Se depositó oro en las manos de los barqueros para que redoblaran sus esfuerzos y se liberó a las tripulaciones de las barcazas de sus obligaciones para que se pusieran a trabajar en la descarga de los miembros de la casa real. Algunos esclavos perdieron el equilibrio y cayeron al río, pero nadie pudo dedicar un momento a ayudarlos.

Al final, a pesar de los colosales esfuerzos y los grandes sacrificios por ambas partes, los reyes llegaron al puerto casi a la vez. Los visires, que habían peleado hasta empatar, se inclinaron de manera cortante uno ante otro desde lados opuestos de la plaza abierta.

Fue sólo entonces cuando los funcionarios advirtieron la inquietud de los guardaespaldas reales y se percataron de lo silenciosa y oscura que se había vuelto la Ciudad Viviente. Recorrieron con la mirada los muelles desiertos, iluminados únicamente por el brillo plateado de Neru, y se preguntaron si serían ciertos todos los rumores que habían oído acerca del rey de Khemri, por el que no pasaban los años.

Apenas los personajes reales habían pisado el puerto cuando una solitaria y pálida figura apareció en el borde meridional de la plaza. Raamket se acercó a los tres reyes con su capa de piel desollada desplegándose como espantosas alas alrededor de sus hombros.

—Nagash, el dios viviente, os da la bienvenida —anunció, haciendo una profunda reverencia—. Es un honor para mí acompañaros a su presencia.

Antes de que los asombrados reyes pudieran ofrecer una respuesta, el visir les hizo una señal a los reyes gemelos de Numas y luego dio media vuelta y partió a paso ligero hacia el palacio. El orden de precedencia había quedado fijado y un mandato entre dientes del visir hizo que los carros reales avanzaran traqueteando por las losas y que Amn-nasir y su criados de gesto adusto los siguieran lo mejor que pudieran.

El cortejo descendió por las calles vacías del distrito noble, asombrándose al ver los complejos de viviendas tapiados y las puertas tachonadas de bronce. Las grandes puertas del palacio permanecían abiertas, pero no había guardias vigilando la entrada. Asimismo, la gran explanada de la Corte de Settra estaba desierta, salvo por los murciélagos que descendían en picado y los lagartos que correteaban mientras cazaban entre los montones de arena. No había trompetas que anunciaran su llegada ni acólitos de túnicas blancas que los bendijeran con sal y el alegre sonido de los címbalos. Turbados, los reyes gemelos de Numas bajaron de sus carros y se reunieron con Raamket en la escalinata que conducía a la Corte de Settra para aguardar la llegada de Amn-nasir, mientras dejaban que los visites hablaran entre dientes con temor y supervisaran el desembalaje de los obsequios de los que se le iba a hacer entrega al rey de Khemri. Los observadores Ushabtis de los reyes gemelos, ataviados con faldellines blancos y armaduras de cuero decoradas con medallones de turquesa y oro, rodeaban a sus protegidos reales y lanzaban miradas intimidatorias hacia las profundas sombras que envolvían la plaza.

Quince minutos después, la delegación de Zandri llegó serpenteando a la explanada, y Amn-nasir se unió a sus pares reales con tanta dignidad ofendida como pudo lograr. El rey sacerdote de Zandri era un hombre bajo y fornido, y caminaba con el andar bamboleante de quien ha pasado toda la vida en el mar. A la venerable edad de ciento veinte años, hacía tiempo que había dejado atrás sus años en el mar, pero seguía teniendo un cuerpo delgado y fuerte. En comparación, los señores gemelos eran altos y feéricos, con ojos de veloces movimientos y facciones angulosas y muy marcadas. Bandas de oro batido decoraban sus esbeltos brazos y llevaban el cabello negro recogido en coletas idénticas. Los soberanos de ambas ciudades le debían sus riquezas al comercio: esclavos procedentes del norte salvaje en el caso de Zandri, y manadas de caballos de la mejor calidad criados en las llanuras que rodeaban Numas. Juntos representaban a las ciudades más ricas de toda Nehekhara y seguían siéndolo porque se aliaban con el rey sacerdote de Khemri.

Raamket no perdió el tiempo con ceremonias. En cuanto Amn-nasir se reunió con ellos, el visir hizo una reverenda en silencio y los guió, dejando atrás las altas columnas, hacia la Corte de Settra. Las estatuas de Asaph y Geheb se perdían entre las sombras con los pies cubiertos de pilas de roca carbonizada y rota.

Más allá, el gran salón estaba oscuro como una tumba. La única luz provenía del rey sacerdote de Khemri, que permanecía sentado en un antiguo, trono de madera y estaba rodeado del agitado y trémulo brillo de su séquito fantasmal.

Raamket entró rápidamente en el salón mientras sus sandalias susurraban suavemente por el suelo de mármol. Los tres se miraron unos a otros con aire vacilante, toda idea de precedencia olvidada, hasta que por silencioso acuerdo entraron juntos a la cámara con sus guardaespaldas siguiéndolos de cerca. Sus pasos resonaron en el vasto espacio y los Ushabtis toquetearon sus armas con nerviosismo, sintiendo ojos ocultos que los observaban desde la oscuridad por todo el salón.

Al pie de la tarima, Raamket cayó de rodillas ante su señor. El agitado nimbo de resplandecientes espíritus contempló a los tres reyes con ojos vacíos y gemidos débiles y aterradores. Su brillo funerario perfilaba la parte inferior de las piernas de la gran estatua de Ptra situada detrás del trono de madera, dejando ver cicatrices irregulares y agujeros abiertos en la arenisca enchapada en oro. A la derecha de Nagash, la fantasmagórica luminiscencia recortaba el lado del trono más pequeño de la reina. De vez en cuando, el ir y venir de la luz sobrenatural recorría la punta huesuda de un hombro envuelto en impecable brocado de seda o el borde de un resplandeciente tocado de oro.

Nagash estaba repantigado sobre el ornamentado trono de Settra con la cabeza apoyada en la palma de la mano con aire reflexivo. Estudió a los tres reyes con frialdad, sus ojos eran como partículas de obsidiana pulida.

—Saludos, reyes del norte y el oeste —dijo el nigromante con voz rasposa—. La Ciudad Viviente os da la bienvenida.

Los regios gemelos de Numas palidecieron al oír la voz destrozada de Nagash y no pudieron lograr una respuesta. Amn-nasir, que era más viejo y fuerte, dominó su profunda inquietud y contestó:

—Vuestro llamamiento supuso una gran sorpresa. Pensábamos que os encontrabais lejos, en el sur, respondiendo al desafío de Ka-Sabar.

—Ciertas circunstancias que tuvieron lugar en el este me obligaron a regresar —explicó Nagash—. Sin duda, estaréis enterados de la batalla que se produjo en las Puertas del Alba.

Amn-nasir les lanzó una mirada de reojo a los reyes gemelos de Numas.

—Circulan rumores —admitió—. Se dice que han derrotado a la Guardia de la Tumba y que los reyes sacerdotes de Rasetra y Lybaras han tomado el Palacio Blanco.

—No es un rumor —anunció Nagash—. Hekhmenukep y Rakh-amn-hotep, ese traicionero hijo de Khemri, han violado el antiguo código de guerra que estableció Settra y han derrocado al legítimo soberano de Quatar. Ahora están en disposición de marchar sobre la Ciudad Viviente.

El rey sacerdote de Khemri se enderezó despacio en el antiguo trono y clavó la mirada en sus invitados.

—No se trata de una simple contienda entre reyes. ¡Estos insensatos han atraído el caos sobre toda Nehekhara y debemos responderles!

—Pero… ¿qué queréis que hagamos? —tartamudeó Nuneb—. Vuestros guerreros se encuentran a muchos días de distancia, ¿no es así?

—Y nosotros no disponemos del oro ni del tiempo para reclutar un ejército —añadió Seheb.

—Ocurre lo mismo en Zandri —coincidió Amn-nasir—, como bien sabéis, alteza.

—En cuanto un cocodrilo prueba la carne humana, ya no quiera, otra cosa —gruñó Nagash—. Esos reyes proscritos han tomado Quatar y piensan apoderarse de Khemri después. ¿Creéis que se detendrán ahí? Si no nos mantenemos unidos contra ellos, no cabe duda de que nos conquistaran uno a uno.

—¿Y Lahmia? —inquirió Seheb. La mirada del joven rey se desvió con nerviosismo hacia la silueta encorvada sentada en el trono de Neferem—. ¿Cuál es la posición de Lamashizzar?

—¿O Mahrak? —dijo Nuneb—. Seguramente, el Consejo Hierático repudiará lo que han hecho Rasetra y Lybaras.

—El Consejo Hierático —repitió Nagash con una expresión que rebosaba desdén—. Hekhmenukep y Rakh-amn-hotep son sus peones. ¡Planean destruirme, y como sois mis aliados, también os destruirán!

—¿Esto es por lo que le hicisteis a los templos de Khemri? —quiso saber Amn-nasir—. ¿O está relacionado con la oscuridad que cayó sobre Nehekhara hace varias semanas?, ¿la que se cobró la vida de tantos jóvenes sacerdotes y acólitos?

—Es porque los hierofantes de Mahrak me ven como una amenaza a su corrupto dominio —contestó Nagash, mirando furioso y con los ojos entrecerrados al rey sacerdote de Zandri.

—¿Porque sois un dios viviente? —preguntó Amn-nasir con malicia.

Un destello de triunfo brilló en los ojos oscuros del nigromante, que contesto:

—Porque he vencido a la misma muerte.

—Sea como sea, eso no cambia el hecho de que los ejércitos de Rasetra y Lybaras se encuentran a unas pocas semanas de marcha de Khemri —apuntó el rey sacerdote de Zandri sin inmutarse—. Los guerreros zandrianos no han combatido en siglos. Nuestras armas están embotadas, y nuestras armaduras hechas jirones.

—Numas no está mejor —dijo Seheb—. Nuestros nobles son pobres y nuestro erario está prácticamente agotado. —Extendió las manos en un gesto de impotencia—. Necesitaríamos años para reconstruir nuestro descuidado ejército.

El rey sacerdote de Khemri escuchó a los reyes y asintió con la cabeza.

—Entonces, los tendréis —aseguró—. Contendré a nuestros enemigos mientras preparáis vuestras ciudades para la guerra.

Seheb y Nuneb se miraron uno a otro con nerviosismo, y luego a Amn-nasir. El rey sacerdote de Zandri observó a Nagash con cautela.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó Amn-nasir.

Nagash se puso en pie y sonrió sin humor a los tres reyes.

—Id a casa y preguntadle a vuestros sacerdotes, Amn-nasir. Peguntadles cómo solían castigar sus dioses a aquellos que los desafiaban. Luego, considerad lo afortunado que sois de ser un aliado de Khemri.

* * *

Pocas horas después, los tres reyes se habían marchado; emprendieron el regreso a sus hogares con los obsequios aún en sus manos y las mentes atribuladas con pensamientos de guerra. La oscuridad cayó con fuerza sobre la Ciudad Viviente mientras se aproximaba la medianoche y un palanquín color ébano, transportado por una docena de pálidos esclavos que avanzaban arrastrando los pies, salió del palacio de Settra a través de las calles desiertas con rumbo a la Puerta de Usirian. Al este, el cielo nocturno estaba iluminado con extrañas luces cambiantes y crepitantes destellos de relámpagos color añil.

En el interior del bamboleante vehículo, Nagash permanecía sentado con las piernas cruzadas sobre los almohadones, con el Báculo de las Eras a su lado y un gran libro abierto ante él. Oscuros jeroglíficos y diagramas arcanos resaltaban con claridad en las quebradizas páginas de papiro amarillo iluminadas por el agitado halo de espíritus que rodeaba al rey de la Ciudad Viviente. El nigromante trazó las líneas curvas con un meditabundo dedo, preparándose para el ritual que le esperaba.

Los esclavos llevaron a su señor por el largo camino hacia la necrópolis; sus pies golpeaban rítmicamente sobre las piedras barridas. Los extensos campos situados al sur del camino, en otro tiempo repletos de cereales, ahora se encontraban en su mayor parte en barbecho. Al norte, a lo largo de las riberas del río, los juncos crecían sin control. Los antiguos altares estaban abandonados y mostraban indicios de descuido, y los esclavos miraban con temor hacia la oscuridad, preguntándose qué clase de espíritus malignos estarían observándolos desde las sombras.

Por fin, se acercaron a la vasta ciudad de los muertos. Las tumbas amontonadas brillaban bajo los cambiantes velos de luz que colgaban sobre el centro de la necrópolis: extrañas y siniestras cortinas de color verde y púrpura parecían fusionarse en el aire y retorcerse formando extraños diseños por encima de la inmensa pirámide situada en el corazón de la ciudad. Más grande que la tumba de Settra, más grande aún que la Gran Pirámide de Khemri, los lados inclinados de la Pirámide Negra de Nagash descollaban sobre todo lo demás. Elaborada a partir de mármol negro extraído de las canteras de las Montañas del Alba, la pirámide era más oscura que la noche; es más, la fantasmagórica tormenta de luces que se arremolinaba sobre ella no se reflejaba en su mate superficie negra. Franjas de relámpagos color índigo subían en espirales y crepitaban por los cuatro lados de la pirámide, uniéndose en el pico puntiagudo y centelleando a través de las cortinas de color que se agitaban en lo alto. El monumento irradiaba poder en ondas palpables que envolvían las tumbas circundantes y bajaban por los serpenteantes callejones de la necrópolis.

Los esclavos transportaron el palanquín hasta la base de la pirámide de ébano y cayeron de rodillas en silencio; las extremidades les temblaban no de inercia, sino de puro y atávico miedo. Nagash salió del palanquín de inmediato, con el gran libro suspendido en el aire a su lado, y atravesó con rápidas zancadas el arco de entrada plagado de sombras.

Al otro lado se extendía un estrecho pasillo de piedras negras y apretadas, talladas con hileras e hileras de jeroglíficos ordenados con esmero. No había estatuas de oro ni mosaicos de vivos colores que decorasen las paredes de la cripta, ni apliques para antorchas que dividieran la ininterrumpida sucesión de símbolos arcanos. La Pirámide Negra no era un lugar para albergar el cuerpo de un rey muerto; se había construido para aprovechar las energías del otro mundo.

La vasta estructura contenía más de cien salas, tanto en el interior de la pirámide como excavadas profundamente bajo la tierra. Se habían tendido atroces conjuros de mal encauzamiento y muerte por sus pasillos e intersecciones, y se habían empleado todas las artimañas de los constructores de tumbas de Khemri para matar a los intrusos no deseados con trampas sutiles y mortíferas. Nagash era el único que las conocía todas y bajó rápidamente por los oscuros corredores y atravesó enormes cámaras resonantes abarrotadas de mamotretos ocultistas y siglos de experimentos arcanos. Se dirigió al mismo centro de la pirámide, hasta una pequeña sala de piedra emplazada exactamente bajo el pico de la imponente estructura, situado a más de ciento veinte metros por encima. La cámara tenía forma piramidal; el suelo y las paredes estaban construidos cada uno con una sola losa de mármol negro tallada con cientos de sigilos y jeroglíficos. El rey sacerdote había grabado un inmenso y complejo símbolo en el suelo de piedra y lo había taraceado con oro. Había empleado veinte años aprendiendo el arte de su elaboración antes de arriesgarse a intentarlo. No se le podía confiar a nadie más una tarea tan delicada y precisa.

Nagash cruzó con cuidado las líneas del gran símbolo y se situó en el centro. La medianoche casi había llegado. En el corazón de la pirámide podía sentir el movimiento de las lunas y las estrellas en lo alto siguiendo sus cuidadosas y acompasadas trayectorias. Las corrientes de magia oscura, que se veían atraídas por el aire desde la misma cima del mundo, se arremolinaban y bullían contra los laterales negros de la tumba.

Nagash levantó las manos hacia el cielo y pronunció las primeras palabras del gran ritual con su voz quebrada y áspera.

Lejos, al sur, el cielo permanecía despejado, con una bóveda de centelleantes estrellas en lo alto. Neru, la brillante luna, se iba hundiendo al oeste y la funesta Sakhmet, la Bruja Verde, relucía con crueldad mientras Arkhan y sus guerreros sacaban a la gente de Bhagar a la llanura situada entre la ciudad y el caravasar.

Habían atado con cuerdas a Shahid ben Alcazzar y sus príncipes del desierto, junto con sus familias y esclavos, y los rodeaba un cordón de jinetes no muertos. Tras ellos iban los comerciantes, artesanos, granjeros, mendigos y ladrones: toda la gente de la ciudad formando una masa desconsolada que avanzaba arrastrando los pies. Los habían atado con enormes hileras de cadenas para esclavos que se extendían más de una milla y retrocedían por el camino comercial hasta el corazón de la ciudad.

Lo que quedaba de la fuerza a caballo de Arkhan esperaba en la llanura con las riquezas de la ciudad reunidas entre ellos: una manada de magníficos caballos del desierto, que piafaban con los ojos muy abiertos, los maravillosos dones de Khsar. En Nehekhara, donde la posición social de un noble se medía en parte por el número de caballos que tenía en la caballeriza, la yeguada prácticamente valía su peso en oro Los príncipes y sus hijos lloraron abiertamente al ver a sus queridos compañeros en manos de sus enemigos.

Ben Alcazzar caminaba a la cabeza de la vasta procesión rodeado de sus esposas e hijos. Su rostro parecía de piedra, pero sus ojos oscuros estaban llenos de dolor. «Cualquier precio», le había dicho a Arkhan en el campo de batalla mientras la sangre de su propio hermano le manchaba las manos: lo que fuera para que su gente pudiera sobrevivir. A pesar de lo espantosos que habían sido sus temores, nunca se había imaginado que llegaría a eso.

Arkhan aguardaba con sus jinetes en la llanura. Quedaban menos de dos mil, y casi todos estaban ensangrentados y muertos. Los asaltantes del desierto habían luchado como demonios para defender su hogar, clavándoles cuchillos a sus enemigos incluso mientras morían. Más de una cuarta parte de los inmortales que acompañaban a la fuerza habían perdido la vida; sus cuerpos decapitados estaban sepultados bajo las pilas de enemigos muertos. Calculó que la fuerza del visir había sido aniquilada dos veces, y oscura y pura magia y negra voluntad eran lo único que los había sacado del apuro.

Los jinetes no muertos condujeron a los príncipes del desierto al centro de la llanura. Arrearon las hileras de cadenas para esclavos para que se situaran a izquierda y derecha, a unos cincuenta metros unas de otras, formando largas procesiones de consternadas y llorosas figuras. Arkhan le dio un toquecito a su caballo para que avanzara, lo seguían Shepsu-hur y una veintena de inmortales de rostro adusto, que sostenían espadas desenvainadas en las manos. El visir pudo sentir cómo la sangre comenzaba a aporrearle en las venas, un ritmo lento e implacable que le latía como una oscura marea por el cerebro. Palabras, demasiado débiles para entenderlas, susurradas de manera espantosa en sus oídos.

Arkhan frenó a su caballo delante de Shahid ben Alcazzar. El príncipe del desierto lo vio acercarse y, por un momento, el fuego del desafío iluminó sus oscuros ojos.

—Que todos los dioses os maldigan, Arkhan el Negro —dijo con una voz que se le había quedado ronca por la tristeza—. ¿Qué clemencia es esta, que convierte a mi gente en esclavos?

—Sobrevivirán —contestó el visir con frialdad—, por un tiempo, al menos. Esa es la clemencia de Nagash.

El pulso se estaba volviendo más fuerte; le recorría el cuerpo en oleadas. Los otros inmortales también lo sentían; sus cuerpos se balanceaban en las sillas, atrapados por su poder. La mano de Arkhan se tensó sobre la empuñadura de su espada.

—He cumplido mi promesa —dijo, enseñando los dientes irregulares—. Ahora debéis pagar el precio.

La expresión desafiante de Shahid flaqueó. Bajó la mirada hacia sus manos encadenadas.

—Me habéis privado de libertad —exclamó—. ¿Qué más debo pagar?

Las palabras resonaban en los oídos de Arkhan, ásperas e insistentes. La vista se le tiñó de rojo bajo el martilleo de la sangre en las sienes y su respuesta salió en forma de un gruñido inarticulado mientras levantaba la espada hacia el cielo.

Detrás del visir, el bronce destelló bajo la luz verde de la luna cuando los jinetes desenvainaron sus dagas curvas y las clavaron en los cuellos de la yeguada del desierto. Los caballos chillaron y sacudieron la cabeza, esparciendo chorros de sangre humeante por la arena, mientras los cuchillos seguían brillando y cayendo para masacrar a los inestimables corceles de Bhagar.

La gente de la ciudad profirió alaridos de incredulidad y desesperación al ver cómo acaban con las vidas de sus caballos. El rostro de Shahid ben Alcazzar se volvió ceniciento ante el espectáculo. La impresión de la masacre le traspasó el corazón más profundamente que ninguna espada. Arkhan vio cómo la luz abandonaba los ojos del príncipe del desierto mucho antes de hundir la espada en el cuello de Ben Alcazzar.

Gritos y gemebundas súplicas surgieron de los caciques y los miembros de sus casas mientras los inmortales se metían entre ellos arremetiendo con sus espadas a izquierda y derecha con golpes brutales y sangrientos. Los hombres se lanzaron hacia las espadas que descendían para proteger a sus esposas con su último aliento, y las madres intentaban cubrir los cuerpos de sus aturdidos y silenciosos hijos. Los menudillos de los caballos de los inmortales se tiñeron de rojo debido a la sangre humeante.

La gente de Bhagar se rasgó las vestiduras y se mesó el cabello con desesperación mientras la obligaban a presenciar la matanza. Por muy espantoso que fuera el derramamiento de sangre, aún eran peores las figuras espectrales que se alzaban con un sufrimiento indecible de los cuerpos mutilados y eran atraídas hacia una girante columna de almas aullantes que se alzaba hacia el cielo iluminado por la luz de las estrellas y se alejaba a toda velocidad formando una retorcida franja hacia el lejano norte.

* * *

Un rugiente viento agitó el espacio en el interior de la Pirámide Negra y movió la túnica de Nagash mientras el ritual del nigromante se acercaba a su punto culminante. La magia oscura descendió por los lados de la gran cripta atraída por los símbolos arcanos tallados en los extensos laterales y se canalizó a través de conductos abiertos ingeniosamente en la piedra.

El poder fluyó hacia Nagash y gracias a él se estiró con su voluntad a través de cientos de leguas y se apoderó de las energías muertas de las casas nobles de Bhagar y sus corceles encantados. Atrajo sus espíritus atormentados hasta él, hacia la piedra negra de la pirámide, y alimentó con ellos el ritual que había preparado concienzudamente.

Por encima de la enorme pirámide, el cielo nocturno se cargó de nubes oscuras que se arremolinaban. Relámpagos color añil saltaron de la piedra negra hacia el cielo y prendieron fuegos profanos en el fondo de la bullente neblina. Dolor, agonía y muerte, extraídos de un millar de espíritus atormentados, afluyeron a la creciente tormenta.

En las profundidades de la pirámide, Nagash levantó el Báculo de las Eras hacia el pico de piedra situado sobre su cabeza y gritó una única sílaba arcana. Se produjo un destello de luz y un torrente de almas gimieron a coro, y luego, en un instante, la turbulenta tormenta de lo alto se desvaneció, dejando el mundo aturdido y silencioso a su paso.

A cientos de leguas de distancia, los centinelas que recorrían las murallas de Quatar se fijaron en las nubes oscuras que se estaban congregando sobre la ciudad procedentes del oeste.

Muchos de ellos eran de Rasetra y estaban acostumbrados a las repentinas tormentas de la selva meridional, así que no le prestaron mucha atención a la creciente tempestad.

Las nubes se amontonaron a ritmo lento y constante sobre la ciudad y taparon las estrellas de lo alto. Horas después, las primeras y pesadas gotas comenzaron a caer. Golpetearon copiosamente contra las piedras y salpicaron sobre los yelmos de los soldados. Algunos volvieron la cara hacia el cielo y probaron la lluvia que les goteaba en los labios. Era caliente y amarga, sabía a cobre y ceniza. Se limpiaron el mentón y, al levantar las manos hacia las parpadeantes antorchas, vieron que las tenían resbaladizas por la sangre.

Una lluvia roja cayó sobre toda Quatar, tiñó el Palacio Blanco de color carmesí y llenó las calles de charcos de sangre. Se precipitó sobre los ciudadanos que dormían en sus tejados y salpicó los rostros de los sacerdotes que salieron apresuradamente de sus templos y se quedaron mirando el cielo, boquiabiertos.

El espantoso aguacero duró hasta un minuto antes del amanecer.

Cuando terminó, toda la ciudad humeaba como un altar para sacrificios.

Al caer la noche las primeras personas comenzaron a enfermar y morir.