SIETE
La ira de Nagash
Camino comercial de Khemri,
en el 62.º año de Qu’aph el Astuto
(-1750, según el cálculo imperial)
El ejército del Usurpador estaba más muerto que vivo tras la sangrienta batalla en Zedri. Los cuerpos de los muertos, animados mediante la hechicería de Nagash, sólo podían moverse en medio de la oscuridad, así que la hueste se levantaba al atardecer y marchaba hasta justo antes del amanecer, cuando montaban las tiendas en el centro del ejército para su señor y sus paladines. Cuando la luz del sol aparecía sobre las Cumbres Quebradizas, al este, los cadáveres putrefactos se hundían lentamente en la tierra hasta que el camino comercial se asemejaba por completo a un campo de batalla con cadáveres desparramados por todas partes. Entretanto, las menguantes filas de los jinetes y los guerreros vivos comían lo que podían y dormían por turnos, aguardando el siguiente ataque.
Aunque habían llegado demasiado tarde para volver las tornas en Zedri, los jinetes de Bhagar estaban decididos a hacerle pagar caro al ejército de Nagash su victoria. Moviéndose sin ser vistos entre las dunas, los asaltantes del desierto siguieron de cerca a la lenta hueste y atacaron sus flancos en una interminable serie de incursiones relámpago. Salían del desierto como un repentino torrente lanzando jabalinas y disparando flechas contra las filas enemigas, y luego daban media vuelta y escapaban de nuevo hacia el desierto, al oeste del camino comercial, antes de que se pudiera organizar una defensa eficaz. Cuando los jinetes de Arkhan intentaban perseguirlos, las más de las veces caían en una emboscada cuidadosamente tendida. Las bajas aumentaban, pero para disgusto de los asaltantes del desierto los muertos simplemente se levantaban y regresaban al campamento del Usurpador.
A medida que transcurrían los días, las tácticas de los asaltantes evolucionaron. Los exploradores seguían el progreso del ejército por la noche y le presentaban su informe a Shahid ben Alcazzar justo después del amanecer. Luego, los lobos del desierto atacaban el campamento aproximadamente a mediodía, pues sabían que se enfrentarían a menos de un tercio de los guerreros del Usurpador. Algunas veces le tendían emboscadas a las patrullas a caballo de Arkhan. Otras, atrapaban a unos cuantos guerreros sin vida de Nagash y los arrastraban hacia la arena, donde los desmembraban y les prendían fuego. Y, en ocasiones, situaban en su punto de mira el corazón del campamento, intentando alcanzar las tiendas y las monstruosidades que dormían en su interior. Los asaltantes lograban penetrar en el campamento un poco más cada vez.
Casi una semana después de la gran batalla en el oasis, el Zorro Rojo calculó que era hora de atacar en serio. Cinco días de constantes escaramuzas habían dejado a los guerreros vivos de Nagash agotados y sus efectivos sólo eran un poco mayores que los de los jinetes que le quedaban a Ben Alcazzar. El príncipe de Bhagar convocó a sus caciques y expuso su plan.
El amanecer del sexto día encontró al ejército del Usurpador acampado en una llanura rocosa, donde el camino pasaba cerca de las estribaciones de las Cumbres Quebradizas. El desierto que se extendía al oeste retrocedía en ese punto, hasta que el límite de las arenas aparecía a varias millas de distancia. Por primera vez, los que quedaban vivos del ejército de Khemri pudieron relajarse un poco, creyendo que su campamento estaba mucho más seguro.
Tras la línea de las lejanas dunas, Ben Alcazzar y dos tercios de sus caciques se reunieron ante Ahmet ben Izzedein, el hierofante de Khsar Bhagar. El príncipe del desierto y sus elegidos se descubrieron los brazos, se hicieron largos cortes con sus dagas de bronce y dejaron que la sangre cayera en un cuenco de oro a los pies de Ben Izzedein. El dios del desierto era un ser voraz y sólo le entregaba sus dones a aquellos dispuestos a hacer sacrificios personales en su nombre.
Ahmet ben Izzedein se arrodilló ante el cuenco y comenzó a entonar la invocación del Viento Embravecido. Sacó su cuchillo para añadir su propia sangre al cuenco y, a continuación, cogió un puñado de arena y sopló. Se formó una sibilante lluvia sobre la superficie del charco carmesí.
El viento del desierto se agitó inmediatamente alrededor de los guerreros reunidos, lo que levantó una hiriente cortina de arena en el aire. Para cuando se subieron de un salto a las sillas de sus elegantes corceles, un torbellino rugía a su alrededor. Sus gritos de guerra se perdieron en medio del hambriento rugido de Khsar, pero sus cuernos de hueso se abrieron paso como cuchillos a través del ruido e hicieron que los asaltantes cruzaran las dunas y atravesaran a toda velocidad la llanura rocosa hacia el ejército enemigo.
Los guerreros vivos de la hueste de Nagash vieron la sibilante nube que se extendía sobre ellos y supieron lo que auguraba. Se pusieron en pie de un salto con temor, alargando las manos para coger sus armas o las riendas de los caballos asustados. Las trompetas resonaron para dar la voz de alarma y los guerreros de la Ciudad Viviente respondieron tan deprisa como sus agotados cuerpos lo permitieron. En cuestión de minutos, grupos harapientos de caballería pesada se lanzaron de cabeza hacia la tormenta, mientras compañías de lanceros formaban en medio de los cuerpos en descomposición de los suyos y se preparaban para recibir la carga enemiga.
De todos los dioses, Khsar el Sin Rostro era el menos predispuesto hacia el género humano y cumplía el Gran Pacto a regañadientes como mucho. Sus dones eran a menudo de doble filo y sus adoradores sólo apelaban a él si no había más remedio. La rugiente tormenta que había invocado el Hierofante ben Izzedein azotó a amigos y enemigos por igual, ocultando la batalla entre los asaltantes y la caballería en medio de una sibilante y marcada vorágine. Los jinetes chocaron literalmente al surgir de la oscuridad y se asestaron unos a otros un puñado de golpes frenéticos antes de separarse y desaparecer una vez más. El ávido viento destrozó los chillidos de los moribundos y los cuerpos de los muertos quedaron reducidos a huesos erosionados en pocos instantes.
No obstante, los asaltantes del desierto de Bhagar estaban en su elemento. Ocultándose la cara con sus turbantes en señal de devoción a su dios, leían el cambiante patrón de los vientos y sabían cómo atisbar a través de la nube de arena para encontrar a sus enemigos. Cabalgaban con una habilidad sobrenatural, como si sus corceles pudieran leerles el pensamiento. Los caballos del desierto eran una raza aparte; se creía que eran el único don que Khsar le entregaba de verdad a su gente, y sus dueños los valoraban por encima de los rubíes. Los asaltantes chocaban con sus enemigos una y otra vez, y en la mayor parte de las ocasiones dejaban a un jinete de Khemri tambaleándose en la silla o desangrándose en el suelo.
Caballos sin jinete salieron tropezando de la tormenta y galoparon hacia la relativa seguridad del campamento del Usurpador. Las compañías de lanceros observaron cómo la tormenta se acercaba a ritmo constante y aferraron las armas con temor. Sus paladines gruñeron la orden de apretar las filas, formando un muro continuo de escudos y lanzas ante el viento embravecido.
La tormenta de arena se extendió sobre los guerreros como una sibilante y cegadora oleada, hiriéndoles los ojos y arañándoles cada centímetro de piel expuesta. Las primeras líneas retrocedieron como si hubieran sufrido el impacto de una carga enemiga, pero las filas traseras escondieron las cabezas tras los escudos y empujaron para mantener la línea intacta. De la penumbra salieron volando jabalinas que cayeron entre las filas y se clavaron en escudos o atravesaron cuero para hundirse en la carne de debajo. Los hombres chillaban y caían; sus gritos reflejaban dolor y dicha a partes iguales, como si la muerte no supusiera tanto un final como una liberación de los horrores que habían soportado.
Los jinetes, que salieron de la tormenta como fantasmas, hicieron que sus monturas se encabritaran ante el muro de escudos y acuchillaron con cimitarras y hachas. Cortaron puntas de lanzas y abollaron yelmos, y aquí y allá, hirieron brazos y cuellos sin protección. Cayeron más hombres, pero antes de que sus compañeros pudieran reaccionar, los jinetes habían dado media vuelta y habían desaparecido una vez más en medio del torbellino.
Sin embargo, la línea resistió formando un arco de bronce entre la tormenta y los silenciosos pabellones que se extendían por el camino que quedaba tras ellos. Los guerreros les gritaron palabras de ánimo a los hombres que tenían delante y saltaron al frente para llenar los huecos que habían dejado sus camaradas muertos. Su coraje era desesperado y constante; todos sabían lo que les ocurriría a sus familias allá en casa si no lograban contener a los asaltantes.
Estaban tan decididos a mantenerse firmes ante el torbellino que no se percataron del silencioso grupo de asaltantes que estaba desplegándose por las estribaciones del lado este y abalanzándose sobre el extremo opuesto del campamento. Un puñado de soldados de caballería pesada era lo único que se interponía en su camino, pero cayeron con rapidez acribillados por flechas procedentes de los potentes arcos de los asaltantes. Estos atravesaron el terreno sembrado de cadáveres y se dirigieron a toda velocidad hacia las tiendas desguarnecidas situadas a sólo unos cientos de metros de distancia.
Del centro del campamento surgieron gritos de alarma y estridentes toques de trompeta. Los esclavos salieron tambaleándose de las tiendas hacia la brillante luz del sol, blandiendo cuchillos y garrotes de madera para defender a sus señores. Los hombres de Bhagar los cortaron como si fueran juncos o los clavaron a la tierra con sus jabalinas con lengüetas, pero el sacrificio de los esclavos retrasó a los atacantes unos pocos y valiosos segundos. Mientras el último de ellos caía, el aire bulló debido al zumbido de incontables alas, y los asaltantes dejaron escapar un grito de consternación cuando una columna de escarabajos giratoria se extendió sobre el grupo de tiendas y ocultó el sol de mediodía.
Arkhan apartó a un lado la pesada tapa del sarcófago y se puso en pie de un salto; el cerebro le dolía debido a la virulenta orden de su señor. Los sonidos de batalla se oían muy cerca, y el visir comprendió al instante lo que había ocurrido. El inmortal agarró rápidamente la espada de Suseb de manos de un sirviente que permanecía de rodillas y se lanzó hacia la oscuridad antinatural.
Dos jabalinas lo golpearon inmediatamente y se le hundieron en el pecho tanto desde la izquierda como desde la derecha. El visir se tambaleó bajo el doble golpe, pero extendió la mano izquierda y soltó un espantoso conjuro entre dientes. Una tormenta de rayos mágicos salió despedida de sus dedos y atravesó la masa de jinetes que tenía delante: hombres y caballos fueron arrojados chillando al suelo.
Un asaltante del desierto apareció desde la derecha tratando de golpear a Arkhan con su cimitarra. El visir giró sobre los talones, balanceó su enorme khopesh de bronce y le cortó las patas delanteras al caballo. El animal se estrelló contra el suelo chillando y retorciéndose, y lanzó al jinete de la silla. El asaltante cayó con agilidad y se volvió para enfrentarse a Arkhan, pero lo último que vio fue el destello de la espada del inmortal mientras chocaba contra su cráneo.
Las jabalinas y las flechas zumbaban por los aires y los gritos de los jinetes lo llenaban todo. Los asaltantes estaban entre las tiendas y atacaban a todo el que encontraban, y los gritos de los hombres y los caballos resonaban por la oscuridad mientras los inmortales despertaban y se unían a la agitada batalla. El visir se abalanzó sobre el enemigo gruñendo una feroz maldición. Impulsado por el fuego del elixir profano de Nagash, Arkhan se zambulló en la tambaleante multitud de asaltantes del desierto que tenía delante. Los hombres cayeron muertos de sus sillas o se encontraron atrapados bajo los cuerpos de sus monturas, que se retorcían mientras el visir abría una sangrienta senda entre ellos.
A continuación, se oyó un creciente coro de gritos furiosos y gemebundos, y un espeluznante brillo verde tiñó la oscuridad que se extendía a la izquierda de Arkhan. El coro fantasmal fue aumentando hasta alcanzar un volumen enloquecedor, al que se unieron rápidamente los frenéticos gritos de los vivos. Una profunda conmoción recorrió la multitud de asaltantes que rodeaba al visir, y luego, de pronto, desaparecieron alejándose al galope como locos en dirección al desierto. Arkhan se dio media vuelta rápidamente buscando la causa de la repentina retirada y vio a Nagash rodeado de casi una veintena de hombres que se retorcían y gritaban. El nigromante tenía las manos levantadas hacia el cielo y sus ojos brillaban con una luz siniestra mientras desataba a su séquito de fantasmas sobre sus enemigos. En tanto el visir observaba, los espíritus se enroscaron como serpientes alrededor de los hombres que chillaban y se introdujeron a través de las bocas abiertas y de los lagrimales en busca de sus almas. Dejaron tras ellos caparazones humeantes y marchitos contorsionados en posturas de muerte atroz.
La repentina y antinatural oscuridad y la ira del nigromante al que habían despertado pusieron a los asaltantes del desierto en fuga. La tormenta de arena se iba retirando a medida que los adoradores de Khsar escapaban hacia la seguridad de las dunas. Arkhan alzó su espada robada y se burló de los asaltantes que huían. A continuación, estuvo a punto de tambalearse a causa del furioso llamamiento sin palabras de su señor.
El visir atravesó con rapidez el campo de batalla y cayó de rodillas ante el rey. Las ideas se le agolpaban en la cabeza mientras trataba de entender la repentina furia de Nagash.
—¿Qué ordenáis, señor? —preguntó, pegando la frente al suelo.
—Quatar ha caído —anunció Nagash—. Han derrotado a Nemuhareb y a todo su ejército.
Los fantasmas que rodeaban al nigromante se hicieron eco de su enfado silbando como un puñado de víboras furiosas.
—Los reyes rebeldes lo han arrestado y se han hecho con el control de la ciudad.
La noticia dejó atónito al visir. ¿Apoderarse de la ciudad? Tal cosa era algo insólito. Las batallas entre reyes se resolvían en el campo de batalla y el perdedor le pagaba un rescate u otra indemnización al vencedor. Algunas veces se perdía territorio u otros derechos, pero derrocar a un rey y tomar su ciudad era algo sin precedentes.
—Esos rebeldes no respetan la ley —contestó Arkhan con cuidado, mientras se pasaba la lengua por los dientes irregulares.
Tampoco era necesario decir que el enemigo se encontraba a menos de unas semanas de marcha de Khemri, mucho más cerca que el maltrecho ejército de Nagash.
—Piensan debilitarme privándome de Quatar, pero en cambio se han puesto en mis manos —dijo Nagash—. Los reyes de Numas y Zandri no tolerarán la toma del Palacio Blanco y estarán encantados de unir sus ejércitos al mío para expulsar a los rebeldes de nuevo hacia el Valle de los Reyes. —El nigromante apretó los puños y sonrió con avidez—. Luego, nos dirigiremos a Lybaras y Rasetra por turnos y las haremos entrar en vereda. Este será el primer paso en la construcción de un nuevo Imperio nehekharano.
Arkhan recorrió el campo de batalla con la mirada, observando lo que quedaba del ejército de reclutas de Khemri. Casi todos los recursos de la Ciudad Viviente habían ido a parar al gran plan de Nagash durante los últimos cien años. Esa lastimosa fuerza de infantería y caballería era lo máximo que se podía reunir para desafiar a Ka-Sabar y ese ejército suponía un horrible vestigio de lo que había sido. El visir sabía de sobra la dureza con la que se había recurrido a Numas y Zandri para que proporcionaran tributos para financiar la construcción de la poderosa pirámide del dios viviente. Sus ejércitos estarían en una condición poco mejor que el de Khemri, y aunque el espantoso poder de Nagash podía movilizar los cuerpos de los guerreros caídos, Arkhan podía ver que los esfuerzos de la campaña habían consumido incluso las prodigiosas reservas de fuerza del rey. Con Rasetra y Lybaras controlando el Palacio Blanco, se encontraban en una posición realmente precaria.
—Numas y Zandri necesitarán tiempo para reclutar a sus ejércitos —apuntó Arkhan—, y tiempo es algo de lo que apenas disponemos. Nuestros enemigos están en condiciones de llegar a Khemri en este mismo momento, mientras esos lobos del desierto nos pisan los talones…
El rey sacerdote lo interrumpió con una cruel risita.
—¿Dudas de mí, visir? —preguntó.
—¡No, alteza! —contestó Arkhan, rápidamente—. ¡Nunca! ¡Vos sois el dios viviente, señor de la vida y la muerte!
—Así es —asintió Nagash—. He desafiado a la muerte y he postrado a los dioses. Soy el señor de esta tierra y todo lo que contiene. —El nigromante extendió la mano, señalando con un dedo pálido hacia la cabeza de Arkhan—. Tú miras a tu alrededor y ves calamidad, a nuestro ejército destrozado y rodeado por nuestros enemigos, pero eso es porque tu mente es débil, Arkhan el Negro. Permites que el mundo te dirija a su antojo. Ese es el modo de pensar de un simple mortal —soltó—. Yo le hago omiso a la voz de este mundo, Arkhan. En cambio, lo domino. Lo dejo a mi voluntad.
El rostro frío y apuesto de Nagash se iluminó de pasión. El manto espíritus que lo rodeaba se estremeció y gimió con desesperación, y khan pudo sentir cómo el poder de la tumba irradiaba del rey como si se tratara de un frío viento del desierto.
El visir pegó la cara al polvo una vez más.
—Lo entiendo, señor —dijo con temor—. La victoria será vuestra si así lo disponéis.
—Sí —contestó Nagash entre dientes—. Así será. Levántate, visir —ordenó mientras se volvía bruscamente y se dirigía a grandes zancadas a su pabellón—. Nuestros enemigos han hecho su jugada. Ahora la contraatacaremos.
Arkhan siguió a Nagash acomodando su paso al del rey. De tanto en tanto pisaba a uno de los asaltantes del desierto a los que Nagash había dado muerte; sus cuerpos crujían como madera quemada bajo sus pies.
—Llama a tus jinetes —dijo el rey—. Cabalgarás enseguida hacia Bhagar y desatarás mi ira sobre la casa de los príncipes del desierto.
Él asintió con la cabeza mientras se esforzaba por evitar que su rostro revelara la inquietud que sentía. Tras la sangrienta batalla en Zedri y las constantes escaramuzas que se habían producido desde entonces, sólo le quedaban algo menos de tres mil soldados de caballería, vivos y muertos.
—Será un largo camino a través de territorio enemigo —respondió.
Le horrorizaba la idea de cruzar el duro terreno desértico que sus enemigos conocían tan bien. Él y los otros inmortales tendrían que enterrarse en la arena para escapar al despiadado resplandor del sol.
—Conquistarás Bhagar en cinco días —anunció Nagash.
Arkhan abrió mucho el ojo bueno.
—Pero tendríamos que cabalgar día y noche —exclamó antes de que pudiera contenerse.
El nigromante no le prestó atención a la impertinencia del visir y continuó:
—Te llevarás a dos Sheku’met contigo. Utilízalos de uno en uno para conservar sus fuerzas.
Arkhan levantó la mirada hacia la sombra que se arremolinaba y crepitaba en lo alto. Las Tinajas de la Noche eran una herramienta poderosa, pero había que alimentar a los grandes escarabajos con una dieta constante de carne para mantener su vínculo mágico. La comida no había escaseado en el campo de batalla de Zedri, y desde entonces, Nagash había enviado a los escarabajos a darse un festín con los cuerpos de sus guerreros no muertos. Arkhan había visto soldados cubiertos por una bullente alfombra de insectos marchando aún imperturbablemente por el camino comercial mientras los escarabajos horadaban sus órganos putrefactos y les desollaban la piel del cráneo.
—Así se hará, señor —respondió el visir. No se podía decir otra cosa—. ¿Y qué haréis vos y el resto del ejército?
—El jefe de Cráneos se hará cargo de los guerreros vivos y de volver a llevar el ejército a Khemri —dijo Nagash mientras llegaban al gran pahelión.
Los esclavos se postraron cuando el rey se acercó, y una pareja de gimientes espíritus se apartaron flotando del lado del rey para retirar la gruesa portezuela de lino que daba entrada a la tienda. La torturada figura de Neferem se encontraba nada más entrar y, cuando el rey le hizo una seña, la reina se acercó con mucho dolor a su lado, arrastrando los pies.
—Yo regresaré a Khemri de inmediato y convocaré a los reyes de Numas y Zandri a un consejo de guerra —añadió Nagash. El rey se volvió hacia Arkhan—. Recuerda que debes tomar Bhagar en cinco días: ni más ni menos. Esto es lo que debes hacer cuando salga la luna el quinto día.
El visir escuchó las instrucciones del rey sin expresión. Mantuvo la mirada fija en los ardientes ojos del nigromante e intentó apartar la imagen de Neferem de su mente.
—Como ordenéis —respondió cuando Nagash terminó—. El destino de Bhagar está escrito.
El rey clavó en su visir una mirada destinada a examinar su conciencia y pareció satisfecho de no encontrarla.
—Recuerda, Arkhan el Negro, ve y modela el mundo a mi gusto y seguirás disfrutando de mi favor.
A continuación, el dios viviente alzó la mano hacia el cielo y gritó una retahíla de sílabas ásperas con su voz destrozada. El enjambre que se agitaba sobre él comenzó a zumbar de inmediato y giró como un remolino, manteniendo el equilibrio sobre la palma de la mano del nigromante. Los bordes delanteros de la gran sombra se encogieron mientras un torrente de escarabajos descendía, entre destellos y zumbidos, formando una columna que se arremolinaba alrededor de Nagash y su reina. Las dos figuras perdieron nitidez y luego desaparecieron por completo.
Arkhan sintió como el aire del desierto pasaba a toda velocidad junto a sus hombros atraído desde todas direcciones hacia el bullente embudo que tenía delante. Luego, en un instante, la columna de parpadeante quitina saltó hacia el cielo como si se tratara del restallido del látigo de un jefe de obra arrastrando una voluta de polvo que gira a su paso.
Nagash y la Hija del Sol se habían esfumado.
El visir estudió el espacio vacío donde había estado el rey y una expresión sombría cruzó su rostro cubierto de cicatrices. A su alrededor, los esclavos se levantaron rápidamente y se pusieron a trabajar desmontando las tiendas que habían armado sólo unas cuantas horas antes. En lo alto, la sombra viviente comenzó a estrecharse más a medida que los insectos, libres de la voluntad de Nagash, empezaban a posarse en la tierra en busca de comida. El constante avance de la luz del sol sacó a Arkhan de sus pensamientos. Despacio al principio, y luego cada vez más deprisa, empezó a dar órdenes.
En menos de dos horas, el visir y sus jinetes se dirigían al oeste, hacia el implacable desierto. Una agitada nube de escarabajos hambrientos se arremolinaba sobre el centro de la columna, protegiendo a Arkhan y a sus lugartenientes inmortales de la abrasadora luz de Ptra.
A media tarde, el ejército estaba de nuevo en marcha, arrastrando cansinamente los pies hacia el norte por el antiguo camino comercial.
Las compañías de los muertos, a las que ya no animaba la voluntad de su señor, quedaron abandonadas para que se pudrieran bajo el abrasador sol del desierto. Más de un alma cansada volvió la vista atrás hacia las figuras inmóviles y les envidió su suerte.
* * *
Una franja de bullente y crepitante sombra pasó a escasa altura sobre la Ciudad Viviente poco después del anochecer. Cruzó rápidamente la parte superior de la muralla meridional, dejó atrás a los centinelas que se acurrucaban en cuclillas sobre las almenas y bajó por las descuidadas calles del barrio de los Alfareros. Los tejados de las semiderruidas casas de ladrillos de barro estaban desiertos a pesar del calor del largo día y ni siquiera los perros merodeaban por los montones de desperdicios desparramados por los estrechos callejones. De la misma manera, el barrio de los Mercaderes permanecía en silencio y con los postigos bien cerrados. Las plazas del Gran Bazar se encontraban vacías, los puestos tenían un aspecto ruinoso y las losas estaban cubiertas de arena. Los distritos nobles, que quedaban más al norte, eran los únicos que mostraban algún indicio de vida; la guardia de la ciudad patrullaba las calles en grandes grupos bien armados al otro lado de patios cerrados con barricadas y altos muros rematados con fragmentos de cerámica y cristal rotos. Incluso el extenso complejo del palacio de Settra aparecía oscuro y desprovisto de vida. La única luz que se veía en algún lugar del horizonte se encontraba lejos, al este, más allá de las murallas de la ciudad, donde serpenteantes destellos de relámpagos color añil se arrastraban por los laterales de una enorme pirámide negra que se alzaba desde el centro de la gran necrópolis de Khemri.
El sibilante enjambre de escarabajos se retorció como una serpiente hacia el gran palacio, despidiendo humeantes caparazones de insecto a su paso. Por fin, cayó como una flecha en la gran explanada de la Corte de Settra y vertió un torrente de moribundos escarabajos, que se retorcían sobre la silenciosa plaza. Tras agotar su energía vital durante el extenuante vuelo al norte, el último escarabajo repiqueteó inánime contra el suelo alrededor de Nagash y su reina.
A la vez que el rey ponía los pies sobre la tierra, cientos de esclavos bajaron rápidamente la escalinata del edificio y se humillaron ante su señor. Tras ellos llegó un pálido inmortal vestido con un faldellín teñido de carmesí y sandalias de cuero rojo. El guerrero llevaba el torso envuelto en tiras de armadura de cuero rayada, y anchos brazaletes también de cuero le cubrían los antebrazos. Una capa de piel humana desollada ondeaba a su paso mientras se acercaba a Nagash dando rápidas zancadas y caía de rodillas en actitud de súplica.
El rey sacerdote saludó al inmortal con la cabeza.
—Levántate, Raamket —ordenó—. ¿Cómo le ha ido a la ciudad en mi ausencia?
—Se ha restablecido el orden, alteza —respondió el inmortal de inmediato.
Raamket poseía unas facciones anchas y romas, como las de una estatua toscamente labrada, con cejas gruesas y una nariz protuberante que se había roto varias veces. Sus ojos oscuros mostraban poca imaginación o inteligencia, aunque eran fríos y firmes como una roca.
—No ha habido más disturbios desde que el ejército partió hacia el sur.
—¿Y los cabecillas?
—Algunos han sido capturados —contestó Raamket—. Otros se quitaron la vida antes de que pudiéramos detenerlos. El resto ha huido de la ciudad.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —inquirió Nagash, entrecerrando los ojos con desconfianza.
Raamket se encogió de hombros y respondió:
—Porque no los hemos encontrado, señor. Hemos registrado la ciudad a conciencia, de un extremo a otro. —Una leve sonrisa cruzó el rostro impasible del inmortal—. Interrogué personalmente a muchos de los mercaderes de la ciudad. Juraron que la mayoría de los sacerdotes habían huido al este, hacia Quatar.
Nagash consideró la información.
—Relaja las patrullas —ordenó—, y luego ofrece doble ración de grano: para cualquiera que dé información acerca de los disidentes que aún se oculten en la ciudad. Si quedan rebeldes, se volverán audaces en cuanto se enteren de que el Palacio Blanco ha caído.
Los ojos oscuros de Raamket brillaron al oír la repentina noticia.
—¿El este se ha alzado contra nosotros? —preguntó. El salvaje inmortal pareció alegrarse con la perspectiva.
—Lybaras y Rasetra han decidido desafiarme —contestó el rey con tono sombrío—, y sospecho que no están solas.
Nagash se dirigió rápidamente hacia la escalinata que llevaba a la Corte de Settra, dejando que los sirvientes rodearan a la reina y la acompañaran al palacio. Raamket siguió a Nagash, acomodando su paso al del maestro.
—¿Cómo nos encargaremos de esos traidores? —quiso saber el guerrero.
—Envía mensajeros a Numas y Zandri —dispuso Nagash—. Convoca a los reyes para que acudan a petición mía a la Corte de Settra dentro de cuatro días para asistir a un consejo de guerra. Volveremos a tomar Quatar, y luego el este se ahogará en un mar de sangre.
Raamket sonrió dejando ver unos dientes blancos limados hasta ser muy puntiagudos y dijo:
—Así será, señor.