6: Vida y muerte

SEIS

Vida y muerte

Khemri, la Ciudad Viviente,

en el 44.º año de Khsar el Sin Rostro

(-1968, según el cálculo imperial)

A última hora del día, sacaron a Khetep, rey sacerdote de Khemri, de la Casa de la Vida Eterna para que emprendiera su viaje hacia la otra vida. El cuerpo del rey estaba envuelto en tiras de lino blanco de la mejor calidad, cada una de ellas marcada con los jeroglíficos del Río y la Tierra, con una caligrafía esmerada y precisa para preservar la carne de Khetep del paso de los años. El rey tenía las manos cruzadas sobre el pecho y una larga cadena de oro, llamada ankh’ram, enrollada alrededor de las muñecas. La cadena anclaría el espíritu de Khetep a su cuerpo para que pudiera encontrarlo de nuevo tras siglos en la otra vida. Su máscara funeraria de oro, a la que habían dado forma con cuidado en vida del rey los mejores artesanos de la Ciudad Viviente, brillaba con calidez bajo la luz de última hora de la tarde. Guirnaldas de fragantes flores rodeaban el cuerpo del rey y llenaban el aire con su vibrante perfume.

Ocho sacerdotes ataviados con túnicas blancas y una capa hecha de ondeantes tiras de lino que simbolizaban la resurrección de la carne transportaban el palanquín. Ocultaban sus rostros tras serenas máscaras de oro, y sus movimientos eran lentos y ritualmente precisos. Trece acólitos con túnicas blancas seguían al palanquín con las cabezas cubiertas de ceniza blanca y los ojos pintados de negro con kohl, y entonando la invocación del Avance hacia el Anochecer al ritmo de tambores cubiertos de piel. En último lugar, avanzaba dando grandes zancadas el gran hierofante con todo su esplendor funerario; portaba en la mano izquierda el gran Báculo de las Eras. Nagash vestía la túnica y la capa blancas rituales, cuyo tejido estaba bordado con jeroglíficos sagrados con hilo de oro, y un pectoral de oro grabado con el sol, el chacal y el búho. El gran hierofante llevaba el rostro cubierto de ceniza blanca, lo que le daba un color como de otro mundo a sus facciones frías y apuestas.

Una silenciosa multitud esperaba el lento cortejo en la gran explanada fuera del templo. Thutep y la casa real aguardaban al lado derecho de la procesión; sus regias galas desentonaban con las rugosas manchas de ceniza que les tiznaban las mejillas y la frente. Un centenar de sirvientes que permanecían detrás de los miembros de la casa portando los solemnes bienes que acompañarían a Khetep a la otra vida.

Todos aquellos que habían servido al rey en vida se encontraban a la izquierda de la procesión y continuarían asegurando su bienestar una vez muerto: cuarenta sirvientes y escribas ancianos, todos ellos con los respectivos instrumentos de su oficio envueltos cuidadosamente en fardos de tela; más de un centenar de esclavos de ojos hundidos y expresiones sombrías, y en último lugar, las estoicas figuras de las dos docenas de Ushabtis que habían sobrevivido a la última batalla de su rey a orillas del río Vitae. Los Ushabtis formaban en una figura de un cuadrado hueco e iban ataviados con sus mejores galas de batalla y sus relucientes espadas rituales preparadas. En el interior del cuadrado estaban los tres bárbaros que el rey Sacerdote de Zandri había ofrecido para honrar la muerte de Khetep. Los druchii seguían atados con cadenas y mostraban expresiones embotadas debido a los efectos del vino adulterado con drogas. Los bárbaros permanecían separados unos de otros, con las cabezas erguidas y los ojos oscuros ardiendo de odio.

Moviéndose al acompasado ritmo de los tambores, el cortejo atravesó la explanada y entró en la ciudad propiamente dicha seguido de la acongojada multitud. Caminaban en medio de un resonante silencio. Todas las tiendas tenían los postigos cerrados y habían vaciado el gran bazar; incluso el lejano puerto, normalmente vibrante de actividad, estaba desierto. La gente de la Ciudad Viviente le había presentado sus respetos a su rey por la mañana, pues, según una antigua ley, se les prohibía presenciar el último viaje a su cripta. Las monedas de oro que los mercaderes habían esparcido por la mañana seguían tiradas en la calle polvorienta; no las habían tocado mendigos ni ladrones.

En el centro de la ciudad, el cortejo giró al este, dejando atrás las murallas de la ciudad a través de la Puerta de Usirian hacia los fértiles campos que había al otro lado. Al norte, una bandada de garzas reales alzó el vuelo desde los juncos que bordeaban las orillas del Vitae; avanzaron en paralelo al cortejo un momento y luego descendieron para perderse de vista de nuevo. Al este, el terreno ascendía ligeramente. Las tumbas más grandes ya se veían a lo lejos abarrotando el horizonte como si se tratara de los tejados de una extensa ciudad. Por encima de todas se alzaba imponente la Gran Pirámide; la luz del sol poniente teñía sus lados inclinados de carmesí.

El camino estaba bien cuidado; se componía de arena apisonada y piedra, y los ciudadanos se ocupaban de él cada año como parte de su servicio obligatorio al rey. En menos de media hora, se encontraron el primer altar: una alta estatua de basalto de Usirian, a sólo unos pasos a un lado del camino. Los viajeros que iban o venían de la gran necrópolis habían dejado ofrendas de comida y vino a los pies de la estatua. Más adelante, la procesión pasó junto a altares a Neru y Djaf, a Ualatp, el dios carroñero, e incluso al espantoso Sokth, dios de los envenenadores. Todo el mundo tenía una razón para temerle a un dios u otro mientras se dirigía a la gran ciudad de tumbas.

Tras una hora en el camino, el cortejo llegó al desigual borde de la necrópolis. La procesión coronó una pequeña colina y la llanura que se extendió ante ellos apareció abarrotada de tumbas pequeñas y cuadradas construidas de arenisca y decoradas de un modo rudimentario con escritura sagrada e imaginería religiosa. Se trataba de los panteones de los pobres, de aquellos que se pasaban toda la vida ahorrando dinero suficiente para pagar las atenciones de un sacerdote funerario. Una tumba podía albergar treinta o cuarenta cuerpos: una familia extensa entera, amontonados unos sobre otros como ladrillos de barro. Los panteones aumentaban formando una caótica expansión por el terreno desigual; a menudo los edificaban las propias familias en cualquier parcela de tierra despejada y llana que pudieran encontrar. Algunas de las rudimentarias tumbas se habían abierto con el paso de los años, de modo que las alimañas y los carroñeros se habían comido los cuerpos que guardaban en su interior. Enormes buitres negros planearon a poca altura sobre la parte superior de las tumbas o se posaron en los techos erosionados y observaron la procesión con sincero interés mientras pasaba el sarcófago.

El camino terminó, a todos los efectos, y el cortejo se vio obligado a seguir con cuidado una ruta sinuosa a través del laberinto de estrechos senderos y callejones sin salida entre las gastadas criptas. No era insólito que los ciudadanos se perdieran si se adentraban demasiado en la necrópolis y a aquellos que no podían encontrar la salida al anochecer algunas veces no se los volvía a ver. No obstante, los sacerdotes conocían cada recodo y giro de la gran ciudad, pues, en muchos sentidos, la necrópolis era su hogar tanto como la Casa de la Vida Eterna.

Cuanto más se adentraban, más grandes y refinadas se volvían las tumbas. Se encontraron con magníficas estructuras de basalto o arenisca talladas con jeroglíficos de protección y grabados de los dioses en todas sus formas. Allí estaban sepultadas las familias de mercaderes o comerciantes prósperos, rodeadas de altares y estatuas que proclamaban su devoción a la vez que obligaban a sus vecinos a mantener una respetuosa distancia. Incluso así, las criptas estaban lo más pegadas posible, llenando todo centímetro cuadrado de espacio disponible.

Por fin, mientras el sol proyectaba largas sombras entre las revueltas criptas de piedra, la procesión llegó a una gran llanura situada en el centro de la necrópolis donde los grandes reyes de la antigüedad habían erigido sus tumbas. La tumba negra de Settra se alzaba en el centro de la llanura: una inmensa estructura cuadrada de mármol negro tan grande como el palacio de Khemri. El gran rey y los miembros de su casa se encontraban en su interior, además de esclavos, soldados, guardaespaldas, carros y caballos, todos preparados para el día en el que se los llamara para que hollaran la tierra una vez más. Las puertas de la gran tumba estaban hechas de piedra recubierta de oro sin tratar y las enormes paredes estaban talladas con miles de poderosos jeroglíficos e invocaciones contra el mal.

Se tardó veinte años en construir la tumba de Settra y más de dos mil esclavos perecieron antes de que se terminara la labor. Todos los reyes que le siguieron habían intentado superarlo gastando sumas astronómicas de dinero para construir criptas cada vez más grandes y espléndidas con las que proclamar su grandeza a las futuras generaciones. Por ello, Khetep comenzó a levantar su tumba desde el día en que se convirtió en rey sacerdote de Khemri. La Gran Pirámide tardó veinticinco años en completarse y les costó la vida a cerca de un millón de esclavos. Nadie salvo el rey sabía cuántas riquezas se habían empleado en su construcción. El mismo día en que finalizaron las obras, Khetep había ordenado que estrangularan a su arquitecto jefe y lo sepultaran en una cámara especial en su interior.

La estructura dominaba el borde occidental de la llanura; se alzaba a más de ciento veinte metros en el aire y eclipsaba todas las tumbas que la rodeaban. Había ocho niveles separados dentro de la pirámide y dos más excavados bajo tierra: espacio suficiente para una dinastía entera y los miembros de sus casas.

Un ancho sendero de piedra blanca conducía a la entrada de la Gran Pirámide, que se había levantado para que se asemejara a la fachada de la Corte de Settra. En la cima de la escalinata aguardaba una veintena de sacerdotes funerarios, como si fueran fantasmas silenciosos que permanecieran a la sombra de las grandes estatuas de Neru y Geheb, y una docena de altas urnas de vino estaban apoyadas en las piedras que había delante de ellos.

Una docena de sacerdotes armados del templo de Usirian velaban el exterior de la tumba con los rostros ocultos tras máscaras de oro con forma de búho. Mientras la procesión se detenía al pie de la escalinata, el líder de los horex dio un paso al frente y exclamó en voz alta:

—¿Quien viene aquí?

Nagash levantó el Báculo de las Eras y respondió:

—Ha venido el rey. Su tiempo en la tierra ha terminado y su espíritu se dirige al anochecer. Esta es la casa en la que descansará.

El horex hizo una profunda reverencia y se apartó.

—Que el rey entre —entonó el líder—. Se le ha preparado un lugar.

Los portadores del palanquín pasaron junto a los guardianes en silencio, subieron la escalinata y entraron en la tumba acompañados de los acólitos que ayudarían a los sacerdotes a completar el sepelio.

Nagash subió la escalinata que llevaba a la tumba y ocupó su lugar junto a los portadores de vino. El gran hierofante se volvió hacia la multitud que aguardaba y extendió los brazos.

—El rey ha entrado en su casa —entonó—. ¿Dónde están los fieles que lo honrarán y le servirán durante toda la eternidad?

Inmediatamente, una figura alta y digna salió de la muchedumbre y subió los anchos escalones. La esposa de Khetep, Sofer, tenía puesto un vestido de brocado de seda atado con un cinto de oro con incrustaciones de zafiros y esmeraldas. Llevaba el largo cabello negro aceitado y recogido en rizos apretados, y el aro de una reina descansaba sobre su frente. No tenía más de ciento veinte años y su rostro aún carecía de arrugas y era hermoso. La reina se situó ante Nagash y dijo:

—Yo soy la esposa de Khetep. Mi lugar está a su lado. Dejadme entrar y yacer con él.

Nagash inclinó la cabeza con respeto y extendió la mano. Khefru salió de la multitud de sacerdotes que aguardaban sosteniendo un cáliz de oro.

Llenó la copa con vino envenenado y se la pasó a su señor. El gran hierofante le ofreció el vino a su madre.

—Bebed, esposa fiel, y entrad en la casa de vuestro marido —dijo con una sonrisa.

Sofer miró el cáliz y vaciló sólo un momento. Luego, respiró hondo y cogió el veneno de manos de su hijo. La reina cerró los ojos, apuró el cáliz y se lo devolvió a Nagash. Otro sacerdote apareció de inmediato y la cogió de la mano. La condujo hacia la cripta, donde la aguardaban envolturas de lino y un sarcófago.

Después vinieron los Ushabtis. Todos tomaron la copa envenenada casi con gratitud, contentos de escapar a los ojos acusadores de los vivos y reanudar su tarea de cuidar del rey. Incluso antes de que el último de los fieles se hubiera marchado, se produjo un revuelo entre los esclavos al sentir que se acercaba su hora. A más de uno hubo que subirlo a rastras por los escalones de piedra y obligarlo a beber el vino sagrado, para gran consternación de la casa real. Cuando entraron al último esclavo en la cripta, llegó el momento de los sacrificios. Una vez más, Nagash extendió los brazos ante la multitud, que había quedado reducida, y proclamó:

—Hagámosle ofrendas a Usirian, que guía las almas a través de la oscuridad, para que Khetep disfrute de un viaje tranquilo hasta la otra vida.

Nagash se volvió hacia Khefru.

—Que traigan a los bárbaros —ordenó.

Khefru asintió con la cabeza y les hizo señas a tres de los sacerdotes que aguardaban. Descendieron la escalinata rápidamente y agarraron a los insensibles druchii. Los bárbaros silbaron y bufaron como felinos furiosos mientras los llevaban a rastras ante el gran hierofante.

Khefru se adelantó con la copa. Inmediatamente, las dos mujeres comenzaron a maldecir a Nagash en su lengua cruel y sibilante. El hombre mostró los dientes a modo de un silencioso gruñido.

—Mátanos y acaba de una vez —dijo—, pero ten esto en cuenta: aquel que acabe con nuestras vidas estará maldito, ahora y para siempre. Sus tierras se convertirán en ceniza y la carne se le marchitará y se le caerá de los huesos.

Khefru titubeó al oírlo, hasta que Nagash lo estimuló a moverse con una mirada airada. Los druchii no hicieron ningún movimiento para resistirse y, cuando les colocaron la copa en los labios, bebieron su ración mirando a Nagash a los ojos todo el tiempo. Uno a uno, se desplomaron sobre las piedras y se quedaron inmóviles.

Para cuando se hubo completado el último sacrificio, casi se había puesto el sol. Thutep y los miembros de la casa real tuvieron que dirigirse al norte a toda velocidad a través de la necrópolis guiados por raudos acólitos hasta llegar al borde del río. Allí le aguardaba su prometida.

Mientras el cortejo llevaba a Khetep hasta su tumba, un tipo diferente de procesión había salido de Khemri: una flota de barcazas suntuosamente equipadas se había abierto camino río abajo para participar en la boda. Todos los embajadores nehekharanos estaban presentes para ser testigos, además de todas las familias nobles de la Ciudad Viviente.

Thutep llegó a las orillas invadidas de juncos del Vitae justo mientras los últimos rayos de sol tocaban el agua con suaves destellos dorados. Neferem se encontraba en el bajo con las manos cruzadas sobre el pecho en señal de bienvenida y una sonrisa en su radiante rostro. Ella era el obsequio del Sol y el Río, la hija de la Tierra y la portadora de belleza y sabiduría. Thutep vadeó pesadamente por el agua para tomarla de la mano y guiarla hasta la orilla donde esperaba Amamurti, hierofante de Ptra.

Una gran ovación surgió de los nobles reunidos cuando se selló el matrimonio y se renovó el pacto entre los nehekharanos y los dioses; el nuevo rey subió a su reina a bordo de la barcaza real y la llevó de regreso a los festejos que los aguardaban en Khemri.

Nadie se percató de que Nagash no estaba entre los que le deseaban mucha felicidad a su hermano y lo acompañaban de regreso a casa. Permanecía en las sombras, a la orilla del río, observando cómo se alejaban las barcazas impulsándose río arriba. La luna blanca había salido y los murciélagos descendían en picado sobre la orilla cazando insectos. Algo más abajo, un cocodrilo se deslizó en el agua con un débil chapoteo.

El gran hierofante sonrió ligeramente y regresó a la necrópolis.

Antorchas de junco mojadas en brea silbaban y chisporroteaban en los apliques a lo largo de las paredes de la cámara de piedra. Era una habitación amplia, de cuarenta pasos de largo, pero sin terminar, las paredes aún eran de arenisca sin cubrir, y la cámara estaba completamente vacía salvo por los tres cuerpos tumbados en el suelo.

La puerta de piedra que conducía a la cámara se abrió con un chirrido. Khefru entró sosteniendo su antorcha en alto. Nagash lo siguió con prontitud.

El gran hierofante se acercó rápidamente a los tres druchiis inertes y los estudió largo rato.

—¿No hubo problemas? —le preguntó a Khefru.

—No, señor —contestó el sacerdote con una sonrisita de suficiencia—. Simplemente esperé hasta que todos se marcharon a la ciudad y luego los entré a rastras.

Nagash asintió con la cabeza con aire pensativo. Se arrodilló primero junto al druchii varón y se sacó un frasco diminuto del cinto. Le abrió la boca con cuidado al bárbaro y le vertió dos gotas de un líquido verdoso sobre la lengua. Luego, pasó a la primera de las mujeres. Acababa de terminar con la segunda cuando el hombre inhaló profunda y convulsivamente, y se irguió de repente. El bárbaro soltó una sarta de maldiciones en su lengua materna y en su rostro apareció una expresión salvaje mientras la habitación con la mirada.

—¿Dónde estoy? —inquirió el bárbaro.

Hablaba nehekharano de manera aceptable, aunque su acento hacía que pareciera el silbido de una cobra.

—A mucha profundidad bajo tierra —contestó Nagash—. Te encuentras en una cripta en los recovecos más hondos de la Gran Pirámide.

El bárbaro frunció el entrecejo.

—El vino… —comenzó.

—Bebisteis de una urna diferente del resto. Khefru se aseguró de que bebierais una poción que dio la impresión de que estabais muertos, en vez de causaros la muerte directamente.

—¿Con qué propósito? —preguntó el druchii con cautela.

Nagash sonrió y dijo:

—¿Con qué propósito? Tenéis algo que quiero. Estoy dispuesto a hacer un trato para conseguirlo.

—¿Qué es lo que podríamos ofrecerte?

—El rey sacerdote de Zandri asesinó a mi padre con hechicería: una magia oscura y temible ante la que nuestros sacerdotes no pudieron hacer nada. —Le dirigió una mirada cómplice al bárbaro—. Vosotros realizasteis ese hechizo para él, ¿verdad?

—Tal vez —respondió el druchii, sonriendo con frialdad.

Nagash fulminó al bárbaro con la mirada y añadió:

—No disimules. Los hechos son evidentes. Nekumet no cuenta con la habilidad para dominar ese tipo de magia y los efectos del hechizo no se parecían a nada que yo haya visto nunca. Os convenció para que usarais vuestra hechicería para ayudarlo en la batalla, y luego, cuando comprendió el auténtico alcance de vuestro poder, os traicionó.

—Continúa —dijo el druchii mientras se le iba desvaneciendo la sonrisa.

—Nekumet no quiso mancharse las manos con vuestra sangre. Supongo que amenazasteis con maldecirlo también a él en algún momento de vuestro cautiverio, así que en cambio os envió a Khemri. De ese modo nosotros os mataríamos y sufriríamos las consecuencias en su lugar.

—Muy bien, muy bien, pequeño humano —siseó el druchii—. ¿Y todo este teatro ha sido simplemente para satisfacer tu curiosidad?

—Por supuesto que no —repuso bruscamente Nagash—. Quiero los secretos de vuestra hechicería. Enseñadme a manejar el poder del que disponéis y a cambio os dejaré en libertad.

El druchii soltó una carcajada.

—¡Qué maravilla! —exclamó con desdén—. Nekumet dijo casi exactamente lo mismo. ¿Por qué debería confiar en ti?

—Vaya, ¿no es evidente? —contestó Nagash, ensanchando la sonrisa—. Porque estáis a doce metros bajo tierra en una tumba diseñada para matar a todo aquel que deambule por sus salas. —El gran hierofante cruzó los brazos—. Ya os he enterrado vivos, druchii. La única opción que os queda es darme lo que quiero.