5: Una tormenta llega del este

CINCO

Una tormenta llega del este

Valle de los Reyes,

en el 62.º año de Qu’aph el Astuto

(-1750, según el cálculo imperial)

Algo se movía al otro lado de las Puertas del Alba.

Era casi mediodía. Rakh-amn-hotep, el primero de su nombre, rey Sacerdote de Rasetra, se pasó una mano callosa por la cabeza rapada y entrecerró los ojos bajo la intensa luz del sol. El aire titilaba en los confines del Valle de los Reyes lanzando brillantes destellos contra las nubes de polvo terroso que se alejaban con el viento al paso del ejército aliado. El polvo fino y centelleante se había convertido en su peor enemigo durante la larga y agotadora marcha por el sinuoso valle. Se adhería a la piel, obstruía gargantas y ojos, y serraba los ejes de los carros. Desde donde se encontraba el rey rodeado por sus Ushabtis en la cima de una colina baja, justo al lado del amplio Camino del Templo, podía ver grandes nubes de polvo que envolvían el estrecho paso en el extremo occidental del valle, ocultando cualquier peligro que pudieran haber dispuesto contra ellos.

Había algo ahí fuera. De eso estaba seguro. Pero ¿qué?

Rakh-amn-hotep enganchó los pulgares romos en las sisas de su pesada camisa de escamas y trató de situarla en una posición más cómoda. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había marchado por las arenas del centro de Nehekhara y podía soportar el calor, pero le ardía la piel debido a la gruesa capa de arena que lo rozaba bajo el peso de la armadura. El rey sacerdote era un hombre bajo y muy corpulento, de pecho ancho y rostro franco y belicoso. La punta de la lanza de un hombre lagarto le había dejado un hoyuelo permanente en la mejilla izquierda creando la ilusión de una sonrisa. Era un hombre salvaje y astuto, cruel con sus enemigos e implacable cuando se enfadaba, y el rey sacerdote de Rasetra a menudo estaba enfadado por algo. Su pequeña ciudad, situada cerca del borde de las tórridas selvas meridionales, se encontraba constantemente amenazada por tribus de salvajes hombres lagarto. No pasaba un año en el que los rasetranos no tuvieran que rechazar destacamentos de asalto o conducir expediciones punitivas hacia la espesura para quemar aldeas y tomar rehenes en las tribus más grandes.

Años de combate contra los miembros de las tribus habían dejado su marca en el rey sacerdote y sus guerreros. Llevaban faldellines más largos y pesados de grueso algodón que les llegaban más abajo de las rodillas y estaban recubiertos de cuero curtido que sacaban de los enormes lagartos de trueno que se abrían paso por la espesa vegetación de la selva. Se cubrían los torsos con gruesas camisas de escamosa piel de lagarto con placas óseas traslapadas para desviar dientes o garras. La extraña armadura les daba a los rasetranos un aspecto salvaje y exótico que contrastaba de manera espectacular con el sencillo y tradicional atuendo de sus aliados.

A la ciudad de Lybaras, por el otro lado, no se la conocía por su destreza en la guerra. Su patrón era Tahoth, el dios del conocimiento y el saber, y sus riquezas, si se las podía llamar así, provenían de sus magníficas academias y artífices más que de violentas incursiones o conquistas. A sus nobles no les interesaban las joyas ni las ropas elegantes, sino que más bien invertían sus fortunas en pergaminos y extraños instrumentos, recipientes de cristal poco común y artefactos arcanos de bronce y madera.

Desde donde estaba el rey de Rasetra, resultaba difícil diferenciar a un noble lybarano de un esclavo. Ambos gustaban de vestir un sencillo faldellín de color pardo y funcionales sandalias de cuero, junto con una capa marrón oscuro que les llegaba por debajo de la cintura. Rakh-amn-hotep se fijó con el entrecejo fruncido en que la única diferencia radicaba en la cantidad de adornos de cristal y baratijas de metal que los nobles llevaban adondequiera que fuesen. Incluso sus Ushabtis eran extraños: sus cuerpos no presentaban ninguna de las bendiciones físicas de los otros dioses y sus armas componían una variopinta colección de palos, cuchillos y rollos de cuerdas fuertemente trenzadas. Sus ojos eran lo único que revelaba su naturaleza divina. Eran penetrantes, de un gris casi luminoso, tan duros e incisivos como una roca afilada. Nada parecía escapárseles, menos cogerlos desprevenidos.

Hekhmenukep, rey sacerdote de Lybaras, se encontraba en medio de una bulliciosa multitud de visires parlanchines y nerviosos escribas a tan sólo unos metros a la derecha de Rakh-amn-hotep. El rey atisbaba con atención por un largo tubo de madera recubierto de latón pulido, que mantenía en equilibrio sobre el hombro desnudo de un esclavo que permanecía inmóvil. Hekhmenukep era tan alto y delgado que resultaba casi esquelético. El faldellín le colgaba con languidez hasta la parte superior de las huesudas rodillas y la caída de la capa sólo realzaba la inclinación de sus estrechos hombros. Una fina cadena de oro rodeaba el largo cuello del rey y de ella colgaba una extraña colección de discos de cristal bordeados de alambre de cobre, plata y latón. Rakh-amn-hotep pensó que se parecía más a un mampostero que al soberano de una poderosa ciudad.

—¿Y bien? —quiso saber el rey de Rasetra—. ¿Veis algo o no?

Los visires que rodeaban a Hekhmenukep se movieron inquietos ante el tono autoritario de Rakh-amn-hotep, pero el rey no pareció inmutarse.

—La luz del sol convierte el polvo en una cortina que no deja de arremolinarse —contestó, entrecerrando los ojos para mirar por su extraño artilugio—. Hay destellos de luz y alguna que otra sombra, pero resulta difícil discernir lo que significa. —El rey sacerdote se enderezó—. ¿Quizás os gustaría intentarlo? —le ofreció, haciendo un gesto hacia el tubo.

Rakh-amn-hotep miró el extraño objeto con el entrecejo fruncido.

—No sé mucho de Tahoth y su modo de hacer la cosas —gruñó—. Dudo que me bendiga con una visión especial.

El comentario hizo que Hekhmenukep soltara una carcajada.

—No hacen falta oraciones especiales en este caso —aseguró—. Simplemente, mirad por el tubo. El cristal ayudará a vuestros ojos.

Rakh-amn-hotep tenía sus dudas, pero la necesidad de información lo alentó a intentarlo. En el terreno llano que quedaba al oeste de la colina, los ejércitos de Rasetra y Lybaras estaban saliendo a toda prisa del camino para formar su línea de batalla al agudo gemir de las trompetas. En algún lugar por delante, en medio de aquella agitada masa de polvo, en el extremo del valle, se encontraba la avanzada de la caballería ligera del ejército. Media hora antes, un jinete de la avanzada había llegado al galope por el camino con un mensaje de su comandante: habían avistado tropas enemigas en las Puertas del Alba. No habían tenido noticias desde entonces. ¿La caballería ligera había encontrado un pequeño destacamento de tropas y lo había ahuyentado, o estaba luchando por su vida contra todo el ejército de Quatar?

Había sabido desde el principio que la marcha por el valle sería una carrera contra el tiempo. El Valle de tos Reyes era un lugar siniestro, lleno de vieja magia y espíritus inquietos que embrujaban las tumbas de los antiguos nehekharanos. Allí no crecía nada y el agua más cercana se encontraba a casi cien leguas de distancia. Las paredes altas y escarpadas del valle obligaban a los viajeros a atravesarlo de un extremo a otro. El extremo oriental, conocido como las Puertas del Anochecer, estaba defendido por la ciudad de Mahrak y su ejército de sacerdotes guerreros. El extremo occidental, conocido como las Puertas del Alba, estaba protegido por la Guardia de la Tumba de Quatar. Rakh-amn-hotep sabía que si su campaña iba a contar con alguna esperanza de éxito, tendrían que llegar a las Puertas del Alba antes de que Quatar se enterase de que se acercaban y se moviera para bloquear la entrada del valle. Si la Guardia de la Tumba controlaba las Puertas del Alba, el ejército aliado tendría que arriesgarse a un asalto brutal y sangriento o dar media vuelta y retirarse por donde había venido. Desde que habían salido de Mahrak, el ejército aliado se había desplazado con una rapidez sorprendente por el sinuoso valle gracias, en gran medida, a los extraños carros flotantes de los lybaranos. Los carros, que se mantenían suspendidos muy por encima del suelo del valle mediante el viento caliente del desierto, podían transportar los suministros del ejército y seguir el ritmo de las tropas en lugar de verse obligados a ir a paso de tortuga por culpa de las rebeldes yuntas de camellos o bueyes. El ejército había cubierto casi cien leguas en sólo los cinco primeros días y Rakh-amn-hotep se había atrevido a creer que su plan tendría éxito.

«¡Cómo se ríen los dioses cuando los hombres se atreven a tener esperanzas!», pensó el rey sacerdote con amargura. Se acercó a grandes zancadas al extraño invento de Hekhmenukep y atisbó de mala gana por el extremo del tubo de madera.

Al principio, lo único que pudo ver fue un borroso círculo blanco. Comenzó a apartarse del tubo con el entrecejo fruncido y de pronto la imagen se aclaró un poco. Rakh-amn-hotep se quedó inmóvil y advirtió que estaba viendo las agitadas nubes situadas al otro lado del valle casi con la misma claridad que si estuvieran a tan sólo unos metros. El rey sacerdote volvió la mirada hacia Hekhmenukep.

—¿Cómo es que los dioses comparten tal poder sin pedir nada a cambio? —preguntó.

El rey de Lybaras cruzó los delgados brazos y sonrió. Como si se tratara de un profesor dirigiéndose a un joven estudiante, contestó:

—Tahoth nos enseña que los dones de la creación están ocultos en el mundo a nuestro alrededor. Si somos inteligentes, podemos desvelar sus misterios y reclamarlos. De este modo, honramos a los dioses.

Rakh-amn-hotep intentó encontrarle sentido a sus palabras, pero renunció con un encogimiento de hombros. Cuando acamparan esa noche le ofrecería un sacrificio a Tahoth y consideraría la deuda saldada.

Al volverse, el rey de Rasetra descubrió que había perdido la imagen de nuevo. Se apartó del tubo con cuidado, frunciendo el entrecejo, hasta que una vez más el otro extremo del valle quedó a la vista.

«Polvo y más polvo», observó el rey con irritación. Entonces, vio un destello de bronce parpadeando en medio de la oscuridad: el reflejo de un yelmo, tal vez, o la punta de una espada. A continuación, una sombra borrosa oscureció la nube de polvo durante un breve instante. Grande y de movimientos rápidos, se trataba sin lugar a dudas de un hombre a caballo.

—La avanzada ha entablado combate y está peleando en nuestro lado de la entrada del valle —murmuró con tono sombrío.

Rakh-amn-hotep se frotó el marcado mentón, pensativo. Años de experiencia en el campo de batalla le sugerían lo que estaba ocurriendo tras el manto de polvo. La avanzada contaba con cinco mil soldados de caballería ligera, más que suficientes para aplastar a una pequeña guarnición de infantería desprevenida en el transcurso de media hora. En cambio, aún seguían combatiendo; cabalgaban como locos de acá para allá en medio de la espesa nube de polvo en lugar de abrirse paso por la entrada del valle como se les había ordenado.

—¡Qué Khsar los desuelle vivos! —maldijo Rakh-amn-hotep—. La Guardia de la Tumba ha llegado antes que nosotros a las Puertas del Alba.

Hekhmenukep abrió mucho los ojos a causa de la sorpresa.

—¡Cómo es posible! —exclamó—. No desplazamos más deprisa de lo que ha marchado nunca ningún ejército y nuestros exploradores no encontraron centinelas a lo largo del camino.

—¿Quién sabe qué poderes posee el vil Usurpador? —repuso una voz cortante detrás de los dos reyes—. Ha reinado injustamente en Khemri durante más de doscientos años. No me extrañaría que todo lo malvado que hay en Nehekhara estuviera a sus órdenes.

Los reyes se volvieron mientras Nebunefer el Justo subía penosamente los últimos metros hasta la cima de la colina y cojeaba con mucho dolor hasta ellos. El anciano sacerdote estaba cubierto con una fina capa de polvo que bañaba su rostro surcado de arrugas y empañaba su casquete de bronce. Lo atendían media docena de sacerdotes y sacerdotisas de alto rango, todos ellos educados en los grandes templos de Mahrak, la Ciudad de los Dioses. Los hierofantes vestían túnicas de lino de primera calidad en varios colores brillantes, desde el reluciente amarillo del dios del sol a La mezcla de marrón oscuro y verde intenso de Geheb. Rakh-amn-hotep se fijó en sus expresiones feroces con secreta diversión. ¿Durante cuánto tiempo había instado el Consejo Hierático de Mahrak a actuar con moderación ante los crecientes crímenes de Nagash, alegando que los dioses se encargarían de impartir justicia? Eso fue antes de que la sombra se extendiera desde Khemri y acabara con las vidas de miles de sacerdotes y acólitos por toda Nehekhara. A los pocos días de aquel espantoso acontecimiento, el Consejo estaba haciendo sonar el tambor de la guerra. Utilizando a los hierofantes de Rasetra y Lybaras de mediadores, habían negociado una rápida alianza entre las tres ciudades y habían abierto sus inmensos cofres para financiar una campaña que liberara a Khemri de una vez por todas.

Por desgracia, parecía que lo único que el Consejo Hierático estaba dispuesto a proporcionar era oro. Rakh-amn-hotep había solicitado un contingente de los legendarios sacerdotes guerreros de Mahrak para que acompañaran al ejército aliado, pero Nebunefer y su pequeño séquito eran los únicos de los que la ciudad podía prescindir.

—Si Nagash sabe que venimos, podríamos tener que hacerle frente a los ejércitos combinados de Khemri y Quatar —gruñó Rakh-amn-hotep—. Nos será totalmente imposible derrotarlos a los dos.

Nebunefer negó con la cabeza de manera decidida y repuso:

—Nuestros espías en Khemri nos han informado de que el Usurpador ha llevado a su ejército al sur para enfrentarse a la hueste de Bronce de Ka-Sabar. La masacre de hombres santos por toda Nehekhara ha estimulado a Akhmen-hotep a declararle la guerra a la Ciudad Viviente.

Hekhmenukep asintió, pensativo.

—Es una grata noticia, pero ¿y el resto de ciudades? —dijo.

—Numas y Zandri están del lado de Nagash, junto con Quatar —contestó Nebunefer—. En cuanto a las ciudades menores, Bhagar probablemente seguirá a Ka-Sabar, mientras que Bel Aliad permanece leal a Khemri.

—¿Y Lahmia? —inquirió el rey de Rasetra—. Su ejército es tan grande como el mío y el de Hekhmenukep juntos.

—Hemos enviado una embajada a Lahmia para instarlos a actuar —informó Nebunefer, encogiéndose de hombros—, pero por el momento permanecen neutrales.

—Esperando a ver qué bando se impone —refunfuñó Rakh-amn-hotep.

—Tal vez —contestó Nebunefer—. Lahmia tiene antiguos lazos con la Ciudad Viviente. Es posible que no estén dispuestos a tomar las armas contra Neferem.

Hekhmenukep frunció el entrecejo.

—Nadie ha visto a Neferem desde hace más de un siglo. Seguramente a estas alturas ya está libre de Nagash —dijo.

—No —repuso Nebunefer con inquietud—. La Reina del Alba no ha muerto. Lo sabríamos si fuera así.

De pronto, un coro de gemebundas trompetas resonó a lo largo de la línea de batalla aliada. Rakh-amn-hotep se volvió de nuevo hacia el caótico remolino que se extendía por el extremo occidental del valle. Podía ver las manchitas negras de figuras danzando en los bordes irregulares de la nube. Arrugó el entrecejo mientras acercaba el ojo al artefacto de Hekhmenukep para intentar ver de quién se trataba. Durante unos instantes, lo único que pudo ver fue un panorama de bullente polvo, pero luego avistó a un jinete de la avanzada. El caballo del guerrero estaba empapado de sudor y el jinete estaba cubierto de polvo. Mientras el rey observaba, el guerrero colocó una flecha en el arco y disparó hacia el remolino de polvo, antes de retirarse una docena de metros del borde de la nube. Lo mismo estaba ocurriendo a lo largo de toda la nube de polvo a medida que los maltrechos escuadrones de caballería ligera se replegaban hacia su ejército.

Momentos después, Rakh-amn-hotep vio el motivo. Un muro de escudos blancos tomó forma mientras salían de la nube de polvo; iban volviéndose más grandes y definidos de un momento a otro. Despacio, inexorablemente, las primeras compañías de la Guardia de la Tumba se adentraban en el valle para enfrentarse a los enemigos que los aguardaban.

—¿Qué ocurre? —inquirió Hekhmenukep—. ¿Qué veis?

Por un momento, Rakh-amn-hotep no pudo dar crédito a sus ojos.

—El rey de Quatar es impaciente —contestó—. En lugar de esperar un asalto, ha decidido salir a enfrentarse a nosotros aquí. —Sacudió la cabeza, asombrado—. Nemuhareb ha cometido un error imprudente. Con suerte, podremos hacérselo pagar.

—¿Cómo? —quiso saber el rey de Lybaras.

Rakh-amn-hotep atisbó a través del tubo de visión otra vez. Por extraño que resultara, tenía que admitir que ese trasto era una herramienta muy útil. Calculó la velocidad de la marcha del enemigo y decidió que contaban con otra media hora antes de que la Guardia de la Tumba estuviera a tiro. El rey volvió hacia Hekhmenukep y preguntó:

—¿Cuánto tardarían vuestras máquinas de guerra en estar listas?

El rey de Lybaras miró a sus visires.

—Treinta minutos —contestó—. Puede ser que algo menos. A estas alturas deberían estar a sólo media milla por detrás de nosotros.

Rakh-amn-hotep sonrió.

—En ese caso, vamos a tener la oportunidad de comprobar si son la mitad de ingeniosas de lo que aseguráis —respondió, y luego llamó a los mensajeros que aguardaban al pie de la colina.

Los siguientes treinta minutos transcurrieron en medio de una oleada de movimiento mientras el ejército aliado se preparaba para la batalla que se avecinaba. Las compañías de arqueros avanzaron veinte pasos por delante de la infantería y se prepararon para disparar. Por detrás de ellos, la línea de batalla se extendía una milla y media a través del valle, con el Camino del Templo atravesándola por la mitad aproximadamente. Las compañías de infantería de Rasetra ocuparon el centro y el flanco izquierdo del ejército, mientras que los guerreros de Lybaras se situaron en el derecho. La asediada caballería ligera de la avanzada se retiró al norte, reforzando aún más el flanco derecho. La caballería pesada del ejército aguardaba cien metros por detrás del flanco izquierdo: unos doscientos carros rasetranos, de los que tiraban feroces lagartos de la selva de dos patas en lugar de caballos. Los guerreros de Rasetra habían estado utilizando lagartos para la batalla durante más de cien años, pero esa era la primera vez que los empleaban contra otro ejército de Nehekhara. Rakh-amn-hotep los mantuvo muy atrás, ocultos en la parte posterior de un cerro bajo, donde no se los veía. Su paladín, Ekhreb, los conduciría a la batalla.

Por detrás del flanco izquierdo, los lybaranos seguían esforzándose para situar sus catapultas en posición. Habían traído ocho de esas enormes máquinas de guerra con el ejército, y sus equipos estaban preparando a toda prisa montones de piedras para cargadas en los anchos cestos de mimbre.

Todo el peso de la Guardia de la Tumba de Quatar marchaba contra la fuerza aijada. El patrón de Quatar era Djaf, el dios deja muerte, ya los guerreros de la ciudad se les temía con razón por su destreza en el campo de batalla. Su infantería llevaba una armadura de cuero pintada de blanco, portaba pesados escudos de madera y sus enormes espadas podían partir a un hombre en dos de un solo golpe. Se decía que sus Ushabtis tenían cara de chacal y podían matar con el más leve roce de sus espadas.

La Guardia de la Tumba avanzaba ofreciendo un frente ancho, compañías de arqueros intercaladas entre la infantería pesada. Una numerosa fuerza de soldados de caballería pesada y dos grandes compañías de carros iban tras ellos. La caballería ligera y una compañía de carros se desviaron al norte, amenazando el flanco derecho aliado, mientras que la compañía de carros restante se mantuvo en reserva cerca del rey sacerdote Nemuhareb y su séquito.

Rakh-amn-hotep estudió el ejército enemigo con atención. La Guardia de la Tumba tenía fácilmente el mismo tamaño que su fuerza combinada y contaba con más caballería pesada. Se volvió hacia su trompeta.

—Haz la señal para que los arqueros disparen cuando estén listos —ordenó y luego se dirigió a Nebunefer—. ¿Creéis que el rey de Quatar respetará las viejas costumbres, o luchará hasta la muerte?

—Dependerá de si cuenta con alguno de los lugartenientes de Nagash entre su séquito —contestó el viejo sacerdote, encogiéndose de hombros—. Lo sabremos muy pronto, en cuanto accionéis vuestra trampa.

El rey de Rasetra gruñó para sus adentros.

—Suponiendo que funcione —dijo entre dientes.

Abajo, en el campo de batalla, los arqueros tensaron los arcos y comenzaron a disparar. Un aluvión de flechas oscureció el cielo y cayó entre los guerreros de Quatar, que alzaron los escudos para protegerse de la mortífera lluvia. Aquí y allá un guerrero cayó con una flecha hundida en el pecho o el cuello, pero el resto continuó presionando hacia delante. Los arqueros enemigos devolvieron los disparos mientras aún estaban en marcha, y a Rakh-amn-hotep le impresionó la firmeza y la precisión de sus descargas. Arqueros de ambos bandos caían a medida que el combate adquiriría envergadura.

A la derecha, la primera catapulta lanzó su carga de piedras por los aires con un estallido sordo. Los proyectiles, cada uno tan grande como la cabeza de un hombre, alcanzaron una buena distancia y cayeron entre la infantería, que avanzaba. Los escudos se astillaron y los hombres, destrozados, se desplomaron pero el avance prosiguió. Rakh-amn-hotep se volvió hacia Hekhmenukep.

—¿Y las otras máquinas de guerra? —preguntó.

El rey de Lybaras respondió con una enigmática sonrisa.

—Dejarán notar su presencia cuando estén preparadas.

Rakh-amn-hotep torció el gesto. ¿Cuando estuvieran preparadas? ¿Qué clase de respuesta era esa? Ocultando un destello de irritación, le hizo señas una vez más a su trompeta.

—Toca la señal para que el flanco izquierdo avance —ordenó.

El cuerno resonó inmediatamente. En el flanco izquierdo, los guerreros de Rasetra marcharon hacia delante alzando los escudos y preparando pesadas mazas con cabeza de piedra. Los arqueros que se encontraban en su camino dispararon una última descarga antes de recoger las flechas que no habían usado y retirarse por los estrechos pasillos entre las compañías de infantería. En cuanto hubo pasado el último arquero, las compañías cerraron filas y le presentaron un frente continuo al enemigo. En cuestión de minutos, sus escudos estuvieron tachonados de astas de flechas mientras los arqueros quataris continuaban disparando.

Momentos después, las dos fuerzas de la izquierda se unieron con un chirriante estrépito de carne, metal y piedra. El estruendo de la batalla resonó por el terreno abierto en contrapunto a los constantes estallidos de las catapultas situadas a la derecha. En ese flanco, los soldados de la caballería ligera del enemigo estaban tratando de abrirse paso alrededor del borde de las líneas aliadas, pero hasta el momento la caballería de la avanzada los estaba manteniendo a raya. La infantería enemiga se tambaleó bajo la lluvia de pesadas piedras, pero continuó presionando con gran determinación. Tras ellos, los carros se prepararon para sumar su fuerza a la inevitable carga.

Rakh-amn-hotep estudió el transcurso de la batalla hasta ese momento y se quedó satisfecho. Las tropas de la izquierda estaban luchando contra la Guardia de la Tumba y las compañías rasetranas ya estaban retrocediendo, mientras un constante río de heridos se apartaba tambaleándose del combate y buscaba refugio tras su línea de batalla. El rey buscó las reservas quataris. Los carros continuaban en la retaguardia, cerca del rey enemigo.

Transcurrieron largos minutos. Las compañías del centro se encontraron con un estruendoso chirrido, mientras que el avance enemigo por la derecha zozobró bajo el incesante bombardeo. A la izquierda, las compañías rasetranas estaban comenzando a flaquear. Seguía sin haber ningún indicio de las restantes máquinas de guerra. Rakh-amn-hotep le lanzó una mirada de preocupación a Hekhmenukep, pero se contuvo.

Pasó otro minuto y las primeras compañías del flanco izquierdo empezaron a replegarse. La Guardia de la Tumba presionó hacia delante, golpeando sin cesar con sus pesadas espadas. La carnicería era espantosa. Los hombres caían con los cráneos partidos o los brazos cercenados, y ríos de sangre apaciguaban las nubes de polvo que rodeaban a los guerreros en combate.

El repliegue en el flanco izquierdo comenzó a cobrar velocidad. Mientras una compañía se replegaba, las situadas a cada lado se retiraban rápidamente también. En unos instantes, todo el flanco se estaba dirigiendo con rapidez hacia la retaguardia.

Rakh-amn-hotep oyó un débil gemido de trompetas hacia el centro de la fuerza enemiga. Los carros de reserva se habían puesto en marcha y avanzaban rápidamente rebotando por el terreno rocoso hacia el flanco izquierdo. El rey enemigo presentía la victoria.

—Ordenen que el flanco izquierdo emprenda una retirada general —mandó.

Sin embargo, los acontecimientos que se desarrollaban en el suelo se movían con ritmo propio. Las compañías que se retiraban cogieron velocidad, tropezando entre ellas en su prisa por escapar de las espadas de la Guardia de la Tumba. El enemigo presionó hacia delante con avidez y los cuernos gimieron mientras los carros quataris se apresuraban a unirse a la inminente masacre.

Rakh-amn-hotep se volvió hacia el trompeta.

—¡Envía la señal! —gritó.

Las complejas notas resonaron por el campo de batalla. Las compañías que se batían en retirada reanudaron el paso de inmediato y se curvaron hacia atrás, como si se tratara de una puerta balanceándose en una bisagra, para despejar el camino para los carros rasetranos. Rakh-amn-hotep oyó el salvaje y gemebundo grito de los cuernos de la selva en tanto su caballería pesada descendía por el cerro y se abalanzaba sobre la desprevenida Guardia de la Tumba.

Entonces, una gran conmoción se extendió por el flanco derecho. El rey de Rasetra se volvió y vio dos altísimas columnas de polvo que se alzaban por detrás de la línea de batalla enemiga, casi en medio de los carros quataris que estaban avanzando. Un silbido débil y apagado se extendió sobre el tumulto de la batalla y unas sombras enormes se movieron en el interior del manto de nubes. Luego se oyó un estrépito desgarrador, y el rey observó con asombro cómo un carro y sus caballos salían volando como juguetes por los aires.

Las máquinas de guerra lybaranas habían hecho acto de presencia, por fin.

Salieron arrastrándose de enormes hoyos en la tierra blanda sobre traqueteantes patas de madera y bronce. El vapor, que calentaban gracias a las bendiciones de Ptra, silbaba en tubos de bronce e impulsaba patas segmentadas y enormes tenazas de amplios movimientos. Una cola del tamaño de un ariete se curvaba sobre cada máquina dando bandazos, destrozaba carros con cada golpe. Las construcciones, que tenían forma de enormes escorpiones de tumbas, cayeron sobre la retaguardia de las compañías enemigas con una rapidez y una potencia desconcertantes. En cuestión de momentos, carros e infantería por igual se encontraban en plena retirada.

A la izquierda, la carga de los carros rasetranos había provocado una impresión similar. La infantería quatari se tambaleó bajo el repentino contraataque y los carros penetraron sus líneas. Entretanto, el caos reinaba entre los carros quataris; los enormes lagartos con colmillos que tiraban de la caballería enemiga habían aterrorizado a sus caballos. Había una desenfrenada refriega en progreso, pero las fuerzas quataris se vieron atrapadas entre los carros rasetranos y su infantería, que había comenzado a avanzar una vez más.

El golpe final llegó por el flanco derecho. A los soldados de la caballería ligera enemiga les entró el pánico al ver las enormes máquinas de guerra lybaranas y abandonaron el campo de batalla. Viendo su oportunidad, los jinetes de la avanzada rodearon el flanco quatari y se abalanzaron sobre el rey enemigo y su séquito. Cercado, con la retirada cortada, Nemuhareb, rey sacerdote de Quatar, ofreció su rendición.

El camino hacia Khemri había quedado abierto.