CUATRO
La corriente inconstante
Oasis de Zedri,
en el 62.º año de Qu’aph el Astuto
(-1750, según el cálculo imperial)
Akhmen-hotep oyó el estruendo de los cascos al oeste y apretó los dientes en un gesto de furia impotente. La caballería ligera de Pakh-amn se estaba batiendo en retirada ante el repentino ataque del Usurpador. Los gritos y chillidos que llegaban desde el otro extremo de la línea de batalla se habían fundido formando un rugido informe y monótono de puro ruido. No se trataba del sordo repiqueteo metálico de la batalla, sino del sonido de pura carnicería. Si el flanco izquierdo no había cedido ya, estaba a punto de hacerlo.
Grandes cantidades de hombres pasaban junto al carro del rey sacerdote como una avalancha aparentemente interminable; sus rostros carecían de expresión debido al terror y el agotamiento. Tras ellos venía una inexorable marea de muertos vivientes, un nuevo ejército de carne no muerta, animada por una voluntad desalmada y maligna.
Había gritado hasta quedarse ronco intentando volver a formar a sus hombres y hacer que regresaran al combate. Al principio, tuvo cierto éxito: reunió rezagados aquí y allá y les ordenó regresar a las desgastadas compañías; sin embargo, en cuanto aparecieron los cadáveres arrastrando los pies, perdieron el valor una vez más.
A menos que se pudiera hacer algo para contener a las criaturas no muertas, la hueste de Bronce sería destruida por completo, y si los temibles guerreros de Ka-Sabar no podían competir con Nagash el Usurpador, Nehekhara estaba condenada sin remedio.
No había habido ningún indicio de los sacerdotes durante el largo repliegue a través de la llanura. Akhmen-hotep se resignó al hecho de que el joven Dhekeru no había tenido ninguna posibilidad contra los horrores que acechaban en la oscuridad. Lo único que quedaba era llegar al oasis y oponer resistencia con la esperanza de que la vil mancha de oscuridad no se extendiera más.
Entonces, un brillo perlado surgió a sólo unos metros por delante del carro que retrocedía. El auriga gritó asustado, pero el rey sacerdote tranquilizó al amedrentado hombre apoyándole una mano en el hombro. Podía oír el sonido de voces que se mezclaban entonando un cántico constante y decidido.
—¡Los sacerdotes! —exclamó con nuevos ánimos. ¡Su mensaje había logrado pasar, después de todo!
Momentos más tarde, Akhmen-hotep y su Ushabti guiaron a sus carros más allá de una hilera de sacerdotes de Neru con túnicas blancas, que permanecían de pie sin temor en el camino de las criaturas que se aproximaban mientras entonaban la invocación del Centinela Vigilante. La nacarada luz de la diosa de la luna irradiaba de su piel hacía retroceder a la oscuridad y les ofrecía un refugio a los asustados guerreros. Al otro lado de la hilera de fieles sacerdotes, Akhmen-hotep descubrió a su suma sacerdotisa, Khalifra, ofreciéndole plegarias y sacrificios a su diosa. Más allá, vio a Memnet y a los sacerdotes de Ptra reunidos discutiendo en tono grave con Suseb, y los sacerdotes de Phakth.
Una voz retumbante y parecida a la de un toro se alzó por encima del lejano fragor de la batalla y los confusos gritos de los guerreros que se replegaban. Hashepra, el sumo sacerdote de Geheb, de músculos de hierro, se dirigía a gritos a los soldados de la hueste de Bronce.
—La oscuridad viene y se va, pero la gran tierra no se mueve —exclamó—. ¡Manteneos firmes, como las montañas, y Geheb os bendecirá con la fuerza para derrotar a vuestros enemigos!
El poder de la voz de Hashepra y su presencia severa e intimidante produjeron el efecto deseado en los hombres: les devolvieron el valor y detuvieron su precipitada huida. La disciplina se iba restableciendo de manera lenta pero constante. ¿Se lograría a tiempo?
Unos gemidos extraños y sobrenaturales surgieron de la penumbra cuando los primeros no muertos alcanzaron la barrera de luz de luna que proyectaban los sacerdotes de Neru. Las criaturas vacilaron mientras alzaban las extremidades ensangrentadas para protegerse la cara del resplandor. Sisearon y gritaron, pero por el momento no pudieron avanzar más. Akhmen-hotep le ofreció una plegaria de agradecimiento a la consorte celestial y luego le ordenó a su auriga que lo llevara hasta Memnet.
Los sacerdotes del sol y el cielo dejaron de lado sus acaloradas palabras cuando el rey sacerdote se acercó, pero Akhmen-hotep pudo ver la tensión grabada profundamente en sus caras. Bajó del carro antes de que este se hubiera detenido del todo y corrió hacia los hombres de rostro adusto.
—Gracias a los dioses que recibisteis mi mensaje —comenzó.
Memnet frunció el entrecejo.
—¿Mensaje? No hubo ningún mensaje.
—Cuando vimos desatarse la oscuridad, supimos que nos llamaríais —terció Sukhet—; aunque ninguno de nosotros podría haber esperado la magia blasfema con la que cuenta ahora el Usurpador.
—Ya veo —dijo Akhmen-hotep en voz baja—. ¿Y qué pasa con esta vil oscuridad? ¿No podéis disiparla?
—Lo máximo que podemos hacer es impedir que se extienda más —respondió bruscamente Sukhet, dirigiéndole una mirada avinagrada al rey—. No se trata de una simple nube de polvo o ceniza, sino de algo vivo, quizás un enjambre de escarabajos o langostas reunidos con un propósito diabólico. Se mueve con el viento y no se puede apartar con facilidad.
—¿Y la luz del Gran Padre, entonces? —Le preguntó Akhmen-hotep al gran hierofante—. ¿No podéis invocar a Ptra para que queme esta brujería y la borre del cielo?
—¿No creéis que ya lo he intentado, hermano? —dijo Memnet con tono sombrío. El gran hierofante tenía el rostro pálido y los ojos muy abiertos a causa del miedo—. He suplicado. He realizado sacrificios ¡He alimentado las llamas con mis sirvientes personales, pero Ptra no me escucha!
Akhmen-hotep negó con la cabeza y apuntó:
—Lo que decís no tiene sentido. El Gran Pacto…
—Lo que el gran hierofante quiere decir es que nos están interfiriendo —intervino Suseb con aire lúgubre—. No sé cómo. —Lanzó una mirada de preocupación hacia el lejano cerro—. Hay una hechicería en juego distinta de todo lo que yo haya conocido. ¡Es el tipo de magia más abyecta, la obra de los demonios!
—¡Entonces, debéis atacarla con todo el poder de que dispongáis! —repuso Akhmen-hotep—. ¡Invocad al relámpago! ¡Abrasad el cielo con el fuego de Ptra! ¡Golpead al Usurpador con toda la cólera de los dioses!
—No sabéis lo que estáis pidiendo —contestó Sukhet; la petición del rey sacerdote lo había impresionado de verdad—. El precio de tal poder…
—¡Pagadlo! —ordenó el rey—. ¡Ningún coste es demasiado grande para librar a la Tierra Bendita de semejante monstruo! Le ha chupado la sangre a nuestras ciudades, ha aterrorizado a nuestra gente y ha vaciado nuestros erarios, y si nos derrota aquí, ¿creéis que Nagash se conformará con un rescate de oro o lingotes de bronce? ¿Habéis olvidado lo que le hizo a Zandri, allá en la época de nuestros padres? Eso palidecerá en comparación con la venganza que descargará contra nosotros por desafiarlo.
—Pero los augurios… —se quejó Memnet—. Intenté advertiros. Mientras brilló el sol, tuvimos nuestra oportunidad, pero ahora…
Akhmen-hotep dio un paso amenazador hacia su hermano mayor.
—En ese caso, haced que vuelva a brillar —gruñó.
El gran hierofante comenzó a protestar, pero de pronto un sonido débil y agudo se alzó, desenfrenado y claro, por encima del tumulto, resonando desde las dunas que había al oeste. Las cabezas se volvieron buscando el origen del sonido. Sukhet, que tenía el oído más fino debido a la gracia de su dios, ladeó la cabeza para prestar atención.
—Cuernos —informó—, pero hechos de hueso, no de bronce.
—¿Otra trampa del Usurpador? —preguntó Memnet.
—No, esta vez no —contestó Akhmen-hotep. Su rostro se arrugó al esbozar una sonrisa de triunfo—. ¡Los príncipes de Bhagar han llegado, por fin!
A tres cuartos de milla de distancia, donde la sombra antinatural del Usurpador no dejaba verlos, cuatro mil jinetes con túnicas salieron al galope de las cegadoras arenas del desierto y se dirigieron a toda velocidad hacia el combate. Los príncipes mercaderes de Bhagar habían enviado a todos los soldados de los que pudieron prescindir para ayudar a sus aliados en la lucha contra Nagash, y no había mejores jinetes en toda la Tierra Bendita. En la antigüedad, habían sido bandidos que asaltaban las caravanas nehekharanas y regresaban a las dunas como si fueran fantasmas, pero en tiempos de Settra los habían domado y les habían dado la bienvenida al Imperio. Desde entonces, habían prosperado como comerciantes, aunque nunca habían olvidado sus costumbres bélicas.
Los jinetes de Bhagar conocían el Gran Desierto igual que un hombre conoce a su primera esposa. Sabían de sus modos cambiantes y su temperamento salvaje, sus dones ocultos y sus oscuros secretos, y sin embargo, mientras cabalgaban en ayuda de Ka-Sabar se vieron acosados una y otra vez por feroces tormentas de arena y sendas falsas que les costaron valiosísimos días en medio de las arenas abrasadoras. Cuando sus exploradores avistaron la creciente oscuridad que teñía el horizonte, se habían temido lo peor y habían presionado a sus fogosos corceles del desierto al máximo.
Con el audaz Shahid ben Alcazzar a la cabeza, primero entre sus iguales en Bhagar y al que llamaban el Zorro Rojo por su piel, los jinetes del desierto se zambulleron sin temor en la oscuridad antinatural que se cernía sobre la gran llanura y se encontraron detrás de una agitada masa de soldados de caballería que amenazaban el flanco izquierdo de la hueste de Bronce. Invocando a los espíritus de sus antepasados, hicieron sonar sus cuernos de guerra de hueso y se lanzaron a la batalla. Los jinetes de cabeza sacaron jabalinas cortas, dotadas de lengüetas, de las aljabas que colgaban junto a sus rodillas y las lanzaron hacia la apretada masa de caballería pesada, mientras aquellos que se encontraban más atrás preparaban poderosos arcos compuestos y gruesas flechas con plumas rojas. Los potentes proyectiles podían atravesar un escudo de madera a cuarenta pasos y los jinetes sabían cómo usarlos para lograr un efecto mortífero.
El repentino ataque sembró la muerte y la confusión entre las filas enemigas, y los escuadrones de caballería pesada se desperdigaron ante la arremetida. Veloces como una manada de lobos, los asaltantes del desierto dieron media vuelta y regresaron a toda velocidad por donde habían llegado, dejando a un centenar de soldados de caballería muertos y desparramados por el suelo ensangrentado. Luego, después de cien metros, se detuvieron, se dieron la vuelta y se lanzaron contra el enemigo una vez más, abriéndose paso sin esfuerzo entre los caballos de guerra más pesados y derribando a los hombres de sus sillas. Furiosos, los jinetes de Khemri intentaron salir en su persecución y los asaltantes del desierto comenzaron a atraerlos, sin prisa pero sin pausa, hacia el oeste lejos de las compañías de lanceros en combate. Arkhan oyó los gimientes cuernos de los jinetes del desierto justo cuando comenzaba su ataque y se dio cuenta del peligro en el que se encontraban sus guerreros. Estaban atrapados entre dos fuerzas enemigas, y si los carros lograban reagruparse y atacar a sus hombres una vez más, era muy probable que cedieran por la presión. Sin aviso, la corriente de la batalla amenazaba con volverse contra ellos. El visir se abalanzó sobre Suseb el León siseando como una víbora. Asimismo, el paladín de la hueste de Bronce ordenó que su carro avanzara alzando su poderoso khopesh. El arquero que se encontraban a su lado levantó su arco, pero Suseb lo detuvo con una mirada severa. Esa sería una, batalla entre héroes, o eso pensaba el León.
Mientras la distancia entre ellos disminuía, Arkhan comenzó a salmodiar. Sintió el poder oscuro bullendo en sus venas y en el último momento estiró la mano izquierda y desató una tormenta de crepitantes rayos color ébano contra los ocupantes del carro. Chillidos y gritos de furia respondieron al visir mientras se apartaba del carro que se acercaba a toda velocidad, y de sus cortantes cuchillas.
Tras una docena de metros, dio media vuelta y vio que el carro blindado del paladín se había detenido. El auriga yacía a los pies de Suseb; su cuerpo era un cascarón humeante, y el León luchaba por desenredar las riendas del carro de las manos apergaminadas del cadáver. Entretanto, el arquero del paladín saltó de la parte posterior del carro y se situó entre Arkhan y su enemigo. El visir se rió al verlo y espoleó su montura.
El arquero era un hombre valiente. Su rostro era una máscara de rabia, pero se movía con tranquila eficiencia mientras tiraba de una flecha de junco hacia su mejilla y la disparaba contra el inmortal que se le venía encima. Arkhan le dio un tirón a las riendas en el último minuto, intentando esquivarla, y la flecha le impactó en el brazo izquierdo en lugar de hundírsele en el corazón.
Arkhan se le echó encima antes de que el arquero pudiera sacar otra flecha. Su cimitarra silbó por el aire y el cuerpo sin cabeza del arquero cayó hacia delante, sobre el polvo.
No obstante, la muerte del arquero le había proporcionado al León el tiempo que necesitaba, y con un grito de rabia sacudió las riendas y el carro se puso en marcha de nuevo con una sacudida. Suseb manejó la enorme máquina magistralmente, haciéndola girar en un círculo cerrado, pero no antes de que Arkhan pasara a toda velocidad. Una vez más, su cimitarra pasó zumbando, trazando un arco decapitante, pero la hoja se estremeció en su mano como si hubiera golpeado teca maciza. Al parecer, el León gozaba del favor del dios de la tierra.
A pesar de la velocidad del ataque de Arkhan, este sintió el viento de la espada de Suseb al hender el aire a medio centímetro a su espalda. Siguió adelante, dejando atrás al paladín pero a menos de diez pies tiró furiosamente de las riendas. Su corcel sacudió la cabeza con ira y piafó mientras el visir hacía que diera media vuelta para otra pasada.
Suseb seguía luchando por controlar el carro con una mano mientras miraba a Arkhan por encima del hombro. Estaba haciendo virar la máquina de guerra, pero demasiado despacio. Sonriendo como un demonio, Arkhan se abalanzó sobre la espalda del León en tanto sostenía la espada sobre su cabeza. Comenzó a salmodiar una vez más. Volutas de fétido vapor negro empezaron a subir en espirales desde el filo de su arma.
El León observó cómo se aproximaba el visir con una expresión de estoica resolución. En el último momento, la sensación de triunfo de Arkhan se transformó en inquietud. Cuando Suseb soltó las riendas del carro, supo que lo había engañado. El paladín se convirtió en una masa borrosa en movimiento mientras giraba sobre los talones y trazaba un círculo con su enorme espada para asestar un veloz golpe de revés.
Los reflejos antinaturales del inmortal fueron lo único que lo salvó. Tiró de las riendas una vez más y la carga del caballo de guerra se detuvo tan sólo un momento. La espada de Suseb dibujó un reluciente arco por delante de Arkhan en lugar de atravesarlo y cortó el grueso cuello del animal en su lugar. El cuerpo sin cabeza del caballo se tambaleó hacia la derecha, de modo que tanto la montura como el jinete se estrellaron con fuerza contra el carro del León. Se oyó el sonido de la madera al astillarse y el metal al rajarse. Arkhan golpeó el lateral de la máquina de guerra con un impacto aplastante y perdió el sentido.
* * *
Una ovación se alzó de las asediadas filas de la hueste de Bronce al oír el sonido de los cuernos de guerra de Bhagar. Sus aliados habían llegado justo a tiempo, justo cuando se los necesitaba. Akhmen-hotep sintió que lo invadía un desenfrenado sentimiento de esperanza. ¿Podrían ganar cuando todo parecía estar perdido?
El rey sacerdote contempló a Memnet y Sukhet una vez más.
—¿Lo veis? ¡Los dioses no nos han abandonado! —exclamó—. Ahora nos corresponde a nosotros demostrar que somos dignos de su ayuda. ¡Invocad su poder y destruyamos al Usurpador de una vez por todas!
Una sobrecogedora expresión cubrió el rostro de Sukhet mientras escuchaba la petición de Akhmen-hotep, pero asintió con la cabeza, de todos modos.
—Así se hará —respondió con voz sombría, y condujo a sus sacerdotes a cierta distancia para comenzar las invocaciones.
El rey sacerdote se volvió hacia Memnet y preguntó:
—¿Y vos, gran hierofante? ¿El Gran Padre Ptra nos ayudará cuando lo necesitamos?
Memnet se acercó al rey.
—No uses ese tono conmigo, hermanito —dijo en voz baja—. ¿No oíste lo que dijo Sukhet? Los dioses no son soldados a los que se pueda dar órdenes como a tus guerreros. Exigirán un alto precio por tal poder, ¡y seremos nosotros los que lo paguemos, no tú!
El rey se mantuvo indiferente.
—Si tienes miedo de invocar a tu dios, Memnet, entonces ve a hincarte de rodillas ante Nagash. Esas son las únicas opciones que nos quedan.
El rostro de Memnet se crispó en una máscara de rabia, tan repentina e intensa que el Ushabti dio un paso protector hacia el rey, y cerró las manos rollizas formando puños temblorosos. El gran hierofante enfadado, apretó la mandíbula, pero cuando habló no fue para proferir imprecaciones contra el rey sacerdote. En lugar de ello, comenzó a salmodiar con voz acalorada.
Akhmen-hotep vio cómo las gotas de sudor se amontonaban en el rostro redondo de Memnet, y luego sintió una ráfaga de aire caliente rozándole la piel, que rápidamente se convirtió en un agitado remolino de viento. La crepitante y chirriante nube de oscuridad que se cernía en lo alto se agitó como un mar tempestuoso. Estrechas lanzas de feroz luz de sol se abrieron paso a través de la masa agitada, tocando el suelo un instante antes de que la sombra se las tragara. Ardientes formas negras cayeron al suelo alrededor de Akhmen-hotep y sus guerreros, formando una lluvia constante y creciente. El rey se dio cuenta de que se trataba de caparazones y escarabajos de tumbas, cada uno tan grande como el puño de un hombre adulto.
La voz de Memnet se volvió más fuerte y se alzó sobre el viento aullante en contrapunto a la voz aguda y nasal de Sukhet. El sacerdote de Phakth el dios del cielo, parecía estar sufriendo un terrible dolor.
Akhmen-hotep se sobresaltó al sentir que se le destapaban los oídos y luego oyó a sus soldados gritar asustados y sobrecogidos mientras un relámpago en zigzag se estrellaba contra el lejano cerro.
El trueno que se oyó a continuación fue como si hubiera llegado el fin del mundo.
* * *
Arkhan abrió los ojos de pronto en el punto culminante del ruido; la sacudida del trueno fue tan grande que por un momento el visir pensó que alguien lo había golpeado.
Estaba tendido de espaldas a unos metros de los restos retorcidos del carro de su enemigo. El impacto de su caballo muerto había destrozado la rueda izquierda de la máquina de guerra y había volcado el pesado vehículo, y los cuatro caballos que tiraban de él se alejaban galopando despavoridos y arrastraban el yugo roto tras ellos. Caballos y hombres gritaban a su alrededor en medio de la penumbra, y su caballería, rodeada por dos lados, luchaba por sobrevivir.
Arkhan se levantó como pudo mientras maldecía. Tenía la pierna izquierda débil y rígida. Se dio cuenta con retraso de que un fragmento de bronce del tamaño de una daga le sobresalía del muslo derecho. Se lo arrancó con la mano izquierda y se obligó a ponerse en pie. Un estremecimiento recorrió al inmortal y sintió cómo el conocido y atroz dolor surgía en sus tripas. Los esfuerzos y las heridas que había recibido habían consumido gran parte del elixir vital de su señor y una mortal lasitud comenzó a extenderse por sus extremidades.
Inspeccionó los restos del carro de Suseb estremeciéndose de miedo. ¿El paladín habría sobrevivido?
Vio como la masa de madera y metal se movía. Las retorcidas chapas de bronce crujieron y estallaron y Arkhan sintió que lo invadía el temor cuando la cabeza y los hombres del León aparecieron con gran esfuerzo ante su vista.
Desesperado, el visir alzó su espada y entonó el Conjuro de Llamada. La magia oscura era inconstante, se resistía a su control debido a su estado debilitado, pero tres de los soldados de caballería muertos de Arkhan se agitaron y se levantaron con gran dificultad.
—¡Matadlo! —ordenó el visir, señalando a Suseb.
Los guerreros no muertos avanzaron tambaleándose. Un soldado se sacó una jabalina del pecho y se la lanzó al paladín atrapado. Golpeó a Suseb en el hombro izquierdo atravesándole la armadura pero no la carne bendita de debajo. El León rugió furioso y redobló sus esfuerzos logrando ponerse de rodillas. Con la mano derecha, arrancó un trozo irregular de chapa de bronce de los restos y lo arrojó dando vueltas contra el cadáver ambulante que se encontraba más cerca. El impacto aplastó el cráneo del resucitado tras lanzarlo al suelo.
Entre maldiciones, Arkhan cargó contra él junto al resto de sus guerreros, con la esperanza de dar muerte al paladín antes de que pudiera liberarse.
Uno de los soldados de caballería muertos arremetió contra Suseb atacándolo con un hacha. La hoja de piedra rebotó en el cráneo del paladín dejando un corte poco profundo a lo largo de un lado de su cabeza. El otro trató de agarrarle la garganta con manos ensangrentadas. Suseb cogió a la criatura desarmada por el brazo y la lanzó contra el guerrero que empuñaba el hacha. Los torpes resucitados se enredaron el uno con el otro y se desplomaron, retorciéndose; antes de que pudieran levantarse de nuevo, el León agarró su enorme khopesh y atravesó ambos cuerpos con un único y resonante golpe.
Al sentir una oportunidad, Arkhan saltó hacia delante y arremetió contra el rostro de Suseb. El paladín vio venir el golpe e intentó apartarse, pero la cimitarra dejó un profundo tajo en la mejilla morena del guerrero. El visir soltó una carcajada al ver la herida, pero la sensación de triunfo le duró poco. El khopesh del León parpadeó por el aire y el inmortal retrocedió rápidamente, justo a tiempo de evitar que le cortara ambas piernas.
Suseb flexionó sus fuertes piernas con un enérgico rugido y se liberó de los restos. Su enorme espada tejió un mortífero diseño por el aire mientras avanzaba sin temor hacia el visir.
—Asqueroso cobarde impío —gruñó—. Es una deshonra manchar mi hoja con un enemigo tan indigno, pero lo haré con mucho gusto si así libro al mundo de tu presencia y la de los de tu calaña.
Arkhan soltó un rápido conjuro y lanzó un rayo de poder nigromántico contra el León. Le dio a Suseb justo en el pecho. El paladín bramó de dolor, pero prosiguió su implacable avance.
Otro relámpago golpeó la tierra, esa vez cayendo en medio de una compañía de guerreros de Khemri, cerca del centro de la línea de batalla. El trueno que llegó a continuación ahogó los gritos de asombro y consternación.
Entonces, para horror de Arkhan, un rayo de sol atravesó el velo de oscuridad de su señor y se reflejó en la espada del León. Su carne fría tembló al verlo y, por primera vez, temió que existiera la posibilidad de ser derrotado.
Un viento tormentoso sopló hacia el norte a través del campo de batalla, aullando con la furia de un dios. Los rayos azotaban la tierra como si se tratara del látigo de un jefe de obra, arañando el cerro en medio de una creciente lluvia de ardientes caparazones de escarabajo. Cada vez más rayos de sol lograban abrirse paso entre la agitada nube y acababan con los muertos vivientes en cuanto los tocaban.
En el interior del pabellón negro, una multitud de esclavos se postró en el polvo delante del lúgubre sarcófago del rey e imploró que los liberara. En las sombras de la parte posterior del recinto, el anciano esclavo del Usurpador volvió su rostro ciego hacia el cielo y profirió una carcajada ronca y espantosa.
Se oyó un silbido y el chirrido de la piedra, y la tapa del sarcófago del rey se abrió. Un aullante coro de espíritus atormentados y una ráfaga de aire helado envolvieron a los aterrorizados esclavos, que alzaron las manos suplicándole a su amo y señor.
Nagash el Inmortal, rey sacerdote de Khemri, salió de su féretro embrujado en medio de un agitado nimbo de almas aullantes. Envuelto en trémulo vapor etéreo, el señor de la Ciudad Viviente no le prestó atención a las súplicas reverentes de sus esclavos. Fuego compacto verde ardía en sus ojos hundidos y crepitaba a lo largo del báculo de metal oscuro que aferraba con la mano izquierda. Las caras de los cuatro cráneos que remataban el espantoso cayado rielaban con un poder sobrenatural y desdibujaban el aire a su alrededor.
El apuesto rostro surcado de arrugas y las fuertes manos del rey eran del color de la porcelana y relucían como hueso pulido desde los pliegues de su oscura túnica carmesí. Se cubría la cabeza calva con un casquete de oro batido grabado con extraños jeroglíficos en una lengua desconocida para los hombres civilizados.
Los esclavos se apartaron rápidamente del camino del rey inmortal, encogiéndose de miedo mientras Nagash se volvía hacia el sarcófago más pequeño, que aguardaba junto al suyo. La figura tallada en la superficie era serena y hermosa: una diosa de la Tierra Bendita en plena juventud. Una fría sonrisa torció los finos labios del nigromante. Extendió la mano derecha, y los espíritus que lo rodeaban descendieron por su brazo se deslizaron por la superficie del féretro. La tapa de mármol tembló y luego se apartó despacio. Un gemido quedo y torturado se alzó de las profundidades del sarcófago. Nagash prestó atención, saboreando el sonido. Su sonrisa se tomó cruel.
—Ven —ordenó.
La voz del rey era burbujeante y chirriante; salía resollando de unos pulmones destrozados.
Despacio, dolorosamente, la figura apareció. Iba ataviada con inestimable brocado de seda y llevaba un tocado de reina hecho de oro sobre la frente. Pulseras con incrustaciones de brillantes zafiros colgaban de sus frágiles muñecas y arrugaban la piel seca y parecida a pergamino de debajo. Se apretaba dolorosamente las manos como garras contra el pecho marchito y mantenía la cabeza inclinada bajo el peso de sus galas reales. Mechones de cabello desvaído y quebradizo habían escapado de los pliegues de su tocado y se rizaban contra sus mejillas hundidas y amarillas. El tiempo había desgastado las delicadas curvas de su rostro, dejando sólo bordes angulosos y una boca fina y casi sin labios. Sus articulaciones crujían como cueto seco mientras se movía, atraída hacia el nigromante como si tirase de ella una cuerda invisible.
Unos brillantes y hermosos ojos verdes relucían como esmeraldas en el rostro momificado de la reina, en el que había quedado grabado un sufrimiento tan profundo que resultaba incomprensible para un ser humano.
Los esclavos guardaron silencio mientras su reina avanzaba entre ellos. Hundieron la cara en el polvo y se taparon los oídos con las manos para no oír sus gritos lastimeros.
Nagash agitó la mano una vez más y la pesada portezuela de la tienda se apartó. Condujo a su reina hacia el rugiente tumulto, haciendo caso omiso de la ira de los dioses y los hombres. El nigromante recorrió el campo de batalla con la mirada y su sonrisa se transformó en un aborrecible gesto de desdén.
—Enséñales —le ordenó a su reina, que alzó los brazos atrofiados hacia el cielo y dejó escapar un largo y desgarrador gemido.
Akhmen-hotep sintió el cambio a más de una milla de distancia. El viento y los relámpagos se detuvieron en un solo instante, de forma tan repentina que el rey se encontró poniendo en duda sus propios sentidos. A continuación, la susurrante oscuridad de lo alto pareció aumentar y le llenó los oídos con su zumbido, y los sacerdotes comenzaron a gritar.
Les había dado la espalda a Sukhet y Memnet cuando el fuego y los rayos habían empezado, dejándolos con sus conjuros mientras trataba de evaluar el efecto que tendrían en la batalla. Entonces, se giró al oír sus exclamaciones de angustia y vio que los dos hombres se habían postrado. Un escalofrío recorrió al rey ante la expresión de absoluto terror escrita en sus rostros.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. En nombre de todos los dioses, ¿qué ha pasado?
Por un momento, dio la impresión de que ninguno de los dos lo oía. Luego, Memnet susurró:
—Estamos acabados.
—¿Acabados? —repitió el rey sacerdote. Un creciente miedo le atenazó el corazón—. ¿Qué significa eso? ¡Habla!
—La Hija del Sol —gimió Memnet.
El gran hierofante tenía la piel colorada y los ojos enfebrecidos. Akhmen-hotep podía sentir el calor que irradiaba de él en oleadas palpables.
—¿Neferem? —inquirió el rey sacerdote, sorprendido—. ¿Qué le pasa? ¿Todavía está viva?
—¡La ha esclavizado! —exclamó el gran hierofante entre dientes—. ¡Nagash la ha atado en cuerpo y alma!
La noticia dejó a Akhmen-hotep atónito.
—Eso es imposible. Ella es el pacto hecho carne. Su espíritu ata a los dioses.
—No me preguntes cómo —contestó el gran hierofante.
Parecía más un niño asustado que una encarnación viva de Ptra. Extendió una mano temblorosa hacia el norte.
—¡Puedo sentirla, hermano! No puedes imaginarte su sufrimiento. Las cosas que le ha hecho… ¡No puedo soportarlo!
—¡En ese caso, debemos hacer algo! —declaró el rey.
—Nuestro poder no puede tocarla —exclamó Memnet—, ni se pueden dirigir las bendiciones de los dioses contra ella. ¡Mira! ¡Incluso la luz de Neru falla en su presencia!
Horrorizado, Akhmen-hotep volvió la mirada hacia el norte. Memnet tenía razón, la poderosa guarda de la consorte celestial había fallado y los no muertos se estaban acercando una vez más. Los acólitos de la diosa se habían retirado hacia su suma sacerdotisa con los rostros pálidos por la impresión. Khalifra lloraba abiertamente, aferrándose el vientre con las manos como si la hubieran apuñalado.
El rey tenía el cuerpo frío y pesado. Asombrado, se dio cuenta de que incluso el don de la fuerza de Geheb le había fallado.
Los dioses habían abandonado a los hombres de Ka-Sabar.
* * *
La enorme espada de Suseb se estrelló contra la guarnición de Arkhan con la suficiente fuerza como para hacer caer al visir de rodillas. El inmortal chocó contra el suelo con violencia y rodó a un lado justo a tiempo para esquivar otro veloz golpe dirigido a su cabeza. En su desesperación, Arkhan lanzó un mandoble de revés contra el tobillo del paladín, pero la cimitarra giró con torpeza en su mano y rebotó en la pantorrilla de Suseb. Arkhan comprendió con asombro que el golpe del paladín había doblado su preciada arma.
Arkhan siguió rodando y evitó por los pelos otra estocada que le dio de refilón en el hombro. El León era igual de rápido y fuerte que su tocayo; sus dones divinos rivalizaban incluso con los de los Ushabtis. Pensando con rapidez, se puso de espaldas y extendió la mano izquierda mientras escupía palabras de poder. Un rayo de energía saltó de sus dedos y golpeó al paladín en el pecho. Suseb soltó un gruñido de dolor, pero su paso no vaciló nunca. El visir se había quedado casi sin poder.
—No podéis escapar al castigo divino tan fácilmente —rugió el León—. ¡El momento de vuestro juicio se acerca!
Suseb llegó hasta el visir con un único y veloz paso e hizo descender su imponente espada. Una vez más, Arkhan intentó esquivar el golpe, pero en esa ocasión su endeble cimitarra se partió con un discordante sonido metálico.
El inmortal apartó a un lado la hoja rota y levantó la mano vacía.
—¡Me rindo! —exclamó mientras se llevaba la mano izquierda a la espalda para coger la daga que ocultaba en el cinto—. ¡Tened clemencia, León de Ka-Sabar! ¡Nagash pagará cualquier rescate que pidáis!
Una ira justificada iluminó el rostro de Suseb al hablar:
—¿Os atrevéis a suplicar clemencia, sirviente del Usurpador? ¡Si los dioses quieren perdonaros, que detengan mi mano!
El León echó el arma hacia atrás. Durante un brevísimo instante pareció tambalearse, como si de pronto la espada pesara más que antes, y Arkhan vio su oportunidad. Su mano izquierda subió rápidamente trazando un golpe desde abajo y se oyó un golpe sordo, como un cuchillo hundiéndose en madera.
Suseb se detuvo con la boca abierta. Despacio, su mirada bajó hasta el mango de la daga que le sobresalía del pecho. Impulsada con fuerza sobrehumana, la afilada hoja se había hundido en su cuerpo.
El paladín avanzó medio paso con el rostro desencajado por el esfuerzo mientras intentaba inspirar una vez más, pero la daga había atravesado el corazón del León. La gran espada de Suseb se le escapó de las manos, y el paladín cayó lentamente de rodillas.
Arkhan mostró sus dientes irregulares en una sonrisa lenta y perversa. Deliberadamente, se puso en pie poco a poco y cogió el arma de Suseb. Luego, se agachó y le susurró bajito en el oído:
—Parece que los dioses han hablado —dijo.
Exclamaciones de desesperación escaparon de las gargantas de los hombres de Suseb cuando el visir golpeó el cuello del León con la pesada hoja. Debido a lo débil que estaba, Arkhan necesitó dos golpes torpes para separar la cabeza del paladín de los hombros.
Akhmen-hotep oyó los gritos de desesperación que surgieron del flanco izquierdo del ejército y supo que la batalla estaba perdida. Los acólitos de Neru habían huido llevándose a su suma sacerdotisa mientras los no muertos que merodeaban por el lugar se acercaban. Los Ushabtis del rey habían desmotado y lo habían rodeado con las espadas desenvainadas, esperando sus órdenes.
Hashepra, sumo sacerdote de Geheb, se acercó al rey. El rostro del rechoncho sacerdote mostraba una expresión afligida, sus morenas mejillas estaban surcadas de lágrimas, pero su voz se mantenía igual de fuerte que siempre.
—Tengo cuatro compañías de lanceros en formación esperando vuestras órdenes, alteza —informó—. ¿Qué queréis que hagamos?
El rey sacerdote se sintió perdido en medio de la oscuridad sobrenatural. Los cimientos de su mundo se habían desmoronado en el transcurso de una sola mañana; se sentía vacío.
—Salvaos —contestó apenado—. Ordenad a los trompetas que toquen a retreta. Nagash se ha impuesto.
Hashepra retrocedió, sorprendido, como si Akhmen-hotep lo hubiera golpeado. El sacerdote comenzó a protestar, pero no se podía negar el desastre que se estaba desarrollando a su alrededor. Al final asintió con la cabeza y fue a transmitir la orden al trompeta.
Los Ushabtis guiaron al rey sacerdote de regreso a su carro y lo alejaron rápidamente en dirección al oasis. Memnet había desaparecido; aparentemente se lo habían llevado sus propios sacerdotes.
Akhmen-hotep avistó el cadáver de Sukhet desde el carro. El sumo Sacerdote de Phakth yacía en el suelo; su rostro era una máscara de desesperación. La encarnación viva del dios de la justicia tenía el cuello cortado.
Una hora después, Arkhan subió renqueando la ladera rocosa hacia el pabellón de su señor. Las últimas compañías de la hueste de Bronce que habían sobrevivido lograron abrirse paso a través de la oscuridad y cayeron de rodillas bajo la brillante luz del sol del oasis. Los adláteres no muertos de Nagash se detuvieron al borde de la sombra, incapaces de seguir persiguiéndolos. El visir dudaba de que hubiera más de cien guerreros de Khemri vivos repartidos por toda la llanura.
Casi una docena de figuras de piel marfileña aguardaban hambrientas fuera de la tienda de su señor. Clavaron la mirada en Arkhan con odio apenas disimulado mientras este pasaba entre sus hermanos y entraba en la tienda sin anunciar su llegada.
Nagash aguardaba dentro, rodeado de su séquito de fantasmas y atendido por su reina y sus esclavos. Tres inmortales estaban arrodillados a los pies de su señor bebiendo a grandes tragos y haciendo mucho ruido con los cálices de oro que sostenían con manos temblorosas.
Arkhan captó el embriagador perfume del vivificador elixir y se hincó de rodillas. Se arrastró por el polvo hasta los pies de Nagash, mientras los fantasmas lo rodeaban rozándole la piel con dedos de hielo y gimiéndole al oído.
—Traigo nuevas de vuestra victoria, señor —dijo con voz ronca.
—Habla, entonces —respondió Nagash con frialdad.
Arkhan se pasó la lengua por los labios fríos. La sed era atroz. Todas las venas de su cuerpo estaban marchitas y le dolían. Con un esfuerzo, continuó:
—La hueste de Bronce se ha dado a la fuga y hemos obligado a los jinetes de Bhagar a abandonar el campo de batalla.
—Aun así tu caballería sigue persiguiéndolos —dijo Nagash.
—Así es, señor así es —repitió el visir, levantando la mirada hacia el rey. La reina se encontraba a la derecha de Nagash y un poco por detrás del nigromante. Arkhan evitó su mirada fija y angustiada.
—Deberíamos llamar a nuestros jinetes inmediatamente antes de que se agoten demasiado.
—La confusión reina entre la hueste de Bronce. Huyen para salvar sus vidas por el camino comercial hacia Ka-Sabar. Al menos la mitad de ellos yacen muertos allá abajo, en la llanura. Si los perseguimos, podríamos destruirlos completamente…
El rey negó con la cabeza.
—No habrá persecución —declaró Nagash—. El ejército debe regresar a Khemri de inmediato. Los reyes de Rasetra y Lybaras también se han alzado contra nosotros y ahora mismo sus ejércitos marchan a través del Valle de los Reyes.
La noticia desconcertó a Arkhan. Por un momento, olvidó incluso su terrible sed.
—¿Y nuestros aliados de Quatar? —preguntó.
—Le he enviado un mensaje al rey sacerdote Nemuhareb —contestó Nagash—. Se ha puesto en marcha para bloquear el extremo occidental del valle y está seguro de que puede hacer retroceder a los rebeldes.
El visir estudió el rostro de su señor.
—No estáis convencido —afirmó.
—Debemos hacerle frente a esta rebelión desde una posición de fuerza —respondió el nigromante—. La batalla de hoy no ha sido sino la primera de muchas. Preveo que nos espera una larga y enconada guerra. Debemos reunir a nuestros aliados y prepararnos para la tormenta. —Un ávido destello brilló en los ojos oscuros de Nagash—. Nos encargaremos de Ka-Sabar más tarde. ¡Antes de que hayamos acabado, controlaremos toda Nehekhara y habremos restablecido el gran Imperio de Settra!
«Que los dioses os oigan», habría dicho en otro tiempo Arkhan. Ahora el visir simplemente sonrió y preguntó:
—¿Qué queréis que haga, señor?
—Por ahora, bebe. Luego, ve a llamar a tus jinetes errantes. Salimos para Khemri al anochecer —dijo Nagash mientras extendía la mano.
Ghazid, el esclavo de ojos azules del rey, salió de la oscuridad arrastrando los pies desde el otro extremo de la tienda con un cáliz de oro en las arrugadas manos. El recipiente rebosaba un espeso líquido carmesí. Las manos de Arkhan se cerraron de forma espasmódica mientras el líquido se aproximaba.
El visir le quitó la copa al esclavo demente y bebió el contenido con avidez, olvidando todo pensamiento de guerra y conquista.