TREINTA
El fin de todo
Mahrak, la Ciudad de la Esperanza,
en el 63.º año de Djaf el Terrible
(-1740, según el cálculo imperial)
El ejército lahmiano llegó a Mahrak a media mañana del siguiente día en medio de una fanfarria de trompetas y el líquido revoloteo de cientos de estandartes de seda amarilla. Primero llegaron escuadrones de caballería pesada rodeando el perímetro septentrional de la ciudad sitiada y formando una sinuosa columna de pendones de vivos colores. Los colgantes de plata que se habían añadido a los arreos desprendían destellos glaciales bajo la brillante luz del sol, contrastando con las extrañas camisas y espinilleras de escamas negras como el carbón que llevaban los jinetes. Detrás de la caballería pesada venían escuadrones más pequeños de arqueros a caballo que viajaban en monturas de pelo brillante y patas delgadas. Llevaban arcos cortos y potentes cruzados sobre las sillas de madera parecidos a las temibles armas de los vencidos bhagaritas.
Por detrás de los arqueros a caballo marchaban largas columnas de lanceros bajo varios estandartes de seda que anunciaban las identidades de sus nobles patrocinadores. Los soldados de a pie llevaban oscuras armaduras de metal semejantes a las de la caballería, y sus espadas y las puntas de sus lanzas estaban fabricadas con el mismo mineral.
A primera vista, las últimas compañías de infantería lahmianas también parecían ser lanceros, salvo que no portaban escudos y eran menos numerosas que las compañías de a pie normales. Cada guerrero marchaba sosteniendo un palo largo contra el hombro, pero al observarlos más de cerca se hacía patente que estas armas no eran lanzas. De hecho, casi ni parecían armas. Un tercio del objeto sí era un palo de madera dura, casi del mismo grosor que el antebrazo de un hombre, y estaba rematado en el extremo con una cabeza de metal oscuro. El resto del objeto estaba hecho de bronce sin bruñir y sujeto con más tiras de metal oscuro. Los artesanos habían tallado el bronce para que se asemejara a la piel escamosa de un temible lagarto, y la punta de bronce del objeto se parecía a la sonriente boca con colmillos de un cocodrilo. Las mandíbulas talladas estaban separadas y se abrían para dejar ver huecos oscuros en su interior.
Los escoltas zandrianos que recibieron a los lahmianos estudiaron a los extraños guerreros con una mezcla de curiosidad y terror. Era bien sabido que Lahmia era un lugar lejano y exótico, y que sus gentes comerciaban con misteriosos bárbaros en las Tierras de la Seda allá en el este. Lo que vieron sólo sirvió para confirmar sus expectativas.
El ejército se detuvo a menos de unos cuantos cientos de metros de las posiciones zandrianas y comenzó a marcar rápidamente con estacas un perímetro como si se preparase para acampar. En medio del grupo, avanzaba una procesión de carromatos de vivos colores que, sin duda, contenían al rey y sus criados. Los recién llegados no parecieron prestarle mucha atención a los demacrados zandrianos que los miraban fijamente ni a la llanura cubierta de huesos que se extendía hacia el oeste desde las murallas de Mahrak y las turbulentas nubes de oscuridad que colaban en el cielo más allá.
No se podía decir lo mismo de la gente que se encontraba en el interior de la ciudad sitiada. Cuando aparecieron los primeros estandartes amarillos al norte, la noticia se propagó como una tormenta del desierto por las calles mugrientas y atestadas de cadáveres de Mahrak. Para cuando el ejército lahmiano se detuvo delante del campamento zandriano, media docena de Ushabtis ya habían subido a lo alto de la muralla septentrional de la ciudad cargando a una débil figura con túnica que pesaba poco más que un niño. Despacio y con cuidado, dejaron a Nebunefer de pie en el suelo y lo ayudaron a colocar las arrugadas manos sobre las almenas para sostenerse. A continuación, se retiraron a una respetuosa distancia.
Nebunefer observó cómo los carromatos del rey lahmiano aparecían ante su vista, seguidos de una larga hilera de carromatos de provisiones muy cargados. La mente del anciano sacerdote aún seguía siendo aguda, casi de un modo prodigioso, esos días. Había llegado a aprender que el hambre tendía a concentrar los pensamientos de una persona, al menos durante un corto tiempo.
Según los indicios, era evidente que Lamashizzar no tenía intenciones de levantar el sitio. Durante diez largos años, los lahmianos habían visto cómo se desarrollaba la guerra contra Nagash y se habían negado a comprometerse con un bando u otro. Nebunefer pensaba que estaban esperando a ver qué bando se imponía antes de implicarse. Ahora, al parecer, ya habían tomado una decisión.
Un Ushabti se acercó y le hizo una reverencia al sacerdote mientras le ofrecía una pequeña taza de ardilla rebosante de un líquido humeante. Nebunefer cogió la taza con ambas manos agradeciendo el calor a pesar del brillante sol de media mañana. Tomó un sorbito de té, té lahmiano, notó con tristeza, importado a un alto precio de las Tierras de la Seda y comprado para los almacenes del templo años atrás. El té tenía un sabor delicado y floral cuando se combinaba con agua procedente de la Piedra Hendida. Era lo único que le quedaba al clero. Dejaban las diminutas hojas en remojo hasta que no quedaba nada, y luego se las comían también.
Nadie sabía cuántos ciudadanos quedaban en Mahrak. Cientos habían muerto en disturbios cuando los suministros de comida menguaron y muchos centenares más sucumbieron después de que todos se debilitaran demasiado para luchar. Familias enteras se habían retirado a sus hogares y enviaban a los más jóvenes y fuertes a buscar comida, o cuando se acabó la esperanza, a robar un veneno de efecto rápido en la tienda del boticario. No quedaba ni una sola botica intacta en ninguna parte de la ciudad. Los desinteresados esfuerzos de los sacerdotes de Geheb y Asaph eran lo único que había impedido que estallara una plaga años antes.
Corrían innumerables rumores de canibalismo en los distritos más pobres de la ciudad a medida que las desesperadas y hambrientas familias se abalanzaban sobre los cadáveres consumidos que se amontonaban en las calles. El Consejo Hierático declaró la pena de muerte para este delito, pero no se hicieron muchos esfuerzos por buscar a los autores. La verdad era que nadie quería saber si había algo de cierto en las historias.
Nebunefer sorbió su té despacio, haciendo un gesto de dolor cuando los retortijones se apoderaban de su vientre de vez en cuando, mientras observaba cómo los lahmianos organizaban un desfile real para recibir al Usurpador. Mientras contemplaba la escena, su mente regresó a la última vez que había hablado con el rey rasetrano. Se preguntó qué habría sido de Rakh-amn-hotep y dónde estaría ahora. A un hombre podían ocurrirle muchas cosas en cuatro años. Quizás el rey aún tenía intenciones de mantener su vieja promesa. Si era así, Nebunefer temía que los rasetranos no llegarían a tiempo.
—Pensé que os encontraría aquí —dijo una voz sepulcral junto al oído de Nebunefer.
El anciano sacerdote se quedó parpadeando un largo momento sin que pudiera entender de dónde había salido el sonido. Volvió la cabeza, aturdido, y vio el rostro pálido y chupado de Atep-neru, el hierofante de Djaf El largo sitio había hecho que el sacerdote tuviera un aspecto aún más cadavérico del que tenía al principio, pero las privaciones del hambre no parecían acosarlo tanto como a Nebunefer, o a los otros sacerdotes.
—Atep-neru, me alegro de veros —saludó Nebunefer. Su voz era un débil susurro a pesar del té lahmiano—. Hacía mucho tiempo que no salíais del recinto de vuestro templo. Había empezado a temerme lo peor. —Hizo un gesto hacia el norte—. Supongo que habías venido a ver la llegada de los lahmianos.
El hierofante de Djaf miró al anciano sacerdote frunciendo el entrecejo con aire de preocupación.
—En absoluto —contestó—. He venido a convocaros al Palacio de los Dioses. Hay que tomar decisiones importantes.
Nebunefer tomó un sorbo de té e hizo una mueca de dolor cuando otro retortijón le atacó las tripas.
—No tengo nada útil que añadir —repuso mientras hacía un cansado gesto negativo con la cabeza—. Nekh-amn-aten habla por nuestro templo, como siempre. Él puede decidir por sí mismo.
—Nekh-amn-aten ha muerto —anunció Atep-neru con voz monótona—. Tomó veneno en algún momento de la noche. Por derecho de jerarquía, ahora sois el hierofante de Ptra.
Al principio Nebunefer no pudo responder. Clavó la mirada en la taza que sostenía en las manos y esperó hasta que el espantoso dolor que se adueñó de su corazón se calmara.
—Le ruego a Usirian que lo juzgue con amabilidad —dijo al final. Luego, el anciano sacerdote respiró hondo y se enderezó—. ¿Qué decisiones hay que tomar?
Atep-neru cruzó los delgados brazos.
—Nekh-amn-aten insistía en emplear el desafío contra Nagash —explicó—. Ahora que ya no está, Khansu recomienda una respuesta impetuosa y destructora.
El otro sacerdote asintió con la cabeza en señal de comprensión. El hierofante de Khsar se había vuelto cada vez más desenfrenado e imprevisible a medida que el sitio se prolongaba.
—¿Qué sugiere? —inquirió.
—Un ataque, por supuesto —respondió Atep-neru—. No sólo con los Ushabti, sino con todas las personas que queden en la ciudad. Un último gesto de desafío mientras aún nos queden fuerzas para combatir.
Nebunefer sacudió la cabeza y dijo:
—Eso no sería un combate. Sólo un glorificado suicidio en masa.
—Eso es justo lo que yo pienso —asintió Atep-neru—. Khansu es un idiota, pero ha puesto de su lado a varios miembros del Consejo. Necesito vuestro apoyo para proponer un plan razonable.
—¿Cómo cuál? —quiso saber el anciano sacerdote.
—Vaya, la capitulación, por supuesto —contestó—. Algo que deberíamos haber hecho hace mucho tiempo y haberle ahorrado mucho sufrimiento a nuestra gente. —El hierofante extendió las manos—. Nagash tiene que ver que estamos en un punto muerto. Cada día que el Usurpador continúa aquí, él y sus aliados ven menguar las fortunas de sus ciudades natales. Estoy seguro de que estaría dispuesto a negociar el final del sitio.
—Suponiendo que tuvierais razón, ¿qué pasa con nuestros aliados? Estaríamos traicionándolos —respondió Nebunefer con un suspiro. El ceño de Atep-neru se hizo más pronunciado.
—Nuestros aliados nos han abandonado —dijo bruscamente—. Han pasado cuatro años, Nebunefer. No van a venir. Nadie va a salvarnos si no somos nosotros mismos.
Nebunefer se quedó mirando a Atep-neru y vio la absoluta convicción que se reflejaba en los ojos del hierofante. Fi anciano sacerdote suspiró, encontrándose más cansado de lo que se había sentido nunca en su larga vida. Se volvió para contemplar el campamento lahmiano una vez más y sacudió la cabeza con tristeza.
—Adelante —concedió Nebunefer—. Reunid al Consejo en el Palacio de los Dioses. Yo… —dijo, y bajó la mirada hacia las profundidades de su taza—, yo voy a terminar mi té.
El hierofante hizo un cortante gesto de asentimiento con la cabeza.
—En ese caso, os veré en el palacio —respondió—. No nos hagáis esperar mucho tiempo. Con Lamashizzar aquí, nuestra posición se vuelve más peligrosa por momentos.
Atep-neru dio media vuelta y se dirigió rápidamente a la escalera de la almena.
Nebunefer vio como se alejaba el hierofante, y luego se volvió de nuevo hacia el ejército lahmiano. Observó los estandartes de seda ondeando con el viento del desierto y sorbió todo el té que le quedaba. La sensación de pérdida que experimentó lo atravesó por completo, como una brillante espada en el calor de la batalla.
Ese sería el último día de Mahrak. La valerosa resistencia de la ciudad había llegado a su fin, ya fuera desperdiciada en una carga condenada al fracaso o vendida como tela barata en el mercado. Esas eran las únicas opciones que quedaban.
El anciano sacerdote se bebió los últimos posos amargos y estudió la rara vacía largo rato. Luego, estiró la mano y, soltándola, la lanzó en un arco descendente por encima de la muralla de la ciudad.
Nebunefer cayó en la cuenta de que había una tercera opción.
* * *
Los lahmianos no se molestaron en enviar un mensajero a la tienda del Rey Imperecedero y esperar a ser invitados a una audiencia. Menos de una hora después de su llegada, organizaron una procesión y se pusieron en marcha hacia el centro del campamento de Nagash. Anunciaron su llegada con el son de las trompetas y el entrechocar de los címbalos y las campanas, por lo que llenaron el aire con un derroche de ruido festivo. Los guerreros de Zandri se apartaron mientras la procesión atravesaba su campamento, maravillados ante los jinetes de armadura oscura y el palanquín lacado de negro que encabezaban un desfile de criados ataviados con colores brillantes que acarreaban docenas de fardos y arcones de madera.
La noticia de la llegada del ejército se extendió rápidamente por el campamento, apartando a los inmortales que le quedaban a Nagash de sus puestos para atender a su señor. La Guardia de la Tumba del rey, que había reunido a todos sus efectivos a toda prisa mientras la procesión se acercaba, se hizo a un lado y permitió que los nobles de piel pálida entraran en fila apresuradamente en la cavernosa tienda de su señor.
Arkhan el Negro entró entre ellos sin que lo vieran y se dirigió furtivamente a las sombras que se proyectaban en la otra esquina del recinto, poco iluminado. Examinó la creciente multitud buscando algún indicio de Amn-nasir o los reyes gemelos de Numas, pero los vasallos mortales de Nagash no estaban por ninguna parte.
El Rey Imperecedero ya se encontraba presente. Estaba sentado en el trono de Khemri en el otro extremo del recinto y lo atendía su criado ciego, Ghazid. Neferem estaba ausente. Incluso habían sacado apresuradamente su pequeño trono.
Proliferaban las conjeturas. Arkhan prestó atención a los sibilantes susurros de sus compañeros inmortales. Muchos razonaban que Lamashizzar había alcanzado la mayoría de edad y había venido a jurarle lealtad a Nagash. Otros especulaban que el joven rey desafiaría a su señor para que le devolviera a Neferem. Otros más creían que Lamashizzar esperaba interceder a favor de los sacerdotes de Mahrak. Arkhan cruzó los brazos y se acomodó para observar cómo se desarrollaba la audiencia.
Los atronadores cuernos y los resonantes címbalos se acercaron. Se hizo el silencio en la corte de Nagash. Tras una orden en voz baja del Rey Imperecedero, Ghazid recorrió renqueando el pasillo entre los inmortales que aguardaban y salió de la tienda.
La música que llegaba de fuera se apagó. Entonces, después de unos momentos, comenzó de nuevo, más suave y más melodiosa. Las portezuelas de la tienda se hicieron a un lado, y una veintena de vistosos músicos entró llenando el oscuro recinto con las notas cristalinas de flautas de plata, címbalos y campanas. Los lahmianos no le prestaron atención a la espantosa concurrencia que ocupaba la oscura extensión del recinto. Se desplegaron rápidamente a ambos lados de la abertura y continuaron tocando mientras los primeros cortesanos emprendían la larga procesión hacia el trono de Nagash.
Cada uno de los nobles vestidos con seda se aproximó al Rey Imperecedero con un espléndido obsequio: rollos de seda de la mejor calidad, arcones de delicado jade o collares dorados decorados con relucientes piedras preciosas. Los cortesanos hicieron una reverencia ante el trono y se apartaron alternativamente a derecha e izquierda, formando filas que se extendían por todo el pasillo hasta la entrada de la tienda.
Tras largos minutos, después de que el último cortesano se hubiera inclinado y hubiera regresado con soltura a su lugar asignado, se produjo otro claro son de trompetas y la melodía de los músicos de la entrada fue aumentando de volumen hasta alcanzar un punto culminante. Entonces, en medio del silencio que se produjo a continuación, Lamashizzar, el joven rey sacerdote de Lahmia, entró en la tienda abarrotada de gente.
El ejército sitiador se había enterado justo el año anterior de que Lamasheptra, el antiguo rey de la Ciudad del Alba, había sucumbido al fin a las presiones de una larga vida de indolencia y excesos. A una edad avanzada había engendrado un hijo y una hija con una de sus esposas, y su heredero, Lamashizzar, acababa de llegar a la edad adulta. El joven rey se dirigió con la espalda recta y actitud orgullosa hacia el trono de Nagash, ataviado con una elaborada versión de las escamas oscuras que vestía el resto de su ejército. El rey lahmiano no llevaba yelmo, lo que permitía que su largo y rizado cabello negro se derramara por sus hombros rectos y enmarcara su rostro delgado y apuesto. Sus grandes ojos marrones eran agudos y brillantes, como los de un halcón, y el joven rey honró a la corte de Nagash concediéndole una sonrisa afectuosa y deslumbrante. Sostenía contra el pecho con el brazo izquierdo un extraño garrote de madera y metal parecido a un cetro. Al igual que los objetos que llevaban sus hombres, el garrote del rey tenía forma de cocodrilo sonriente con unas fauces abiertas y pulidas.
El rey lahmiano se acercó a Nagash sin el más mínimo indicio de miedo e hizo una respetuosa reverencia al pie del trono. El Rey Imperecedero contempló a Lamashizzar con una mirada fría y torva.
Nagash hizo una mueca de desdén. Su séquito fantasmagórico gimió con temor.
—Olvidas cuál es tu lugar, muchacho —dijo Nagash—. Arrodíllate en presencia de tus superiores.
El tono de odio de la voz del nigromante atravesó el aire como un cuchillo. Entonces, un revuelo recorrió a los inmortales cuando el rey lahmiano echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Los años os han tratado mal, primo —contestó Lamashizzar—. ¿Os fallan los ojos después de tantos siglos? No soy un muchacho, sino el rey de una gran ciudad, igual que vos, y por ello os saludo afectuosamente y os ofrezco estos obsequios como muestra de mi estima.
Se oyeron susurros escandalizados entre los miembros de la corte. Muchos miraron a Lamashizzar con sincero asombro, pensando que el joven había perdido el juicio. Arkhan se acercó furtivamente, ahora aún más interesado en el intercambio de palabras. Nagash se enderezó. Sus manos se cerraron sobre los brazos del trono.
—¿Qué significa esto? —preguntó con frialdad.
Lamashizzar puso cara de sorpresa y repitió:
—¿Significar? Vaya, simplemente reafirmar los estrechos lazos entre nuestras dos ciudades. He seguido vuestras campañas con gran interés, primo. Me avergonzó veros estancados tanto tiempo aquí en Mahrak, así que mi primer acto como rey de Lahmia fue reclutar un ejército y marchar en vuestra ayuda.
Arkhan vio que Nagash se quedaba lívido. El nigromante se inclinó ligeramente hacia delante.
—¿Estás aquí para ayudarme? —inquirió.
—¡Oh, sí! —aseguró Lamashizzar. Su porte cambió levemente mientras hablaba. El alborozo desapareció de sus facciones y su voz adoptó un tono duro—. Por el amor que sentimos por Khemri, y por mi tía, vuestra reina, los guerreros de Lahmia están preparados para entregaros Mahrak en bandeja. Lo que los dioses os han negado durante cuatro largos años, nosotros os lo ofreceremos en el lapso de una tarde.
Se hizo un atónito silencio en la corte. Arkhan observó a Nagash atentamente, esperando que reaccionara con violencia. En cambio, un amago de sonrisa cruzó los labios del nigromante.
—¿Cuánto pides? —preguntó el Rey Imperecedero.
Lamashizzar hizo otra reverencia.
—Ni se me ocurriría aprovecharme de vos en circunstancias tan nefastas —aclaró el joven rey—. Simplemente quiero que Khemri y Lahmia disfruten de la estrecha relación que han tenido nuestras ciudades desde los tiempos del poderoso Settra.
La expresión de Nagash se endureció una vez más.
—Basta de fingimientos —gruñó—. ¿Qué quieres?
El joven rey extendió las manos.
—¿Qué más hay que valga la pena compartir? —preguntó mientras se volvía para contemplar a los inmortales congregados con una sonrisa, aunque Arkhan vio el brillo frío y calculador que apareció en los ojos de Lamashizzar.
»Queremos poder —puntualizó el lahmiano, volviéndose de nuevo hacia Nagash—. Compartid con nosotros el secreto de la vida eterna, y Mahrak será vuestra.
La llaneza de la petición escandalizó a Nagash.
—Te estás extralimitando —declaró el Rey Imperecedero. Lamashizzar negó despacio con la cabeza.
—¡Oh, no! —replicó—. Os lo garantizo, primo. No me extralimito. Sois vos el que ha perdido el rumbo y habéis llevado vuestro reino al borde de la destrucción.
El joven rey señaló hacia el este, en dirección a Mahrak, antes de continuar.
—Habéis derrotado un ejército tras otro, pero esta ciudad de sacerdotes continua desafiándoos —dijo—. La llanura de huesos de ahí fuera es prueba de su poder. Con el tiempo acabarán muriendo todos de hambre, quizás en otros seis meses, quizás en otros dos años, pero la ciudad no caerá ni siquiera entonces. No podréis derribar sus puertas ni saquear sus templos, y este hecho servirá de estímulo a vuestros enemigos, que seguirán oponiendo resistencia mientras la arena se adueña de vuestras ciudades.
—¿Y crees que puedes triunfar donde yo no he podido? ¡Eres un idiota! —soltó Nagash.
Lamashizzar sonrió una vez más, pero había una expresión decidida en sus ojos.
—En ese caso, nuestros huesos se desparramarán por la llanura en las afueras de Mahrak y vos no habréis perdido nada —contestó.
Los inmortales allí congregados observaban, absortos, mientras los dos reyes pugnaban. El Rey Imperecedero estaba furioso, pero Lamashizzar no se dejó intimidar. El joven rey había considerado su posición cuidadosamente y estaba seguro de que él tenía las de ganar. Arkhan estudió la expresión de Nagash con atención y le sorprendió encontrar un atisbo de tensión que no había visto nunca. Era posible que Lamashizzar tuviera razón.
Mientras Nagash consideraba la oferta del joven rey, la portezuela de la tienda se apartó y un inmortal entró apresuradamente en el recinto. Haciendo caso omiso de la tensión que se respiraba en el lugar, el capitán le hizo una reverencia al rey y exclamó en voz alta:
—¡El Consejo Hierático ha enviado un representante a tratar con vos bajo una bandera de tregua!
Lamashizzar escuchó la noticia y abrió mucho los ojos por la sorpresa. Su sonrisa de triunfo flaqueó. A su espalda, Nagash relajó las manos que aferraban el trono. Sus ojos brillaron como los de una víbora.
—Tomo nota de tu oferta de ayuda —le dijo el Rey Imperecedero a Lamashizzar—, pero no hará falta.
El rey lahmiano se volvió de nuevo hacia Nagash e hizo una reverencia.
—Entonces, me despido —respondió Lamashizzar con soltura—. Quizá podamos volver a hablar más tarde.
Nagash sonrió. Los espíritus que lo rodeaban se arremolinaron asustados.
—¡Oh!, sin ninguna duda —aseguró—. Volveremos a hablar muy pronto.
Lamashizzar giró sobre los talones y se batió en retirada con aire majestuoso; sus criados lo siguieron de cerca. Los lujosos obsequios continuaron donde los habían dejado, formando líneas torcidas hasta la entrada de la tienda. Nagash observó cómo se marchaban los lahmianos, saboreando su consternación.
Cuando el último cortesano hubo huido, el nigromante hizo una señal con una mano en forma de garra.
—Traedme al emisario —ordenó.
Minutos después, la portezuela de la tienda se apartó de nuevo y dos inmortales acompañaron a un anciano arrugado al interior del recinto. Sostenían al emisario por los brazos mientras lo llevaban por el pasillo hacia el trono, de modo que sus pies con sandalias apenas rozaban el suelo. A Arkhan, el débil y marchito mortal no le pareció más que un mendigo cubierto de polvo, pero Nagash le echó un vistazo al emisario y se puso en pie rápidamente.
Los inmortales llegaron al trono y obligaron al emisario a arrodillarse delante del Rey Imperecedero. Nagash bajó la mirada hacia el anciano; el triunfo iluminaba su rostro.
—Esto es un regalo inesperado —dijo—. Esperaba encontrarte encogido de miedo en algún templo en el corazón de la ciudad o escondido detrás de esos idiotas que forman tu supuesto Consejo. ¿Te han enviado hasta mí como una especie de ofrenda de paz, Nebunefer? ¿Un obsequio para convencerme de que aplaque mi ira?
Nebunefer apoyó una mano en la rodilla doblada y, despacio y con mucho dolor, se puso en pie. Los inmortales alargaron las manos hacia él de nuevo, pero esa vez el anciano sacerdote se enfrentó a ellos con una mirada severa. Oleadas de calor irradiaron de su piel, que brilló como metal extraído de la forja. Los dos paladines no muertos retrocedieron bufando con recelo.
El sacerdote se concentró de nuevo en Nagash.
—He venido a negociar en nombre de la gente de Mahrak —contestó con una voz que era poco más que un susurro.
Nagash entrecerró los ojos, pensativo.
—¿Los ciudadanos han desafiado al Consejo y quieren rendirse? —inquirió.
Nebunefer miró desdeñosamente al Rey Imperecedero.
—Imbécil presuntuoso —dijo con voz áspera—. Estoy aquí para negociar las condiciones de tu rendición.
Todos volvieron la cabeza. Los inmortales se quedaron boquiabiertos al oír la bravata del anciano sacerdote. Luego, uno a uno, comenzaron a reírse, hasta que el recinto en sombras se agitó por el alboroto. Nagash los hizo callar con una orden no expresada con palabras.
—¿Tu querida ciudad está al borde de la destrucción, y tú vienes aquí a burlarte de mí? —preguntó el nigromante entre dientes.
—¿Crees que esto es una broma? —Le espetó el anciano sacerdote—. Piénsalo mejor. Tu sitio ha sido un completo fracaso. En cuatro años no has conseguido llegar a menos de diez metros de las murallas de la ciudad. Hay cientos de miles de huesos desparramados entre este punto y las puertas de Mahrak. La verdad es que hemos perdido la cuenta del número de asaltos que hemos rechazado. —Nebunefer cruzó los brazos—. La ciudad no caerá en manos de alguien como tú, Nagash. Los dioses no lo permitirán.
—Los dioses —repuso Nagash con desdén—. Esos charlatanes incorpóreos. Su tiempo ha acabado. El imperio que está por llegar, mi imperio, será eterno.
Nebunefer soltó una carcajada entre resuellos, y contestó:
—Settra pensaba lo mismo, y ahora los escarabajos están escarbando en sus tripas. A ti te pasará igual, Nagash. No eres más que otro insignificante tirano que ascenderá y caerá como todos los demás, y cuando mueras, los dioses te esperarán en el lugar del juicio final. Seguro que están deseando verte.
—¡Ningún dios podría juzgarme! —bramó Nagash—. ¡He quemado sus templos y he matado a sus sacerdotes! ¡Muy pronto su querida ciudad será mía, y entonces sus nombres caerán en el olvido para siempre!
Nebunefer negó con la cabeza.
—Eres un idiota —dijo—. Un idiota arrogante e iluso que se cree igual a los dioses. Sin embargo, no eres lo bastante inteligente para entender un sencillo hecho: mientras exista el pacto, no se puede derrocar a los dioses. Están unidos a nosotros, igual que nosotros estamos unidos a ellos, y nada de lo que hagas cambiará nunca eso. ¿No lo ves? ¡Tu patética cruzada contra los dioses estaba condenada al fracaso desde el principio!
El anciano sacerdote estaba provocando al nigromante. Arkhan se dio cuenta de inmediato, pero no podía entender el motivo. Nagash, sin embargo, no lo veía. ¿Cuántas veces había soñado con ponerle las manos encima a Nebunefer después de la traición de aquella noche en el palacio real? Ahora tenía al sacerdote en sus garras, y Nebunefer había avivado el odio del rey al máximo.
Nagash apretó las manos. Dio un paso hacia el sacerdote, y luego se quedó inmóvil. Abrió mucho los ojos y su expresión se transformó en una de triunfal comprensión.
—Por supuesto —susurró—. He tenido la respuesta justo delante todo el tiempo.
El Rey Imperecedero soltó un feroz grito de júbilo y se lanzó hacia delante para agarrar al anciano sacerdote del cuello.
Nebunefer abrió mucho los ojos. Aferró las muñecas de Nagash, intentando liberarse de las manos del nigromante, pero no podía competir con la fuerza antinatural del rey. Nagash levantó al sacerdote del suelo y lo sacudió como si fuera un muñeco de trapo.
—¡No pude verlo! —exclamó Nagash, riéndose como un demonio—. ¡Tenía el poder de los dioses en mis garras y nunca me di cuenta! ¡Mahrak está sentenciada, Nebunefer, y morirás sabiendo que su destrucción fue posible gracias a ti!
Nebunefer seguía forcejeando, tirando de las muñecas de Nagash cada vez con menos fuerza. Un odio puro brillaba en los ojos del anciano. Entonces, se oyó un chasquido seco, como el sonido de una rama podrida al partirse, y la cabeza de Nebunefer cayó hacia atrás en un ángulo que no era normal.
Nagash tiró el cuerpo del sacerdote muerto.
—¡Traedme a la reina! —rugió—. ¡La caída de los viejos dioses está próxima!
En ese momento, la portezuela de la tienda se abrió una vez más. Un mensajero entró tambaleándose, manchado de polvo y medio muerto de fatiga.
—¡Los ejércitos de Rasetra y Lybaras se acercan! —anunció, jadeando—. ¡Estarán aquí en menos de una hora!
Los inmortales soltaron silbidos de sorpresa. Nagash, el Rey Imperecedero, simplemente sonrió.
—Llegarán demasiado tarde —dijo.
* * *
A poco más de una legua al sureste, los ejércitos aliados se extendieron por las onduladas llanuras como un viento de tormenta abalanzándose sobre el campamento numasi. Ocho mil soldados de caballería componían la vanguardia de la hueste, con Ekhreb al frente y el resto del ejército siguiéndolos de cerca. Su avance levantaba enormes columnas de polvo hacia el cielo, pero habían dejado de lado el sigilo a favor de la pura velocidad. Si los dioses los acompañaban, los numasis no tendrían tiempo de formar una defensa adecuada.
Ekhreb sintió el viento en el rostro mientras los caballos atravesaban la llanura al galope y lo invadió un sentimiento de dicha salvaje. Pareció, por fin, quitarse de encima el peso de todas las amargas derrotas a medida que se acercaban para librar una última batalla con el enemigo. Aquí, la ventaja era suya. La batalla les pertenecería a ellos.
Ekhreb, que cabalgaba en medio de los jinetes aliados, guió a su potente caballo hasta la cima de una alta duna arenosa y se precipitó por la otra cara. Al otro lado se extendía una amplia llanura, de una milla de ancho más o menos, que terminaba en otro alto grupo de dunas. Un conjunto de nubes oscuras se arremolinaba más allá de las lejanas laderas y las partes superiores de los templos de Mahrak salpicaban el horizonte septentrional.
En medio, formando por la llanura, había escuadrones de jinetes numasis: doce mil soldados de caballería alineados y formados para la batalla alrededor de los estandartes de sus reyes gemelos.
Los numasis desenvainaron las espadas al ver a la vanguardia aijada. La luz del sol se reflejó en un bosque de bronce pulido. En un instante, la dicha de Ekhreb se transformó en cenizas. Los habían descubierto de algún modo. El arriesgado plan de Rakh-amn-hotep había fracasado.
En el centro de la línea de batalla enemiga, los reyes gemelos alzaron las manos. Los cuernos de guerra bramaron una sola nota, y los numasis comenzaron a avanzar.
Los cuernos gimieron por el extenso campamento de los sitiadores llamando a la hueste no muerta a la guerra. Los inmortales salieron de la tienda del Rey Imperecedero y se dispersaron, casi demasiado deprisa para que la vista lo captara. Se subieron de un salto a sus caballos esqueleto y se alejaron a toda velocidad en una docena de direcciones diferentes, componiendo ya la intrincada serie de órdenes que volvería a situar a decenas de miles de soldados para enfrentarse a la repentina llegada del enemigo.
No habían tenido noticias de los reyes numasis que se encontraban al sur, pero informes fragmentarios indicaban que la caballería ya se había reunido y avanzaban para hallarse con el enemigo. Los capitanes de Nagash eligieron una línea de cerros bajos a unos cientos de metros por detrás del campamento numasi para colocar su línea de batalla inicial. Se trasladaron a toda prisa compañías de lanceros al sureste y se las hizo formar a lo largo de la ladera delante de la línea de cerros, a la vez que se enviaban mensajeros al norte para llamar a los arqueros zandrianos para que entraran en acción de inmediato. A los pocos minutos, el grueso del ejército de Nagash, por lo menos cien mil soldados de infantería y caballería no muertos, se había puesto en marcha desviándose al sureste para presentar un muro de hueso y metal delante del avance de las fuerzas del este. Más atrás de la línea de batalla, los ingenieros de sitios aplicaron el látigo contra las espadas de sus esclavos mientras luchaban por orientar sus inmensas catapultas hacia el enemigo al ataque.
En medio del caos, ocho enormes compañías de guerreros esqueleto, toda la fuerza de reserva de Nagash de cuatro mil soldados, se agitó bajo la furiosa voluntad de Nagash y emprendió la marcha hacia la línea de sombras. El Rey Imperecedero avanzaba tras ellos con aire amenazador, rodeado de su Guardia de la Tumba y un gran séquito de esclavos. Una veintena de aterrorizados criados transportaban el sarcófago de piedra de la reina de Nagash sobre los hombros desnudos.
Arkhan el Negro iba a la zaga de la macabra procesión, deseando ardientemente contar con su armadura y su espada. Estuvo tentado de volver corriendo a su tienda raída y vestirse para la batalla, a pesar de las maliciosas órdenes de Nagash: era mejor que lo torturasen de nuevo que perder la cabeza en un encuentro fortuito con un jinete enemigo.
No es que tuviera idea de lo que haría si tuviera armas y armadura. ¿A quién se enfrentaría? Parte de él albergaba la idea de que aún podría volver a ganarse el favor del Rey Imperecedero si se desenvolvía bien en la batalla, pero ¿para qué? ¿Para regresar a la esclavitud suplicando al dobladillo de su señor gotas de su terrible elixir?
Oleadas invisibles de poder crepitaron por el aire. Los cuernos gimieron y la tierra tembló bajo los pasos de decenas de miles de pies en marcha. Para Arkhan, era como si los cimientos del mundo se estuvieran sacudiendo debajo de él. Moviéndose como si estuviera soñando, el visir se vio arrastrado tras su señor.
Las compañías de reserva del ejército se detuvieron traqueteando a apenas unos centímetros de la línea de sombras. Las magias enfrentadas creaban cambiantes oleadas de luz y oscuridad que iluminaban las caras putrefactas de los guerreros. Al oeste, lejos pero acercándose cada vez más, se oyeron los pesados pasos de gigantes.
Nagash apareció en medio de las compañías de esqueletos con su túnica ondeando en el aire espectral que se estaba levantando detrás del ejército no muerto. En la mano izquierda sostenía el poderoso Báculo de las Eras, que estaba adornado con los espíritus atormentados del séquito fantasmal del rey.
El nigromante se acercó al borde de la línea de sombras y sintió el poder de las guardas de la ciudad bulléndole por la piel. Cuando depositaron el sarcófago de la reina en el suelo a su espalda, se volvió y extendió la mano derecha. Los espíritus que rodeaban el báculo recorrieron el féretro de piedra, apartaron la tapa y luego extrajeron el cuerpo marchito de Neferem. La reina quedó suspendida en sus garras como una muñeca rota, dejando caer un rastro de trocitos de lino mugriento y piel hecha jirones. Ghazid, que se encontraba cerca del féretro, volvió su rostro ciego hacia la forma flotante de la reina y soltó un gemido torturado.
Nagash atrajo a su reina hacia él. La línea de sombras retrocedió en respuesta a la presencia de Neferem.
—Tú eres la llave —dijo, bajando la mirada hacia el rostro atormentado de la reina—. Tú eres el pacto hecho carne. Ve y abre las puertas de la ciudad.
El nigromante dejó a Neferem en el suelo. La reina se tambaleó de modo vacilante mientras volvía el rostro apergaminado de un lado a otro como una niña perdida. Un gemido atormentado escapó de sus labios. Entonces, con un brusco empujón Nagash la hizo atravesar la línea de sombras.
Un fortísimo viento se levantó de inmediato alrededor de la reina y el aire crepitó ruidosamente a causa de la creciente tensión. Nagash avanzaba unos cuantos pasos por detrás de Neferem, con el rostro fijo como en una malévola máscara. Sus guerreros hicieron lo mismo momentos después, y miles y miles atravesaron las guardas.
Arkhan enseñó los dientes destrozados al sentir la repentina oleada de energías que se alzó de la arena alrededor de Nagash y sus guerreros. Incluso los esclavos lo notaron, gritaron y se cubrieron la cara esperando sentir la despiadada ira de los dioses en cualquier momento. Ghazid dejó escapar otro gemido de desesperación y avanzó tambaleándose con las manos levantadas hacia el cielo.
La furia del viento fue aumentando a cada paso que daba Neferem, desparramando montones de huesos blanqueados y levantando columnas de arena y tierra en el aire. Del suelo comenzaron a elevarse oleadas de calor, incluso aunque las nubes cada vez más numerosas cubrían la cara del sol.
Impertérrito, Nagash hizo avanzar a Neferem y a sus tropas. Podía sentir como la presión iba aumentando sobre las guardas de la ciudad a medida que sus conjuros cuidadosamente formulados se veían obligados a hacerle frente a una paradoja. Las guardas fueron creadas para proteger a los creyentes de aquellos que amenazaban a la Ciudad de los Dioses. En virtud del vínculo con Nagash, la reina no muerta era ambas cosas.
Nubes oscuras bulleron con furia en lo alto y el hedor del azufre impregnó el aire. Destellos de luz color naranja brillaron en el interior de las nubes, y las primeras llamaradas comenzaron a caer sobre las compañías que avanzaban. Feroces truenos golpeaban el cielo con cada piedra que caía como si las guardas estuvieran empezando a resquebrajarse debido a la presión.
Piedras en llamas abrieron sendas abrasadoras a través de las compañías que avanzaban. Un ardiente proyectil se dirigió como una flecha directamente contra Neferem y Nagash; sin embargo, a la misma vez que caía en picado hacia la tierra, la roca comenzó a deshacerse, hasta que estalló sin causar daños a una docena de metros del objetivo buscado. Una oleada de intenso calor envolvió a la reina rizándole la túnica seca y la piel parecida a pergamino. Nagash alzó su báculo hacia el cielo y soltó un rugido de triunfo.
El viento estruendoso y el calor abrasador se volvieron más fuertes a cada paso. El agitado movimiento de las nubes aumentó, y la lluvia de fuego se redujo. Las sacudidas consecutivas que agitaron el aire por encima de las tropas que avanzaban desgarraron el interior de las nubes. Arcos de relámpagos color violeta azotaron la llanura como el flagelo de un jefe de obra.
Se encontraban casi a mitad de camino de las murallas de la ciudad cuando aparecieron las esfinges. Surgieron como espectros del remolino de polvo, rugiendo y abriendo y cerrando las fauces con temor ante la atroz imagen de la reina. El abrasivo polvo había hecho jirones la inestimable túnica de la reina y le había arrancado el tocado de oro, y su piel comenzó a deshilacharse como si fuera hilo putrefacto. Neferem siguió adelante sufriendo el azote de la tormenta y la feroz voluntad de Nagash. Sus gritos se perdieron entre el estruendo de los espíritus del desierto y la furia del viento. Las esfinges sacudieron sus temibles cabezas y retrocedieron ante la reina como perros apaleados.
El calor se había vuelto intenso; era como estar ante la misma puerta de un gran horno. Nagash vio que su túnica empezaba a humear y se detuvo, estupefacto. Sus tropas se pararon detrás de él, pero Nagash no dejó de empujar a Neferem hacia delante, presionando sin tregua contra las antiguas guardas. La línea de sombras se estaba contrayendo por detrás del nigromante; el borde se estaba deshilachando bajo la arremetida. Una oscuridad profana fluía como tinta a su paso.
Se oyó un trueno y, durante un instante, Neferem quedó envuelta en un halo de violentos relámpagos. Su cuerpo estalló en llamas, pero la voluntad de Nagash siguió empujándola hacia delante. Los brazos se le cayeron cuando el fuego se comió los tendones y el músculo curtido, y el brillante cabello ardió en medio de una repentina lluvia de chispas.
Una figura pasó tambaleándose junto al Rey Imperecedero y se adentró en el calor abrasador. Ghazid, fiel hasta el final, siguió los pasos de su reina. La piel se le ennegreció en cuestión de momentos y se le prendió fuego a la túnica, pero el antiguo visir no titubeó.
Las esfinges bramaron y se retorcieron, atormentadas, mientras las guardas mágicas empezaban a hacerse añicos debido a la presión. El creciente calor se volvió tan intenso que el mismo aíre pareció brillar. De Neferem sólo se veía la silueta de un esqueleto envuelto en fuego de color naranja y violeta.
A más de media milla de distancia, Arkhan sintió la tensión presente en el aire como si se tratara de cuchillos romos que le rasparan la piel. Los esclavos que se encontraban a su alrededor cayeron muertos mientras les manaba sangre de ojos y oídos.
Entonces, sin previo aviso, la presión se desvaneció, reventó como una burbuja, y se hizo un silencio ensordecedor por el campo de huesos. Neferem había desaparecido; su cuerpo se había convertido en cenizas. El cadáver ennegrecido de Ghazid yacía a sólo unos metros, con una mano extendida aún, tratando de alcanzar a su amada reina.
Montones de tierra y arena cayeron formando repiqueteantes cortinas por la llanura. Con un último y menguante rugido, las esfinges se transformaron en jirones de humo que desperdigó el viento cada vez más débil, y la oscuridad cayó sobre Mahrak, la Ciudad de los Dioses.
En la llanura repleta de huesos, Nagash alzó las manos hacia el cielo y soltó un rugido de triunfo.
—¡La era de los dioses ha terminado! —exclamó—. ¡De hoy en adelante, la gente de Nehekhara le rendirá culto a su Rey Imperecedero!
Nagash bajó su antiguo báculo y sus guerreros esqueleto se lanzaron hacia delante. Entre ellos marchaban tres altísimos gigantes que levantaron sus enormes garrotes y avanzaron sobre la puerta de la ciudad. La masacre de los ciudadanos de Mahrak comenzaría en cuestión de minutos.
Al sureste se oyó un estruendo de trompetas, y Arkhan comprendió que los ejércitos del este habían llegado, justo a tiempo para ver caer Mahrak.
El visir se tambaleó de pronto bajo el feroz azote de la voluntad de su señor. Desde el otro lado de la llanura de huesos, Nagash le ordenó al inmortal: «Busca a Amn-nasir y dile que ataque a los lahmianos inmediatamente».
El visir hizo un esfuerzo por responder, pero el nigromante ya había dirigido sus pensamientos a otro lugar. Arkhan se encontró de rodillas, rodeado de los cadáveres de los esclavos muertos. Sus rostros atormentados lo miraban fijamente; no le cabía duda de que sus expresiones de miedo y dolor reflejaban la de él.
Arkhan el Negro se puso en pie tambaleándose y fue en busca del rey de Zandri.
* * *
La destrucción final de la Hija del Sol resonó por la Ciudad de los Dioses y luego se extendió hacia fuera, sobre los ejércitos que combatían y hacia todos los rincones de Nehekhara. Todos los sacerdotes y acólitos, todos los audaces Ushabtis, la sintieron como un espada de hielo que se les hundió sin avisar en el corazón. Cuando esta se retiró, notaron el poder de los dioses escapando de sus cuerpos como si fuera su sangre vital, una herida que no podría restañar la mano de ningún sanador. Desvalidos y horrorizados, supieron que el pacto se había roto, y sintieron como los dioses se alejaban de ellos para siempre.
Era el principio del fin. Nehekhara ya no era un lugar bendito.
* * *
Rakh-amn-hotep y Hekhmenukep también lo percibieron cuando el pacto se rompió y comprendieron lo que auguraba. Los Ushabtis gritaron horrorizados tirándose de la barba y golpeándose el pecho mientras sus poderes divinos comenzaban a desvanecerse.
Los reyes supusieron lo que presagiaba el espantoso cambio, pero ninguno de los dos dijo ni una palabra. Sus guerreros seguían avanzando; faltaban apenas unos minutos para que se enfrentasen a la horda no muerta del Usurpador.
Era el fin de todo. Lo único que restaba era luchar hasta que la oscuridad los arrollara.
* * *
Una ovación se alzó entre los inmortales de Nagash cuando los gigantes de hueso llegaron a las puertas de la ciudad por el nordeste. El sitio había terminado y la victoria final estaba próxima.
Al otro lado del campo de la muerte, delante de la línea de batalla no muerta, escuadrones de veloces jinetes numasis se estaban replegando ante el avance de los ejércitos orientales. Una pared ininterrumpida de jinetes lybaranos y rasetranos de más de dos millas de largo hizo retroceder a la caballería enemiga a través de su campamento y hacia sus propias líneas.
Cuando los lanceros que avanzaban estuvieron a cincuenta metros de los esqueletos que los aguardaban, los reyes gemelos les hicieron una señal a sus hombres, y los numasis emprendieron una retirada completa replegándose rápidamente por estrechas sendas entre la infantería no muerta y formando en la retaguardia del ejército.
En cuanto los numasis se quitaron de en medio, compañías de arqueros no muertos se adelantaron y levantaron sus arcos negros. Nubes de saetas de junco oscurecieron el cielo por encima del terreno de la muerte y la batalla final comenzó.
Al norte, el campamento zandriano era un escenario de caos. Los hombres caían de rodillas y les suplicaban a los dioses que los perdonasen o agitaban los puños y les gritaban maldiciones a los gigantes de hueso y a los esqueletos que atacaban las murallas de Mahrak. Los lentos y pesados golpes de los gigantes resonaban por la llanura mientras echaban abajo las puertas de la ciudad.
Consumidos por el dolor y la rabia, muchos combatientes zandrianos atacaron a Arkhan con puños y cuchillos mientras este intentaba abrirse paso hasta la tienda del rey. El inmortal ignoró los débiles golpes gruñendo de rabia y apartó a aquellos idiotas de su camino. Una flecha pasó silbando una o dos veces, pero el visir no le prestó atención.
Otra pelea parecía estar fraguándose fuera de la tienda de Amn-nasir. Varios mensajeros de los capitanes de Nagash estaban discutiendo furiosamente con los miembros del séquito y los guardaespaldas del rey de Zandri, que estaban medio locos de rabia. El visir se fijó en una docena de criados lahmianos vestidos de seda que se mantenían alejados de la enconada disputa. Estos miraron a Arkhan con cautela cuando el inmortal se abrió paso entre el gentío a empujones y atravesó bruscamente la entrada de la tienda.
Amn-nasir y Lamashizzar se encontraban en el recinto principal rodeados de una docena de Ushabtis de aspecto afligido. Los guardaespaldas se abalanzaron sobre Arkhan de inmediato, desenvainando sus terribles espadas, pero ambos reyes intervinieron rápidamente.
Amn-nasir inclinó la cabeza con gratitud ante Arkhan mientras los Ushabtis se apartaban. Lamashizzar contempló al inmortal de modo inescrutable. Arkhan presintió que había interrumpido otro acalorado debate.
—¿Has tomado una decisión? —preguntó Amn-nasir.
Arkhan se volvió hacia el rey de Lahmia.
—Ofrecisteis el poderío de vuestro ejército a cambio del don de la vida eterna —dijo el inmortal—. El Rey Imperecedero nunca os revelará los secretos de su elixir, pero yo puedo hacerlo.
Las puertas de la ciudad cayeron hacia dentro en medio de un estruendo de madera astillándose. Como uno solo, los esqueletos supervivientes que se encontraban fuera de las murallas de Mahrak se lanzaron en tropel hacia delante, atravesando la abertura con torpeza mientras los gigantes volcaban su atención en trepar por encima de las almenas de arenisca.
Al otro lado de las puertas rotas estaba situada la plaza abierta donde se encontraban seiscientos resueltos guerreros santos. Los Ushabtis de Mahrak encomendaron sus almas a los dioses que ya no escuchaban sus plegarias y se adelantaron corriendo para luchar y morir conforme a sus votos. Chocaron contra la horda de esqueletos como un viento voraz y despedazaron a los atacantes no muertos a cientos. Cuando los gigantes de hueso pasaron sobre las murallas de la ciudad, los Ushabtis les golpearon las enormes piernas hasta que se fueron desplomando uno a uno.
Los defensores de la ciudad lucharon como héroes de leyenda, pero su fuerza iba disminuyendo con cada golpe, y cada vez daban en el blanco más lanzas enemigas. Uno a uno, los magníficos Ushabtis cayeron, aplastados por manos gigantes o desangrándose a causa de infinidad de terribles heridas. Sin prisa pero sin pausa, la aglomeración de esqueletos obligó a los supervivientes a apartarse de las puertas. Nagash guió a sus guerreros con gran pericia, utilizando callejones y calles laterales para aislar y rodear a los defensores antes de sepultarlos bajo una marea de metal y hueso.
Cuando el último Ushabti murió, los tres gigantes y casi quince mil esqueletos habían caído bajo sus relucientes espadas: un último gesto de fe y honor condenado al fracaso ante la noche devoradora.
Haciendo caso omiso de héroes caídos o dioses abandonados, los miles de esqueletos restantes marcharon sobre los templos de la ciudad. Nagash, al que rodeaba su Guardia de la Tumba, se dirigió hacia el Palacio de los Dioses.
* * *
Los cráneos aullantes trazaban resplandecientes arcos de fuego mágico por encima del campo de batalla mientras los ejércitos del este y el oeste se atacaban con lanzas, hachas y espadas. Los guerreros de Rasetra y Lybaras peleaban como demonios y se introducían en las filas de los no muertos; pero el enemigo superaba ampliamente en número a sus compañías. Los reyes aliados habían asignando todas las compañías disponibles a la línea de batalla y aun así las tropas enemigas estaban rodeando de manera inexorable a las compañías que combatían por los flancos. Sin prisa pero sin pausa, el ejército enemigo presionó hacia delante, cerrándose alrededor de las tropas aliadas como las mandíbulas de un cocodrilo.
Los inmortales, que intuyeron que ellos dominaban, enviaron a la mitad de los suyos y a sus escoltas de caballería al galope hacia el flanco derecho. Los reyes numasis los vieron partir y comprendieron que el momento fundamental estaba próximo. En cuanto la caballería rodeó al flanco aliado, el destino del ejército quedó escrito.
Seheb y Nuneb cogieron sus riendas y les hicieron señas a sus capitanes. Los escuadrones de caballería comenzaron a moverse sin ningún tipo de fanfarria, acercándose poco a poco al flanco derecho del ejército. Cuando los inmortales y sus soldados de caballería ligera cruzaron por delante de la caballería numasi que avanzaba, los gemelos enviaron otra señal. Las espadas salieron con un destello de sus vainas, y los escuadrones aumentaron la velocidad y se pusieron a medio galope.
Las cabezas pálidas se volvieron al oír acercarse a los jinetes numasis. Los inmortales sonrieron como chachales y levantaron sus armas en señal de saludo.
Seheb y Nuneb correspondieron a la sonrisa y devolvieron el saludo. A continuación, sus espadas descendieron trazando un arco feroz.
—¡A la carga! —exclamaron los gemelos, y los suyos respondieron con un espeluznante rugido y el estruendo de las trompetas.
La caballería numasi atacó a los inmortales y sus jinetes por el flanco, aislando a los escuadrones no muertos y aplastando a los guerreros. Durante unos cuantos momentos cruciales, la repentina inversión de papeles pilló a los inmortales desprevenidos, y su sorpresa se reflejó en la ausencia de resistencia por parte de sus guerreros. Los veteranos jinetes segaron a los esqueletos como si fueran trigo, y pronto los capitanes de piel pálida se encontraron rodeados de docenas de titilantes espadas.
Gruñendo de miedo y de rabia, los treinta inmortales trataron de liberarse del gentío a golpes de espada y de reincorporarse a sus compañeros, que observaban la batalla sin que pudieran hacer nada a más de una milla de distancia. Sólo lo lograron unos pocos.
* * *
En el lado opuesto del campo de batalla, Ekhreb y la caballería aliada que aún aguardaba se agitaron al oír el sonido de las trompetas numasis.
—Esa es la señal —les dijo el paladín a sus lugartenientes—. Vamos.
Ekhreb aún estaba un tanto asombrado por la sorprendente oferta de negociación de los reyes numasis. Estaba a punto de ordenarle a la vanguardia aliada que cargara contra los jinetes enemigos cuando de pronto los soberanos enemigos bajaron las armas y se adelantaron bajo un símbolo de tregua. Le contaron al paladín rasetrano que ya habían visto suficientes horrores al servicio de Nagash y se habían negado a reconocer los juramentos de servirle. Todo el ejército estaba preparado para cambiar de bando, si los reyes del este los aceptaban.
El problema era que no había tiempo para discutirlo. Los ejércitos estaban en marcha e, incluso con el apoyo de los jinetes numasis, la ventaja de la sorpresa se estaba escabullendo rápidamente. Ekhreb tuvo que decidir si se podía confiar en los reyes gemelos. Una mirada a sus ojos angustiados bastó para convencer al paladín. Él sabía perfectamente cómo se sentían.
La caballería aliada se dirigió al oeste a lo largo de un barranco que les habían señalado los jinetes numasis. Esto sirvió para ocultar sus movimientos durante más de una milla, vaciando los escuadrones situados en el flanco más a la derecha del ejército enemigo. Los esqueletos ya habían avanzado mucho desplegándose de manera inexorable alrededor del flanco del ejército oriental, que era más pequeño. Eso dejó a sus filas traseras expuestas a la repentina aparición de la caballería aijada.
Los numasis se estaban desplazando más hacia el este, sembrando la confusión a lo largo de la retaguardia de la línea de batalla enemiga. Seheb y Nuneb habían cumplido su palabra. Ekhreb alzó su pesada espada con una sonrisa feroz.
—¡Por Rasetra! ¡Por Lybaras! ¡Por la gloria de los dioses! ¡A la carga! —ordenó.
Con un salvaje rugido, la caballería aijada avanzó en medio de un gran estruendo mientras sus espadas emitían tenues destellos en la penumbra. Los lanceros no muertos, que estaban concentrados con obcecación en la infantería enemiga que tenían delante, no se dieron cuenta del peligro que corrían, hasta que fue demasiado tarde.
* * *
Nagash se encontraba en el borde de la gran explanada que se extendía delante del Palacio de los Dioses cuando oyó el débil ruido de las trompetas al suroeste y el jubiloso clamor de miles de hombres vivos. Se detuvo justo cuando estaba a punto de ordenarle a su Guardia de la Tumba que asaltara el palacio de los decadentes sacerdotes, y centró su atención a través de los ojos de varios de los paladines no muertos de su hueste. Lo que vio hizo que una sarta de las maldiciones blasfemas llegara a sus labios.
¡Los numasis lo habían traicionado! Ya habían matado a la mitad de sus inmortales o los habían puesto en fuga, y ahora estaban abalanzándose con fuerza sobre el resto. Una carga sorpresa de caballería enemiga había golpeado el flanco derecho de su vasto ejército, y este estaba a punto de desmoronarse. Por el momento, el centro y el flanco izquierdo de su ejército estaban aguantando, pero sus capitanes sufrían ataques directos y no podían guiar a sus compañías irracionales con eficacia.
Una ira pura y ponzoñosa invadió al nigromante. Cómo había anhelado abrir de golpe las puertas del Palacio de los Dioses y ver cómo aquellos idiotas del Consejo Hierático salían arrastrándose sobre el vientre suplicándole que les perdonase sus inútiles vidas. ¡Ahora iba a verse privado de su justa recompensa a apenas cien metros de su objetivo!
No obstante, había asuntos más urgentes de por medio que la simple diversión. Sus reservas no estaban en posición, sino que estaban arrasando las calles de Mahrak y destrozando los templos de la ciudad. Tendría que asumir él mismo el mando de las compañías en el campo de batalla, y luego sacar a sus guerreros de la ciudad de inmediato. Con estos efectivos adicionales tendría soldados más que suficientes para detener el ataque contra el flanco derecho y recuperar la iniciativa contra el enemigo. Primero, sin embargo, necesitaba que sus maltrechas fuerzas recuperasen toda su energía.
Nagash recurrió al poder de la Pirámide Negra y comenzó el conjuro de Llamada. Al otro lado de la ciudad, los ciudadanos muertos de Mahrak empezaron a moverse.
Allá, en la llanura repleta de huesos, el flanco derecho del ejército de Nagash volvió a formar brevemente bajo el azote de la voluntad del nigromante, pero la presión de la caballería de Ekhreb y los lanceros rasetranos hizo retroceder a las compañías de esqueletos. Los inmortales que aún seguían vivos, al verse libres del esfuerzo de pelear y dirigir a la enorme hueste al mismo tiempo, empujaron a los jinetes numasis hacia el oeste e impidieron que las tropas aliadas rodearan el flanco derecho por completo. Las tropas de Nagash se vieron totalmente aisladas de su campamento y, sin prisa pero sin pausa, obligadas a retroceder contra las implacables murallas de Mahrak.
Los inmortales miraban, furiosos, hacia el norte, preguntándose dónde estaba el ejército de Zandri. Habían enviado casi una docena de mensajeros exigiendo su apoyo, pero ninguno de los jinetes había regresado.
En medio del caos de la batalla, los inmortales no advirtieron que las catapultas del ejército habían guardado silencio, ni pudieron ver el humo que se alzaba de sus tiendas en medio de la penumbra mágica.
Mientras los guerreros de Zandri invadían el campamento de Nagash, las tropas de Lamashizzar formaron y avanzaron hacia el sur, acercándose a las fuerzas del nigromante desde el norte. Los guerreros habían plegado sus estandartes de color amarillo brillante y se habían embadurnado las caras con ceniza, lo que los ocultaba un tanto bajo el manto de sombras que cubría la ciudad. Habían llegado a menos de cíen metros del flanco derecho en apuros del enemigo justo cuando la primera oleada de refuerzos de Nagash cruzó a trompicones la puerta hecha añicos de Mahrak.
Lamashizzar, que observaba el progreso su ejército desde el lomo de una yegua negra como el carbón, ordenó que sus compañías de hombres dragón avanzaran.
Nagash lanzó a los muertos de Mahrak precipitadamente contra las tropas enemigas intentando frenar su avance bajo el peso de los miles de cuerpos que se movían arrastrando los pies. Los cadáveres consumidos de hombres, mujeres y niños cruzaron la puerta tambaleándose y se lanzaron sobre las lanzas orientales, mientras el Rey Imperecedero reunía a sus compañías de esqueletos en el interior de la ciudad y las hacía volver a salir por la puerta en orden.
El rey salió en último lugar, a la cabeza de su Guarida de la Tumba. Sus inmortales se animaron al ver el Rey Imperecedero y redoblaron los esfuerzos de las compañías en el centro y a la izquierda. La encarnizada batalla llevaba librándose más de dos horas, y las tropas orientales estaban cada vez más débiles. Nagash agrupó a sus reservas a la derecha y se preparó para contraatacar. Controlar una fuerza tan enorme y mantener el manto de sombras en lo alto estaba consumiendo sus reservas mágicas rápidamente, y le dejaba poco poder para dedicarlo a hechizos destructores. Eso vendría después, en cuanto hubiera rechazado el asalto enemigo y hubiese recuperado la ofensiva.
El rey se fijó entonces en los soldados con armadura negra que estaban avanzando despacio desde el norte, casi perpendiculares a la muralla occidental de Mahrak.
¡Los malditos lahmianos! O habían hecho huir a los hombres de Zandri, o los hombres de Amn-nasir se habían vuelto unos traidores como los cobardes numasis. Fuera como fuese, el nigromante sabía que tendrían que ocuparse de ellos de inmediato o, de lo contrario, no le dejarían espacio para maniobrar a su ejército. Las fuerzas que avanzaban desde tres lados los atraparían contra las murallas de la ciudad y los harían pedazos.
Nagash desplazó a las compañías de reserva del ejército hacia el norte ancladas en el centro por medio de su selecta Guardia de la Tumba. Con otra serie de órdenes no expresadas con palabras, le devolvió el control del grueso del ejército a sus inmortales, y luego se dirigió al norte detrás de sus guardaespaldas. El Rey Imperecedero hizo uso del resto de sus reservas cada vez más limitadas y comenzó a entonar un aterrador conjuro.
A una orden de Lamashizzar, las cuatro compañías de hombres dragón se colocaron rápidamente delante de las filas preparadas de las compañías de lanceros y formaron en bloques compactos de cuatro filas en fondo: La fila delantera de cada compañía se apoyó en una rodilla permitiendo así que la fila de detrás apoyara sus bastones dragón en los hombros de los hombres de delante.
Cinco compañías de guerreros esqueleto avanzaron hacia los hombres dragón en medio de un atronador golpeteo de madera, metal y hueso. Resultaban un espectáculo aterrador, pero los hombres dragón formaban la elite del ejército lahmiano, cuidadosamente seleccionados por su inteligencia y fuerza de voluntad. Pocas personas tenían el valor necesario para manipular el mortífero e imprevisible polvo de dragón que fabricaban los alquimistas del Lejano Oriente.
Los esqueletos se acercaron en formación cerrada, avanzando implacablemente hacia las líneas lahmianas. Mientras se aproximaban, los hombres dragón sacaron unos trozos de algodón humeante de los frascos que llevaban a la cintura. Soplaron a ritmo constante sobre las mechas para mantener encendidos los extremos ardientes mientras la distancia con el enemigo se iba reduciendo. Dos de las cuatro compañías apuntaron al centro de la línea enemiga con las bocas de sus bastones dragón. Los escudos blancos de las tropas en el medio resultaban objetivos excelentes en mitad de la débil luz.
A cincuenta metros, Lamashizzar les ordenó a los hombres-dragón que entraran en acción. Cada guerrero acercó su mecha encendida a un agujero diminuto perforado en un lado del bastón. Dos mil dragones escupieron lenguas del fuego y lanzaron bolas de plomo del tamaño de piedras para hondas contra las filas enemigas en medio de una estela de azufre y el ensordecedor estruendo de un trueno provocado por el hombre.
El ruido fue atroz. Nagash no había escuchado nunca nada igual. Lo siguió un espantoso y repiqueteante sonido de desgarro cuando un aluvión de proyectiles invisibles se abrió paso entre las compactas formaciones de sus tropas. Los escudos se hicieron astillas, y las extremidades y los torsos estallaron en medio de una lluvia de fragmentos. La sobrecogedora lluvia atravesó las compañías de delante a atrás zumbando malévolamente por el aire como avispones de río. Un temible impacto alcanzó al rey en el hombro izquierdo golpeándolo como un puño a través de la tela, el músculo y el hueso. Una furiosa oleada de punzante dolor arrastró las palabras del conjuro. Nagash se tambaleó mientras se llevaba la mano derecha al hombro y, al apartarla, la notó resbaladiza a causa de la sangre viscosa. Le habían abierto un agujero del tamaño de su pulgar a través de la túnica, y las vestiduras y la tela que lo rodeaba estaban empapadas de sangre.
Durante un momento, una cortina de apestoso humo negro impidió que el nigromante viera. Cuando se despejó, se quedó atónito al ver el alcance de los daños que había causado el ataque lahmiano. Su Guardia de la Tumba había sufrido la peor parte y casi tres cuartas partes de la compañía pesada había saltado por los aires. Cerca de un tercio del resto de sus compañías también habían sido destruidas. Los supervivientes seguían avanzando con obstinación, pero las compañías enemigas se estaban moviendo. Variaron de posición para que las dos filas delanteras cambiaran el lugar con las que tenían detrás, y apuntaron a sus guerreros con más de aquellos espantosos bastones.
Unas trompetas sonaron al nordeste. Nagash pudo oír un estruendo de cascos y supo que los lahmianos habían hecho intervenir a su caballería. Los jinetes con armadura negra cargaron dejando atrás a las compañías de lanceros situados en el flanco derecho lahmiano y se abrieron paso a golpes de espada entre los cadáveres resucitados de Mahrak, dispersando a los últimos refuerzos que le quedaban a Nagash y sellando la destrucción de su ejército.
Por delante del rey, sus esqueletos casi habían alcanzado las filas delanteras de lanzadores de fuego lahmianos, pero el enemigo ya había preparado la segunda descarga. Furioso, Nagash luchó por hacer a un lado el dolor y convocar su poder, pero incluso mientras lo hacía sabía que llegaría demasiado tarde.
En lo alto, el manto de las sombras se estaba debilitando y dejaba pasar finos rayos de brillante y dorada luz del sol. Los inmortales del rey lanzaron gritos de terror y consternación. Nagash, el Rey Imperecedero de Khemri, bramó una amarga maldición mientras el mundo estallaba por delante de él en destellos de voraces llamas.