TRES
El visir negro
Oasis de Zedri,
en el 62.º año de Qu’aph el Astuto
(-1750, según el cálculo imperial)
Gritos de angustia y miedo rasgaron el aire por encima del campo de batalla mientras una oscuridad sobrenatural bajaba como una veloz marea por la ladera rocosa y se deslizaba por las arenas manchadas de sangre. Akhmen-hotep, rey sacerdote de Ka-Sabar, observó cómo las compañías de infantería enemiga encontraban nuevas fuerzas a medida que la sobrecogedora sombra se extendía sobre sus cabezas. Se lanzaron hacia delante contra las filas de la hueste de Bronce, despedazando y acuchillando con fiereza a los guerreros gigantes que tenían ante ellos. El rey no sabía decir si esa ferocidad recién descubierta se debía al valor o al terror.
El carro sobre el que iba Akhmen-hotep retrocedió dando bandazos mientras el auriga maldecía y batallaba con los frenéticos caballos. El espantoso zumbido latía e iba y venía rítmicamente alrededor de los guerreros, que luchaban haciendo que resultara difícil pensar. El rey sacerdote vio pasar guerreros corriendo junto al carro en grupos de dos y tres que huían del combate y regresaban al soleado oasis. Sus compañías estaban flaqueando; el repentino cambio de circunstancias había llevado su coraje al límite.
La oscuridad envolvió las filas de los guerreros enemigos y se extendió sobre la línea de batalla. Los hombres gritaron, aterrorizados. Cada vez más guerreros de las filas de retaguardia de las compañías de Akhmen-hotep daban media vuelta y huían en lugar de enfrentarse a la sombra mágica.
El rey sacerdote soltó una maldición y miró a su alrededor con creciente desesperación. La marea de negrura pasaría sobre él en cuestión de segundos. Debía actuar deprisa y recuperar el control de sus tropas antes de que la resolución de las mismas se desmoronase por completo.
Sus guardaespaldas Ushabtis ya estaban reaccionando; estaban situando sus carros alrededor del rey sacerdote para conseguir una formación defensiva más apretada. Akhmen-hotep avistó a los mensajeros que le quedaban, los cuales permanecían unos metros por detrás de su carro y observaban la oscuridad que se avecinaba con palpable terror.
—¡Mensajeros! —gritó mientras les hacía señas—. ¡Aquí! ¡Deprisa!
Los cuatro muchachos corrieron gustosos hacia la seguridad del carro. Akhmen-hotep alargó la mano.
—¡Aquí arriba! ¡Agarraos! —exclamó por encima del estruendo.
Mientras subían a bordo, miró de soslayo hacia el este buscando la compañía de carros de Sukhet. Si las primeras líneas cedían, el León y sus hombres tendrían que contraatacar a los guerreros de Nagash para proporcionarle a la infantería tiempo para retirarse y reagrupar a sus unidades. Sin embargo, los carros no se veían por ninguna parte. El polvo se estaba levantando una vez más y lo único que el rey sacerdote podía ver eran formas borrosas que corrían de un lado a otro en medio de la nube de polvo.
No había tiempo que perder. Tenía que darles órdenes a sus hombres inmediatamente o se encargarían ellos mismos del asunto. El rey sacerdote notó la bilis en el fondo de la garganta mientras buscaba el carro de su trompeta. Gracias a los dioses, el hombre había mantenido la calma y le había ordenado a su auriga que permaneciera cerca, a la izquierda de Akhmen-hotep.
—¡Toca a retirada! —gritó el rey sacerdote.
A cinco metros de distancia, el trompeta asintió con la cabeza y se llevó el cuerno de bronce a los labios.
La nota larga y gemebunda resonó por el campo de batalla, y entonces la marea de sombra sobrenatural cayó sobre ellos.
Akhmen-hotep sintió que un viento gélido le rozaba el cuello desnudo y por encima de su cabeza el aire susurró y crujió debido al zumbido de alas de insectos. Durante unos instantes, el rey sacerdote no pudo ver nada mientras la creciente nube tapaba el sol abrasador, y una oleada de terror infantil se cerró como un torno alrededor de su garganta. Los sonidos se amplificaron de un modo extraño en la oscuridad. Oyó las feroces maldiciones del auriga y los resuellos aterrorizados de los caballos por encima del entrechocar de las armas y los gritos de los guerreros desde la línea de batalla, a docenas de metros de distancia. En todo caso, parecía como si la intensidad de los enfrentamientos se hubiera redoblado y llegara de todas direcciones a la vez.
Los ojos del rey sacerdote se adaptaron gradualmente al cambio y los detalles del campo de batalla tomaron forma a su alrededor. El velo de oscuridad situado por encima de los guerreros bullía y se movía constantemente, lo que permitía que se filtrara suficiente luz para sumir la llanura en una especia de crepúsculo perpetuo. Podía ver el tenue reflejo de las lanzas y yelmos de la hueste de Bronce, luchando aún con los guerreros del Usurpador. Sus compañías estaban cediendo terreno, de manera lenta pero constante, aunque la orden de retirada les había devuelto parte de su antiguo espíritu y disciplina. Sin embargo, por lo que el rey sacerdote podía ver, había montones y montones de rezagados tambaleándose por el campo de batalla. Akhmen-hotep se animó al comprobar que muchos de ellos parecían dirigirse de nuevo a sus compañías a lo largo de la línea, aunque otros daban vueltas aparentemente conmocionados o confusos.
No todo estaba perdido, según calculó el rey sacerdote. Hacia el sur, aún podía ver el oasis bañado por la luz de Ptra. Si la hueste era capaz de replegarse hasta la luz del sol en orden, podrían mantenerse firmes y rechazar el repentino ataque del Usurpador, pero Akhmen-hotep sabía que no lo lograrían sin ayuda.
El rey sacerdote miró a sus mensajeros y preguntó:
—¿Cuál de vosotros es el corredor más rápido?
Los cuatro muchachos se miraron unos a otros. Al final, el más pequeño levantó la mano.
—Me llaman Dhekeru, alteza —dijo con cierto orgullo—, porque soy veloz como un ciervo de montaña.
Akhmen-hotep sonrió.
—Dhekeru. Eso está bien. —Apoyó una mano ancha sobre el hombro del muchacho—. Ve a decirles a los sacerdotes que se dirijan rápidamente al norte para reunirse con nosotros. Los dioses deben estar a nuestro lado si queremos imponernos.
Dhekeru asintió con la cabeza. El rostro del joven tenía una expresión de ceñuda determinación, aunque el rey sacerdote podía sentir como el pequeño cuerpo del mensajero temblaba bajo su mano. Akhmen-hotep le dio al muchacho un tranquilizador apretón en el hombro, y entonces Dhekeru desapareció, saltó de la parte posterior del carro y se adentró corriendo en la penumbra.
El rey sacerdote se puso derecho y trató de hacer un balance de la continuada. La línea de batalla, al norte era una agitada turba de siluetas. La experiencia le dijo que habían retrocedido unos cincuenta metros hasta entonces, y estaban cediendo terreno con rapidez. Se oyeron más chillidos de terror en el aire, y gritos de confusión resonaron de un lado a otro de la línea.
Akhmen-hotep frunció el entrecejo. Había aún más rezagados avanzando a trompicones por la llanura, por detrás del ejército en retirada. ¿De dónde salían?
Entonces, algo pesado se estrelló contra el costado del carro, a la derecha del rey sacerdote, junto a su arquero. El hombre, asustado, soltó un grito y retrocedió tambaleándose mientras una figura intentaba trepar por el lateral blindado de bronce. Akhmen-hotep vio una mano ensangrentada estirarse hacia el arquero y agarrarlo por la coraza de cuero, y luego, para horror del rey sacerdote, la figura tiró hacia atrás con una fuerza sorprendente y arrastró al arquero por encima del lateral.
Los caballos relincharon, aterrorizados. Akhmen-hotep oyó cómo el auriga maldecía a causa del susto y chasqueaba el látigo; el carro se lanzó hacia delante dando tumbos. El rey sacerdote se tambaleó y a tientas, buscó el khopesh a su costado mientras la figura recortada se arrastraba más por encima del borde del carro y alargaba la mano para agarrarlo. Un espantoso hedor emanaba del atacante, y Akhmen-hotep percibió el olor a sangre amarga e intestinos reventados como si fuera un cadáver al que acabaran de dar muerte.
De pronto, la figura se acercó más con un silbido borboteante, y el rey sacerdote, en medio de la penumbra, se dio cuenta de que aquello era exactamente lo que era.
Se trataba de uno de los atormentados soldados del Usurpador, vestido únicamente con un faldellín harapiento y manchado de sangre. Tenía el pecho deformado, pues se lo había aplastado la rueda recubierta de bronce de un carro, y una punta de lanza había abierto la mejilla del guerrero antes de desviarse hacia abajo, contra la base del cuello, y dejar un enorme agujero sangrante. Un pliegue de piel ensangrentada colgaba del lado de la pálida cara de la criatura y el rey sacerdote alcanzó a ver hueso pálido mientras la mandíbula se abría para soltar otro silbido de reptil.
Antes de que la criatura pudiera alcanzarlo, el Ushabti de Akhmen-hotep se situó entre ellos con un gruñido y un borroso movimiento de su espada ritual. Bronce resonó contra hueso, y el monstruo no muerto cayó hacia atrás por encima del lateral del carro. La cabeza cercenada rebotó una vez contra la plataforma de madera del vehículo y desapareció en medio de la oscuridad.
Los sonidos de la batalla rugían a su alrededor mientras el resto del séquito de Akhmen-hotep era atacado. Un carro pasó a toda velocidad en dirección sur con tres enemigos agarrados colgando de los lados. El rey sacerdote se dio cuenta de que una de las criaturas llevaba las correas de cuero y bronce de su propio ejército.
Akhmen-hotep contuvo un grito de horror. Los poderes profanos de Nagash eran mucho mayores de lo que imaginaba. ¡Los muertos se levantaban de la tierra ensangrentada para cumplir sus viles órdenes!
Uno de los mensajeros soltó un chillido de terror. El rey sacerdote se dio media vuelta rápidamente, pero el muchacho había desaparecido; lo habían arrastrado hacia la oscuridad. Los otros chicos gimieron, aterrados, mientras se apiñaban en la parte delantera del carro. Al lado del rey sacerdote, su leal guardaespaldas permanecía con los pies muy separados y la espada ritual alzada, listo para proteger a su señor de cualquier enemigo, estuviera vivo o no.
Oyeron el sonido de la madera al astillarse y los relinchos frenéticos de caballos enloquecidos a su izquierda. Akhmen-hotep vio que uno de los aurigas había perdido el control de sus animales y las bestias presas del pánico habían descrito una curva demasiado cerrada y habían hecho volcar el carro. Se le hizo un nudo en el estómago al ver el destello de un objeto de bronce dando vueltas por la arena. Se trataba del cuerno de señales del trompeta. Más de una docena de cadáveres ambulantes se estaban reuniendo junto al carro roto y sus aturdidos ocupantes. Alcanzaron primero al arquero del carro y despedazaron su cuerpo inconsciente con hachas de piedra.
Akhmen-hotep oyó cómo el auriga chillaba aterrorizado, pero entonces el Ushabti designado para proteger al trompeta se alzó entre los guerreros no muertos con un rugido leonino y la emprendió a golpes con ellos con su espada ritual. El guerrero gigante lanzaba cuerpos rotos dando vueltas por los aires con cada golpe de la espada, cobrándose una espantosa cosecha entre la muchedumbre blasfema, pero cada vez se iban acercando más guerreros caídos desde todas direcciones blandiendo armas ensangrentadas o tratando de agarrar al fiel guardaespaldas con manos avariciosas parecidas a zarpas.
Akhmen-hotep luchó por mantener el equilibrio mientras su carro giraba bruscamente y emprendía el regreso en dirección al oasis. Estiró el cuello intentando comprobar qué estaba ocurriendo a lo largo de la línea de batalla. Por lo que pudo ver, la retirada se había estancado y sus compañías estaban siendo atacadas por delante y por detrás, sembrando una mortífera confusión entre las tropas. El rey sacerdote apretó los puños, frustrado; sin su trompeta, no tenía modo alguno de comunicarse con sus hombres. Pensó en el pobre y valiente Dhekeru, corriendo desarmado por una llanura plagada de muertos vivientes, y su expresión se volvió sombría.
No había nada más que él pudiera hacer. Su supervivencia estaba en manos de los dioses.
Atrás, a lo largo de la cordillera en sombras, el aire tembló debido a otro furioso zumbido parecido al de las langostas. Cada una de las silenciosas tiendas que rodeaban el pabellón central del ejército contenía un sarcófago de basalto pulido en posición vertical, al que atendían un grupo de esclavos de ojos apagados que se encogían de miedo. El creciente zumbido incitó a esas desdichadas figuras a actuar pese al terror, y aferraron las pesadas tapas de piedra y las apartaron a un lado.
De las profundidades de los féretros de piedra brotaron silbidos como de serpiente y risas crueles y hambrientas que hicieron que los esclavos cayeran de rodillas y pegaran la cara al suelo rocoso. Manos pálidas y de venas negras agarraron los bordes de los sarcófagos y, uno a uno, una veintena de monstruos con forma de hombres salieron de sus camas frías y se adentraron en la acogedora oscuridad.
Se movían con la arrogancia de príncipes que no conocían más ley que la suya. Tenían la piel blanca como la tiza y los labios y las puntas de los dedos de un negro azulado debido al tinte de la sangre vieja y muerta. Anillos de oro y plata relucían en sus dedos como garras y aros enjoyados descansaban sobre sus frentes de alabastro. Todos iban ataviados para la guerra con petos de cuero con tachuelas, que les cubrían el torso, y casquetes de bronce batido.
Uno de ellos era más alto que el resto y tenía un aspecto demacrado y parecido al de un buitre incluso con la armadura de primera calidad y la gruesa capa negra. Su tienda se alzaba a la derecha del gran pabellón y llevaba el aro ornamentado de un visir sobre la cabeza calva. El noble tenía las mejillas hundidas, lo que resaltaba sus pómulos de marcados ángulos y barbilla puntiaguda.
Arkhan el Negro contempló el campo de batalla y se sintió satisfecho con lo que vio. Echó los labios hacia atrás, formando una sonrisa malévola que dejó ver una boca llena de dientes manchados y acabados en punta. El visir de Khemri se pasó una lengua negro azulado sobre aquellas puntas irregulares mientras sentía las órdenes expresadas sin palabras de su señor.
—Así se hará —susurró con una voz apagada y ronca.
Luego, le hizo una seña a un mensajero que aguardaba a la sombra del pabellón del señor.
—Ve a ver al jefe de Cráneos y dile que comience —le ordenó al asustado muchacho.
Después dio media vuelta y se dirigió dando rápidas zancadas hacia el escuadrón de caballería pesada que esperaba en formación en la ladera, delante de su tienda.
Caballos y jinetes por igual inclinaron la cabeza y temblaron cuando el noble no muerto se acercó. La montura de Arkhan era una yegua negra medio loca marcada con jeroglíficos mágicos que la ataban a su voluntad. El animal puso los ojos en blanco con miedo ante la aproximación de su amo, sacudió la cabeza y entrechocó los dientes parecidos a cinceles mientras el guerrero subía con elegancia a la silla. El visir se volvió hacia sus hombres sonriendo con crueldad al notar el modo como se estremecieron bajo su mirada.
—La hueste de Bronce ya está contra el yunque —gruñó—. Ahora viene el martillo.
Arkhan señaló con un dedo con garra a su trompeta y le ordenó:
—Haz la señal para que la caballería gire a la derecha. Cargaremos contra su flanco izquierdo y los haremos huir.
El visir del Usurpador sacó una cimitarra de bronce de aspecto siniestro de la vaina y golpeó las ijadas de su caballo con los talones. El animal se lanzó hacia delante con un chillido atormentado y las filas de caballería pesada siguieron su ejemplo. Por toda la cordillera, los paladines inmortales de Nagash se hicieron cargo de sus guerreros y prestaron atención al gemebundo toque de la trompeta.
El mensajero de Arkhan corrió entre las tiendas funerarias y avanzó con cuidado por la cima rocosa hasta desaparecer tras la cara septentrional de la cordillera, fuera de la vista de los ejércitos que combatían. Allí, a lo largo de la ladera opuesta, aguardaba una docena de máquinas de guerra con ruedas, construidas con pesados troncos de cedro y clavos de bronce embrujados.
Una única tienda cubierta de polvo permanecía junto al antiguo camino comercial, que se extendía directamente entre la línea de máquinas de guerra y sus silenciosas unidades. Un hombre bajo y de hombros anchos, con ojos pequeños y oscuros, y un rostro redondo y con papada, salió de la tienda cuando el muchacho se acercó y respondió al mensaje del visir con un gruñido. Se trataba del ingeniero jefe, a quien Nagash había elegido para que llegase a dominar los secretos de las temibles máquinas como se las describía en antiguos manuscritos robados de una necrópolis en la lejana Zandri. Tras su éxito, Nagash le había arrancado la lengua al hombre para que no pudiera compartir lo que había aprendido con nadie más.
El jefe de Cráneos le dio permiso al mensajero para que se retirara y subió por el camino. Las unidades de las máquinas de guerra se pusieron a trabajar inmediatamente. Algunos se ocuparon de la tarea de tirar hacia atrás del brazo de lanzamiento de cada catapulta, mientras que otros se volvieron hacia la docena de grandes cestas de mimbre y las destaparon para dejar al descubierto pilas colmadas de cráneos de sonrisas maliciosas marcados con grupos de jeroglíficos arcanos.
A los pocos minutos, los brazos de las catapultas estaban asegurados, y las cestas de cuero, llenas de la truculenta munición. Cuando todo estuvo listo, el ingeniero levantó la mano y soltó un fuerte grito inarticulado.
Un parpadeante fuego verde surgió de pronto de cada una de las cestas de las catapultas y el jefe de cada unidad tiró rápidamente de las cuerdas de disparo. Los brazos de las catapultas golpearon contra las abrazaderas, y centenares de cráneos ardientes y aullantes surcaron la oscuridad por encima del cerro.
Akhmen-hotep hizo descender su khopesh sobre el cráneo de uno de sus soldados caídos mientras el cadáver trataba de subirse al carro. La espada de bronce encantada destrozó la coronilla del guerrero y las espinillas desnudas del rey quedaron salpicadas de masa encefálica. La cosa se desplomó y resbaló por la parte posterior del carro, mientras el guardaespaldas del rey hacía pedazos a dos más que intentaban subir por el otro lado.
El rey y su séquito se habían estado batiendo en retirada a ritmo constante por la llanura con la esperanza de encontrar a los sacerdotes de la ciudad dirigiéndose al norte desde el borde del oasis. Los cadáveres los atacaban desde todas direcciones. Muchos acabaron aplastados bajo las ruedas del carro, pero otros intentaron saltar sobre los lomos de los caballos o entrar en la plataforma del vehículo. Las criaturas no muertas se habían llevado a rastras a los dos últimos muchachos mensajeros y los caballos se tambaleaban debido al agotamiento y a muchísimas heridas leyes. Por lo que veía, la mayoría de sus Ushabtis aún seguían con él, pero se encontraban a casi media milla de donde combatía el ejército y todavía no había ni rastro de los hombres santos de Ka-Sabar.
De pronto, el rey sacerdote oyó un extraño y aflautado coro de gritos sobrenaturales que llegaba del cerro. Akhmen-hotep volvió la mirada por donde habían venido y vio una parpadeante lluvia de ardientes esferas verdes que descendían trazando un arco sobre las compañías que batallaban.
La lluvia de cráneos aullantes se diseminó sobre los ejércitos enfrentados, cayendo entre amigos y enemigos por igual; sin embargo, si los guerreros de Khemri estaban habituados a tal horror, la hueste de Bronce no lo estaba. Los espeluznantes proyectiles explotaron entre sus filas, los bañaron con abrasadores fragmentos y les llenaron los oídos con chillidos de agonía y desesperación. Rodeada por todas partes de enemigos vivos y muertos, incluidos los cadáveres ensangrentados de los suyos, la hueste de Bronce se había visto empujada más allá de los límites de su coraje. Gritos de terror surgieron de los hombres, y las compañías en combate comenzaron a deshacerse a medida que los guerreros le volvían la espalda al enemigo y corrían como almas que llevara el diablo.
Akhmen-hotep vio demasiado tarde la trampa que le había tendido el Usurpador. Nagash había desplazado sus fuerzas por la llanura a través de un campo plagado de muertos de Khemri, y los guerreros de la hueste de Bronce, presas del pánico, se replegarían hacía los mortíferos brazos de aquellos a los que ya habían dado muerte. El rey sacerdote sintió que la cabeza le daba vueltas debido a la catástrofe que se desarrollaba ante él.
Justo cuando todo estaba perdido, la penetrante nota de una trompeta sonó en el flanco derecho y un estruendo de ruedas de carros hizo temblar el suelo por detrás del ejército que se batía en retirada. Suseb el León también había visto el peligro y había conducido a sus guerreros en una arrolladora carga a través del campo de batalla. Akhmen-hotep se quedó observando mientras el paladín y sus doscientos carros salían de la nube de polvo con gran estruendo y sus ruedas dotadas de cuchillas se abrían paso entre los guerreros no muertos, que se vieron sorprendidos en su camino. Los arqueros dispararon desde la parte posterior de los carros y atravesaron los cráneos de los monstruos de movimientos lentos con flechas con puntas de bronce al pasar.
Los carros se desviaron ruidosamente hacia el flanco izquierdo, dejando una franja de cuerpos despedazados a su paso. Muchas de las compañías del ejército estaban en plena huida, pero al menos Akhmen-hotep tenía una oportunidad para volver a formar a los supervivientes y tal vez cambiar el curso de la batalla una vez más, ¡si podía encontrar a los malditos sacerdotes!
—¡Sigue! —le gritó el rey sacerdote a su auriga.
El hombre usó el látigo e hizo avanzar a sus tambaleantes caballos al trote, dirigiéndose más al sur, hacia el oasis.
* * *
Arkhan el Negro observó cómo una segunda oleada de cráneos aullantes surcaba rápidamente el aire por lo alto y caía sobre los flancos en fuga del enemigo. El centro había cedido, pero los flancos seguían resistiendo ante la arremetida. En algún lugar por detrás de las líneas enemigas oyó el gemido de trompetas y el estruendo sordo de ruedas de carro. ¿La caballería pesada de Ka-Sabar se estaba replegando a toda prisa, o se trataba de un contraataque desesperado? No había forma de decirlo a esa distancia.
El visir aferró las riendas mientras inspeccionaba cómo los veinte escuadrones de caballería pesada se concentraban a lo largo del extremo occidental del cerro. Quinientos metros al sur, el flanco izquierdo del ejército enemigo estaba enzarzado en un combate sin tregua con la infantería de Khemri. Hacían caso omiso del peligro que se congregaba como una cobra en la ladera que había delante de ellos.
Descendería formando una oleada imparable, cabalgando entre sus tropas y estrellándose contra las filas debilitadas del enemigo como un rayo. La infantería cedería y la masacre comenzaría. El visir se imaginó la sangre caliente salpicándole la piel y se estremeció por la expectativa.
Arkhan alzó su espada curva y enseñó los dientes ennegrecidos.
—¡A la carga! —gritó, y gimieron trompetas resonantes.
Despacio al principio y luego cogiendo velocidad, cinco mil jinetes se echaron encima de los desprevenidos guerreros de Ka-Sabar, formando una avalancha de carne y bronce.
Mientras las trompetas aullaban como si se tratara de las almas de los condenados, los jinetes de Khemri bajaron con gran estruendo por la ladera rocosa hacia las asediadas compañías de la hueste de Bronce. Arkhan el Negro fustigó su montura embrujada y se situó a la cabeza de sus guerreros a la carga, ansioso por cubrirse de sangre humana. El aire resonaba con gritos desesperados mientras la caballería pesada daba rienda suelta a su rabia y miedo y se lanzaba en medio de la batalla.
Las alas de la hueste de Bronce se habían curvado hacia dentro en el transcurso de la batalla mientras los guerreros trataban de rodear al ejército de Khemri, que era más pequeño; su línea de batalla se torcía formando una larga y reluciente media luna, cuyos extremos aún peleaban para empujar a sus adversarios hacía el centro del ejército. Esto les proporcionó a los jinetes atacantes una oportunidad para volver las tornas a los lanceros del flanco izquierdo del enemigo y acometieron a las compañías tanto desde delante como desde el lateral.
No obstante, los guerreros de Ka-Sabar eran luchadores duros y decididos, hábiles en las artes de la guerra. A la vez que la caballería de Arkhan llegaba a la base del cerro, las compañías enemigas sintieron el peligro que se les venía encima y trataron de mover sus líneas para hacerle frente a la nueva amenaza. Con el ojo bueno, Arkhan vio cómo las filas de lanceros vacilaban y se fragmentaban mientras intentaban apartarse de los incesantes ataques de la infantería de Khemri y prepararse para el impacto del ataque de la caballería; sin embargo, los soldados de a pie de Nagash, tanto vivos como muertos, presionaban de manera inexorable contra las formaciones enemigas que combatían. Arrastraban escudos y se empalaban en lanzas, abriéndose paso a la fuerza entre los guerreros gigantes y rompiendo aún más su cohesión. Segundos antes del impacto, Arkhan vio las expresiones de desesperación que aparecieron en los rostros de sus enemigos al comprender que sus frenéticas maniobras no habían servido para nada.
Riéndose con crueldad, Arkhan condujo a sus hombres a través de las delgadas líneas de la infantería y hacia el centro de los guerreros de Ka-Sabar. Los soldados de a pie de Khemri, que estaban demasiado agotados o demasiado preocupados para evitar la carga, se vieron apartados salvajemente por el peso de los caballos o acabaron pisoteados bajo los cascos. Sus muertes no significaban nada para él, pues empezarían a atacar de nuevo.
El primer golpe del visir fue contra uno de sus propios hombres; su cimitarra descendió con un destello y golpeó a un tambaleante hachero que se encontraba entre él y el enemigo que había escogido. La hoja se hundió en la unión entre el cuello y el hombro del soldado, que salió disparado acompañado de un chillido y un mar de sangre. El olor de la misma hizo enloquecer a Arkhan. Rugiendo ávidamente, espoleó su caballo para adentrarse en el bosque de lanzas que tenía delante, mientras su espada oscilaba a derecha e izquierda trazando golpes devastadores. A su alrededor la carga de los jinetes de Khemri dio en el blanco y fracturó las compañías en grupos de hombres que luchaban desesperadamente. Las espadas y las hachas destellaban mientras despedazaban mangos de lanzas y se estrellaban contra los bordes de los escudos bordeados de bronce. Los lanceros caían con los cráneos destrozados, las gargantas rajadas o aferrándose los muñones de los brazos amputados. Los caballos se retorcían y chillaban empalados en puntas de lanza de bronce o arrastrados al suelo debido a la tremenda fuerza de los guerreros gigantes. A la derecha de Arkhan, un lancero veterano agarró las riendas de un caballo de guerra que se encabritaba, tiró de la cabeza con tanta fuerza que le rompió el cuello con un desagradable crujido de huesos y luego hundió su lanza en el pecho del jinete mientras la montura muerta se desplomaba.
Hasta montado a horcajadas en su caballo, Arkhan se encontró mirando a sus altísimos adversarios casi cara a cara. Incluso mientras retrocedían tambaleándose ante la fuerza de la carga de la caballería, atacaban al visir desde todos lados. Una centelleante punta de lanza se le hundió en el costado izquierdo, justo debajo de las costillas, y otra le atravesó el muslo derecho y se clavó en las costillas de su caballo. Silbando como una víbora, Arkhan decapitó a un hombre que se encontraba a su derecha y le cortó la mano a un lancero a su izquierda. Su espada destellaba y giraba esparciendo chorros de sangre humeante en un amplio arco mientras derribaba a un enemigo tras otro. El poder nigromántico que ardía en sus venas le proporcionaba la misma fuerza y más velocidad que a sus enemigos, y sus adversarios caían como trigo bajo la espada manchada de sangre del visir.
El enemigo retrocedió ante el terrible poder de Arkhan llamando a voz en cuello a sus dioses o gritando con consternación. Una lanza que alguien había arrojado golpeó al visir directamente en el pecho y le perforó el pulmón. Se la arrancó con la mano izquierda y la volvió a lanzar con una expresión desdeñosa y ensangrentada; luego se irguió en la silla y comenzó a salmodiar con un discordante tono sibilante. Un poder invisible hizo crepitar el aire alrededor de Arkhan mientras pronunciaba el hechizo nigromántico, y los hombres a los que había dado muerte comenzaron a moverse. Los guerreros muertos, a los que les manaba sangre a chorros de las espantosas heridas, se pusieron en pie con aire aturdido en medio de los gritos de horror de los suyos.
El impacto de la terrible carga y el destino de sus hermanos caídos fueron más de lo que el enemigo pudo soportar. Los lanceros cedieron, amontonándose sobre la compañía que se encontraba a su lado y desbaratando la formación en su prisa por escapar. Los jinetes de Arkhan atropellaron a los lanceros mientras trataban de huir espoleando sus caballos en dirección al agolpamiento de cuerpos y repartiendo mandobles con sus espadas manchadas de sangre. El pánico de los hombres que huían resultó contagioso y acabó afectando a todos los guerreros con los que entraron en contacto. La caballería que avanzaba apenas había alcanzado a la segunda compañía enemiga cuando esta también flaqueó y cedió ante la arremetida. Ellos, a su vez, retrocedieron contra la tercera compañía en la línea; eran tantos que incluso los guerreros incondicionales se vieron arrastrados en medio del tumulto.
Los jinetes continuaron avanzando exultantes, sembrando el terror y el pánico entre sus enemigos. Varios escuadrones ya habían logrado rodear la creciente turba de tropas en fuga y se habían encontrado con una pantalla de caballería ligera. Los jinetes enemigos dispararon una descarga cerrada de flechas a bocajarro contra los flancos de los jinetes de Khemri, lo que derribó a más de una veintena de hombres de sus sillas e hizo que sus monturas cayeran retorciéndose al suelo. Uno de los escuadrones de Arkhan dio media vuelta para enfrentarse a la caballería ligera e hizo ademán de atacarlos, pero los jinetes de Ka-Sabar se detuvieron inmediatamente y galoparon hacia el sur en busca de la seguridad del oasis.
La tercera compañía estaba luchando por mantenerse unida contra la marea de sus camaradas que se batían en retirada. Las formaciones ya se habían fragmentado en grupos grandes de guerreros aislados, pero esos hombres eran más duros que sus compañeros y, aunque parecía increíble, se esforzaban para no ceder terreno. Los jinetes los rodearon como si fueran lobos, acercándose rápidamente y lanzando unos cuantos golpes veloces antes de apartarse de nuevo, pero el mayor alcance de la lanza y la fuerza de los hombres de Ka-Sabar jugaban a su favor. Los hombres y los caballos muertos se amontonaban alrededor de los adustos lanceros, ralentizando el peso de la carga de Arkhan y ofreciéndoles a los guerreros que se replegaban la posibilidad de escapar. Maldiciendo con odio, el visir sopesó sus opciones. La carga de la caballería se había quedado prácticamente sin fuerza. ¿Debería retirarse, reagruparse y volver a atacar, o convocar a sus compañeros inmortales y aplastar a esos testarudos?
Arkhan titubeó y en esos breves instantes perdió su oportunidad. En medio del estruendo de ruedas bordeadas de bronce y el mortífero zumbido de las cuerdas de arco, una masa oscura de carros blindados salió a toda velocidad de la nube de polvo desde detrás del centro del ejército enemigo que se batía en retirada y corrió al rescate del tambaleante flanco izquierdo.
Las flechas zumbaron en medio del remolino de jinetes y originaron una mortífera confusión entre sus filas, y luego los carros armados con cuchillas se hundieron entre ellos. Las armas giratorias montadas en los ejes de los carros, cada una tan larga como la hoja de una espada, se abrieron paso entre las patas de los caballos de Khemri, hirieron de muerte a docenas y llenaron el aire con sus escalofriantes chillidos. Grandes cimitarras de bronce destellaron en las manos de los guerreros que iban montados en la parte posterior de esas pesadas máquinas de guerra y acabaron con jinetes y cadáveres ambulantes por igual.
La fuerza de la carga enemiga sorprendió a los jinetes de Arkhan. Los carros revestidos de bronce de Ka-Sabar no se parecían en nada a las máquinas más ligeras y veloces que se podían encontrar en los ejércitos de otras ciudades de Nehekhara, y en manos de un comandante competente su impacto resultaba devastador. Una ovación se alzó de la hueste de Bronce ante la repentina aparición y las tambaleantes compañías de lanceros parecieron recobrar parte de su coraje perdido. Arkhan supo que tenía que actuar con rapidez antes de que los carros ocasionaran tanto daño que tuviera que retirarse de nuevo al cerro. La idea de enfrentarse a su señor y admitir su derrota era demasiado espantosa como para considerarla.
Arkhan soltó una feroz maldición y espoleó su caballo herido para introducirse de cabeza y al galope en medio de los carros enemigos. Las flechas zumbaban con furia a su alrededor. Una se le clavó en el hombro, a pero apenas sintió el golpe. Estaba buscando entre las atronadoras máquinas de guerra al paladín que las guiaba. Si pudiera encontrar a ese hombre y matarlo, eso seguramente dejaría consternado al resto.
Divisó al hombre casi de inmediato: un gigante delgado y de piel oscura que se encontraba a la vanguardia del ataque enemigo y blandía un khopesh a dos manos como si no fuera más que un junco hueco. El paladín ya estaba salpicado de sangre y una docena de caballos y sus jinetes yacían destrozados y ensangrentados a su paso.
Arkhan supo que se trataba de Suseb el León. No podía ser otro. El paladín del rey de Ka-Sabar estaba considerado uno de los mejores guerreros vivos de toda Nehekhara.
El visir sonrió con frialdad. Él ya llevaba cien años matando a hombres como ese antes de que Suseb el León hubiera nacido siquiera.
Al otro lado del campo de batalla, el poderoso paladín avistó la forma oscura del visir. El León abrió muchos los ojos al ver al pálido inmortal.
Arkhan alzó su cimitarra ensangrentada para retarlo y clavó las espuelas en las ijadas de su caballo.