VEINTINUEVE
El señor de unas tierras muertas
Mahrak, la Ciudad de la Esperanza,
en el 63.º año de Djaf el Terrible
(-1740, según el cálculo imperial)
Los esclavos comenzaban su labor al anochecer, cruzando con cautela la línea de sombras en cuanto el sol desaparecía detrás de las nubes mágicas al oeste. Trabajaban en grupos de cincuenta o sesenta: un tercio de ellos arrastraba carretillas mientras el resto recogía brazados de huesos rotos o arreos de cuero desgarrados y cargaban los vehículos lo más pronto posible. Compañías de arqueros esqueleto vigilaban a los recolectores de huesos desde justo detrás de la línea de demarcación, listos para dispararle a cualquier esclavo que perdiera el valor e intentara regresar antes de llenar su carretilla. Cuanto más se acercaban los carroñeros a las murallas de Mahrak, más miedo les entraba.
Arkhan el Negro permanecía en la cima de la misma duna baja desde la que Nagash había desatado su primer ataque contra la ciudad de los sacerdotes y observaba el avance de un grupo de recolectores de huesos en concreto, que se encontraba unos cuantos cientos de metros más adelantado que el resto. Un escriba estaba sentado en la arena cerca de allí, sosteniendo un escritorio portátil en equilibrio sobre las rodillas, preparado para anotar las observaciones del visir. Detrás de ellos la inmensa ciudad de tiendas estaba despertando; se levantaba tras el sueño del largo día y se disponía para otra tediosa noche vigilando la línea de sombras y esperando a que la ciudad cayera.
Cuatro años después del catastrófico comienzo del sitio, la llanura occidental de Mahrak estaba alfombrada de huesos astillados, armaduras desgarradas y armas rotas. Se habían arrojado incontables millares de guerreros contra la ciudad y las abrasadoras piedras los habían destrozado o habían acabado hechos añicos bajo las zarpas de los guardianes, dotados de la fuerza de los elementos.
Se había enviado compañía tras compañía hacia las pacientes fauces de los defensores de ciudad, usando toda táctica imaginable que Nagash y sus capitanes pudieron idear. Lanzaron complicados amagos y movimientos de flanqueo con la esperanza de arrollar las guardas defensivas. Apoyaron los asaltos con intensos bombardeos y muchísimos gigantes torpes hechos de hueso. Incluso fabricaron construcciones excavadoras para intentar abrir un túnel a través del campo de la muerte; pero todo fue en vano. Las defensas de Mahrak eran tan infatigables y feroces como los atacantes no muertos de Nagash, y a medida que los meses se transformaban en años, la llanura situada en las afueras de la ciudad se iba convirtiendo en un inmenso campo de huesos.
La carnicería se había vuelto tan grave que los sitiadores tuvieron que empezar a emplear esclavos para despejar sendas a través de los restos para permitir moverse a las tropas. Se descargaron carretadas de huesos en enormes campos mortuorios en la parte posterior del ejército, donde los acólitos del rey rebuscaban entre los restos en busca de partes apropiadas para volver a montar guerreros útiles o construcciones de sitio más grandes. Más al oeste, destacamentos carroñeros peinaban las necrópolis de Khemri, Numas y Zandri entrando en criptas de campesinos y despertando nuevos reclutas para restaurar el maltrecho ejército de Nagash.
El coste de mantener el sitio se había vuelto tan riguroso que las energías almacenadas de la Pirámide Negra se habían reducido de manera peligrosa. Raamket recibió la orden de regresar a Khemri después del primer año de sitio para reunir nuevas almas para sacrificios. Corrió el rumor de que se enviaron barcazas de esclavos norteños río abajo procedentes de Zandri todos los meses para que murieran en las profundidades de la pirámide.
El Rey Imperecedero se lo había dejado claro a sus vasallos: aunque tardaran diez años, o diez mil años, el sitio de Mahrak continuaría hasta que la Ciudad de los Dioses ya no existiera.
Arkhan atisbó entre la creciente penumbra más allá de la línea de sombras y calculó el avance del destacamento carroñero.
—Doscientos metros —dijo, y el pincel del escriba susurró por el papiro—. Nada todavía.
El destacamento se encontraba muy por delante de los otros carroñeros; se abría paso entre montones de hueso astillado que les llegaban casi a las rodillas. El cielo permanecía despejado por encima de los esclavos, como se esperaba. A lo largo del último año, los sitiadores habían comenzado a tantear las guardas de la ciudad de diferentes formas, reuniendo información acerca de su funcionamiento con la esperanza de encontrar un modo de deshacerlas. Habían averiguado que grupos de cien hombres o menos podían cruzar la línea de sombra sin desencadenar la lluvia del fuego, y podían acercarse sin peligro hasta a un cuarto de milla de la ciudad. Sin embargo, una vez pasado ese límite, caían presas de las esfinges.
Se produjo cierto debate acerca de cuántos de esos espíritus del desierto protegían Mahrak. Varios observadores aseguraban que no más de media docena, mientras que otros insistían en que había al menos una veintena. El problema era que los espíritus iban y venían a voluntad en el interior de la zona de un cuarto de milla fuera de las murallas de la ciudad. Podían desaparecer en el terreno arenoso y salir de una nube de polvo a cientos de metros de distancia, atacando con una velocidad sobrecogedora, antes de esfumarse una vez más. A pesar de esforzarse al máximo, las tropas de Nagash aún no habían herido ni a una sola esfinge, y menos aún la habían matado.
No obstante, el sitio no era completamente desigual. Aunque los guerreros de Nagash no pudieran entrar en Mahrak, al menos podían asegurarse de que no saliera nada. Las patrullas numasis habían interceptado numerosas partidas de búsqueda de alimento a lo largo de los dos últimos años, y después de suficiente tortura, los prisioneros habían confesado las desesperadas condiciones que se vivían en el interior de la ciudad. Las reservas de comida de Mahrak se habían agotado hacía mucho tiempo. Ya no quedaban caballos, ni tampoco ninguna rata. Habían estallado enfrentamientos en los alrededores del templo de Basth cuando una multitud de ciudadanos hambrientos persiguieron a los gatos sagrados del templo. Los temibles Ushabtis de Mahrak, los guerreros santos más imponentes de toda Nehekhara, se encontraron empleando sus poderes contra los creyentes de la ciudad en un desesperado esfuerzo por mantener el orden.
La noticia había complacido a Nagash al principio. Parecía que la ciudad podría caer en cualquier momento, pero la expectativa del rey se convirtió pronto en decepción. Mahrak siguió aguantando, noche tras espantosa noche, mientras no cabía duda de que al sur los reyes de Rasetra y Lybaras estarían reconstruyendo sus destrozados ejércitos para presentar batalla una vez más.
El sonido de cascos al otro lado de la duna llamó la atención de Arkhan. Miró de soslayo por encima del hombro y vio un mensajero que llevaba una capa para el desierto con capucha, bajando con torpeza de la silla de montar de una yegua de aspecto enfermizo. Arkhan frunció el entrecejo y volvió a concentrarse en los esclavos que se acercaban poco a poco a la lejana ciudad. Fuera lo que fuese lo que el jinete tuviera que decir, ya se enteraría. Era poco probable que resultara de mucha importancia.
El mensajero subió con calma la duna redondeada; la ruidosa respiración le resonaba en la garganta. Arkhan escuchó acercarse los fatigados pasos del hombre, hasta que pudo notar el hedor grasiento de la enfermedad que se filtraba por los poros del infeliz. Los pálidos labios del visir formaron una mueca de desagrado. Cuando el hombre habló, su voz fue un estertor sibilante.
—Primero, ofrecemos huesos. Ahora sacrificamos carne y sangre a los leones del desierto —comentó.
Arkhan sintió un frío destello de irritación. Antaño habría hecho que el otro hombre sufriera terriblemente por tal impertinencia.
—¿Tienes un mensaje para mí? —gruñó—. ¿O has decidido arriesgar tu vida malgastando mi valioso tiempo?
El mensajero lo sorprendió con una risa flemática.
—Las arenas del tiempo se nos escapan rápidamente de los dedos, Arkhan el Negro —añadió en voz baja.
La irritación dejó paso a la indignación. Arkhan se volvió contra el mensajero apretando los pálidos puños y se encontró clavando la mirada en el rostro cetrino y angustiado de Amn-nasir, el rey sacerdote de Zandri.
El inmortal luchó por impedir que la sorpresa se reflejase en su cara. Le echó una mirada furtiva al escribano que se encontraba allí cerca y que estaba observando el intercambio de palabras con aterrada fascinación.
—Déjanos —le ordenó Arkhan—. Le transmitiré mis observaciones al rey personalmente.
El escriba empezó a oponerse, pero se lo pensó mejor al ver la mirada de amenaza que apareció en los ojos de Arkhan. Cogió su material sin mediar palabra y bajó a toda prisa por la otra cara de la duna. Cuando el escriba ya no podía oírlos, Arkhan se volvió hacia el rey.
—¿Qué significa esto? —preguntó entre dientes.
Los ojos hundidos de Amn-nasir se agradaron levemente ante el tono del visir, aunque quizá se trataba solo de las palabras de Arkhan atravesando el velo de vino y raíz de loto que se había apoderado de la mente del rey. Amn-nasir logró esbozar una sonrisa fugaz, que dejó ver una boca llena de dientes manchados y putrefactos.
—Deseaba ver por mí mismo cuánto ha caído el orgulloso visir del rey —contestó suavemente.
Parte de la antigua rabia de Arkhan regresó. Abrió completamente los brazos.
—En ese caso, mirad —dijo con desdén—. Empapaos bien, alteza.
La sonrisa del rey sacerdote volvió a aparecer. Un brillante hilito de baba se le escapó por la comisura de la boca y se lo limpió distraídamente con una mano temblorosa.
—Ni el más poderoso entre nosotros está a salvo de la ira de Nagash —observó.
Arkhan contuvo una respuesta cortante. ¿Qué sentido tenía negarlo?
Amn-nasir lo había visto retorcerse como un gusano en el palacio de Quatar. Recordó las últimas palabras de Shepsu-hur antes de que cabalgara hacia su muerte bajo las murallas de Mahrak.
«Los hombres de Numas y Zandri podrían ser los siguientes».
Se oyó un lejano estruendo procedente de Mahrak, seguido del débil sonido de los gritos. Arkhan se volvió de nuevo hacia la llanura mientras soltaba una maldición y vio que la carnicería ya había comenzado.
Tres esfinges se erguían sobre los aterrorizados esclavos arremetiendo contra los hombres que gritaban con enormes zarpas embadurnadas de sangre. Los cuerpos volaban por los aires como muñecos de paja, abiertos en canal por las garras de los monstruos. Parecía que la mitad de los esclavos ya había muerto, y el resto huían despavoridos de regreso hacia la línea de sombras.
—Vamos —murmuró Arkhan furioso. Estudió atentamente la llanura de huesos que se extendía alrededor de los esclavos que huían—. ¡Arriba, maldita sea!
Dio la impresión de que una de las esfinges saltaba perezosamente hacia delante entre un grupo de esclavos aterrorizados, aplastando a varios bajo el peso de sus garras y atrapando otro con los colmillos. El monstruo partió al esclavo en dos de un mordisco, escupió los trozos, y luego empezó a abalanzarse sobre otra víctima, cuando de pronto el suelo se agitó alrededor de los esclavos en apuros y la esfinge saltó hacia el cielo como un gato asustado.
Unas figuras enormes y bajas surgieron de la tierra a ambos lados de la esfinge. Unas tenazas de bordes irregulares y del tamaño de un hombre adulto trataron de atrapar las patas del monstruo, y colas segmentadas hechas de reluciente hueso intentaron golpear a la criatura en los costados con aguijones largos como espadas. Tres construcciones de hueso, creados con forma de enormes escorpiones de tumbas, rodearon al espíritu del desierto y lo apuñalaron en los costados una y otra vez, suscitando espantosos rugidos casi humanos de rabia y dolor.
La esfinge herida se retiró arrastrando una pata trasera paralizada y tratando de morder con actitud desafiante a las construcciones que correteaban ante ella. Los escorpiones presionaron hacia delante sin dar tregua, desplegándose para atacar a la criatura desde tres direcciones diferentes a la vez. Una repentina ráfaga de viento recorrió la llanura levantando una nube de arena alrededor de las figuras que forcejeaban, y las compañeras de manada de la esfinge atacaron. Los monstruos leoninos adquirieron forma al salir del remolino de arena y saltaron sobre los escorpiones, intentando morder las colas de las construcciones con sus potentes mandíbulas. El hueso se astilló y los fragmentos salieron volando por el aire, mientras los espíritus se ensañaban con las construcciones.
En cuestión de segundos, la infortunada emboscada había terminado. Los seis monstruos dieron vueltas alrededor de las construcciones destrozadas durante un tiempo mis, y luego les volvieron la espalda a los esclavos que huían y se retiraron hacia agitadas nubes de arena. Sus pieles oscuras se fundieron con la girante arena, y entonces se perdieron de vista.
Arkhan observó los cuerpos rotos de los escorpiones y sacudió la cabeza con irritación. Seis meses de conjuros y trabajo, todo había desaparecido en cuestión de momentos. El visir hizo una mueca.
—Bueno, esta vez conseguimos herir a una de las bestias —comentó entre dientes—. Supongo que es un progreso.
Amn-nasir lanzó un gruñido de desdén, lo que a su vez le provocó un doloroso acceso de tos.
—Nagash ha cometido un grave error de cálculo —dijo al final el rey—. Nos ha mantenido aquí durante años mientras nuestras ciudades se arruinan y nuestros enemigos se vuelven más fuertes. Si hubiéramos marchado sobre Rasetra y Lybaras inmediatamente, habríamos acabado con esta guerra en un mes. Pero ahora…
—¿Qué? —lo interrumpió Arkhan, entrecerrando los ojos con recelo. El rey vaciló.
—El aguante de todo hombre tiene un límite —añadió con una voz casi demasiado débil para que el inmortal pudiera oírlo.
El visir estudió el rostro atormentado del rey.
—O aguantamos, o morimos —contestó.
—Todos los hombres mueren —dijo Amn-nasir—. A veces una buena muerte es preferible a una vida desdichada.
Arkhan hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Tuvisteis vuestra oportunidad de alzaros contra Nagash hace muchos años, pero en cambio doblasteis la cerviz. Ahora es demasiado tarde.
—Tal vez sí, y tal vez no —contestó el rey enigmáticamente.
—Dejaos de jueguecitos —repuso Arkhan, bruscamente—. Hablad sin rodeos o callaos.
—Como gustes —dijo Amn-nasir—. El rey sacerdote de Lahmia está de camino con un ejército tras él.
El visir abrió mucho los ojos.
—¿Estáis seguro? —inquirió, dándose cuenta de lo tonto que sonaba incluso mientras la pregunta salía de sus labios.
Amn-nasir sonrió de nuevo disfrutando de la sorpresa de Arkhan.
—Mis exploradores los descubrieron ayer. Llegarán aquí por la mañana —contestó.
La emboscada fallida quedó en el olvido. Las ideas se agolparon en la mente de Arkhan mientras intentaba captar las repercusiones de la inminente llegada de los lahmianos.
—Un ejército —murmuró—. ¿Por qué? ¿Lamashizzar viene para ponerse del lado de Nagash, o de la gente de Mahrak?
Amn-nasir se encogió de hombros.
—Los lahmianos son conocidos por ser unos oportunistas. Sin duda, Lamashizzar intuye que el equilibrio de poder está cambiando y trata de aprovecharlo para sus propios fines.
Arkhan consideró esa información antes de preguntar:
—¿Cómo de grande es el ejército lahmiano?
—Quizás unos cincuenta o sesenta mil soldados —respondió el rey—. Una mezcla de infantería y caballería pesada, todos ataviados con una armadura extraña y estrafalaria.
El visir sacudió la cabeza. Nagash contaba con más del doble de soldados acampados en las afueras de Mahrak.
—Si Lamashizzar mide sus fuerzas con el Rey Imperecedero, conseguirá que lo destruya —apuntó.
—Si lucha solo, sí —estuvo de acuerdo Amn-nasir, asintiendo despacio con la cabeza.
El inmortal y el rey se quedaron mirando el uno al otro durante un largo y tenso momento.
—¿Los hombres de Numas están considerando la posibilidad de sublevarse también? —preguntó Arkhan en voz baja.
—No hablo por Numas —contestó Amn-nasir con expresión inescrutable.
Arkhan se acercó al rey.
—Sois un estúpido por contarme esto —dijo entre dientes—. Nagash me recompensaría bien por este tipo de información.
La amenaza dejó indiferente a Amn-nasir.
—¿Ahora quién está empleando jueguecitos? —arguyó—. ¿Crees que tu señor puede mostrar gratitud después de todo este tiempo? Aunque le confesaras a Nagash todo lo que te he dicho y de algún modo él confiara lo bastante en ti para actuar en consecuencia, ¿de verdad crees que cambiaría algo?
—¿Para qué hablar conmigo siquiera? —quiso saber el visir—. Tenéis razón. Ya no tengo influencia ni poder. El rey me encarga tareas de ínfima importancia cuando le apetece, y sólo me proporciona alimento suficiente para llevar a duras penas una existencia débil y miserable.
Pensó en decir más, pero la vergüenza lo contuvo. Durante años había recibido poco más que gotas del valiosísimo elixir de su señor lo que lo dejaba en un tormento constante. Desesperado, había empezado a complementar su exiguo alimento con sangre de animales. La sangre amarga de caballos, chacales, incluso buitres, alivió en parte su terrible sed, pero no hizo nada por devolverle la vitalidad.
A lo largo de los últimos años, Arkhan había considerado más de una vez desaparecer en el desierto y regresar a Khemri. Sabía dónde estaban escondidos los mamotretos arcanos de Nagash, en el corazón de la Pirámide Negra, y en algún lugar de aquellas páginas se hallaban las fórmulas para elaborar el espantoso elixir. Esas fórmulas lo liberarían de las garras de Nagash para siempre; pero las largas y abrasadoras leguas entre Mahrak y la Ciudad Viviente lo amilanaban en su débil estado.
—Tú sabes más sobre Nagash y sus poderes que nadie —apuntó Amn-nasir—, y tienes razones más que suficientes para desear su caída. Esta es tu oportunidad, probablemente tu única oportunidad, para librarte de él. Si vas a ver a Lamashizzar y le ofreces compartir los secretos de Nagash, podría bastar para convencerlo.
Arkhan frunció el entrecejo.
—¿Convencerlo? —El visir sintió que su rabia regresaba—. Toda esta audaz palabrería sobre una revuelta es una fantasía, ¿verdad? Ni siquiera habéis hablado con Lamashizzar. Que sepáis, los lahmianos podrían pensar que Mahrak está a punto de desmoronarse y venir para tratar de ganarse el favor de Nagash. Queréis usarme como pretexto para promover la idea de la rebelión y evaluar la reacción de Lamashizzar antes de arriesgar vuestro propio pellejo.
Por primera vez, los ojos nublados de Amn-nasir se ensancharon con ira.
—Piensa lo que te parezca, visir —repuso con tono frío—. Nunca he pretendido saber lo que piensa Lamashizzar. Pero eso no cambia nada de lo que te he dicho.
El rey levantó las manos temblorosas y se colocó la capucha para el desierto.
—Tú y yo sabemos mejor que nadie en qué se convertirá Nehekhara si Nagash triunfa —afirmó Amn-nasir—. Mahrak no puede aguantar mucho más y, sin duda, Lamashizzar lo intuye. Cuando eso ocurra, la oscuridad se extenderá por el este, y el Rey Imperecedero se convertirá en el señor de una tierra muerta. Estamos al borde del abismo, Arkhan. Esta es nuestra última oportunidad para apartarnos del abismo de la ruina.
Arkhan no respondió al principio. Clavó la mirada en la llanura cubierta de huesos y pensó en Bel Aliad y Bhagar, e incluso en Khemri.
—El señor de una tierra muerta —murmuró. Respiró hondo—. Debo pensar en esto, alteza. ¿Decís que Lamashizzar llegará mañana?
El visir volvió la mirada hacia el rey, pero Amn-nasir se había ido y ya estaba subiéndose de nuevo a la silla de su yegua enfermiza. Arkhan observó mientras el rey se marchaba y consideró el futuro.
* * *
A una docena de leguas al sureste de Mahrak se extendía una cordillera irregular de montañas de cimas planas separadas por cañones estrechos, paredes empinadas y barrancos traicioneros. Durante siglos el terreno había sido un refugio para los bandidos del este, hasta que el padre de Nagash, Khetep, lo había limpiado sin piedad durante sus campañas meridionales hacía más de doscientos años. Muchas de las empinadas montañas eran un laberinto de cuevas; algunas contenían pozos ocultos y reservas de provisiones construidas por bandas de bandidos. Un general hábil podría haber escondido un ejército en ese terreno accidentado, que era exactamente lo que había hecho Rakh-amn-hotep.
Habían tardado más de tres meses en situar a las compañías de guerreros en posición. Se desplazaron por la noche para ocultar el polvo de su marcha y no encendieron fuegos, salvo un puñado de escasos hornos enterrados en el fondo de las cuevas de las montañas. Primero, llegó la caballería, que estableció un piquete para contener a los exploradores numasis y montó guardia junto a las reservas de provisiones, que trasladaron mediante rápidos grupos de carromatos que se enviaron por delante de las compañías de infantería. Para cuando el rey rasetrano llegó al extenso campamento, se habían congregado más de cuarenta mil guerreros aguardando la llamada a la batalla. En las semanas siguientes, habían llegado otros veinte mil soldados, completando casi el ejército.
La hueste no era sino una pálida sombra de la orgullosa fuerza que había marchado sobre Khemri hacía cuatro y años medio. No había hombres lagarto de las profundas selvas con sus enormes bestias de guerra ni escuadrones de veloces carros tirados por reptiles silbantes y de dientes serrados. Se había hecho entrar en servicio a todos los caballos de Rasetra y se había armado a todos los viejos veteranos y jóvenes inexpertos, a los que se cubrió con pesadas escamas y se los introdujo en el crisol de la guerra. Ese era el germen de su gente. Si esa última campaña fracasaba significaría el fin de su ciudad. No quedaría nadie para manejar los molinos ni las forjas, ni para mantener el mercado en funcionamiento. En menos de una generación, la selva reclamaría Rasetra una vez más.
Rakh-amn-hotep calculaba que se podría decir lo mismo de Lybaras. Los guerreros de la Ciudad de los Eruditos habían estado llegando a lo largo del último mes y los ancianos y los escribas jóvenes y torpes que llenaban las filas de sus compañías de lanceros resultaban inconfundibles. Se imaginó las enormes bibliotecas y escuelas de ingeniería y filosofía resonantes y vacías. Las grandes máquinas de guerra y los maravillosos barcos flotantes de Lybaras ya no existían, y quizá no se los volviera a ver nunca.
Un suave viento soplaba desde las montañas al oeste, y Neru brillaba en lo alto del cielo mientras el rey rasetrano permanecía sobre una cresta baja y esperaba la llegada de las últimas unidades del ejército que se esperaban. Sus Ushabtis se encontraban cerca de allí, envueltos en túnicas y capuchas para el desierto a fin de ocultar sus dones divinos. Dos escribas estaban en cuclillas en la base de una roca grande, comparando listas de suministros y haciendo anotaciones en tablillas de cera con agujas romas de cobre. Ekhreb se encontraba a un lado de los escribas, estudiado sus anotaciones cuidadosamente, y luego se acercó al rey. Saludó con la cabeza a Rakh-amn-hotep y a la figura alta y delgada situada a la derecha del rey.
—Todo está preparado —dijo el paladín en voz baja—. Las compañías han sacado sus suministros para el camino y estarán listas para ponerse en marcha al alba.
Rakh-amn-hotep asintió moviendo la cabeza con gravedad.
—¿El piquete está seguro? —inquirió.
Ekhreb hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Los numasis no han estado patrullando con tanto empuje los últimos meses. Cuando llegan a enviar patrullas, casi nunca se alejan más de unas cuantas leguas del campamento. —Suspiró—. Espero que eso no signifique que Mahrak ha capitulado por fin.
No habían tenido noticias de la Ciudad de la Esperanza durante mucho tiempo. Pequeñas patrullas de reconocimiento se las habían arreglado para acercarse sigilosamente a Mahrak a lo largo de los años y traer noticias del sitio, pero Rakh-amn-hotep había suspendido las misiones justo antes de empezar a enviar a sus tropas hacia el norte. No quería arriesgarse a que uno de sus exploradores fuera hecho prisionero y desvelase la posición del ejército.
Después de un momento, el robusto rey hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Si Mahrak hubiera caído, la hueste de Nagash estaría abalanzándose sobre Lybaras en este mismo momento —repuso.
No obstante, en el fondo, la intuición del rey le decía que la ciudad estaba a punto de venirse abajo. El hecho de que hubieran aguantado tanto tiempo era una especie de milagro macabro. Pensó en Nebunefer y se preguntó si el anciano sacerdote seguiría vivo.
Un revuelo se extendió por los Ushabtis. Uno de ellos señaló hacia el sur y el rey escudriñó la penumbra.
—Aquí están —anunció Rakh-amn-hotep con aire solemne.
La nube de polvo que levantaba la columna creaba una tenue mancha en el cielo iluminado por la luna. Rakh-amn-hotep vio primero un pequeño escuadrón de carros, sin duda los Ushabtis del rey, y luego venía un carromato pintado de oscuro del que tiraban seis caballos. Una última compañía de lanceros avanzaba con determinación por el terreno escabroso detrás del carromato de la corte lybarana.
Mientras el rey observaba, dos exploradores rasetranos salieron al descubierto procedentes de un oscuro desfiladero situado más al sur y fueron a encontrarse con la columna. Se produjo un breve intercambio de palabras y uno de los exploradores condujo al carromato y sus guardaespaldas hacia la cresta en la que aguardaba Rakh-amn-hotep. El otro explorador hizo que su caballo diera media vuelta y llevó a la compañía de lanceros hacia un barranco cercano, donde los soldados podrían tomar una comida decente y dormir unas cuantas horas antes de que comenzara la marcha al día siguiente.
Rakh-amn-hotep les hizo señas a sus compañeros y empezó a descender de la cresta en dirección al carromato que se aproximaba. Los Ushabtis lybaranos llegaron primero, bajaron de sus carros e inclinaron la cabeza con respeto ante el rey rasetrano mientras este se acercaba.
El carromato, el último vestigio maltrecho de la espléndida corte móvil de Hekhmenukep, se detuvo con un traqueteo momentos después. Unos esclavos se acercaron corriendo a la parte posterior del vehículo, abrieron las puertas de madera y colocaron una escalera en el suelo justo a la misma vez que el rey lybarano salía.
Hekhmenukep había sanado bien desde la batalla en las fuentes. Arrugas profundas poblaban las esquinas de los ojos del rey sacerdote, y este se movía con más cuidado de lo que podría haberlo hecho años atrás; pero por lo demás parecía estar bien de salud. Pisó terreno firme y se acercó a Rakh-amn-hotep, seguido de un joven de aspecto serio y ataviado con una túnica real.
—Saludos, viejo amigo —saludó Hekhmenukep con tono sombrío. Se volvió e hizo un gesto hacia su compañero—. Permitidme presentaros a mi hijo y heredero, el príncipe Khepra.
Khepra dio un paso al frente y le hizo una reverencia al rey rasetrano.
—Es un gran honor —dijo con voz grave y una expresión llena de seriedad juvenil.
Rakh-amn-hotep le dirigió al joven una cortés inclinación de cabeza.
—A cambio, dejad que os presente a mi hijo —contestó mientras señalaba al delgado joven vestido con una túnica que se encontraba allí cerca—. Este es el príncipe Shepret.
Al oír su nombre, la figura con túnica se adelantó e hizo una reverencia. Se echó hacia atrás la tela que le cubría la cara para dejar al descubierto unas facciones angulosas y aquilinas, y unos sorprendentes ojos verdes.
—El honor es nuestro —apuntó Shepret.
Aunque físicamente era casi todo lo contrario que el rey rasetrano, robusto y de facciones bien marcadas, el tono duro y los modales bruscos de Shepret eran exactamente iguales a los de su padre. Hekhmenukep le sonrió a Rakh-amn-hotep.
—Parece que vos y yo pensamos del mismo modo —comentó.
—Así es —contestó el rey rasetrano—. Ya es hora de que la generación más joven deje su impronta en el mundo.
Pero Hekhmenukep no pudo dejar de notar la expresión que acompañó a las palabras de Rakh-amn-hotep.
Ambos hombres comprendían que esa era la última oportunidad de salvar sus hogares. Si no conseguían derrotar a Nagash en Mahrak, las ciudades del este estaban condenadas. Era mejor que sus hijos lucharan y murieran en el campo de batalla a que doblaran la cerviz ante el Usurpador.
—Espero que hayáis cuidado bien de mis tropas estos últimos meses —dijo Hekhmenukep, cambiando de tema.
El rey rasetrano asintió con la cabeza.
—Todo está preparado —explicó—. Ahora que habéis llegado, nos pondremos en marcha mañana al alba. No tiene sentido esperar más de lo necesario y arriesgarnos a que los exploradores de Nagash nos descubran por casualidad.
Hekhmenukep hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—¿Y el Usurpador no sospecha nada? —inquirió.
—Que sepamos, no tiene ni idea de que estamos aquí —respondió Rakh-amn-hotep—. Su atención se centra por completo en Mahrak, y sus aliados numasis no están protegiendo el flanco como deberían. Atacaremos el campamento numasi mañana de improviso y nos abriremos paso hasta las posiciones de Nagash antes de que sepan qué está pasando.
—¿Y el ejército de Zandri? —preguntó Hekhmenukep—. ¿Hay algún indicio de ellos?
Rakh-amn-hotep negó con la cabeza.
—Suponemos que están más al norte, protegiendo el flanco septentrional del Usurpador, demasiado lejos para suponer mucha diferencia en cuanto comience el ataque. Para cuando puedan sumarse a la batalla, ya se habrá decidido el resultado.
Hekhmenukep consideró el plan y asintió con la cabeza. Los dos reyes sabían que las fuerzas del enemigo superaban ampliamente a las suyas en número. El factor sorpresa era esencial si querían tener alguna esperanza de derrotar a la horda de Nagash.
—Roguemos por que podamos pasar inadvertidos unas cuantas horas más —dijo—. El futuro de toda Nehekhara depende de ello.
A treinta metros de distancia había dos hombres tendidos detrás de otro cerro rocoso escuchando atentamente. Las voces de los dos reyes se trasmitían con facilidad por el frío aire nocturno. Al final, el grupo subió a bordo del carromato de la corte lybarana y la procesión subió hasta un valle oculto donde aguardaba el grueso del ejército aliado.
Los dos exploradores numasis esperaron más de media hora, mucho después de que los últimos ecos del paso del carromato se hubieran apagado. Despacio y con cuidado, salieron de sus hoyos camuflados y se deslizaron como sombras hasta la base del cerro donde esperaban sus caballos. Sin mediar palabra, los dos hombres se subieron a las sillas y se separaron mientras atravesaban el desierto a toda velocidad para llevarle la noticia a su señor.