VEINTIOCHO
La Ciudad de los Dioses
Mahrak, la Ciudad de la Esperanza,
en el 63.º año de Ptra el Glorioso
(-1744, según el cálculo imperial)
Un humo gris azulado envolvía los miles de templos de la ciudad de Mahrak y llenaba el aire con aromas a sándalo, incienso y mirra. Una profusión de cuernos, címbalos y campanas de plata resonaba una y otra vez por las estrechas calles y las grandes plazas donde los fieles se reunían para orar y hacer sacrificios. Los sacerdotes mataron rebaños enteros de bueyes, cabras y corderos, y arrojaron su carne y su sangre a las llamas. En algunas casas, les dieron copas de vino rociado con loto negro a esclavos jóvenes, y luego los condujeron a las hogueras para sacrificios que ardían delante del gran Palacio de los Dioses. Por toda la Ciudad de la Esperanza, manos suplicantes se alzaron hacia lo alto implorándole al cielo que los librase de la terrible oscuridad que se aproximaba desde el este.
La gente tenía motivos para creer que los dioses intervendrían. En el centro de la ciudad, rodeada por una explanada cercada por un muro en el corazón del Palacio de los Dioses, se encontraba la Khept-amshepret, la milagrosa Piedra Hendida, que había salvado a las siete tribus de la extinción durante los días más aciagos de la Gran Migración.
Privados de sus hogares, privados de sus dioses, completamente debilitados por la acción del sol y la interminable y abrasadora arena, las tribus habían llegado a esa gran llanura y habían descubierto que ya no podían caminar más. Antaño sus dioses habían sido los espíritus de árboles y los manantiales de la selva, de la pantera, el mono y la pitón.
Allí, en ese gran páramo vacío, las tribus, en su desesperación, le oraron al sol y al cielo azul que los salvaran y sus súplicas conmovieron a Ptra. El Gran Padre. Este extendió la mano y una gran roca situada en medio de las tribus se partió con un sonido parecido a un trueno.
Atónitas, las tribus se congregaron alrededor de la piedra hendida; y vieron cómo comenzaba a manar agua fresca y dulce por las grietas de bordes afilados. Las tribus bebieron y, a la vez, se cortaron las manos con las afiladísimas piedras para ofrecer así sus primeros sacrificios a los dioses del desierto. En los días sucesivos, se juró el Gran Pacto y la Tierra Bendita nació.
Mahrak comenzó como un grupo de templos, uno para cada uno de los doce grandes dioses y un espléndido palacio, donde las tribus podían reunirse y rendir culto en los principales días santos del año. Sin prisa pero sin pausa, la ciudad creció alrededor de esas grandes estructuras, como las ciudades suelen hacer, primero con distritos de viviendas modestas para alojar a los trabajadores que construían los templos, y luego con mercados bazares donde los comerciantes podían venir a vender sus mercancías. Después, mientras pasaban los siglos y las tribus se extendían por toda Nehekhara para fundar otras grandes ciudades, la riqueza e influencia de Mahrak fueron aumentando a medida que los lejanos soberanos buscaban los sabios consejos y las oraciones de los templos.
Los templos eran construcciones gigantescas, pues habían ido creciendo junto con sus florecientes fortunas: el templo de Geheb era un imponente zigurat que dominaba el horizonte al este y estaba iluminado en la cima por una rugiente llama que no se había apagado en cuatrocientos años. Cerca de allí, el templo de Djaf consistía en un extenso complejo de edificios enormes y bajos, construidos a partir de losas de mármol negro, mientras que al oeste, al otro lado de los jardines perfumados de Asaph, la torre color marfil de Usirian se alzaba en medio de un extenso e intrincado laberinto, formado por paredes de arenisca pulida.
El Palacio de los Dioses, la sede del poder del Consejo Hierático de Nehekhara, estaba situado al pie de una enorme pirámide que se alzaba más de sesenta metros hacia el cielo. En la cima había un inmenso disco de oro pulido que atrapaba los rayos del sol y reflejaba la gloria de Ptra en forma de reluciente faro, que se podía ver en muchas leguas a la redonda a través de las llanuras orientales. Todos los templos, incluso el amplio campo de obeliscos negros erigido en homenaje al terrible Khsar el Aullante, brillaban debido a adornos de oro, plata y bronce pulido, y estaban rodeados de barrios amontonados formados por edificios de ladrillos de barro cuyas estrechas calles sólo veían el sol cuando la luz de Ptra se encontraba suspendida directamente sobre sus cabezas.
Mahrak era la más antigua, grande y espléndida entre las grandes ciudades de Nehekhara; hogar de sacerdotes, sacerdotisas y eruditos, y de las decenas de miles de comerciantes, artesanos, trabajadores y peregrinos que los servían. Muchas de las familias más acaudaladas de Nehekhara mantenían residencias en la ciudad y, en siglos pasados, un torrente constante de visitantes nobles se dirigía a la ciudad en busca de bendiciones o consejos. Eso había sido antes de reinado del Usurpador de Khemri.
Al oeste, los remolinos de nubes negro azulado ya habían dejado atrás las Puertas del Anochecer y se abalanzaban rápidamente sobre la Ciudad de los Dioses. De pie en las almenas, cerca de la puerta occidental de Mahrak, Nebunefer introdujo los delgados brazos en los pliegues de su túnica y asintió con la cabeza en un adusto gesto de satisfacción. Los ejércitos de Rasetra y Lybaras se estaban retirando hacia el sureste; el polvo que levantaban a su paso aún colgaba en el aire de últimas horas de la tarde a lo largo del horizonte meridional, pero el ejército del Usurpador no mostraba indicios de perseguirlos. Nagash quería ajustar cuentas con el Consejo y lo lograría, costara lo que costase. Nebunefer esperaba que el precio fuera más de lo que el Usurpador pudiera pagar, aunque eso no iba a detenerlo.
Un viento caliente sopló sobre las almenas, lleno de polvo y del olor a humedad de una tumba. Una delgada hilera de guerreros permanecía a lo largo de las murallas esperando la llegada del enemigo. Mahrak nunca antes había necesitado un ejército e, incluso mientras el poder del Usurpador aumentaba en Khemri, el Consejo Hierático se negó a plantearse reclutar uno. Eso habría equivalido a admitir que el poder de Nagash sobrepasaba al de los dioses. Sin embargo, cada templo contaba con su propio cuerpo de Ushabtis y no había mejores guerreros en toda la Tierra Bendita.
Los fieles eran los paladines de los dioses, hombres que dedicaban sus vidas a servir a su deidad y proteger a los creyentes de todo daño. A cambio de su devoción, los dioses les otorgaban maravillosos y sobrecogedores dones en proporción a la fuerza de la fe de cada Ushabti y la valía de sus acciones. En otras ciudades nehekharanas, los Ushabtis protegían al rey sacerdote, que era una encarnación viva de la voluntad de su dios; pero en Mahrak los fieles protegían los templos y a las personas del Consejo Hierático, que en virtud de su condición sólo se veían superadas en importancia por los dioses.
En la lejana Ka-Sabar, los Ushabtis de Geheb era gigantes con la piel de color pardo rojizo, colmillos leoninos y unos ojos que brillaban con luz tenue; en Mahrak, sin embargo, los fieles de Geheb se transformaban en altísimos leones parecidos a hombres, con la temible fuerza de un felino del desierto y las manos acabadas en mortíferas zarpas. Los Ushabtis de Ptra eran titanes de piel dorada demasiado hermosos e imponentes para mirarlos. Sus voces tenían el tono puro de las trompetas y sus manos podían destrozar espadas.
Según una antigua tradición, cada templo reunía como máximo cincuenta de esos guerreros santos, y estos estaban congregados a lo largo de la muralla en toda su gloria: seiscientos guerreros santos contra los millares de Nagash.
Por muy poderosos que fueran los Ushabtis de Mahrak, no eran las únicas defensas de la ciudad. Vastos e imperecederos poderes se habían entretejido en las murallas y cimientos de la ciudad: espíritus del desierto y sirvientes divinos de los dioses que despertaron al acercarse la horda de Nagash. Estos guardianes no estaban ligados por medio del pacto, al menos no en un sentido directo, y por lo tanto, la voluntad de la Hija del Sol no podía apartarlos. El Usurpador estaba a punto de aprender que los dioses, aunque atados, no estaban indefensos ni mucho menos.
Un revuelo recorrió las filas de los fieles a lo largo de las almenas, a la derecha de Nebunefer. El anciano sacerdote se volvió y vio tres figuras imperiosas ataviadas con vestiduras de color amarillo, marrón y negro, que bajaban por la muralla hacia él. Nebunefer hizo una profunda reverencia mientras su señor, Nekh-amn-aten, el hierofante del gran Ptra, se aproximaba. Flanqueando al sumo sacerdote se encontraban Atep-neru, el inescrutable hierofante de Djaf, y el agresivo y ceñudo Khansu, hierofante de Khsar el Sin Rostro.
—Qué honor tan inesperado, santidades —dijo Nebunefer—. Sin duda, vuestra presencia les aportará inspiración y coraje a los fieles.
Nekh-amn-aten le indicó al sacerdote que guardara silencio con un irritado gesto de la mano.
—Ahorraos los tópicos —gruñó el hierofante—. Todo ese tiempo que habéis pasado entre reyes os ha corrompido por completo, Nebunefer. Nunca en la vida he oído tantas tonterías.
Nebunefer extendió las arrugadas manos y sonrió con arrepentimiento. El hierofante había nacido en Mahrak y no había salido de la ciudad ni una sola vez. Que el anciano sacerdote supiera, esa era la primera vez que Nekh-amn-aten pisaba la muralla de la ciudad.
—Seguramente, tenéis razón, santidad —respondió con diplomada—. Las cortes de nuestros aliados están plagadas de toda clase de facilidades y comodidades, sin duda, nada que ver con la vida severa de la que disfrutamos aquí.
Khansu fulminó a Nebunefer con la mirada por su tono impertinente, pero Nekh-amn-aten no pareció oírlo. El hierofante metió las manos en las mangas de sus gruesas vestiduras de algodón, se acercó al borde de las almenas y clavó la mirada en las turbulentas nubes que oscurecían el horizonte occidental.
—Nunca debería haber dejado que me convencierais —comentó agriamente—. Deberíamos haber mantenido a nuestros aliados cerca y haber dejado que Nagash concentrara sus atenciones en ellos.
—¿Con qué fin, santidad? —preguntó el anciano sacerdote con un suspiro—. Los ejércitos de Rasetra y Lybaras han peleado como leones, pero se han quedado sin fuerzas. Si no se hubieran ido, como Rakh-amn-hotep estaba dispuesto a hacer, estaríamos aquí presenciando cómo los masacraban.
Nekh-amn-aten gruñó con irritación y repuso:
—Y Nagash habría dedicado gran parte de la fuerza de su ejército en destruirlos, quizá dejándolo demasiado débil para desafiarnos.
A Nebunefer le sorprendió la rabia que sintió ante la crueldad del hierofante. Tal vez sí que había pasado demasiado tiempo entre los reyes sacerdotes, después de todo.
—La ventaja es nuestra, santidad —aseguró con contundencia—. Dejaremos que el Usurpador se dé una y otra vez contra nuestras murallas mientras nuestros aliados reconstruyen sus ejércitos y regresan para terminar lo que han comenzado.
Atep-neru se volvió hacia Nebunefer.
—¿Cuánto tiempo tardarán, sacerdote? —inquirió con voz sepulcral—. ¿Dos meses? ¿Diez? ¿Un año, tal vez?
Khansu soltó un gruñido de irritación y repuso:
—¿Un año? ¡Qué estupidez! La temporada de campaña casi ha acabado. En cuanto Nagash vea que no puede atravesar nuestras defensas, se dirigirá a Lybaras o quizá se retire a Quatar.
Nebunefer respiró hondo y se esforzó por ocultar su irritación. ¿Cuántas veces tenía que repetir lo mismo?
—¿Qué le importan a Nagash las temporadas de guerra? —preguntó—. Sus guerreros no hacen falta en Khemri para recoger la cosecha. —El anciano sacerdote se encogió de hombros—. Por él, sus míseros súbditos pueden morirse de hambre; de hecho, muertos le resultarían aún más útiles. No, se quedará aquí, en este lado del Valle de los Reyes, hasta que todas las ciudades orientales hayan ardido o se hayan inclinado ante él. Y que no os quepa la menor duda: comenzará su campaña aquí. Sabe que hemos enviado a Rasetra y Lybaras contra él, y puede ser que incluso sospeche que estuvimos detrás del ataque en Bel Aliad. Si conquista Mahrak, la guerra podría terminar de un solo golpe. Acordaos de esto: nos atacara con todo lo que tiene y, si no puede vencer nuestras defensas, podríamos tener que hacerle frente a un sitio largo y prolongado.
Nekh-amn-aten recogió las manos detrás de la espalda mientras seguía contemplando las nubes cada vez más extensas.
—¿Cuánto tiempo puede resistir la ciudad un sitio así? —quiso saber. Atep-neru se dio golpecitos en la barbilla con un largo dedo.
—No nos faltará agua —apuntó—. Las cisternas están llenas y la Piedra Hendida sigue siendo una fuente para los creyentes. Si racionamos los víveres de los almacenes, podríamos aguantar tres años si fuera necesario.
Nekh-amn-aten se volvió hacia Nebunefer.
—Tres años —repitió mientras su expresión se iba ensombreciendo—. ¿Creéis que llegará a tanto?
El anciano sacerdote recordó la última vez que habló con el rey rasetrano: «Quizá tengáis que aguantar muchísimo tiempo». Nebunefer sostuvo la mirada de preocupación de su señor.
—Sólo los dioses pueden decirlo —contestó.
* * *
Los ejércitos del Rey Imperecedero llegaron a la ciudad santa justo unas pocas horas después de medianoche; una sibilante marea de cuero seco y huesos polvorientos se había acercado por las dunas. Las filas de los no muertos habían aumentado de manera espectacular en el transcurso de la implacable marcha a través del valle. Arqueros esqueleto de Zandri formaban líneas de hostigadores delante de los traqueteantes lanceros y óseos jinetes numasis avanzaban en silencio por detrás de la infatigable línea de batalla, escoltando a los capitanes inmortales de Nagash. Más atrás, hacia la retaguardia de la silenciosa y repiqueteante horda, otras creaciones más atroces recorrían pesadamente la arena impulsadas por la voluntad de sus implacables señores.
Cuando la inmensa hueste de Nagash había partido de Khemri rumbo a las Fuentes de la Vida Eterna, había estado compuesta únicamente de hombres vivos. Ahora sólo quedaban menos de una cuarta parte. Manadas de chacales trotaban tras el ejército por la noche y grandes bandadas de aves carroñeras daban vueltas en silencio sobre ellos durante el día. Las sobras para los carroñeros eran escasas, pero, no obstante, la presencia de tanta muerte y descomposición resultaba demasiado atractiva como para que la ignorasen.
Un viento sobrecogedor y gemebundo silbó a través de las filas de los no muertos tirando de jirones raídos de ropa y trozos desgarrados de cuero o piel humana parecida a pergamino. Su aliento arrastró velos de arena y polvo, y formó remolinos que se elevaron por encima de los cráneos blanqueados de los guerreros y alimentaron el turbulento manto de oscuridad que envolvía a la hueste para protegerla del abrasador roce del sol.
La constante y aullante tormenta de polvo obligó a los inmortales y a los guerreros vivos del ejército a marchar con los hombros envueltos en capas con capuchas para el desierto apretadas con fuerza alrededor del rostro. El constante rugido de la tormenta dejó entumecidos y medio sordos a los hombres de Zandri y Numas, y hubo que sacrificar a más de un caballo después de que los remolinos de fina arenilla les hubieran sacado los ojos. Había sido igual durante semanas y semanas, mientras Nagash los empujaba a lo largo del espantoso valle en pos de los ejércitos del este.
Habían esperado encontrar a sus enemigos aguantando en las Puertas del Anochecer en un último intento desesperado de contener al Rey Imperecedero. Durante los últimos días, el ejército había estado avanzando a marchas forzadas con la esperanza de alcanzar el otro extremo del valle y coger a sus enemigos desprevenidos; pero cuando la vanguardia de los jinetes esqueleto llegó a las puertas descubrió las murallas bajas abandonadas, y el pueblo situado al otro lado, inquietantemente silencioso. Furioso, el inmortal al mando de la vanguardia había enviado a un mensajero en busca de un jinete numasi vivo lo suficiente inteligente como para interpretar las huellas que habían encontrado al otro lado de la ciudad. Por lo que el agotado jinete podía ver, no habían dado con sus enemigos por sólo unas pocas horas. Cuando Nagash recibió la noticia, ordenó que el ejército avanzara en completo orden de batalla, esperando atrapar a los ejércitos aliados en las puertas de Mahrak. Un traqueteo a poco más de una milla de las murallas de la ciudad santa. Tras una silenciosa orden, la enorme hueste occidental se detuvo con los capitanes inmortales de Nagash frenaron sus caballos en estado de descomposición y levantaron las cabezas al sentir las corrientes de poder que se enroscaban sin descanso por la arena que tenían delante. A medio camino entre Mahrak y el ejército invasor se extendía una tenebrosa y cambiante línea de demarcación, donde el velo de sombra de Nagash empujaba contra las antiguas guardas de la ciudad. Al otro lado de la agitada línea de oscuridad, las llanuras situadas delante de Mahrak tenían un aspecto pálido y reluciente bajo la luz plateada de Neru.
El cielo sobre Mahrak era un tapiz azul cobalto entretejido con hilos de centelleante diamante. Fuegos de vigilancia ardían encima de las murallas de la ciudad bañando secciones de las almenas a modo de focos de luz líquida de color naranja. No había una muchedumbre de soldados presas del pánico luchando por atravesar la puerta occidental de Mahrak, lo que desconcertó a los inmortales. Salvo por las potentes energías que rodeaban la ciudad, Mahrak parecía sorprendentemente tranquila.
Pasaron horas mientras el resto del ejército se situaba en posición y se enviaron mensajeros desde la vanguardia para informar al Rey Imperecedero. Una vez más se trajo a los cansados jinetes numasis y transcurrieron aún más horas antes de que los jinetes establecieran que los ejércitos aliados habían rodeado la ciudad hacia el sur y se estaban retirando en dirección a sus hogares. Cuando la noticia llegó a los inmortales del rey, muchos supusieron que seguirían con la persecución, y trasladaron a sus infatigables jinetes más al sur de la línea de batalla.
Las órdenes de Nagash, cuando se transmitieron alrededor de medianoche, sorprendieron a muchos de sus capitanes. Se les ordenó a los jinetes numasis que asegurasen el flanco del ejército al sureste y vigilasen la retirada de los ejércitos aliados, y se hizo avanzar a las compañías de reserva y se las formó detrás de la línea de batalla principal. Los intendentes y sus esclavos se pusieron a trabajar montando tiendas y construyendo corrales para los caballos de los carromatos un cuarto de milla por detrás del ejército, mientras los armeros sacaban sus forjas portátiles y los ingenieros de sitios empezaban a arrastrar sus lentas y pesadas máquinas hacia la ciudad que los aguardaba. Unos carromatos los seguían entre crujidos cargados de cestas de sonrientes cráneos y barriles de brea maloliente.
El ataque contra la Ciudad de los Dioses comenzaría en las horas previas al alba.
* * *
Arkhan el Negro iba de un lado a otro en medio de la oscuridad anterior al amanecer deseando tener un caballo.
El ávido viento había disminuido considerablemente a lo largo de la última media hora dejándole un zumbido en los oídos y los nervios alterados por la ausencia de sonido y presión. La mayor parte del remolino de polvo se había asentado y, si hubiera contado con una montura, podría haber observado el ejército desde un extremo de la línea de batalla al otro, lo cual era precisamente el objetivo. Los capitanes necesitarían la visibilidad para dirigir a sus compañías y los ingenieros de sitios precisarían observar cómo caía su artillería durante la marcha hacia las murallas.
Más de ochenta mil cadáveres permanecían en apretadas filas de veinte en fondo dispuestos en una irregular formación de media luna que se extendía durante casi tres millas de norte a sur. Otros cuarenta mil lanceros aguardaban en la reserva rodeando las posiciones de disparo de cincuenta pesadas catapultas. Entre la línea de batalla principal y las reservas, había escuadrones de jinetes no muertos con sus capitanes inmortales, además de cinco mil arqueros esqueleto. Los arqueros seguirían de cerca a las compañías de lanceros barriendo las almenas enemigas con una lluvia constante de flechas, mientras las tropas de asalto atacaban la puerta principal. La caballería entraría en acción únicamente cuando la puerta hubiera caído, cargando a través de la brecha para sembrar el caos y la muerte por toda la Ciudad de la Esperanza.
Arkhan observó que ninguno de los aliados vivos del Rey Imperecedero tomaría parte en el ataque. Los numasis permanecían lejos al sureste, aparentemente protegiendo el flanco del ejército de las fuerzas orientales que se batían en retirada. Se había colocado a las tropas de Zandri en el flanco septentrional y se les había permitido permanecer en el campamento hasta nuevas órdenes.
Era evidente que Nagash no se fiaba de sus vasallos, en especial en lo concerniente a Mahrak. El visir comprendía perfectamente la creciente paranoia de su señor.
Desde el desastre en Quatar, Arkhan no había estado al mando ni tan sólo de una partida de reconocimiento. De hecho, el rey le había prohibido hasta llevar la espada y la armadura durante la larga marcha. Ni siquiera se le permitía ir a caballo. Salvo ordenarle que marchara desnudo detrás de la caravana de provisiones del ejército, Nagash había sometido a Arkhan a toda humillación posible. El visir había llegado a sospechar que la única razón de que no lo hubiera destruido en el acto era que pudiera servir de constante recordatorio al resto de los capitanes de Nagash.
Durante un tiempo, Arkhan había creído que al final el castigo cesaría, y volvería a ganarse el favor del rey. Ahora no estaba tan seguro y se preguntaba qué iba a hacer al respecto, en el caso de que fuera a hacer algo.
El visir recorrió a grandes zancadas la línea de batalla por detrás de los jinetes que aguardaban órdenes buscando a un inmortal en particular. La mayoría de las figuras pálidas que divisó le dirigieron un saludo burlón o adoptaron un aire despectivo. Arkhan mantuvo una expresión neutral. Pero tomó nota de todos y cada uno de los desaires. «Si yo puedo caer, también vosotros, y cuando eso ocurra, estaré esperando», pensó.
Por fin, cerca del centro de la línea, avistó al que estaba buscando. Shepsu-hur estaba sentado sobre la silla de su óseo caballo de guerra, con el yelmo de bronce apoyado en la silla entre los muslos y las manos ocupadas pasando una piedra de afilar por el borde de un cuchillo acabado en punta. Se puso ligeramente tenso y se volvió en la silla como si sintiera el peso de la mirada de Arkhan. Trozos de lino seco se desprendieron de sus extremidades quemadas al moverse, y su rostro destrozado se ladeo con curiosidad al ver a su antiguo señor. Después de considerarlo un momento, el paladín lisiado enfundó el cuchillo, hizo que su caballo diera media vuelta y se acercó al visir. Como la mayoría de los inmortales de Nagash, Shepsu-hur ya no se molestaba en usar riendas: a un caballo muerto le traía sin cuidado una brida; lo dirigía únicamente la voluntad del jinete.
—Ya no queda mucho —dijo Arkhan a modo de saludo mientras el inmortal se aproximaba.
Shepsu-hur asintió con la cabeza; sus envolturas de cuero seco crujieron y chirriaron al moverse.
—Me sorprende que no vengas con nosotros —comentó con su voz devastada—. Esperaba que Nagash te devolviera el mando a tiempo para el asalto. Es una tontería no hacer uso de tu talento cuando hay tanto en juego.
Los toscos elogios le habrían dado ánimos a un mortal, pero Arkhan sólo sintió resentimiento contra su señor por el evidente desaire.
—Han pasado semanas —gruñó—. Supongo que Nagash se ha olvidado de mí. Estoy seguro de que Raamket o algún otro comenzó a intrigar para ocupar mi puesto en cuanto caí en desgracia.
Shepsu-hur asintió moviendo la cabeza con aire de gravedad.
—Se trata de Raamket, lo que estoy seguro que no es ninguna sorpresa. No te hiciste ningún favor quedándote en esa torre tuya tantos años.
El visir hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Muy cierto —contestó.
Observó a Shepsu-hur y se preguntó si al inmortal le había irritado alguna vez el vínculo de Nagash como a él. ¿Él era el único que había intentado liberarse de las cadenas de su señor? Seguro que no.
—¿Cuántos aliados crees que tiene Raamket en la corte? —preguntó. El paladín se encogió de hombros haciendo que otra lluvia de tela quebradiza cayera al suelo.
—Me imagino que no muchos. Nunca ha sido muy popular, sobre todo al principio; pero ahora que goza de la confianza del señor, eso cambiará sin duda. —Shepsu-hur estudió a Arkhan, pensativo—. ¿Por qué lo preguntas?
—Sólo estoy considerando mis opciones —respondió Arkhan con cuidado.
Shepsu-hur asintió con la cabeza. Cuando el inmortal comenzaba a contestar se oyó un grito procedente de la retaguardia del ejército y una serie de fuertes ruidos sordos retumbaron a lo largo de la línea de batalla a medida que las catapultas entraban en acción. Haces de pálida luz verde trazaron arcos por encima de los lanceros que aguardaban mientras fardos de cráneos embrujados caían hacia las murallas de Mahrak.
Unos cuernos tronaron cerca de allí, y Arkhan vio una llamarada de fuego mágico a unas cuantas veintenas de metros a su derecha. Una falange de cadáveres atrofiados que llevaban escudos con la superficie blanca y grandes espadas había aparecido en la ladera de una alta duna, en la retaguardia de los jinetees que esperaban la orden de atacar: los cadáveres de la escolta real de Quatar, atados al servicio de Nagash y portando el estandarte desollado de su antiguo rey. El Rey Imperecedero se encontraba detrás de las filas de la Guardia de la Tumba; lo rodeaba su séquito espectral, y Raamket y un puñado de esclavos lo atendían de cerca. Al lado de Nagash caminaba la figura destrozada de Neferem, cuyo rostro marchito y retorcido era una máscara de silencioso dolor.
Arkhan sintió la orden no expresada con palabras del nigromante zumbándole en el cerebro como si fuera un enjambre de voraces langostas. Un revuelo recorrió a los jinetes que aguardaban. Shepsu-hur se enderezó en la silla.
—Ya empieza —anunció con voz áspera mientras cogía el yelmo.
El inmortal saludó a Arkhan con la cabeza antes de colocarse el yelmo.
—Volveremos a hablar de Raamket y sus aliados en cuanto acabe la batalla —prometió.
Las catapultas dispararon de nuevo y arrojaron sus aullantes proyectiles contra la ciudad. Las primeras compañías de lanceros se pusieron en marcha con un repiqueteo de hueso, madera y metal, formando una silenciosa e inexorable marea hacia las murallas de la ciudad. Arkhan sintió temblar la tierra al paso de ochenta mil pares de pies.
—¿Cuánto calculas que durará? —le preguntó al paladín.
Shepsu-hur dirigió la mirada hacia la Ciudad de la Esperanza.
—Una hora. Puede ser que menos. En cuanto abramos una brecha en la puerta, la ciudad estará sentenciada. —Se encogió de hombros—. Quizá se rindan antes de llegar a eso.
—¿A Nagash le interesa una rendición?
El inmortal miró a Arkhan y le dedicó una sonrisa enseñando los colmillos.
—El Rey Imperecedero ha dicho que a cada hombre que le traiga un sacerdote vivo le pagará su peso en oro. Al resto, hay que matarlos directamente.
La noticia sorprendió al visir.
—¿Matarlos? ¿No esclavizarlos? —inquirió.
Shepsu-hur negó con la cabeza a modo de respuesta.
—Hoy, la era de los antiguos dioses llega a su fin —dijo—. Los templos arderán y los fieles serán pasados a cuchillo.
—Los hombres de Numas y Zandri se indignarán —declaró, recordando la reacción de los reyes en el palacio de Quatar—. Podrían sublevarse.
Shepsu-hur hizo que su caballo diera media vuelta. El inmortal miró hacia atrás por encima del hombro.
—Los hombres de Numas y Zandri podrían ser los siguientes —dijo, y fue a reincorporarse a sus tropas.
Arkhan observó como la caballería se ponía en marcha detrás de los implacables lanceros y miró más allá, hacia las silenciosas murallas de la Ciudad de los Dioses. Energías invisibles crepitaban por el aire, arremolinándose por encima del ejército en movimiento como si se tratara de una tormenta en formación. Una brisa tiró de la túnica del visir levantando zarcillos de polvo y arenilla. Arkhan no sabía decir si era cosa de Nagash o si alguna otra fuerza se estaba despertando mientras el ejército emprendía la marcha.
* * *
En la cima de una duna cercana, Nagash, el Rey Imperecedero, observaba avanzar a su ejército y pensaba en el fin de Mahrak.
Fuegos compactos ardían por la llanura donde los fardos de cráneos aullantes no habían llegado a las murallas de la ciudad. Mientras el nigromante miraba, las catapultas lanzaron otra salva, y esa vez numerosos proyectiles dieron con la distancia adecuada. Estallaron contra las murallas en medio de lluvias de un verde asqueroso, compuestas de hueso y arenisca rota, o golpearon las almenas entre abrasadoras llamaradas.
Las compañías de lanceros se desplazaban a un ritmo lento y acompasado, avanzando en una ancha línea hacia la muralla occidental de Mahrak. Casi habían llegado a la línea de demarcación donde el velo del nigromante se encontraba con las guardas defensivas de la ciudad.
Nagash se volvió hacia su reina.
—Échalas abajo —le indicó a Neferem, señalando hacia el campo iluminado por las estrellas.
El Rey Imperecedero ya estaba haciendo acopio de su poder, recurriendo a las energías de la Pirámide Negra situada a cientos de leguas de distancia. Cuando las guardas se vinieran abajo, su velo mágico avanzaría rápidamente, y la oscuridad caería sobre la Ciudad de la Esperanza.
Las primeras filas de lanceros alcanzaron las guardas de la ciudad. Neferem alzó sus brazos atrofiados y soltó un largo grito de desesperación.
Abajo, en la llanura, la brisa comenzó a intensificarse y empezó a levantar cintas de arena en el aire en dirección a la ciudad que aguardaba. Las compañías de lanceros continuaron avanzando bajo los disparos de las catapultas, seguidas por treinta escuadrones de caballería ligera, al frente de los cuales iba un tercio de sus inmortales. Tras ellos avanzaban miles de arqueros esqueleto, con sus altos arcos preparados. Ellos llevarían a cabo la mayor parte del combate en cuanto las compañías llegaran a las murallas disparando contra los defensores de la ciudad, mientras estos atacaban al remolino de lanceros desde lo alto.
La marcha de los lanceros había hecho que un constante y vibrante son recorriera el terreno rocoso, pero ese ritmo se vio interrumpido por lentas y pesadas pisadas. Pum…, pum…, pum…
Coronaron la línea de dunas a la vez que las catapultas disparaban otra salva contra la ciudad. Eran ocho altísimas figuras, cada una de casi cinco metros de alto y elaborada a partir de huesos fundidos y tendones parecidos a cables. Los gigantes de hueso blandían enormes garrotes hechos con mástiles de barcos cortados y unidos con gruesas tiras de bronce. Creados a la manera de los complicados gigantes de metal lybaranos, atacarían la puerta de la ciudad y la echarían abajo, y así allanarían el terreno para que la caballería iniciara la masacre.
El viento continuaba aumentando, levantando cada vez más polvo en el aire, por encima de la llanura. El manto de sombra del nigromante estaba empezando a deshilacharse atraído inexorablemente hacia el creciente vórtice.
Miles de esqueletos marchaban hacia delante con sus yelmos abollados y las puntas de sus lanzas brillando débilmente bajo la luz menguante de las estrellas. Las guardas de la ciudad no habían caído.
Durante un breve instante, el Rey Imperecedero se quedó atónito. Agudizó la fuerza de su orden acelerando el ritmo de sus tropas. Los gigantes de hueso incrementaron el paso para acortar las distancias con rapidez en relación con las compañías que avanzaban.
En lo alto, las nubes de polvo bullían; un brillo que recordaba a un horno las iluminaba desde dentro. El viento había aumentado de fuerza hasta convertirse en un furioso rugido parecido al de un león. Entonces, se oyó un estallido ensordecedor, como el de una roca rajándose al sol, y comenzó a caer una lluvia de fuego sobre los muertos vivientes.
Trozos girantes de roca del tamaño de ruedas de carromato descendieron de las nubes dejando ardientes estelas carmesí y cayeron entre las apretadas filas de lanceros, lanzando sus trozos por los aires en medio de columnas de tierra y llamas. Cada impacto retumbó por la llanura como el golpe de un martillo, cayendo uno sobre otro tan deprisa que se fundieron en un titánico y atronador rugido.
Se abrieron enormes huecos en las compañías de lanceros, pero los guerreros esqueleto no vacilaron ni sintieron temor. Impulsados por el látigo invisible de la voluntad de su rey, los lanceros cerraron filas y continuaron avanzando. Los cuerpos siguieron adelante penosamente; las envolturas se les iban quemando mientras caminaban. Las catapultas prosiguieron disparando, pero a medida que los cráneos surcaban las nubes, se hacían pedazos y se desviaban hacia el este para caer sobre los esqueletos.
Furioso, Nagash se dio media vuelta rápidamente hacia su reina. Agarró a Neferem del pelo y le hizo girar la cabeza con brusquedad, de modo que se le agrietó la piel seca del cuello.
—¡Rompe su poder! —ordenó—. ¡Rómpelo!
Neferem alzó los brazos débilmente con el rostro deformado por el dolor y el terror. Gimió como un alma perdida gritando su tormento al cielo, pero fue en vano.
Los inmortales habían penetrado las guardas y apretaron el paso mientras las piedras ardientes caían a su alrededor, zigzagueando entre los lanceros en apuros y corriendo hacia la puerta. Los gigantes hicieron lo mismo, en algunos casos abriéndose paso sin misericordia entre los lanceros que se interponían en su camino. Una roca cayó y, golpeando a un gigante en plena frente, le destrozó el cráneo deforme. La construcción sin cabeza se tambaleó un momento, luego se enderezó y siguió adelante.
Cuando los jinetes a la carga estuvieron a menos de cien metros de las murallas de la ciudad, el terreno arenoso que tenían delante se agitó y estalló levantando una cortina de polvo hacia el cielo. La caballería, que iba demasiado deprisa para detenerse, se sumergió en la ondeante pared y se perdió de vista.
Durante un momento, Nagash no pudo ver nada, y a continuación, una forma pequeña salió dando vueltas de la nube como si fuera un trozo de cerámica volando por los aires. Por una cuestión de suerte, golpeó a un gigante de hueso en el pecho y se hizo añicos en medio de una lluvia de fragmentos. El nigromante se dio cuenta con retraso de que la forma había sido la mitad de un caballo no muerto.
El polvo estaba empezando a hacerse menos denso y se podían ver formas grandes y oscuras moviéndose en las profundidades. Más cosas salieron volando de la nube, como si fueran fragmentos desperdigados por el vaivén de fuertes golpes.
Los gigantes casi habían llegado a la cortina de polvo. Levantaron sus garrotes y los balancearon, trazando movimientos amplios y pesados que abrieron estelas turbulentas a través del velo y dejaron al descubierto enormes formas leoninas con los costados del color de las arenas del desierto. Una de ellas se volvió contra los gigantes y saltó hacia delante con las zarpas extendidas.
Golpeó al gigante en el pecho. Las garras destrozaron el tórax fusionado y abrieron surcos en la pelvis del constructo. El monstruo era por lo menos tan grande como el gigante; poseía un cuerpo que recordaba al de un león y una potente cola que se sacudía, pero la cabeza de la bestia no era la de un león. Tenía una melena rojiza y ojos rasgados amarillos, pero la cara era la de un hombre.
La esfinge enseñó unos colmillos enormes y arremetió contra el cuello del gigante para partirle las vertebras nudosas con un único y potente mordisco. La construcción cayó bajo el peso del monstruo, y la esfinge la destrozó con sus zarpas parecidas a sables.
Más esfinges surgieron de un salto de la nube de polvo que se iba asentando, con la piel cubierta de trozos aplastados de hueso y tiras pálidas de tejido. Se adentraron como una exhalación entre los gigantes restantes, demasiado deprisa para que sus torpes armas las tocaran, y les desgarraron las patas con colmillos y garras. Uno a uno, los constructos se estrellaron contra el suelo y fueron hechos pedazos.
Nubes de flechas atravesaron la llanura y cayeron entre las esfinges cuando los arqueros supervivientes se situaron a distancia de tiro. Los monstruos levantaron la cabeza y trataron de morder las flechas como si no fueran más que moscas picándolos y, luego reanudaron su truculenta labor.
Los lanceros seguían empujando hacia delante bajo la lluvia de fuego, pero ahora avanzaban por separado o en grupos aislados de cinco o diez guerreros. Sus compañías estaban destrozadas y los arqueros padecían bajo el asalto celestial. La llanura estaba alfombrada de huesos humeantes y trozos rotos de armas y armaduras.
Nagash enseñó los dientes en un silencioso gruñido, alzó el rostro hacia el cielo y rugió de rabia. Abajo, en el campo de batalla, los esqueletos que aún sobrevivían se tambalearon al oír el sonido, se volvieron y empezaron a retirarse.
Las esfinges daban vueltas por el accidentado terreno al pie de las murallas de Mahrak como felinos hambrientos clavando una mirada torva en las demás fuerzas del nigromante. Los restos de la caballería y sus capitanes inmortales crujían bajo sus zarpas. No había sobrevivido ni un jinete.
Las enormes bestias sacudieron las cabezas y le rugieron con actitud desafiante a los esqueletos, que se batían en retirada. Sus caras parecidas a las de un humano mostraban una expresión iracunda a la par que triunfal mientras caminaban entre los huesos destrozados de la horda.
Más allá de la Ciudad de la Esperanza comenzaron a aparecer los primeros rayos del amanecer.