VEINTISIETE
El Rey Imperecedero
Khemri, la Ciudad Viviente,
en el 62.º año de Qu’aph el Astuto
(-1750, según el cálculo imperial)
El hedor de la carbonilla y la carne chamuscada impregnaban el aire nocturno que soplaba a través de la entrada abierta de la Corte de Settra. A lo lejos se oían gritos débiles y chillidos aterrorizados. Khemri, la Ciudad Viviente, estaba en llamas.
—Explicad esto —les exigió Nagash a sus inmortales. Su voz fría resonó débilmente por el gran espacio tenebroso—. Esta es la tercera noche seguida que ha habido disturbios en el barrio de los Mercaderes.
Los nobles con túnicas negras, cien en total, se movieron con inquietud en la cámara en sombras y se lanzaron cautelosas miradas de soslayo unos a otros. Al final, Raamket dio un paso adelante y aventuró una respuesta.
—Es lo mismo de siempre —dijo gruñendo—. La cosecha fue escasa y el comercio se resintió. Se juntan en la plaza del mercado como ovejas y se quejan de las mismas cosas una y otra vez. Al caer la noche, se vuelven lo bastante audaces como para causar problemas. —El noble se encogió de hombros—. Matamos a los agitadores cuando los atrapamos, pero el resto del vulgo no parece captar el mensaje.
—Entonces, tal vez estáis siendo demasiado selectivos —apuntó el rey bruscamente. Se inclinó hacia delante en su trono y fulminó a Raamket con la mirada—. Envía a tus hombres al barrio y mata a todo hombre, mujer y niño que encuentres. Mejor aún, empálalos en pinchos alrededor de las murallas de la ciudad para que toda matrona que tenga que ir a Sacar agua pueda oír sus gritos de agonía. Hay que restaurar el orden, ¿lo entiendes? Mata a todos los que haga falta para poner fin a esos vergonzosos disturbios.
Arkhan el Negro se encontraba a la derecha de Nagash, cerca de la tarima. Tomó un trago largo de la copa que sostenía en la mano y clavó los ojos en sus profundidades.
—Matar a tanta gente será contraproducente —repuso con tono grave—. Nuestras reservas de trabajadores ya son bastante escasas tal y como están las cosas, por no decir nada de la guardia de la ciudad o el ejército. Todo ciudadano al que ejecutamos sólo somete a más presión a los que siguen vivos.
Lo vacía que estaba la Corte de Settra daba fe de la observación del visir. Si antes el salón estaba atestado de nobles serviles y embajadores intrigantes, ahora sólo quedaban el rey y sus inmortales, junto con un puñado de esclavos y la silenciosa reina de Nagash. De un modo u otro, la Pirámide Negra había consumido a todos los demás.
Había supuesto una labor colosal, mucho mayor que las peores predicciones del rey. Solamente extraer el mármol y transportarlo había ocupado a miles de trabajadores y había requerido expertos canteros para seleccionar y darle forma correctamente a los enormes bloques color ébano. Los accidentes y las desgracias se habían cobrado numerosas vidas, tanto en la cantera como en la obra: un cable se partía o los agotados trabajadores no prestaban atención y los hombres morían gritando de dolor bajo toneladas de mármol negro. En los primeros diez años, Nagash había acabado con la mitad de los esclavos que había apresado en Zandri y seguían muriendo más cada día.
No obstante, el trabajo prosiguió. Cuando ocurría algún contratiempo, Nagash les ordenaba a sus jefes de obra que trabajaran hasta bien entrada la noche. La guardia de la ciudad envió un torrente constante de jugadores, borrachos y ladrones a los campamentos de esclavos de las afueras de la necrópolis para intentar detener la creciente oleada de víctimas. Cuando se quedaron sin delincuentes, enviaron a todo aquel que cogían en las calles después del anochecer. Las grandes ciudades también continuaron entregándole sus diezmos mensuales a Khemri, comprando así la paz con el Usurpador con un flujo constante de sangre y dinero.
Pero no fue suficiente. La construcción se retrasaba sobre el plazo previsto año tras año. Nadie en Khemri creía que la estructura pudiera completarse antes de que Nagash muriera. Los años se sucedían, pero el rey de la Ciudad Viviente no parecía sentir el paso del tiempo, ni tampoco sus vasallos, cuyo poder y riqueza en la ciudad aumentaban con cada década que transcurría. Empezaron a circular rumores entre los nobles menores de la corte: ¿Nagash había desentrañado los misterios más profundos del culto funerario? ¿Los dioses lo habían bendecido para que guiara a Nehekhara a una nueva era dorada?
Entonces, Neferem comenzó a aparecer al lado del rey durante las grandes asambleas, sentándose en el trono más pequeño y asumiendo los deberes de una reina, y los rumores tomaron un rumbo mucho más sombrío.
A medida que pasaban los años y el número de muertes continuaba creciendo, el servicio civil anual para los ciudadanos de Khemri se prolongó de un mes a seis y luego hasta ocho. Los campos situados a las afueras de la ciudad quedaron en barbecho por falta de agricultores, y Khemri empezó a gastar gran cantidad de oro en importar más cereales del norte. El comercio se resintió por falta de artífices y artesanos, y los precios subieron. La nueva era dorada de Khemri perdió su lustre con rapidez.
Lahmia fue la primera de las grandes ciudades en retirar a sus embajadores y no cumplir con su diezmo mensual. Otras siguieron su ejemplo rápidamente: Lybaras, luego Rasetra, Quatar y Ka-Sabar. Habían calculado que a Khemri no le quedaba suficiente población para reclutar un verdadero ejército para hacer valer sus exigencias, y tenían razón. El rey juró que el trabajo en la pirámide continuaría, costara lo que costase. Nagash modificó el decreto sobre el servicio civil una vez más para que todo padre e hijo mayor de cada casa de la ciudad, del vulgo y de la nobleza, sirviera sin interrupción hasta completar la enorme construcción.
La corte se vació con rapidez. Unas cuantas familias nobles intentaron huir directamente de la ciudad dirigiéndose a la dudosa seguridad del este. Nagash envió un escuadrón de caballería ligera tras ellos después de ofrecer cien monedas de oro por la cabeza de todo hombre, mujer y niño que atraparan. Fue una especie de apuesta, pues no había modo de estar seguro de que los jinetes seguirían las órdenes en cuanto hubieran dejado Khemri atrás, y Nagash no podía enviar un inmortal al mando del grupo. Por mucho que el rey y sus vasallos elegidos se hubieran vuelto inmunes al paso del tiempo y poderosos más allá de la comprensión de los mortales, no obstante pagaban un alto precio por sus dones. La luz del sol de Nehekhara les quemaba la piel como una tea y minaba su terrible fuerza obligándolos a buscar refugio en los sótanos o criptas más profundos durante el día. El problema había desconcertado al rey durante décadas y la respuesta seguía eludiéndolo. Era como si el mismo Ptra se opusiera a la voluntad de Nagash, azotándolos a él y a sus inmortales con fuego.
—Los sacerdotes —murmuró Nagash con tono sombrío—. Ellos tienen la culpa de esto.
Sabía que era cierto. Los sacerdotes gozaban de inmunidad ante el servicio militar obligatorio o el servicio civil y pasaban los días enfurruñados en sus templos, buscando modos de minar su autoridad. Preguntaban por Sukhet constantemente, y Nagash sospechaba que tenían espías en el palacio buscando dónde estaba encerrado.
Arkhan se removió, inquieto.
—Sin duda tenéis razón, señor, pero ¿qué podemos hacer? Atacarlos equivale a atacar a Mahrak, y si lo hiciéramos, toda la región se alzaría contra nosotros.
Nagash asintió con la cabeza con aire distraído, pero su mirada se posó en Neferem. La reina permanecía sentada con la espalda recta en su silla sin mostrar reacción ante lo que se decía. Nagash se preguntó si ella también estaría confabulada con los sacerdotes.
Había sido necesario darle el elixir a Neferem. Estaba decidido a poseer su belleza, aunque tardara mil años en acabar con su resistencia. Nagash había visto cómo había afectado el elixir a la voluntad de sus vasallos, que se veían incapaces de resistir su seductora influencia, y esperaba que ella también sucumbiera. Aunque la había vuelto más indiferente.
No obstante, había dejado de acosarlo con preguntas acerca de su hijo. Eso, al menos, era una bendición.
El rey sospechaba que el problema era aquel artero sacerdote, Nebunefer. Nagash estaba seguro de que era un espía enviado por Mahrak, y podía entrar y salir libremente del palacio ahora que el rey y sus inmortales tenían que dormir todo el día. El rey decidió que era necesario hacer algo con aquel hombre, algo rápido y mortal, e iba a tener que ocurrir pronto. Mahrak podría protestar todo lo que quisiera.
Unas sombras cruzaron entonces la entrada abierta que llevaba a la cámara. Los inmortales se pusieron en guardia de inmediato, mientras dirigían las manos a las espadas que llevaban atadas a los cinturones. Nagash frunció el entrecejo con curiosidad. ¿Cuándo hacía desde la última vez que un ciudadano había asistido a una de las grandes asambleas? ¿Veinte años? ¿Más?
—Preséntate —anunció el rey. Su voz resonó bruscamente por la quietud—. ¿Qué tienes que decir?
Siguieron unos momentos de vacilación antes de que una única figura apareciera en la entrada. El hombre se acercó a la tarima con pasos lentos y titubeantes, recortado contra la entrada iluminada por la luna situada a su espalda. Nagash notó enseguida que se trataba de un anciano, torcido y casi destrozado por el peso de los años. Cuando hubo recorrido tres cuartas partes del largo y resonante pasillo, el rey reconoció de quién se trataba y sintió que lo invadía un sentimiento de ira.
—¿Sumesh? ¿Por qué no estás en la pirámide? ¿Qué ha ocurrido?
Un revuelo recorrió a los inmortales mientras el último arquitecto de la Pirámide Negra que aún seguía vivo se acercaba arrastrando los pies con mucho dolor en presencia del rey. Sumesh tenía más de doscientos treinta años, un auténtico vejestorio según el criterio nehekharano. Aunque Nagash se había asegurado de convertirlo en un hombre muy rico, Sumesh estaba demacrado y tenía el cuerpo contrahecho por la edad. Sus manos como garras temblaban y tenía los hombros encorvados.
Sumesh no respondió al principio. El arquitecto se acercó con aire resuelto al pie de la tarima y se arrodilló con cuidado sobre la piedra antes de levantar el rostro hacia el rey.
—Alteza —comenzó con voz trémula—, tengo el honor de informaros de que la última piedra se ha colocado hace una hora. La Pirámide Negra está completa.
Durante un momento, Nagash no pudo creer lo que oía. Un brillo de triunfo apareció en sus ojos oscuros.
—Lo has hecho muy bien, maestro arquitecto —lo felicitó—. Estoy en deuda contigo y me aseguraré de que seas bien recompensado.
No bien las palabras escaparon de sus labios, Arkhan se situó detrás de Sumesh y le cortó el cuello de oreja a oreja. Los inmortales gruñeron con avidez mientras la sangre del anciano se derramaba sobre los escalones de mármol y su cadáver se desplomaba de cabeza sobre las piedras. Nagash estudió el creciente charco carmesí que se iba extendiendo a sus pies y sonrió.
—Parece que se ha presentado una solución —dijo.
El rey despachó sus órdenes inmediatamente. Se mandó que los esclavos regresaran a sus campamentos y recibieran una ración adicional de comida y vino. A Arkhan, Raamket y al resto de los inmortales los envió a las calles de la ciudad para poner fin a los disturbios por cualquier medio que fuera necesario. A continuación, Nagash dejó a la reina al cuidado de Ghazid e hizo que Khefru lo condujera a través de las calles iluminadas por los incendios hacia la necrópolis, donde aguardaba la nueva pirámide.
Se la podía ver durante millas a lo largo del camino que llevaba a la necrópolis; descollaba sobre las insignificantes criptas y daba la impresión de tragarse la luz de la luna. La Pirámide Negra era más oscura que la noche y sus bordes tenían un aspecto afilado contra el cielo color añil. Arcos de pálidos relámpagos se arrastraban ocasionalmente por la pulida superficie enviando impulsos de poder invisible que envolvían la piel de Nagash.
La pirámide era un colector y un imán de magia oscura, y durante doscientos años, se había saturado de los espíritus de decenas de miles de esclavos. Esa energía recorría sus piedras relucientes, almacenada con un único objetivo: un ritual distinto de todo lo que Nagash había realizado nunca.
El palanquín cruzó una amplia explana hecha de losas de mármol apretadas y se detuvo ante una abertura sin adornos ni ninguna característica especial, situada en la base de la pirámide. No se trataba más que de una abertura cuadrada en un lado de la gran estructura, sólo lo bastante grande como para que dos personas entraran una al lado de la otra. Nagash y Khefru atravesaron la entrada, y la oscuridad del otro lado los engulló.
A un gesto del rey, una pálida luz sepulcral de color verde que se filtraba a través de las mismas piedras bañó el corredor que se extendía más allí El suelo, las paredes y el techo del pasadizo estaban cubiertos de intrincados tallados, con miles de jeroglíficos colocados con riguroso cuidado por canteros expertos. Nagash pasó los dedos por los tallados mientras subía por el corredor en declive saboreando el inmenso poder que se agitaba en el interior de la estructura.
—Sí —susurró—. El alineamiento está completo. Puedo sentir cómo aumentan las energías.
Khefru avanzaba seis pasos por detrás del rey. Su rostro era una máscara de terror.
—Sumesh se ha superado a sí mismo —comentó en voz baja—. Ha terminado meses antes de lo previsto.
—Así es —asintió Nagash, y soltó una risita al caer en la cuenta.
El poder que lo recorría era mucho más dulce y más potente que ningún vino, y lo embebió en parte.
Condujo a Khefru en dirección ascendente entre la luz nacarada, a través de un serpenteante embrollo de pasillos y cámaras austeras y vacías que latían con energías nigrománticas. Señor y sirviente recorrieron el laberinto con la facilidad que daba la familiaridad. Nagash había trasladado sus investigaciones arcanas y, más tarde, su morada, a la pirámide cinco años antes, mientras los grupos de trabajo luchaban por completar la parte superior de la estructura. Los trabajadores conocían muy bien el alcance de las mortíferas trampas sembradas por toda la pirámide y sabían perfectamente que no debían pasar sin autorización más allá de las zonas sin terminar de la obras.
Al final, el rey llegó al corazón de la inmensa pirámide: la cámara ritual. Se trataba de una gran habitación octogonal, con las paredes curvadas hacia arriba para formar una cúpula con facetas por encima de un complejo círculo ritual, de unos quince pasos de ancho, tallado directamente en el suelo de mármol y con incrustaciones de ónice y plata triturados. Se habían tallado miles de complicados jeroglíficos en las relucientes paredes, cada uno minuciosamente diseñado para concentrar las energías de muerte almacenadas en el interior de la pirámide y canalizarlas hacia el círculo ritual. Nagash se detuvo un momento en la entrada, estudiando la interacción de energías que fluían por las paredes talladas y el suelo con el círculo grabado. Al final, asintió con la cabeza en un gesto de adusta satisfacción.
—Es perfecto —dijo con una sonrisa de chacal. Atravesó la habitación con actitud reverencial y ocupó su lugar en el centro del círculo ritual—. Ve al santuario y reúne mis libros —le ordenó a su sirviente—. Hay mucho trabajo que hacer y no queda demasiado tiempo antes de que amanezca.
Khefru se quedó un momento más en la entrada de la cámara con una expresión de preocupación.
—¿Qué ritual, señor? —preguntó con voz apagada.
—El que marcará el comienzo de una nueva era —contestó el rey completamente ebrio debido al poder que tenía a su disposición—. Los falsos dioses deben perecer para dejarle paso al auténtico señor de la humanidad.
Nagash, que estaba de espaldas a Khefru, no pudo ver la expresión de horror grabada en las demacradas facciones del sirviente.
—No…, no podéis estar pensando en matar a los dioses, señor. No es posible.
Khefru se encogió incluso mientras lo decía, esperando una furiosa invectiva de su señor, pero parecía que Nagash estaba de un humor magnánimo.
—¿Matarlos? No. Por lo menos, no al principio —repuso con calma—. Primero debemos privarlos del poder que le han robado a nuestra gente. Cuando los sacerdotes de Nehekhara hayan muerto, los templos se vaciarán, y los dioses ya no recibirán la adoración que los sostiene.
Khefru exclamó, horrorizado:
—¡Eso rompería el pacto! ¡Sin él, la tierra morirá!
Nagash se volvió hacia su sirviente.
—Después de todo este tiempo, todavía no lo entiendes, ¿verdad? —preguntó como si hablara con un niño—. La vida y la muerte carecerán de sentido en cuanto yo sea el señor de Nehekhara. No habrá miedo al hambre ni a la enfermedad. ¡Piensa en eso! ¡Mi imperio será eterno, y un día se extenderá por todo el mundo!
Khefru sólo pudo quedarse embobado ante la declaración del rey. Después de un momento, el brillo de triunfo desapareció del rostro de Nagash.
—Ahora vete —indicó con frialdad—. Ya es la hora de los muertos, y hay que hacer muchos preparativos.
El rey se afanó durante varias horas en la cámara ritual realizando el trabajo preliminar para su conjuro. Khefru permanecía al margen tomando notas precisas como le habían ordenado y trayendo polvos y pinturas arcanos del santuario situado varios niveles más abajo. Su rostro, iluminado desde atrás por las parpadeantes energías que rodeaban a su señor, mostraba una expresión pensativa y profundamente preocupada.
Al final, cuando el amanecer se abrió pasó sobre las lejanas montañas. Nagash dio por concluido el trabajo.
—Está casi completo —dijo—. Mañana a medianoche, la invocación ya estará lista.
* * *
Mientras el sol se abría camino por el cielo en lo alto, Nagash salió de la cámara ritual y siguió un serpenteante pasadizo que bajaba un nivel hasta su cripta. Muchos de sus inmortales se habían establecido en los pisos inferiores de la pirámide, por orden del rey, y era probable que ya estuvieran protegidos en sus sarcófagos de piedra.
La cripta era una pirámide en miniatura con cuatro paredes inclinadas que acababan en punta sobre el lugar de descanso del rey. Había poderosos conjuros grabados en cada uno de los muros y los símbolos estaban rellenos de gemas en polvo para aumentar la longevidad y la potencia de los mismos. Brillaban con una luz interna cuando Nagash entró en la cámara.
En el centro de la habitación había una tarima baja de piedra y, sobre ella, descansaba un sarcófago de mármol digno de un rey.
Khefru se adelantó rápidamente mientras Nagash se dirigía a grandes zancadas a la tarima; se acercó al sarcófago y agarró la tapa de piedra. Empleando una fuerza sobrenatural, levantó la cubierta con un suave movimiento, que había repetido infinidad de veces, y la dejó a un lado.
En el interior del féretro de piedra había almohadones perfumados y ramitos de hierbas aromáticas guardados para que el rey estuviera cómodo. Nagash entró sin titubear y se tumbó. El recinto de mármol canalizaba las energías de la pirámide y ayudaba a restablecer su mente y su cuerpo mientras entraba en una especie de trance cataléptico.
En cuanto estuvo instalado, Khefru levantó la tapa una vez más y se preparó para colocarla en su sitio. Vaciló en el último momento. Nagash le echó una mirada de impaciencia a su sirviente.
—¿Qué ocurre? —preguntó bruscamente—. Puedo ver la mirada inquisitiva en tus ojos. Suéltalo ya.
—Os… —Comenzó—, os ruego que lo reconsideréis, señor. Vuestra pirámide está terminada, pero Khemri en su totalidad es débil. Si arremetéis contra los sacerdotes, no habrá vuelta atrás.
El rostro del rey se endureció para convenirse en una máscara de rabia.
—Con el poder a mi disposición, puedo coger mil hombres y derrotar a todas las ciudades de Nehekhara. No se cansarían, no tendrían miedo, no titubearían, pues no morirían. Eres un idiota, Khefru. Antes pensaba que eras un hombre ambicioso, pero la verdad es que siempre has sido un cobarde. No posees la fuerza para hacerle frente a los hados y elegir tu propio destino.
Khefru se quedó mirando al rey un momento más y puso cara larga.
—Quizá tengáis razón, señor —dijo mientras deslizaba la tapa de piedra de nuevo en su sitio—. Dormid bien.
* * *
Nagash despertó al oír un extraño sonido chirriante por encima de él. Por un momento, no entendió qué estaba oyendo. Su mente seguía sumida en embriagadores sueños de venganza y conquista. ¿Había imaginado el ruido? ¿Lo habían producido paisajes de ensueño de ciudades ardiendo y llanuras de hueso blanqueado?
Entonces, un hilito de piedra le cayó sobre el pecho, y supo que no se trataba de un sueño, sino de algo mucho peor. Alguien estaba perforando un agujero en su sarcófago.
Se oyó un chirrido de metal cuando sacaron una herramienta de la brecha. Los pensamientos se le agolpaban en la cabeza mientras trataba de entender lo que estaba ocurriendo, y luego algo espeso y frío cayó formando un chorrito constante sobre su pecho.
«Aceite para lámparas», comprendió con una creciente sensación de horror. Alguien pretendía quemarlo vivo dentro de su féretro.
Empujó con fuerza la tapa de piedra con un gruñido inarticulado, pero la cubierta se mantuvo firme. Más gritos acalorados se sucedieron por encima de él, y el vertido de aceite cesó repentinamente. Lo siguiente que atravesara la perforación sería un algodón al rojo vivo.
Hirviendo de rabia, Nagash colocó las manos contra la tapa del sarcófago y bramó un feroz conjuro. El poder de la pirámide fluyó hacia como un torrente, y la tapa de piedra estalló con un fogonazo de calor una atronadora detonación.
En un espacio tan reducido, la onda expansiva aturdió y cegó al rey. Durante un brevísimo instante, sintió una punzada de dolor lacerante, luego una ráfaga de aire y el silbido de las llamas. ¡La explosión le había prendido fuego al aceite que le empapaba la túnica! Nagash gritó de rabia y dolor, respirando en medio de una bola de llamas que le hizo bajar garras al rojo vivo por la garganta y hacia los pulmones.
Sordo y ciego, Nagash no pudo hacer nada salvo apelar al poder de la pirámide una vez más. Una fría ráfaga de viento surgió del sarcófago, apagó las llamas y le arrancó del torso la túnica empapada en aceite. Él pronunció otro conjuro con voz ronca y salió de forma precipitada del féretro humeante como si fuera un murciélago, con los brazos muy extendidos mientras saltaba directamente hacia el aire.
Había hombres gritando en la pequeña cámara: un confuso murmullo de órdenes, juramentos sagrados y amargas maldiciones. Nagash fue a parar contra el techo e intentó obligar a sus ojos a funcionar. El poder bulló en las cuencas de los ojos y le causó aún más dolor, pero las manchas de color de la vista se aclararon.
Los cadáveres humeantes de unos jóvenes yacían desparramados por la cámara del rey; los cuerpos estaban desgarrados por la metralla del estallido de la tapa de piedra. Cuatro hombres, que habían estado de pie junto a la entrada y se habían salvado de la peor parte de la onda expansiva, se abrieron en abanico por la habitación y levantaron las manos como si quisieran abjurar del rey. Nagash sintió su poder de inmediato y luego reconoció las túnicas que llevaban. ¡Sacerdotes!
Uno de ellos, un joven sacerdote de Ptra, alzó las manos y profirió una brusca invocación. Se produjo un destello de luz dorada y una llamarada salió disparada de las manos abiertas del hombre.
Nagash se apartó a la derecha con una maldición y pronunció un hechizo de desvanecimiento incluso mientras daba vueltas por el aire. La llama sagrada golpeó el techo y le quemó la cara y las manos antes de hundirse bajo el peso de su contra hechizo. Sin titubear, Nagash estiró rápidamente la mano y lanzó una ráfaga de dardos color ébano desde las yemas de sus dedos. Estos atravesaron al joven sacerdote como si fueran flechas, golpeándolo en el brazo derecho, el pecho y el cuello. El sacerdote se desplomó retorciéndose y atragantándose con su propia sangre.
Una voz retumbante bramó palabras de poder, y Nagash sintió que el aire a su alrededor temblaba. Los fragmentos de piedra que estaban en el suelo se agitaron y luego surcaron veloces el aire hacia él. El rey utilizó su poder de vuelo una vez más para atravesar la habitación y escapar a la mortífera lluvia. Se le clavaron esquirlas en las piernas, pero la peor parte del ataque no le afectó.
Todos los sacerdotes que habían sobrevivido se estaban concentrando en él. De pronto, el viento que lo sostenía se rebeló como silo dominara la voluntad de otro hombre. Este hecho cogió a Nagash desprevenido y lo hizo caer al suelo, justo cuando otra llamarada atravesaba el lugar en el que había estado. Cayó de costado con mucho dolor mientras escuchaba los gritos furiosos de los sacerdotes que intentaban coordinar sus ataques.
Tendido en el suelo de piedra, Nagash quedaba parcialmente oculto detrás de su humeante sarcófago. Alcanzó a ver las piernas de uno de sus atacantes y pronunció bruscamente un feroz conjuro. De inmediato, el suelo situado bajo el agresor se transformó en un pozo de oscuridad y el sacerdote tuvo tiempo de soltar un grito aterrorizado antes de desaparecer.
El rey oyó las exclamaciones de sorpresa de los dos atacantes que aún seguían vivos y que se encontraban en el lado opuesto del sarcófago. Sus voces se transformaron en un susurro mientras discutían qué hacer a continuación. Nagash miró a su alrededor rápidamente, buscando algún modo de volverles las tornas a los dos sacerdotes. Su mirada se posó en tres cuerpos que se encontraban a su izquierda y se acordó de pronto de su última conversación con Khefru, sólo unas cuantas horas antes. Sin pensarlo, estiró la mano hacia los cuerpos y comenzó a improvisar.
El poder de la pirámide fluyó a través de sus dedos hacia los cadáveres. Durante un momento, no pasó nada. Luego, uno de los muertos se movió. Despacio, con torpeza, el cadáver se puso boca abajo e intentó levantarse.
Se oyeron más susurros nerviosos al otro lado del féretro y después se hizo el silencio. Nagash se preparó mientras observaba al desgarbado cadáver atentamente. Cuando se puso en pie tambaleándose, los sacerdotes lo vieron y atacaron. Una ráfaga de viento atrapó al cadáver y lo elevó en el aire por encima del sarcófago, donde una llamarada le atravesó el pecho y le prendió fuego.
Los dos sacerdotes soltaron una exclamación de triunfo justo mientras se levantaba sin hacer ruido en el lado derecho del féretro y azotaba a los atacantes con una tormenta de rayos nigrománticos.
Mientras los muertos se desplomaban, Nagash se dirigió a trompicones hacia la entrada. A medida que el impulso de la batalla se iba desvaneciendo, un torrente de dolor amenazó con arrollarlo. Recurrió a la pirámide de nuevo entre maldiciones, para acallar el dolor y tratar de curar sus heridas.
Una figura se encontraba justo fuera de la entrada. Nagash se paró en seco y alzó la mano derecha. Acompañó el gesto con un silbido.
—Soy yo, señor —dijo Khefru. El sirviente entró en la habitación con una expresión de horror y sorpresa en el rostro—. Intenté…, intenté llegar a vos a tiempo —tartamudeó—. Se introdujeron hasta aquí justo antes que yo.
—En efecto —gruñó el rey. Su voz, que surgía de una garganta dañada por las llamas, sonó casi salvaje.
Khefru clavó la mirada en el cuerpo quemado del rey, paralizado momentáneamente por la enormidad de lo que había ocurrido.
—Estáis herido —dijo con voz temblorosa—. Por favor, dejad que me ocupe de vuestra garganta.
Se acercó y tocó con vacilación el cuello quemado del rey con las yemas de los dedos. El gesto cubrió el movimiento de su mano derecha, que empujó una daga de punta fina directamente hacia el corazón del rey.
Los dos hombres se quedaron inmóviles, atrapados en un macabro cuadro vivo. Khefru soltó un gruñido, intentando hundir más el cuchillo, pero Nagash le había agarrado la muñeca. La punta del cuchillo había penetrado poco menos de tres centímetros en el pecho del rey.
—¿Has creído que no lo adivinaría? —le preguntó Nagash. El tono de su voz no tenía nada que ver con sus heridas—. ¿Cómo si no podrían haber llegado los sacerdotes a mis aposentos?
Un destello de miedo recorrió el rostro de Khefru, y luego su expresión se endureció mientras se rendía a lo inevitable.
—Fuisteis demasiado lejos —repuso con ferocidad—. ¡Erais el sacerdote más poderoso de Khemri! Podríais haber llevado una vida rica e indolente. Pero en cambio lo tirasteis todo por la borda a cambio de esta. ¡Esta pesadilla! ¡Es espantoso! —exclamó—. ¿No veis en qué os habéis convertido? ¡Sois un monstruo!
Khefru empujó la daga con sus últimas reservas de fuerza intentado terminar lo que había empezado, pero el arma no se movió ni un centímetro.
Nagash levantó la mano izquierda y la apoyó contra el pecho de Khefru.
—Un monstruo no —repuso—. Un dios, un dios viviente. Soy el señor de la vida y la muerte Khefru. Lamentablemente, fuiste demasiado desleal para creerme, así que debo enseñártelo.
El rey cerró la mano izquierda y recurrió al poder de la pirámide. Khefru se quedó rígido, con los ojos agrandados y la boca abierta profiriendo un grito silencioso. Nagash comenzó un conjuro y le dio forma a las palabras sobre la marcha, concentrando su voluntad con un propósito singular. El cuerpo del sirviente comenzó a sacudirse.
Nagash apartó la mano izquierda del pecho de Khefru y, al hacerlo, extrajo un brillante filamento de energía a la vez. Los ojos del rey no se apartaron ni un momento de los de Khefru, mientras lenta e implacablemente le sacaba el alma del cuerpo a su sirviente. Entretanto, la juventud robada de Khefru escapó a la vez, lo que hizo que su cuerpo se marchitara y se descompusiera ante los ojos de Nagash. Cuando hubo terminado, un chorrito de polvo fue lo único que se deslizó de la mano derecha que mantenía apretada.
El fantasma de Khefru flotaba delante del rey, gimiendo suavemente de terror y dolor.
—Ahora me servirás por siempre jamás —le dijo Nagash al espíritu—. Estás unido a mí. Mi destino es el tuyo.
El rey se volvió y encontró a Arkhan y a los otros inmortales en la parte exterior de la entrada a la cámara. Estaban débiles y desorientados, pues los habían despertado bruscamente de su sueño.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Arkhan con una exclamación ahogada.
Nagash observó a sus hombres con frialdad.
—Nos han traicionado —contestó.
Lleno de una furia gélida, Nagash ascendió por las serpenteantes rampas hasta la cámara ritual de la pirámide. Su mente trabaja con rapidez para crear una imagen de lo que se proponían sus enemigos. La traición de Khefru no era un hecho aislado. Se había dirigido al clero y se había ofrecido a guiarlos a la cámara de la cripta, pero a Nagash no le cabía la menor duda de que los sacerdotes tenían planes propios aún mayores. En ese mismo momento, estarían en el palacio buscando a Neferem y convenciéndola para que se hiciera con el control de la ciudad. No se trataba de un asesinato, sino de un golpe de Estado.
Sus enemigos habían actuado antes de tiempo, sin duda sorprendidos por la finalización anticipada de la pirámide. Con más tiempo para planear y reunir sus recursos, los sacerdotes podrían haber tenido éxito. En cambio, habían fracasado y su sino estaba decidido.
El rey entró apresuradamente en la cámara ritual y se concentró. Todos los elementos estaban en su sitio. Sólo tenía que pronunciar el conjuro, y la era de los dioses y los sacerdotes llegaría a un espantoso final.
El poder aumentó en el interior de la Pirámide Negra cuando comenzó el conjuro de Nagash. Todos los esclavos que habían muerto durante su construcción, más de sesenta mil almas, se concentraron mediante la furia del rey en un terrible hechizo.
Por encima de la pirámide, el cielo comenzó a combarse, y luego a oscurecerse. Brotaron nubes negras donde no había habido ninguna, iluminadas desde dentro por medio de violentos relámpagos. La densidad y el poder de la tormenta antinatural se volvieron cada vez más intensos, y proyectaron su sombra como un creciente charco por la necrópolis de Khemri. Donde se posaba, los muertos temblaban con inquietud en sus tumbas.
Durante más de media hora la energía se fue volviendo más potente hasta que dio la impresión de que el cielo se partiría bajo su peso atroz. Entonces, con un chillido espantoso y desgarrador, la tormenta se desató en forma de una irresistible oleada que recorrió el cielo a modo de una serie de ondas de color ébano.
La sombra de la furia de Nagash se extendió a todos los rincones de Nehekhara en el lapso de sólo unos minutos. La oscuridad se cernió sobre las grandes ciudades y todo sacerdote o acólito al que tocaba la sombra moría en un angustioso instante. Aquellos que por pura suerte se encontraban protegidos por piedra fueron los únicos que sobrevivieron al azote del poder del nigromante.
Nagash supo de inmediato que su ritual sólo había surtido efecto parcialmente. Había actuado demasiado deprisa y su rabia y sed de venganza habían empañado su concentración. Habían muerto miles, desde luego, pero aún no era suficiente.
Las reservas de poder nigromántico del interior del templo se habían debilitado, pero quedaba bastante poder para una única invocación. Nagash pronunció las palabras de poder, y una cortina de polvo y sombra se extendió desde la necrópolis y cayó sobre Khemri, envolviendo a la Ciudad Viviente en una noche artificial.
El rey se volvió hacia sus inmortales y le ordenó a Raamket:
—¡Coge a dos tercios de los elegidos y cubre los templos de sangre! ¡Mata a todo hombre o mujer santo que encuentres!-A Arkhan, Shepsu-hur y el resto, Nagash simplemente les dijo-: Seguidme.
* * *
Había docenas de cuerpos con túnicas desparramados por la explanada situada en el exterior del palacio real. Nagash condujo a sus veinticinco hombres directamente a la Corte de Settra, donde encontró a la reina y a los sumos sacerdotes de la ciudad. Estaban discutiendo como niños, cada uno de ellos con una idea diferente de lo que se debía hacer a continuación. La mayoría tenían el rostro lívido y estaban al borde del pánico, después de que la sombra del rey hubiera caído sobre la ciudad.
Las miradas de Nagash y Neferem se cruzaron desde extremos opuestos de la enorme sala en sombras. Una expresión de puro odio iluminó el rostro de la reina, y los sacerdotes se volvieron hacia el rey con una mezcla de rabia y terror reflejada en sus caras.
—Matados —les ordenó Nagash a sus hombres—, a todos salvo a Neferem. Ella es mía.
Los inmortales no vacilaron. Espadas y cuchillos surgieron de sus fundas mientras atravesaban la corte corriendo. Los sumos sacerdotes comenzaron a hablar inmediatamente, lanzando las manos y pronunciando una desconcertante serie de invocaciones; pero Nagash estaba preparado. Unas sombras se extendieron por las baldosas de mármol y surgieron de la oscuridad que se proyectaba hacia el otro lado de las altas columnas que flanqueaban el pasillo central. Se abalanzaron sobre los sacerdotes como si fueran buitres, paralizando sus corazones al igual que le habían robado la voluntad a Thutep, el antiguo rey.
Los sumos sacerdotes de la Ciudad Viviente eran más fuertes que el difunto hermano de Nagash. Amamurti, el anciano sumo sacerdote de Ptra, se zafó del puño de sombra del rey y arrojó una llamarada hacia el otro extremo del salón. Esta golpeó a Shepsu-hur de lleno en el pecho y le prendió fuego al instante. El inmortal gritó de miedo y dolor mientras su piel se fundía con el calor. Se tambaleó, dándose golpecitos desesperadamente en el pecho y la cara, y luego, con fuerza de voluntad, recobró la calma y continuó corriendo para acortar la distancia con el hombre que lo había herido.
Otro inmortal cayó al suelo después de que un puñado de proyectiles de piedra casi le cortara las piernas. El viento zarandeó a los guerreros amenazando con levantarlos por los aires. Arkhan avistó al hierofante de Phakth y detuvo su invocación para arrojar una daga. El sumo sacerdote cayó de rodillas, aferrando el cuchillo que había atravesado su cuello.
Los inmortales se les echaron encima antes de que los hierofantes pudieran preparar otra oleada de hechizos. Las espadas destellaron y partieron a los hombres por la mitad. El hierofante de Djaf se enfrentó al ataque de frente y mató a un inmortal con un solo golpe de su espada, antes de que otro hundiera su cuchillo en el ojo del sumo sacerdote. Arkhan llegó junto al hierofante de Phakth caído y lo despachó con un rápido golpe de su arma.
Nagash recorrió el pasillo tras sus guerreros, lanzando un nuevo conjuro. A medida que los sacerdotes fueron cayendo, les fue arrancada su esencia vital del cuerpo y las ató como había hecho con Khefru. Una a una, sus formas gemebundas se vieron atraídas por el aire hacia el rey y formaron un séquito antinatural alrededor de su cuerpo.
Los sumos sacerdotes de Asaph y Basth fueron los siguientes en caer, les cortaron la cabeza mientras intentaban luchar contra los inmortales espalda contra espalda. El hierofante de Tahoth murió después, suplicando misericordia mientras Arkhan le rajaba el cuello. El resto se replegó subiendo a la tarima y formando una barrera entre la reina y los hombres de Nagash. Mientras lo hacían, el sumo sacerdote de Sokth recibió una daga en la pierna y cayó sobre los peldaños. Un inmortal saltó sobre él como un león del desierto y le hundió los dientes en la cara.
Eso sólo dejaba a Amamurti y al hierofante de Geheb. El sumo sacerdote del dios de la tierra ya estaba sangrando debido a media docena de heridas, pero continuaba rechazando a sus atacantes con brutales movimientos de su martillo manchado de sangre. Un inmortal se volvió demasiado audaz e intentó herir al hierofante en las rodillas. El sumo sacerdote apartó al guerrero con un aplastante golpe de su martillo, pero eso creó la abertura que Arkhan estaba buscando. Veloz como una víbora, saltó hacia delante e hizo descender su reluciente khopesh. El martillo del hierofante, junto con su brazo, rebotó con un sonido húmedo por los escalones de piedra.
El hierofante de Ptra gritó el nombre de su dios y lanzó una sibilante llamarada por los peldaños hacia los inmortales, que avanzaban. Tres de ellos recibieron todo el impacto y cayeron desplomados formando pilas de huesos ennegrecidos y carne burbujeante. Antes de que Amamurti pudiera lanzar otra invocación lo alcanzaron tres dagas voladoras, una de las cuales le perforó el corazón. El sumo sacerdote cayó lentamente en la tarima junto a la forma paralizada de Neferem, mientras su esencia vital se le escapaba por los ojos y la boca abierta.
Nagash atravesó la carnicería despacio. Con un gesto de la mano apagó las llamas que azotaban el cuerpo de Shepsu-hur, y luego ascendió los peldaños hasta quedar a la misma altura que la reina. Por primera vez, Nagash se fijó en la forma aterrorizada de Ghazid, que permanecía agachado con temor a la sombra del trono de Settra.
La mirada de Nagash regresó a Neferem. La Hija del Sol temblaba de rabia mientras luchaba por romper el dominio que Nagash ejercía sobre ella. Mucho Tiempo atrás quizá lo hubiera logrado, pero las décadas bebiendo el elixir de Nagash habían afectado a su voluntad.
—¿Dónde está esa serpiente de Nebunefer? —gruñó el rey—. Sé que él tuvo parte en esta traición.
—No está aquí —contestó la reina con actitud desafiante—. Lo envié lejos por si los sacerdotes no conseguían matarte. —Intentó moverse para echársele encima con los puños apretados, pero la voluntad de Nagash la mantuvo inmóvil—. ¡Pase lo que pase aquí, al menos él vivirá para reclutar a las otras grandes ciudades en tu contra!
—¿Te atreves a desafiarme, a tu legítimo rey? —bramó Nagash.
—¡Mataste a mi hijo! —dijo Neferem entre dientes—. Khefru me lo contó todo.
—¿Te dijo que te bebiste la sangre de Sukhet una hora después? —repuso Nagash—. Sí. Le debes tu constante juventud a su asesinato.
Las lágrimas gotearon de los lagrimales de Neferem, pero el odio siguió presente en su rostro.
—Mátame y acaba de una vez —siseó—. Ya no importa. Has derramado la sangre de hombres santos, Nagash. Los dioses fraguarán tu tuina mucho mejor que yo.
—¿Crees que esto es espantoso? —preguntó, señalando el montón de cuerpos destrozados y sangrantes. Los fantasmas se agitaron a su alrededor gimiendo lastimeramente—. Esto no es más que el prólogo, mi estúpida reinecita. Todavía no he comenzado a sembrar las semillas de la masacre por Nehekhara. Cuando acabe, Mahrak estará en ruinas, y los viejos dioses, acabados para siempre. Y tú estarás a mi lado y me verás hacerlo.
La mano izquierda de Nagash salió disparada hacia delante y rodeó el cuello de Neferem.
—Desde el primer momento que te vi, supe que tenía que poseerte —dijo—. Ese momento ha llegado.
Neferem comenzó a hablar, pero el cuerpo se le puso rígido de pronto cuando Nagash empezó a salmodiar. El poder recorrió el cuerpo de la reina y surgió de pronto de sus ojos y de su boca abierta a modo de un torrente de brillante luz verde. Su fuerza vital le fue arrancada y fluyó hacia Nagash como una corriente lenta e inexorable. Un grito débil y torturado surgió de la garganta de la reina: un sonido de angustia y dolo: atroz que parecía no tener fin.
De la piel de Neferem se alzaron zarcillos de humo. Su carne se contrajo y su piel se arrugó como cuero seco. El flujo de energía que manaba de su cuerpo comenzó a disminuir. Se le encorvaron los hombros y la cabeza se le meneó sobre el cuello casi esquelético, pero de algún modo la reina seguía viva.
Nagash le extrajo la vida hasta que no pudo sacar más. En el lapso de un minuto, la Hija del Sol había quedado transformada en un horror viviente; los vínculos del pacto sagrado sustentaban de algún modo su cuerpo. Las piernas atrofiadas le fallaron, y Neferem se desplomó dolorosamente sobre la tarima, justo al lado del trono de Settra.
Nagash estudió a Neferem en silencio. Los inmortales miraban fijamente al rey y su reina, horrorizados y sobrecogidos. Detrás del trono, oculto entre las sombras, Ghazid se sostenía la cabeza con las manos lloraba.