VEINTISÉIS
La Ciudad de los Dioses
Quatar, la Ciudad de los Muertos,
en el 63.º año de Ptra el Glorioso
(-1744, según el cálculo imperial)
Siempre y cuando bebiera el elixir de su señor, Arkhan el Negro era inmortal. Por lo tanto, si se aplicaba dolor del modo adecuado se podía hacer que este durase mucho, muchísimo tiempo.
El visir se retorció y gorjeó en medio de un pegajoso charco de sus propios fluidos cubierto por un manto húmedo y quitinoso de escarabajos de tumbas. Hacía mucho que los escarabajos le habían roído la ropa y la mayor parte de la piel y le habían mordisqueado la carne que había debajo hasta convertirla en una pulpa a medida que se abrían camino hacia los tiernos órganos del interior. Cuando intentaba seguir gritando, el aire silbaba de forma poco melodiosa a través de los enormes agujeros que tenía en el cuello y lo único que salía de su boca abierta eran los crujidos y desgarros que producían cientos de pares de mandíbulas.
Nagash estaba sentado con la espalda recta en el trono de Quatar, y la piel de su antiguo soberano se agitaba a su espalda. Sus inmortales, además de los reyes satélites de Numas y Zandri, atendían al rey mientras este le mostraba su desagrado al visir. Los paladines no muertos de Nagash observaban el sufrimiento de Arkhan con expresiones precavidas y contenidas. Nunca antes les habían mostrado el martirio que se le podía hacer soportar a uno de los suyos, y todos ellos temían ser los siguientes. Para los reyes, sin embargo, el horror era aún peor. Seheb y Nuneb se habían desplomado antes con los ojos muy abiertos y febriles a causa de la impresión. A sus Ushabtis no les quedó más alternativa que agarrar a los reyes gemelos por los brazos y sostenerlos derechos a la fuerza hasta que Nagash declarase que la audiencia había terminado. Amn-nasir bebía y bebía de la copa que aferraba en la mano temblorosa, pero por más vino y loto machacado que bebiera nada podía hacerle olvidar la escena que se desarrollaba a sus pies.
Los escarabajos llevaban trabajando más de una hora y entre los pedazos hechos jirones de carne roja que aún se adherían al cuerpo de Arkhan se podían ver huesos amarillentos. Con un susurro y un movimiento del séquito fantasmal del nigromante, Nagash estiró la mano y el enjambre de escarabajos huyó del cuerpo destrozado del visir en medio de una chirriante marea correteando por el suelo de mármol y sobre los pies con sandalias de los inmortales.
—Me has fallado —dijo el Rey Imperecedero. Se puso en pie y se acercó a la figura devastada de Arkhan—. Te puse a nuestros enemigos en bandeja, y tú dejaste que se escabulleran.
El cuerpo de Arkhan tembló y se sacudió. Volvió el rostro destrozado hacia su señor. Sangre y otros fluidos se acumulaban en sus cuencas oculares vacías. Su mandíbula se movió con torpeza impulsada por unos cuantos jirones restantes de músculo, pero el único sonido que pudo lograr fue un resuello débil y torturado.
El Rey Imperecedero alargó la mano, y Ghazid, su criado, apareció de entre las sombras situadas detrás del trono. El desdichado ciego sostenía un ancho cuenco de cobre lleno hasta rebosar de un espeso y humeante fluido carmesí, y caminaba con desmesurado cuidado, como si tuviera miedo de derramar una sola gota. Un estremecimiento recorrió a los inmortales al oler el elixir. Uno o dos incluso perdieron el control y dieron un par de pasos hacia el cuenco, con los labios azules estirados en un rictus de sed. Nagash los detuvo con una sola mirada.
Durante largos minutos, sólo se oyó el susurro de los pies del criado sobre las piedras, y la respiración irregular y sibilante de Arkhan.
Apenas habían transcurrido siete horas desde la emboscada que había tenido lugar fuera de las murallas de la ciudad. El grueso de la hueste de Nagash había llegado menos de dos horas después de que se pusiera el sol. En cuanto el rey se dio cuenta de que lo habían engañado, había empujado a sus tropas hacia delante con celo despiadado, pero para entonces ya era demasiado tarde. Los ejércitos del este se habían retirado hacia el Valle de los Reyes y los lybaranos habían logrado derrumbar las Puertas del Alba tras ellos. La horda de esqueletos del rey se estaba abriendo paso entre los escombros con la infatigable energía de los muertos vivientes, pero pasarían horas, quizá días, antes de que se pudiera despejar un camino para dejar pasar al ejército.
La llanura situada en las afueras de la Ciudad de los Muertos estaba alfombrada con los cuerpos de los caídos. Unos cinco mil soldados enemigos habían muerto en la batalla, pero muchos más habían logrado escapar. La noticia no había complacido al Rey Imperecedero.
Ghazid se detuvo junto a su señor. Nagash clavó la mirada en las profundidades del cuenco y colocó la mano contra la espesa superficie roja.
La mirada del nigromante se posó en el cuerpo destrozado del visir. Sus criados fantasmales se estiraron hacia Arkhan, le enroscaron zarcillos etéreos alrededor de brazos y piernas, y luego lo levantaron del suelo. Quedó suspendido en vertical delante de su señor, colgando con torpeza como una marioneta hecha añicos. La sangre manaba de la carne mordisqueada en hebras largas y espesas.
Nagash dio un paso adelante y apretó la mano ensangrentada contra la cara de Arkhan. El inmortal se puso rígido; los huesos y los cartílagos crujieron con un sonido húmedo mientras la mezcla mágica empezaba a trabajar restaurando el cuerpo del visir. Sus extremidades se retorcieron y chasquearon en tanto los músculos y tendones, entretejiéndose, las volvían a colocar en su sitio. La sangre manó a chorros de las arterias y venas rajadas, y se derramó sobre el mármol a medida que el corazón de Arkhan cobraba fuerza; luego fue disminuyendo a ritmo constante mientras los vasos se cerraban y se cubrían de una pálida película de piel.
Más cartílago apareció en el cuello de Arkhan. El pecho del visir se hinchó con una angustiosa inspiración, y este dejó escapar un grito atormentado.
El Rey Imperecedero apartó la mano de la cara de Arkhan. La marca roja de la palma y las yemas de sus dedos desaparecieron en cuestión de un momento, como si fuera agua absorbida por la tierra reseca. Arkhan se estremeció convulsivamente, y después habló. Sus palabras surgieron con voz entrecortada mientras sus labios volvían a crecer para cubrirle los dientes.
—Lo… hicimos… todo —tartamudeó—. Todo lo que… se podía… hacer. —Arkhan se estremeció de nuevo. Puso en blanco los ojos recién formados—. Llegaron… a la luz del día.
—¡Habría sido mejor que hubieras ardido y hubieran cumplido mis órdenes! —exclamó Nagash y los braseros parpadearon como si los hubiera golpeado un viento del desierto.
—¡Matadme entonces! —respondió Arkhan—. Arrojadme a las llamas si así lo deseáis, señor.
Nagash le dirigió una mirada calculadora a su visir.
—Tal vez con el tiempo —dijo—. Por ahora continuarás sirviéndome. Marcharemos sobre Mahrak en cuanto se haya despejado un camino hacia el valle.
Se produjo un revuelo entre la concurrencia, y el rostro de Amn-nasir se levantó de las profundidades de su copa.
—¿Mahrak? —preguntó con voz ronca, como si aquel nombre tuviera poco sentido para él.
Seheb dejó escapar un gemido, y Nuneb se puso rígido.
—No podemos hacer eso —repuso Seheb mientras los labios le temblaban de miedo—. ¡No osaremos marchar sobre la Ciudad de los Dioses! Vais demasiado lejos…
—Ninguna ciudad de Nehekhara necesita dos soberanos —apuntó Nagash con frialdad mientras se volvía y clavaba en Seheb una mirada despectiva. El nigromante señaló a Nuneb—. Traedlo aquí.
Media docena de inmortales se dirigió de inmediato hacia los reyes gemelos. Sus Ushabtis se movieron para protegerlos mientras dirigían rápidamente las manos a las espadas que llevaban colgadas a la espalda.
—¡No! —exclamó Seheb. El joven rey cayó de rodillas—. ¡Perdonadme, alteza! Me…, me expresé mal. Simplemente quise decir que hemos hecho retroceder a los invasores. El oeste está seguro, y hemos descuidado nuestras ciudades durante muchos años. —Miró a su alrededor con temor, deteniéndose en Amn-nasir en busca de apoyo y recibiendo a cambio sólo una mirada con los ojos entrecerrados—. Si queréis completar la destrucción de Rasetra y Lybaras, muy bien, pero ¿de qué serviría atacar Mahrak?
—¿Con quién te imaginas que luchamos, imbécil? —gruñó Nagash—. ¿Crees que esos insignificantes reyes se atreverían a desafiar a Khemri solos? No, Mahrak es el corazón de esta rebelión. El Consejo Hierático me teme porque he averiguado la verdad sobre ellos y sus ineptos dioses. —El nigromante levantó la mano manchada de sangre y apretó el puño—. Cuando Mahrak caiga, los reyes del este se inclinarán ante mí y nacerá un nuevo Imperio.
Seheb se quedó mirando al Rey Imperecedero con los ojos brillantes de miedo. Los inmortales se encontraban a sólo unos pasos de distancia, esperando la orden de Nagash. Armándose de valor, pegó la frente al suelo como lo habría hecho un esclavo ante su amo.
—Como ordenéis, alteza; así se hará —dijo—. Hagamos que Mahrak se doblegue ante vuestro poder.
Nagash consideró a los reyes gemelos un momento más, y luego les hizo una seña a los inmortales para que se apartaran.
—La última batalla casi ha llegado —dijo mientras las pálidas figuras regresaban a sus sitios—. Servidme bien y prosperaréis. La misma inmortalidad será vuestra.
A otro gesto de la mano del nigromante, sus espíritus soltaron a Arkhan. El visir cayó desplomado; aún estaba demasiado débil para mantenerse en pie, pero tenía la piel intacta una vez más. Nagash estudió al visir, que permanecía en el suelo, y asintió moviendo la cabeza con aire pensativo.
—Las maravillas de la era que se avecina serán abundantes —anunció.
* * *
Sólo los dioses salvaron a los ejércitos del este, o eso creían sus guerreros.
Encontraron las Puertas del Alba abandonadas, algo inaudito desde los tiempos de Settra, cientos de años atrás. Ekhreb y sus jinetes tomaron las fortificaciones sin incidentes y encontraron los almacenes bien abastecidos de comida, agua y pertrechos, lo suficiente para sustentar al ejército en la larga marcha hacia Mahrak. Todas las compañías cogieron sus propias provisiones mientras atravesaban las puertas y entraban en el Valle de los Reyes, e incluso lograron descansar unas cuantas horas mientras los ingenieros lybaranos buscaban un modo de derribar las fortificaciones.
Entretanto, corrió el rumor de que una flecha había matado a Rakh-amn-hotep, el rey rasetrano, mientras luchaba junto a la retaguardia en las afueras de Quatar. Hekhmenukep, el rey sacerdote de Lybaras, todavía se aferraba a la vida, pero nadie sabía por cuánto tiempo. Los nobles de la hueste que aún vivían comenzaron a hablar de regresar a sus casas. Aquella tarde, por espacio de unas cuantas horas, el ejército se tambaleó una vez más al borde de la destrucción.
Entonces, la noticia se extendió por las filas: ¡Rakh-amn-hotep seguía vivo! La flecha del enemigo lo había herido de gravedad, pero sólo la suerte había querido que la saeta no tocara las arterias principales. La retaguardia lo trajo a las fortificaciones, donde los sacerdotes del ejército se encargaron de él.
A continuación, cuando los ingenieros lybaranos hubieron hecho su labor, las trompetas resonaron desde la cima de las fortificaciones, y el ejército formó en el lado occidental de la muralla. En medio de una fanfarria de cuernos, una columna de carros atravesó las puertas y recorrió lentamente toda la columna. Los agotados lybaranos gritaron entusiasmados al ver a su rey montado en el carro de cabeza. La fiebre de Hekhmenukep había remitido a lo largo de la tarde y el rey sacerdote les había ordenado a sus Ushabtis que preparasen su carro para que sus hombres pudieran ver que se encontraba bien. Logró poco más que mantenerse erguido mientras se dirigía a la parte delantera del ejército, pero el gesto tuvo el efecto deseado. Una vez recobrada la moral, el ejército reanudó la larga retirada en dirección este, hacia Mahrak. Tras ellos, las antiguas fortificaciones construidas por el primer rey de Quatar se derrumbaron en medio de un estruendo de roca chirriante y una creciente cortina de polvo blanca como la tiza.
La destrucción de las puertas le proporcionó al ejército dos días enteros. La hueste aliada hizo buen uso del tiempo; corrió toda la noche y la mitad del siguiente día por el ancho camino polvoriento que recorría el valle sagrado. Acamparon a la sombra de las tumbas más antiguas de Nehekhara, donde las tribus daban sepultura a sus líderes antes de la creación de las grandes ciudades. Se había dotado de gran poder a las antiguas rumbas y los sacerdotes de los ejércitos aliados hicieron uso de ese poder, con una buena disposición que no habían demostrado nunca durante la marcha hacia el oeste. Llamaron a los espíritus del desierto y tejieron ingeniosas ilusiones para atrapar y confundir a sus perseguidores, mientras los asaltantes a caballo tendían sangrientas emboscadas para cualquier jinete enemigo que presionara demasiado cerca a la columna que se batía en retirada.
* * *
Dos días después de la batalla en Quatar, el cielo hacia el oeste se volvió negro como la brea, como si se tratara del centro de una rugiente tormenta de arena, y el ejército aliado supo que Nagash y sus fuerzas habían entrado en el Valle de los Reyes. Envueltos en aullante negrura, los inmortales y las compañías de los muertos persiguieron a los ejércitos aliados sin pausa. Mientras la horda no muerta daba con las trampas que habían tendido los sacerdotes, truenos y extraños rugidos sobrenaturales sacudieron el valle, y los relámpagos iluminaron los bordes de las nubes de polvo mientras los ejércitos marchaban de noche.
El espacio entre los dos ejércitos se fue cerrando a ritmo lento pero constante. Los inmortales aprendieron a rechazar las ilusiones de los sacerdotes y sus poderes nigrománticos les permitieron apartar o destruir a los espíritus que enviaban en su contra. Saquearon las antiguas tumbas para encontrar más cuerpos con los que reabastecer sus filas, dejando nada más que escombros y ruinas a su paso. Cada noche que pasaba, se acercaban más a su presa, hasta que la retaguardia del ejército estuvo enzarzada en constantes escaramuzas con los exploradores y la caballería ligera numasi.
No obstante, el terreno en el Valle de los Reyes era favorable para el combate defensivo. Grupos de criptas de piedra impedían cargas de caballería concentradas y proporcionaban posiciones defendibles a la infantería y los arqueros. No había espacio para flanquear a la retaguardia aliada, y los defensores podían replegarse de una línea de fortificaciones improvisadas a la siguiente. Los atacantes no muertos presionaron con fuerza contra la retaguardia y las bajas aumentaron, pero los pertinaces defensores lograron evitar que las tropas de Nagash se acercaran al grueso de, la hueste que se batía en retirada.
Dos semanas después, con las turbulentas nubes de polvo alzándose imponentes a su espalda, la vanguardia de los ejércitos orientales llegó a las Puertas del Anochecer, y los guerreros del este cayeron de rodillas y les dieron las gracias a los dioses por haberlos salvado.
Las Puertas del Anochecer eran muchísimo más antiguas que sus primas del oeste. Algunos eruditos incluso afirmaban que los grandes obeliscos de piedra que marcaban la entrada al valle eran anteriores a la Gran Migración, aunque nadie quería hacer conjeturas sobre quién podría haber erigido unas estructuras tan imponentes ni por qué. Las enormes columnas de piedra, ocho en total, se elevaban más de treinta metros sobre el suelo del valle y estaban dispuestas una al lado de otra a lo largo del antiguo camino que serpenteaba por la base del valle. En tiempos de Settra, se habían construido muros bajos desde los extremos del valle hasta la base de los obeliscos, pero la construcción se detuvo poco después cuando una terrible plaga se extendió por los equipos de trabajo. Los arquitectos lo tomaron como un indicio del desagrado de los dioses y no se realizaron más intentos por fortificar el extremo oriental del valle. Un extenso pueblo de construcciones de piedra y ladrillos de barro que en su día había mantenido a los trabajadores aún se alzaba a un cuarto de milla al este de las grandes puertas. Con el tiempo, los templos de Djaf y Usirian se lo habían apropiado como lugar de descanso para los peregrinos que querían visitar las tumbas de sus antepasados en el interior del valle. El pueblo bulló de actividad mientras los ejércitos del este recorrían en fila las estrechas calles y buscaban sitios para acampar.
Habían llevado a Rakh-amn-hotep al centro del pueblo y lo habían alojado en una casa solariega abandonada que en otro tiempo había pertenecido a un arquitecto real lybarano. Lo transportaron en un palanquín improvisado sobre numerosas capas y almohadones, y sus Ushabtis lo llevaron con el máximo cuidado. Ekhreb y un escuadrón de jinetes impidieron que los curiosos y los que querían desearle una pronta recuperación se acercaran mientras metían al rey en la casa.
Aunque toda la tropa sabía de su milagrosa supervivencia y de hecho esta les había servido de estímulo a los guerreros muchas veces durante la dura marcha por el valle, lo que poca gente sabía era que la punta de flecha de bronce se había incrustado en la columna vertebral del rey. Rakh-amn-hotep podía mover los ojos y emitir un débil gruñido si le formulaban una pregunta sencilla, pero eso era todo. A efectos prácticos, era un hombre vivo atrapado en un cuerpo inánime.
Los criados del rey pusieron a Rakh-amn-hotep lo más cómodo que pudieron en una zona apartada de la casa, mientras Ekhreb y los capitanes del ejército se reunían y empezaban a hacer planes para defender las Puertas del Anochecer de la horda de Nagash. Rakh-amn-hotep permanecía tendido a la tenue luz de media docena de lámparas de aceite y escuchaba los murmullos procedentes del salón de la casa solariega, en tanto una docena de sacerdotes le vendaban la herida y le lavaban el cuerpo con agua tibia y aceites perfumados.
Prácticamente había amanecido. El ejército se encontraba acampado casi por completo en las puertas; los últimos escuadrones de la retaguardia eran los únicos que aún seguían llegando tras las escaramuzas nocturnas. De pronto, el rey oyó un alboroto en la calle a la que daba la casa, y exclamaciones de sorpresa en la puerta de la vivienda. Las conversaciones se interrumpieron repentinamente en el salón, y los sacerdotes que atendían al rey intercambiaron miradas de preocupación a medida que el jaleo que se oía cerca de la parte delante de la vieja casa aumentaba.
El oído de Rakh-amn-hotep se había vuelto tan agudo como el de un murciélago desde que había resultado herido. Notó que las voces se adentraban en la casa. Unos momentos después, fue evidente que, de hecho, venían hacia él. Su mirada se posó en la puerta de madera de la habitación.
Los sacerdotes allí reunidos se pusieron en pie con nerviosismo cuando se oyeron pisadas en el pasillo, al otro lado de la puerta. El pestillo hizo ruido y Ekhreb entró rápidamente. El paladín seguía cubierto del polvo blanco del camino y se veía una expresión nerviosa en su apuesto rostro. Se acercó al rey, pasando por alto las miradas sobresaltadas de los sacerdotes, e hizo una reverencia.
—Nebunefer está aquí con una delegación del Consejo Hierático de Mahrak —anunció con tono grave—. Desean veros.
Los dos hombres se miraron a los ojos. Si para un hombre era una vergüenza que lo vieran en un estado tan lisiado, mucho más lo era para un rey. Ekhreb parecía dispuesto y preparado para enviar a los delegados de regreso a Mahrak si el rey así lo deseaba.
Después de un momento, Rakh-amn-hotep respiró hondo y dejó escapar un único gruñido: «Sí».
Ekhreb inclinó la cabeza una vez más y regresó a la entrada.
—El rey sacerdote de Rasetra os da la bienvenida —dijo hacia la oscuridad.
Los sacerdotes que se encontraban presentes inclinaron la cabeza, se retiraron rápidamente hacia los bordes de la habitación, y luego se arrodillaron cuando Nebunefer atravesó la entrada a grades zancadas. El anciano sacerdote había prescindido de su túnica manchada de polvo y llevaba las vestiduras doradas de un sumo sacerdote de Ptra. Tras él venían cuatro figuras cuyas facciones estaban completamente ocultas bajo el vaporoso algodón de las capas y las capuchas.
Los miembros de la delegación se acercaron al lado del rey e hicieron una profunda reverencia. Nebunefer alzó las manos.
—Que las bendiciones de Ptra el Glorioso recaigan sobre vos, alteza —recitó el sacerdote—. Vuestro nombre se pronuncia con veneración en los templos de la gran ciudad, donde se eleva como una agradable melodía para llenar los oídos de los dioses. —Nebunefer se volvió y señaló a las figuras encapuchadas con un amplio movimiento de la mano—. El Consejo Hierático ha sido informado de vuestras heroicas hazañas, gran rey, y desea entregaros este obsequio como muestra de su gratitud —anunció el sacerdote con aire de gravedad.
Nebunefer hizo otra reverencia y se apartó. Como una sola, las figuras levantaron las manos y se echaron las capuchas hacia atrás. Varios de los sacerdotes que se encontraban en la habitación dejaron escapar un grito ahogado de sorpresa.
Rakh-amn-hotep se encontró mirando cuatro máscaras de oro idénticas, todas ellas trabajadas por un maestro artesano para capturar la esencia de una diosa. Su perfección resultaba impresionante, desde los ojos almendrados a las suaves curvas de las mejillas y la promesa de los labios carnosos. El oro batido brillaba a la luz de las lámparas y, en las cambiantes sombras, parecía como si las máscaras le sonrieran cariñosamente al rey. Unas sombras negras se concentraban en la base de los cuellos largos y pálidos de las sacerdotisas. Cada una de las jóvenes llevaba un collar de áspides negros para proteger su virtud y demostrar su devoción a la diosa Asaph.
Las sacerdotisas se reunieron alrededor de la cabeza del rey y estiraron las pálidas manos decoradas con sinuosos tatuajes de alheña. Rakh-amn-hotep sintió sus frescas caricias mientras le quitaban los vendajes y le rozaban suavemente el rostro. Luego, colocaron las manos sobre la herida y empezaron a salmodiar a coro.
El conjuro fue largo y arduo, pues requería una combinación de sincronización, delicadeza y poder. Las manos de las sacerdotisas formaron un fino tejido alrededor de la herida del rey sacaron la punta de flecha de bronce de la columna vertebral de Rakh-amn-hotep y soldaron la carne a su paso. Para cuando terminaron, las lámparas de aceite se habían apagado y la brillante luz de la mañana entraba en forma de inclinados rayos en la habitación desde el pasillo.
Tres de las sacerdotisas se pusieron las capuchas y se retiraron hacia la entrada. La cuarta estudió al rey en silencio un momento y luego se inclinó hacia él hasta que su perfecta máscara de oro quedó a escasos centímetros del rostro de Rakh-amn-hotep. Las agitadas lenguas de los áspides le hicieron cosquillas al rey en la barbilla.
Unos ojos grandes y oscuros se clavaron en los del rey. La sacerdotisa exhaló, y Rakh-amn-hotep pudo sentirlo de algún modo a través de la máscara, como si el aire hubiera atravesado los labios redondeados de la diosa. El aliento de la joven era cálido y suave y olía a vainilla.
—Levantaos —susurró la sacerdotisa—. Levantaos y alabad a Asaph.
Con estas palabras, la sacerdotisa se retiró, se levantó de nuevo la capucha sobre la cabeza y salió en silencio de la habitación con su séquito tras ella. Rakh-amn-hotep las vio partir. Respiró hondo. Un débil estremecimiento le recorrió el cuerpo. Le temblaron los dedos. Entonces, despacio, con mucho dolor, el rey se incorporó. Pasó las piernas por encima del borde del palanquín y efectuó otra inspiración profunda y convulsa. Luego, se apretó las manos contra la cara.
—Bendita sea Asaph —dijo con voz áspera.
—Bendita sea Asaph —repitió Ekhreb con aire de gravedad. Nebunefer sonrió.
—Me alegra veros bien, gran rey. Dado todo lo que vos y vuestra gente habéis hecho en la larga guerra contra el Usurpador, esto es lo mínimo que podíamos hacer.
El rey rasetrano bajó las manos y le dirigió una mirada severa al sacerdote.
—Ya iba siendo hora —gruñó.
La sonrisa de Nebunefer se desvaneció.
—¿Perdón?
—Hay como un millar de hombres entre este punto y las Fuentes de la Vida cuyos huesos se blanquean al sol porque nuestros sanadores no pudieron salvarlos —contestó el rey—. ¿Dónde estaban las sacerdotisas de Asaph entonces? —El rey logró ponerse en pie con un gruñido—. ¿Dónde estaban los sacerdotes de Mahrak cuando una plaga de locura se propagó por Quatar? Hemos marchado, hemos luchado y hemos sangrado por vuestro bien, Nebunefer. Nagash está casi a vuestras puertas, y ya es hora de que vos y vuestros hombres santos os unáis a la lucha.
El tono del rey irritó al anciano sacerdote.
—Os hemos abierto nuestras arcas a vos y a Hekhmenukep —dijo bruscamente—. ¡Hemos pagado por vuestros ejércitos por partida doble!
—¡Podéis quedaros con vuestro maldito oro! —repuso Rakh-amn-hotep—. ¡Nos habríamos enfrentado a ese monstruo aunque nos hubiera arruinado!
El rey dio un paso hacia el anciano mientras aumentaba su rabia. Luego, se contuvo. Respiró hondo con esfuerzo y continuó:
—Vos marchasteis con nosotros, Nebunefer. Estuvisteis en Quatar. Habéis visto los cuerpos. Decenas de millares de muertos… Aunque ganemos, puede ser que nuestras ciudades nunca vuelvan a ser las mismas. Si el Consejo Hierático hubiera estado con nosotros en el oeste…
-No es tan simple, alteza —contestó Nebunefer.
—He oído las historias de la batalla en Zedri —insistió Rakh-amn-hotep—. Sé que el hecho de que Nagash profanara a Neferem le ha dado el poder para invalidar vuestras invocaciones, pero ¡por todos los dioses! Las cosas que vuestros sacerdotes podrían haber hecho para apoyarnos, lejos de la línea de batalla…
—Sabéis mucho menos de lo que creéis —repuso Nebunefer entre dientes. Comenzó a decir algo más y luego se detuvo. El anciano sacerdote les dirigió tina mirada dura a los hombres santos situados alrededor de la habitación—. Dejadnos —ordenó.
Cuando los sacerdotes se marcharon, Nebunefer miró con recelo a Ekhreb, pero Rakh-amn-hotep cruzó los brazos tercamente y dijo:
—Se merece oír esto tanto como yo, incluso más.
Nebunefer frunció el entrecejo, pero al final encogió los huesudos hombros.
—Muy bien —concedió con un suspiro—. ¿Sabéis por qué Neferem deja nuestras invocaciones sin poder?
El rey rasetrano consideró la pregunta y luego contestó:
—Porque ella representa el pacto entre los dioses y los hombres, razón por la que Settra coaccionó al Consejo Hierático para que le permitieran desposar a la Hija del Sol hace cientos de años. Buscaba unir el pacto grado que gobernaba toda Nehekhara a su casa e impedir que el Consejo de Mahrak volviera sus poderes en contra suya.
—Pero —repuso Nebunefer con un dedo en alto— el gran rey no comprendió enteramente el significado de su matrimonio. La Hija del Sol no representa el pacto sagrado; ella es el pacto hecho carne.
Rakh-amn-hotep miró al sacerdote con el entrecejo fruncido y preguntó:
—¿Por qué harían los dioses tal cosa?
Nebunefer esbozó una leve sonrisa.
—Como señal de fe —respondió—, fe en que nuestros antepasados cumplirían su promesa de hacerles ofrendas y rendirles culto a los dioses.
El rey asintió con la cabeza, pensativo.
—Y Nagash reclamó como suyo este pacto. Por todos los dioses, es un usurpador en más de un sentido.
Nebunefer sacudió la cabeza con arrepentimiento y añadió:
—A pesar de su cacareada inteligencia, Nagash no parece comprender del todo lo que ha hecho. Si quisiera, podría disponer de los poderes de los dioses a cambio de sacrificio y adoración. Por muy terribles que hayan sido las cosas, si no hubiera sido por la arrogancia del Usurpador, podría haber sido peor.
—Eso está por verse —gruñó Rakh-amn-hotep—. Puesto que Neferem representa el pacto, ella es el conducto para el poder de los dioses. Pero estas cosas funcionan en ambos sentidos.
El anciano sacerdote asintió con la cabeza.
—Nuestras ofrendas no llegan a los dioses ni sus dones nos bendicen a cambio —dijo—. Nagash nos ha aislado de nuestro poder, alteza. No hemos actuado hasta ahora porque no podíamos.
La mano del rey se desvió hacia su cuello.
—Pero lo que las sacerdotisas acaban de hacer… —comenzó. Nebunefer suspiró.
—Toda una vida de devoción a los dioses nos transforma. Nuestras almas se cargan de poder divino. Ahora eso es lo único que nos queda —indicó con la cabeza hacia la puerta—. Esas cuatro sacerdotisas renunciaron parte de sus almas para que podáis volver a caminar.
—¡Por todos los dioses! —susurró Rakh-amn-hotep—, ¿cómo vamos detener a ese monstruo? Su ejército llegará aquí una hora después de que se ponga el sol. Debemos detenerlo en las Puertas del Anochecer.
—No podemos detener a Nagash aquí —dijo Nebunefer—. Las puertas están poco fortificadas y vuestros ejércitos ya han sufrido terribles ataques.
—A mis hombres no les falta coraje —gruñó el rey rasetrano—, sobre todo ahora que la bestia les pisa los talones.
Nebunefer se rió entre dientes.
—Después de todo lo que vuestros guerreros han hecho, nadie pondrá nunca en duda su coraje —aseguró—; pero si se quedan aquí, al amanecer los habrán aplastado. Preguntadle a vuestro hombre si no me creéis.
El rey miró a su paladín. Ekhreb frunció el entrecejo, pero hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a su pesar.
—Tiene razón, alteza —dijo—. Estos muros no se construyeron lo bastante altos ni lo bastante anchos como para detener a un ejército decidido, y a los hombres no les queda nada más que dar. Lucharán si lo ordenáis, pero no durarán mucho.
—¿Qué queréis que hagamos, entonces? —le preguntó Rakh-amn-hotep al sacerdote con un suspiro.
—Retiraros —contestó Nebunefer—. Regresar a vuestras ciudades y reconstruir vuestros ejércitos.
—¿Y qué pasa con Nagash?
—Nagash se propone conquistar Mahrak —dijo el anciano sacerdote—. Lleva mucho tiempo soñando con humillarnos y ahora tiene la oportunidad. —Se volvió hacia el rey—. Tenéis razón, alteza. Ha llegado el momento de que paguemos nuestro diezmo de sangre. Nos enfrentaremos al Usurpador en la Ciudad de la Esperanza, hasta que vos y Hekhmenukep podáis regresar y levantar el sitio.
—Podrían pasar años, Nebunefer —respondió el rey—. Vos mismo habéis dicho que el Consejo Hierático se ha quedado impotente.
Otra leve sonrisa cruzó el rostro de Nebunefer.
—Yo no utilicé la palabra impotente, alteza. Aún contamos con nuestros Ushabtis y la ciudad está protegida mediante guardas que incluso a Nagash le costaría atravesar. Perded cuidado. Resistiremos todo el tiempo que sea necesario.
Rakh-amn-hotep comenzó a dar vueltas por la cámara mal iluminada. Le temblaban las rodillas, pero después de saber lo que se había hecho para devolverle las extremidades no creía que pudiera volver a sentarse de nuevo.
—¿Y Lahmia? —quiso saber—. Esos libertinos no han hecho nada, ni siquiera cuando Nagash se apoderó de su real hija y asesinó al hijo de esta. ¿Cuánto tiempo piensan que pueden quedarse sentados viendo cómo arde Nehekhara?
—Hemos enviado emisarios a Lahmia muchas veces —explicó Nebunefer—. Se niegan a actuar mientras Neferem siga atada al Usurpador.
El rey se rió con amargura.
—Para mí, eso sería razón de sobra para actuar. —Le echó una mirada a Ekhreb—. ¿Qué hora es?
—Falta una hora para el mediodía, alteza.
Rakh-amn-hotep suspiró. Había mucho que hacer y poco tiempo.
—Quiero que nuestras fuerzas estén en camino a media tarde —le ordenó a su paladín.
Ekhreb esbozó una sonrisa forzada.
—Otra larga marcha —comentó—. Los hombres empezarán a arrepentirse de todas esas oraciones por vuestro rápido restablecimiento.
—No lo dudo, pero por lo menos esta vez se dirigirán a casa. —Rakh-amn-hotep se volvió hacia Nebunefer—. Cualquier tipo de provisiones que pudierais darnos…
—Vienen de camino en este mismo momento —interrumpió el sacerdote—. También podéis llevaros los carromatos. Esperamos que nos los devolváis a su debido tiempo.
El rey le hizo una señal con la cabeza a Ekhreb, que le dedicó una profunda reverencia y salió rápidamente de la habitación. Momentos después se lo pudo oír gritándoles órdenes a los capitanes que aguardaban en el salón.
Nebunefer le hizo una reverencia a Rakh-amn-hotep.
—Con vuestro permiso, alteza, debo partir —dijo—. Hay mucho que hacer en Mahrak antes de que llegue el ejército del Usurpador.
El rey asintió con la cabeza, pero su expresión se tomó grave.
—No puedo hablar por Lybaras, pero ni mi gente ni yo no os abandonaremos. Dicho eso, no puedo garantizar cuándo regresaremos. Quizá tengáis que aguantar muchísimo tiempo.
Nebunefer sonrió y contestó:
—Con los dioses, todo es posible. Hasta que volvamos a vernos, Rakh-amn-hotep. En esta vida o en la siguiente.