25: El camino de huesos

VEINTICINCO

El camino de huesos

Quatar, la Ciudad de los Muertos,

en el 63.º año de Ptra el Glorioso

(-1744, según el cálculo imperial)

El ejército del este había marchado toda la noche y había seguido adelante después del amanecer apresurando sus pasos hacia la Ciudad de los Muertos.

Las primeras compañías coronaron las altas dunas situadas en el borde occidental de la Llanura de Usirian justo antes de mediodía, y cuando vieron la Ciudad Blanca brillando bajo la abrasadora luz, alzaron las manos hacia el cielo y le dieron gracias al Gran Padre por haberlos salvado. Bajaron tambaleándose y a trompicones la ladera arenosa, rompiendo filas mientras sucumbían a la promesa de agua fría, comida fresca y un camastro a la sombra donde podrían dormir sin miedo. Los nobles que estaban al mando de las compañías hicieron un intento desganado de restablecer la disciplina, pero tenían las gargantas cubiertas de polvo, y después de semanas de estrictas raciones tenían más hambre de la que habían tenido nunca en su vida. Cuando las subsiguientes formaciones llegaron al borde de la llanura y vieron la precipitada desbandada hacia la ciudad también tomaron parte, hasta que cuando Rakh-amn-hotep alcanzó las dunas con el centro del ejército se encontró con una auténtica marea de cuerpos morenos que se extendía por el terreno rocoso hacia las murallas manchadas de Quatar.

El rey frenó su carro mientras soltaba una sarta de amargas maldiciones. La vanguardia de la turba se encontraba a más de una milla de distancia. No había modo de detenerlos, pero Rakh-amn-hotep juró que haría azotar a sus comandantes antes de acabar el día. Su presencia en la cima de la duna mantuvo al resto del ejército alineado. Pudo ver la tentación en los ojos de los hombres, pero una mirada a la expresión furiosa del rey fue suficiente para recordarles su adiestramiento, y mantuvieron la disciplina mientras seguían adelante hacia Quatar.

Rakh-amn-hotep esperó allí mientras el resto de la hueste pasaba en fila, cociéndose bajo el aire polvoriento y en calma en tanto esperaba a las unidades delanteras de la retaguardia del ejército. La larga y terrible retirada no habría terminado hasta que el último hombre de la última compañía atravesara las puertas de ciudad.

El auriga del carro del rey se secó la reluciente frente y sacó una petaca de cuero fino del cinturón. Se la ofreció primero al rey, pero Rakh-amn-hotep declinó el ofrecimiento con estoicismo.

—Bebe hasta saciarte —le dijo al hombre—. Yo puedo esperar.

Rakh-amn-hotep se sorprendió cuando el chirrido y estruendo de las ruedas de los carros llegaron a sus oídos varios minutos después. Se encontró parpadeando aturdido, en dirección al oeste.

—¿Tan pronto? —murmuró—. ¡Por los dioses!, ¿esto es todo lo que nos queda?

Los restantes carros del ejército y sus escuadrones de caballería pesada pasaron ante el rey en orden, cansados pero orgullosos de su difícil labor cubriendo la retaguardia del ejército. De los carros rasetranos tiraban caballos que habían sacado de la caravana de provisiones cuando los veloces lagartos de la selva perecieron con el calor. Los aurigas alzaron las armas en una cansada señal de saludo al rey.

Ekhreb, el paladín del rey, apareció con el último escuadrón de retaguardia a la silla de una yegua manchada de polvo.

—¿Qué has hecho con tu carro, maldito idiota? —inquirió el rey.

—Se lo cambié a una princesa bandida por una taza de agua fresca —respondió el paladín con voz deliberadamente inexpresiva.

—¿No trató de engatusarte con sus otros encantos?

—Puede ser que sí. Estaba demasiado ocupado bebiendo.

El rey esbozó una risita cansada y preguntó:

—¿Qué le pasó a tu carro?

Ekhreb suspiró.

—Golpeamos demasiadas rocas atajando de un lado a otro del camino. La rueda izquierda se rajá. Por suerte, la caballería tiene muchos caballos de más.

—¿Algún indicio de persecución? —inquirió el rey, pero el paladín negó con la cabeza.

—No desde el alba —contestó—. Unos jinetes numasis nos tantearon justo antes de que las lunas se pusieran, pero se retiraron hacia el oeste antes de que amaneciera.

Rakh-amn-hotep asintió moviendo la cabeza con aire pensativo.

—Supusieron que acamparíamos al alba como siempre —apuntó—. Ahora están a más de medio día de marcha por detrás de nosotros. Esa es la primera buena noticia que hemos tenido en semanas.

—Y no antes de tiempo —coincidió Ekhreb. Hizo un gesto hacia la lejana turba que recorría la llanura—. Los hombres han llegado al límite de sus fuerzas.

—Sólo la mitad —respondió el rey con irritación—. Es una vergüenza, pero la culpa es de los oficiales. Después de que hayamos descansado un día pienso dejar las cosas claras, créeme.

—Y habrá muchos gemidos y rechinar de dientes en la ciudad de Quatar —añadió el paladín con una sonrisa compungida.

Ekhreb observó un momento las figuras que corrían, y luego frunció el ceño, desconcertado. Rakh-amn-hotep estaba a punto de ordenar que su carro avanzara de nuevo cuando captó la expresión del rostro del paladín.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—No estoy seguro —contestó Ekhreb—. ¿No os parece extraña la ciudad?

Al otro extremo de la Llanura de Usirian, la ciudad de Quatar brillaba como un espejismo del desierto. Sus murallas blancas, en otro tiempo manchadas con la lluvia roja de la atroz plaga de Nagash, se habían blanqueado gracias a años de implacable luz de sol, y desprendían un resplandor de calor como la arcilla recién salida del horno. La Ciudad de los Muertos relucía como un sepulcro nuevo y los hombres del ejército aliado corrieron hacia ella con los brazos abiertos y roncos gritos de alegría.

Ninguno de los exhaustos guerreros se fijó en que las puertas de Quatar aún seguían cerradas en un momento en el que debería haber habido un escaso aunque constante flujo de tráfico entrando y saliendo de la ciudad. Ni les extrañó la ausencia de humo flotando sobre los tejados. Todas las chimeneas y hornos de arcilla se habían enfriado durante la noche.

Los guerreros llegaron a la fresca sombra de las murallas de la ciudad y cayeron de rodillas, jadeando y en algunos casos llorando de alivio. Nobles con la cara colorada gritaron en dirección a las almenas, llamando a un guardia para que abriera las puertas. Después de un momento, los demás hombres hicieron suyo el grito y chillaron lo bastante fuerte como para despertar a los muertos.

En la oscuridad de la torre de guardia oriental de la ciudad, el clamor despertó de pronto a media docena de figuras pálidas. Maldijeron, sorprendidas, al oír el sonido de cientos de voces gritando y, asustadas y confundidas, les ordenaron a sus guerreros que despertasen.

A lo largo de toda la ancha pasarela que se extendía sobre la muralla occidental, miles de guerreros esqueleto comenzaron a moverse. Cráneos blanqueados se levantaron de la pasarela de piedra, volviéndose de un lado a otro en busca de sus enemigos. Los huesos traquetearon y chirriaron mientras cogían arcos y flechas o atados de jabalinas con punta de bronce. No se oyeron órdenes a gritos ni el estridente toque de los cuernos de guerra. Silenciosos y decididos, los guerreros no muertos se pusieron en pie y apuntaron a los hombres indefensos situados debajo.

Los guerreros que se encontraban en la llanura casi no percibieron la primera descarga sibilante de flechas. Los hombres cayeron muertos sin emitir apenas un sonido o se desplomaron, asombrados, mientras el dolor de sus heridas se hacía sentir. Los vítores y los ruegos desesperados de sus compañeros ahogaron los gemidos de los moribundos durante varios segundos más, hasta que una descarga irregular de jabalinas oscureció el cielo por encima de sus cabezas y cayó formando una mortífera lluvia entre la tambaleante turba. Las exclamaciones de alivio se transformaron en chillidos asustados mientras muchísimos hombres resultaban heridos o morían. Los hombres gritaron presas del pánico y la confusión. Algunos agitaron los brazos desesperadamente en dirección a las demacradas siluetas que se encontraban sobre la muralla creyendo que los defensores de la ciudad les estaban disparando por error. Los oficiales gritaron órdenes contradictorias: unos actuaron por instinto e intentaron formar a los hombres en compañías, mientras que otros ordenaron una retirada completa y se replegaron hacia el resto del ejército. Los hombres atrapados en medio, aturdidos por el agotamiento y el hambre, murieron en el sitio.

Cuando las primeras flechas empezaron a volar, Rakh-amn-hotep no pudo dar crédito a lo que veía. Se pasó una mano por la cara y entrecerró los ojos bajo la intensa luz, convencido de que se había equivocado. Entonces, oyó el débil sonido de los gritos y el estridente toque de los cuernos desde el centro del ejército y se dio cuenta de la espantosa verdad.

—¡Por todos los dioses! —dijo el rey en voz baja; la desesperación le había entumecido la voz—. Nagash ha tomado Quatar. ¿Cómo demonios…?

Ekhreb soltó una maldición mientras cogía su espada.

—¿Qué hacemos, alteza? —preguntó.

Todo pareció darle vueltas al rey. Se tambaleó y se aferró al lateral del carro para recobrar el equilibrio.

—¿Hacer? —repitió con la voz cargada de consternación—. ¿Qué podemos hacer? ¡Ese monstruo siempre nos lleva ventaja! Es como si conociera todos nuestros pensamientos…

—Si eso fuera verdad, tendríamos a sus hombres pisándonos los talones, conduciéndonos a la masacre —repuso el paladín bruscamente con un tono tan cortante que azotó al rey como un golpe—. Controlaos. Nagash no es un dios omnisciente. Ha tomado Quatar, pero aún no estamos rodeados. Todavía tenemos espacio para maniobrar, pero los hombres necesitan instrucciones. ¿Qué ordenáis?

Rakh-amn-hotep retrocedió ante el tono severo del paladín, pero las palabras de Ekhreb produjeron el efecto deseado. La rabia reemplazó a la sorpresa y la desesperación, y el rey comenzó a pensar.

—Muy bien —gruñó el rey—. Salgamos de este lío. —Clavó los ojos en la lejana ciudad y negó moviendo la cabeza con amargura—. No podemos volver a tomar la ciudad, no en las condiciones en las que estamos. —Una vez más, la desesperación amenazó con abrumarlo, pero Rakh-amn-hotep hizo los sentimientos a un lado—. Tendremos que seguir con la retirada.

El paladín asintió con la cabeza.

—¿Al sur, bajando por el camino comercial hacia Ka-Sabar, o al norte, hacia el río Vitae? —inquirió.

—Ninguna de las dos —gruñó Rakh-amn-hotep—. Si vamos al norte, Nagash puede atraparnos contra el río y destruirnos. Y Ka-Sabar está demasiado lejos al sur. Sin provisiones, perderíamos a más de la mitad del ejército por el camino. —Con una expresión sombría en el rostro, señaló hacia el este, más allá de la Ciudad de los Muertos—. No, tendremos que rodear Quatar y arriesgarnos con el Valle de los Reyes. Es más defendible, y Mahrak se encuentra en el otro extremo. Sabemos que podemos encontrar un refugio seguro allí.

El rey no señaló que tal retirada significaría el fin de la gran campaña contra el Usurpador. Nagash los perseguiría hacia el este, y de ese día en adelante, los ejércitos del este no estarían combatiendo por Nehekhara, sino por la supervivencia de su gente. Lo más probable era que la alianza llegara a su fin mientras cada rey trataba de hacer las paces con Khemri.

Rakh-amn-hotep recorrió la Llanura de Usirian con la mirada y sintió cómo cambiaban las mareas de la guerra, que se le escapaba de manera inexorable de las manos.

—Forma a tus jinetes y carros —le indicó a Ekhreb, y señaló hacia el sureste—. Tú guiarás el avance alrededor del borde meridional de la ciudad en caso de que el enemigo intente bloquearnos el paso hacia el valle. Si nadie se interpone, sigue hasta las Puertas del Alba y toma las fortificaciones. Hay cisternas y almacenes en el interior de las murallas. Cogeremos todo lo que podamos llevar y veremos si los lybaranos pueden encontrar un modo de derrumbar las puertas por detrás de nosotros. Eso podría hacernos ganar un día o dos más.

Ekhreb aceptó las órdenes de Rakh-amn-hotep con un seco gesto afirmativo de la cabeza. Después de todo lo que había visto durante la batalla en las fuentes y la nefasta retirada posterior, la idea de destruir las antiguas puertas no le causó la más mínima sorpresa.

—¿Y vos? —le preguntó al rey.

El rasetrano indicó con la cabeza el caos que se extendía por la llanura.

—Yo voy bajar ahí a reagrupar a esos malditos idiotas y a ponerlos en marcha —contestó. Alargó mano—. Vete, viejo amigo —le dijo a su paladín—. Te veré en el valle al otro lado de las Puertas del Alba. Para entonces ya se me habrá ocurrido un castigo apropiado por haberme cantado las cuarenta.

Ekhreb cogió sus riendas.

—Podríais relevarme del mando y enviarme a casa —sugirió—. Sería una decepción terrible, pero supongo que podría vivir con ello.

—Como todos, ¿no? —contestó el rey.

Los dos guerreros se separaron y se lanzaron una vez más a hacer que el ejército retrocediera del borde de la destrucción.

* * *

Arkhan despertó en medio de la oscuridad. Sentía el movimiento de sus guerreros esqueleto como si fueran avispas zumbando dentro de su cerebro.

Estaba sentado en el Trono de Marfil de Quatar. Tenía la cara y las manos pálidas manchadas de negro debido a la sangre a medio secar de los entretenimientos de la noche anterior. Un puñado de inmortales dormía sobre el suelo salpicado de sangre alrededor del trono rodeado de los desechos de sus festejos. La mayoría de los hermanos no muertos del visir se habían dispersado por la ciudad con la llegada del amanecer, buscando su propio refugio solitario donde esperar a que la luz del día se apagara. Parecía que él no era el único inmortal que se volvía cada vez más solitario y desconfiado con el paso de los años.

El visir experimentó un momento de desorientación, como si lo hubieran despertado de pronto de un sueño. Podía sentir una parte de su improvisado ejército en acción lejos, al oeste; probablemente eran los arqueros que había situado a lo largo de la muralla de la ciudad. Aunque los no muertos eran prolongaciones de su voluntad, la capacidad de Arkhan para sentir sus actividades resultaba vaga como mucho, a pesar de su creciente habilidad. En ese momento la conexión era aún más endeble, y comprendió, sobresaltado, que era mediodía y que el aborrecible sol se encontraba casi directamente sobre su cabeza.

Los otros inmortales estaban empezando a agitarse, atisbando con cautela en medio de la oscuridad del salón del trono. Raamket se puso en pie con prontitud, envuelto en un nuevo faldellín y un abrigo hasta la rodilla de suave carne. Nagash había sido muy específico en cuanto al destino de Nemuhareb, el rey sacerdote de Quatar, pero menos con respecto al resto de la familia del rey. El inmortal les había arrancado la piel con cuidado a los pequeños hijos de Nemuhareb.

—¿Qué está pasando? —preguntó Raamket entre dientes.

La voz del noble, que iba ataviado con piel humana y estaba salpicado de sangre seca, sonó débil y asustada como la de un niño.

—El enemigo está aquí —gruñó Arkhan mientras saltaba del trono.

A su espalda se oyó un susurro de carne y un débil goteo de sangre cuando el viento de su paso agitó lo que quedaba del señor de las Tumbas. Por orden del Rey Imperecedero, habían desollado vivo a Nemuhareb y habían estirado su piel, con los nervios cuidadosa y mágicamente conservados, en el mástil de un estandarte y la habían pintado con runas nigrománticas utilizando la sangre del corazón del rey. Cuando finalmente el ejército de Nagash partiera de Quatar, llevarían la piel desollada y el alma atormentada de Nemuhareb ante ellos como advertencia para aquellos que desacatasen la voluntad de Khemri.

—Los malditos reyes del este llevaron a sus ejércitos a marchas forzadas el resto de camino hasta Quatar en lugar de esperar un día más como suponía Nagash —continuó Arkhan, cuya ira aumentaba por momentos.

Se maldijo a sí mismo por ser un idiota. Después de semanas acosando a Akhmen-hotep y a la hueste de Bronce por el Gran Desierto, se había permitido festejar demasiado la fácil conquista de Quatar. Ahora, en lugar de tener al ejército de Nagash inmovilizando a sus enemigos contra las murallas de la ciudad y masacrándolos, Arkhan se veía ante la tarea de detener a los ejércitos del este con los despojos que había sacado de la necrópolis de la ciudad. Los arqueros y lanzadores de jabalinas situados en las murallas eran las tropas mejor armadas con las que contaba, y sus inmortales estaban atrapados en el interior de sus refugios mientras el sol brillara en lo alto.

Las manos manchadas de sangre del visir se cerraron formando puños de impotencia. Furioso, le envió una única y violenta orden a su ejército no muerto.

En ese momento, a Arkhan no le quedaba nada por hacer salvo matar a tantos hombres del este como pudiera.

* * *

El extremo oriental de la Llanura de Usirian se había transformado en campo de muerte. Cientos de hombres muertos y moribundos abarrotaban el terreno rocoso bajo las murallas de Quatar y las flechas seguían trazando arcos por el brillante cielo. Los supervivientes de las desventuradas compañías de los ejércitos aliados estaban en plena huida, pisoteándose unos a otros en su prisa por escapar a la mortífera lluvia. Mientras corrían, manos óseas surgieron de la tierra suelta e intentaron agarrarlo por los tobillos. Los hombres cayeron gritando en tanto la tierra se agitaba e innumerables esqueletos aparecían de pronto del suelo en medio de los soldados presas del pánico y se abalanzaban sobre ellos con dientes irregulares y dedos como garras.

Los pocos que sobrevivieron a las fauces de la aterradora trampa de Arkhan se replegaron hacia el grueso de la hueste oriental e hicieron que estremecimientos de terror y desesperación recorrieran sus filas. Los hombres vacilaron, pues las dificultades de la larga retirada ya los habían empujado hasta el límite de su determinación. Los oficiales les dirigieron gritos de aliento y profirieron violentos juramentos para intentar mantener a los guerreros alineados, pero durante unos momentos de desesperación el ejército aliado se tambaleó al borde del colapso.

Entonces, justo cuando todo parecía perdido, el sonido de los cuernos de guerra se extendió entre el estruendo, y la tierra retumbó como un tambor bajo el golpeteo de miles de cascos cuando la cansada caballería del ejército descendió por el flanco derecho de la columna y se lanzó una vez más a la refriega. Se abrieron paso a golpes entre parte de la desgarbada horda de esqueletos haciendo pedazos sus cuerpos y aplastándolos bajo sus cascos antes de girar al sur y rodear la ciudad, que estaba en manos del enemigo.

Aunque la carga sólo había detenido parte del ataque enemigo, le devolvió al ejército una porción del coraje que había perdido y detuvo la ciega oleada de pánico. Rakh-amn-hotep llegó al centro del ejército momentos después, pasó ante las asustadas compañías y su presencia les sirvió de estímulo. El rey les gritó imprecaciones a los guerreros que se batían en retirada, deteniéndolos en seco por medio de la mera e indómita fuerza de su presencia. Haciendo caso omiso a las flechas que silbaban por el aire a su alrededor, envió a las destrozadas compañías a la parte posterior de la columna y formó una línea de batalla para recibir a la horda que avanzaba hacia ellos.

Los esqueletos atacaron en oleadas, arañando los escudos y los yelmos de los exhaustos lanceros, pero con el rey a su espalda las compañías se mantuvieron firmes y rechazaron un ataque tras otro. Los hombres de las filas traseras cogieron rocas y las arrojaron contra los desgarbados esqueletos para aplastar cráneos y partir cajas torácicas.

Después de hacerle frente a cinco ataques diferentes, Rakh-amn-hotep les transmitió una orden a sus encargados de señales, y el ejército comenzó a avanzar. Las compañías presionaron hacia delante, paso a paso, abriendo una senda a través de los monstruos y rodeando lentamente el perímetro de la ciudad hacia las Puertas del Alba.

Las flechas siguieron lloviendo sobre los guerreros desde las murallas de Quatar, pero la distancia era muy grande y pocas dieron en el blanco. Rakh-amn-hotep recorrió el ejército que avanzaba de un extremo a otro animándolos a seguir presionando contra la marea de huesos.

Transcurrió una hora y luego otra. Agotado más allá de lo razonable, el ejército continuó peleando pasando al sur de Quatar y luego abriéndose camino a la fuerza hacia el este. El rey rasetrano se concentró en formar una retaguardia a partir de las vapuleadas compañías situadas en la parte posterior de la columna, quedándose con ellas y rechazando a lo que quedaba de los atacantes enemigos, mientras el resto de la hueste se retiraba sin peligro fuera de su alcance.

Los disparos de los arqueros disminuyeron a ritmo constante a medida que sus existencias de flechas se agotaban, y menos de doscientos esqueletos permanecían aún en la llanura calcinada por el sol para desafiar a la hueste que se batía en retirada. La espantosa turba realizó un último intento contra la retaguardia, y esa vez los soldados del este respondieron con tanta ferocidad que no sobrevivió ninguno de los espeluznantes guerreros.

Solos y sin oposición en el campo de batalla, los soldados de retaguardia alzaron sus lanzas y alabaron a los dioses y a Rakh-amn-hotep por la victoria; sin embargo, cuando los guerreros se volvieron para rendir homenaje a su rey, encontraron su carro vacío. Rakh-amn-hotep yacía en el suelo a sólo unos metros de distancia con el auriga de su carro arrodillado a su lado. Una flecha, una de las últimas disparadas desde las murallas de la ciudad, había alcanzado al audaz rey en el cuello.