24: Sangre de príncipes

VEINTICUATRO

Sangre de príncipes

Khemri, la Ciudad Viviente,

en el 46.º año de Ualatp el Paciente

(-1950 según el cálculo imperial)

El rey sacerdote de Khemri se situó bajo el abrasador sol de mediodía y trató de no pensar en sangre.

Se encontraba sobre una plataforma de capataz al borde de la Llanura de los Reyes, observando trabajar a los peones en los cimientos de la Pirámide Negra. Por orden de Nagash, la gran llanura situada en el corazón de la necrópolis de Khemri se había transformado. Su plan para la pirámide hacía uso de hasta la última hectárea de espacio disponible reservado para futuros reyes y exigía aún más. Muchísimas criptas más pequeñas se habían desmontado y se habían trasladado a otras partes de la necrópolis para hacerle sitio a zonas de tallado de piedra, andamiadas y pilas de residuos. Se había construido un ancho paseo que se extendía hacia el norte desde la gran llanura, lo que había requerido la demolición de todavía más criptas para poder traer enormes bloques de mármol de las barcazas amarradas a lo largo del río. En ese momento, lo estaban utilizando para retirar cientos de carretadas de tierra arenosa a medida que el ejército de esclavos de Nagash excavaba las cámaras subterráneas de la pirámide. Cuando estuviera completa, la Pirámide Negra eclipsaría a todas las demás estructuras de la necrópolis. Es más, sería la estructura individual más grande de toda Nehekhara. Las ambiciones del rey no requerían menos.

Nagash se rodeó el pecho fuertemente con los brazos. A pesar del calor del día, sentía los huesos quebradizos y fríos, y un doloroso cansancio empezaba a minarle la robustez de las extremidades. Necesitaría volver a alimentarse pronto. Meses de experimentos le habían permitido perfeccionar el proceso para extraer vitalidad de sangre viva, pero sus efectos eran demasiado fugaces. Dependiendo de la calidad de la fuente, el rey podía disfrutar de unos cuantos días de vigor juvenil o una semana a lo sumo.

Los beneficios eran asombrosos. Nagash no podía recordar haber contado con tal fuerza ni claridad de pensamiento en toda su vida, pero cada vez que la marea de sangre se retiraba lo dejaba sintiéndose más débil y desdichado que nunca. Por mucho que comiera o descansara, nada podía borrar el espantoso frío que se le metía en los huesos ni la alarmante debilidad que lo dejaba indefenso como un niño. La única respuesta era encontrar otra fuente de sangre.

Afortunadamente, el rey las tenía en abundancia.

Había media docena de campamentos de esclavos situados alrededor de la necrópolis de la ciudad, rodeados de perímetros de zanjas y barricadas de maderos afilados y patrullados por jinetes del ejército del rey. Desde el saqueo de Zandri, se habían reunido más de treinta mil trabajadores para el grandioso plan de Nagash, incluidos el grueso del ejército de rey Nekumet y dos tercios de sus ciudadanos. Aún seguían llegando más cada día, a medida que las otras grandes ciudades de Nehekhara enviaban tributos para asegurarse de no correr la misma suerte que Nekumet y su gente.

La batalla en el camino hacia Khemri había sido rápida y decisiva gracias en gran medida a la gran fuerza de tropas mercenarias zandrianas. Los supersticiosos bárbaros norteños no tenían fe en los dioses de la Tierra Bendita y, por lo tanto, no disfrutaban de la protección de los conjuros de las sacerdotisas de Neru. Eso los dejaba vulnerables a la hechicería de Nagash, y a lo largo de la noche, este había atormentado a los guerreros con toda suerte de visiones fantasmales y presagios de muerte. A medianoche, los bárbaros ya estaban aterrorizados y a punto de amotinarse, y cuando Nekumet y sus nobles intentaron restablecer el orden, los mercenarios se sublevaron.

El caos se fue abriendo paso por el campamento enemigo a medida que el ejército de Zandri se atacaba a sí mismo a lo largo de horas de enfrentamientos confusos y brutales. Para cuando amaneció, los mercenarios que aún quedaban vivos se las habían arreglado para escapar del campamento zandriano y se alejaron dando tumbos hacia el sur, adentrándose más en el desierto. Los restantes soldados de Nekumet estaban agotados, hambrientos y desanimados, y su campamento había quedado prácticamente destruido. Al alba, los aturdidos supervivientes empezaron a salvar lo que pudieron de los restos, y entonces, el ejército de Nagash apareció en pleno orden de batalla en el camino por detrás de ellos.

A pesar de todo lo que habían soportado la noche anterior, las tropas de Nekumet lograron formar y presentar batalla, pero poco después fueron atacados también por la caballería de Arkhan, y la línea de batalla zandriana se deshizo rápidamente bajo la presión. A media mañana, el rey Nekumet le ofreció a Nagash los términos de su rendición, pero el rey de Khemri no los aceptó. No habría términos. Zandri se rendiría sin condiciones, o serían masacrados sin excepción. Consternado, Nekumet no tuvo más alternativa que obedecer.

Al final del día, los supervivientes del ejército de Zandri ya habían sido desarmados y atados en hileras de cadenas para esclavos para la larga marcha hasta Khemri. A Nekumet, al que habían despojado de su corona y su túnica real, lo vistieron de arpillera y lo enviaron a casa a lomos de una mula pulgosa. No fue hasta que llegó a la puerta destrozada de Zandri cuando se enteró de lo que Nagash le había hecho a su ciudad.

La noticia de la batalla se extendió rápidamente por Nehekhara como un viento de tormenta transmitida por los horrorizados embajadores que huían de las ruinas de Zandri. En Khemri, una multitud de ciudadanos llenó los grandes paseos para ovacionar el regreso de su rey victorioso. La preeminencia de la Ciudad Viviente había quedado restablecida con un único golpe brutal, y la gran labor de Nagash podía empezar en serio.

El rey examinó la extensión de las excavaciones una vez más y asintió moviendo la cabeza con aire pensativo. Un pequeño séquito de eruditos y esclavos permanecía a su lado portando copias de los planos de la pirámide para que Nagash pudiera consultarlos. A la derecha del rey se encontraba Arkhan el Negro, que iba ataviado con una túnica de primera calidad y llevaba anillos de oro que le había robado a los nobles zandrianos derrotados. Había sido bien recompensado por sus esfuerzos contra el ejército de Nekumet y ahora era el visir jefe del rey, el encargado de supervisar la construcción de la Pirámide Negra. Además había sido el primero de los vasallos de Nagash en probar el elixir vivificador y disfrutar del vigor de la juventud una vez más.

Nagash midió el progreso de las excavaciones y calculó que estaban marchando bien.

—Continúa según lo planeado —le indicó a su visir—. Las excavaciones seguirán adelante día y noche hasta concluirlas.

—¿Eso incluye a nuestros ciudadanos, o sólo a los esclavos? —inquirió el visir con cuidado.

Para acelerar más la construcción, Nagash había ordenado que pusieran a los delincuentes de la ciudad en los campamentos de esclavos y se envió a la obra a todo ciudadano al que le correspondiera realizar su servicio civil anual. Hasta que no se terminara la enorme estructura, se desatenderían los caminos e infraestructuras de Khemri.

Nagash consideró la pregunta y agitó la mano efusivamente.

—Reserva las tareas más difíciles y peligrosas para los esclavos, pero todos deben seguir cumpliendo con su parte —contestó.

Arkhan hizo una reverencia.

—Se hará como ordenéis —dijo—, pero las muertes entre los esclavos aumentarán. Ya hemos perdido a un número considerable debido al hambre y las enfermedades.

—¿Enfermedades? —preguntó el rey, frunciendo el entrecejo—. ¿Cómo es posible?

El visir se removió, incómodo, en el sitio. Él también sentía los primeros retortijones de hambre; tenía los ojos hundidos y las manos le temblaban ligeramente de frío.

—Los sacerdotes de Asaph y Geheb no han sido particularmente diligentes a la hora de limpiar los campamentos de enfermedades —explicó—. Me he quejado a los hierofantes, pero aseguran que sus sacerdotes están ocupados en otros asuntos.

—Como intentar socavar mi autoridad —gruñó Nagash.

Los templos de la ciudad habían sido una molestia constante desde su ascensión. Enviaron patriarcas a las grandes asambleas invitándolo a liberar a Neferem y a aceptar abdicar en cuanto Suskhet llegara a la edad adulta. Sus acólitos hicieron correr el rumor entre el pueblo de que a los dioses les desagradaba su reinado y que castigarían a Khemri a menos que lo obligaran a renunciar. No cabía duda de que obedecían órdenes del Concejo Hierático de Mahrak, que tenía gran interés en mantener su autoridad sobre los asuntos nehekharanos. Si pensara que podría salirse con la suya, Nagash habría enviado gustosamente a sus guerreros a vaciar los templos y poner a los malditos sacerdotes a trabajar en el campamento de esclavos; sin embargo, por desgracia, el Consejo aún tenía demasiado poder e influencia sobre las otras grandes ciudades, así que por el momento debía soportar su interferencia.

Un escalofrío sacudió el fuerte cuerpo del rey. Cruzó los brazos con más fuerza y miró los cimientos de la pirámide con el ceño fruncido.

—Todos los trabajadores que fallezcan, sobre todo los que mueran en la obra, se deben añadir a la estructura interior de la pirámide. Entiérralos en el sustrato. Suma su sangre y huesos al mortero de las paredes. No importa cómo lo hagas exactamente, siempre y cuando sus muertes sean parte de la construcción de la pirámide. ¿Lo entiendes?

El visir asintió con la cabeza. De todos los vasallos del rey, Arkhan era el que tenía conocimientos más sólidos de los principios de la nigromancia. Las energías de muerte almacenadas en el interior de la pirámide ayudarían a poner la estructura en sintonía con las invocaciones de Nagash y hacerla más receptiva a los débiles vientos de la magia oscura.

—Así se hará —aseguró mientras hacía otra reverencia.

Satisfecho, Nagash estaba a punto de marcharse y regresar a sus estudios en el palacio cuando vio a Khefru subiendo a toda prisa los escalones de la plataforma del capataz. Al igual que Arkhan, el joven sacerdote también había recibido el elixir mágico, aunque en el caso de Khefru este sólo participó por orden expresa del rey. La renuencia de su sirviente desconcertaba a Nagash, pero era evidente que la maltrecha salud de Khefru se había beneficiado tanto como la del resto, de la inyección del vigor mágico.

El joven sacerdote se acercó al rey e hizo una reverencia. Nagash observó al otro hombre atentamente.

—¿Por qué no estás en el palacio? —exigió saber.

Entre otras cosas, Khefru era el responsable de vigilar a Neferem y a su hijo, que permanecían aislados la una del otro en partes diferentes del palacio. Khefru hizo una pausa para recobrar el aliento. Bajo la fuerte luz del sol, su piel tenía un tono amarillo pálido y enfermizo.

—Una avanzada llegó a la ciudad hace una hora con la noticia de que una delegación real procedente de Lahmia está en camino. Se espera que el rey Lamasheptra llegue a última hora de la tarde y solicitará una audiencia en la gran asamblea de esta noche —dijo.

La expresión del rey se ensombreció.

—Y, sin duda, Lamasheptra insistirá entonces en ver a su hermana Neferem y a su hijo.

—La avanzada no mencionó explícitamente tal petición —apuntó el joven sacerdote con cuidado.

Nagash lo fulminó con la mirada.

—No seas idiota —gruñó—. ¿Por qué si no iba el rey lahmiano a dejar sus antros de vicio y atravesar media región?

Un ligero estremecimiento se apoderó del cuerpo de Nagash, que lo dominó con los dientes apretados. Por un momento, se preguntó si habría tiempo para alimentarse antes de reunirse con Lamasheptra, pero la idea tenía demasiado de debilidad, así que la apartó a un lado.

—Sinceramente, no es una sorpresa —continuó—. Sólo era cuestión de tiempo antes de que Lamasheptra lograra armarse de valor y viniera a poner a prueba la fuerza de las antiguas alianzas. —Le dirigió una mirada fulminante a Khefru—. ¿Cuántos guerreros ha traído?

—Un puñado de Ushabtis y un escuadrón de jinetes. Nada más —contestó el sacerdote, encogiéndose de hombros.

Nagash asintió con la cabeza.

—Es ese caso, no estará planeando cometer ninguna imprudencia. Muy bien —dijo mientras le hacía un gesto impaciente con la mano a Khefru—. Informales a Neferem y Sukhet de que van a asistir a la grao asamblea esta noche. Quién sabe, puede que ver a su hijo después de tantos años quiebre la resolución de Neferem por fin. Eso casi haría que la farsa de esta noche valiera la pena.

* * *

La delegación lahmiana llegó a la Corte de Settra en medio de una fanfarria de trompetas y el rítmico tintineo de cascabeles para los tobillos, acompañados del susurro de la seda y el golpeteo de carne suave sobre el mármol pulido. Las conversaciones se detuvieron, y todos se volvieron a mirar cuando media docena de jóvenes bailarinas se abrió paso por el reluciente pasillo dando vueltas entre serpenteantes cintas de color naranja, amarillo y rojo como si fueran espíritus del sol. Nobles hastiados procedentes de toda Nehekhara olvidaron lo que habían estado diciendo un momento antes mientras alcanzaban a ver tentadores hombros desnudos, caderas redondeadas y brillantes ojos oscuros.

Detrás de las bailarinas, llegó el rey lahmiano, que recorrió el pasillo a grandes zancadas en medio de una gozosa nube de incienso narcótico. Lamasheptra era delgado y elegante; sus pasos resultaban igual de ligeros y rápidos que los de las bailarinas que lo precedían. Se trataba de un hombre joven y apuesto, poco más que un muchacho. Los reyes de Lahmia se casaban muy tarde, pues aseguraban que le servían mejor a su diosa embebiéndose toda la decadencia que su ciudad tenía que brindar. A Lamasheptra aún le quedaban muchas décadas de adoración, con su rostro suave y sin arrugas del color de la miel oscura y unos límpidos ojos marrones. Tenía la nariz aguileña, una boca amplia y sensual enmarcada por una barba muy corta y un pelo negro muy rizado que le llegaba por debajo de los hombros. A diferencia de lo que acostumbraba la mayoría de los jóvenes nobles, Lamasheptra llevaba una túnica larga y suelta, de delicada seda amarilla y abierta en el pecho, y pantalones de seda estampados. Anillos de oro brillaban en sus suaves dedos y un pendiente con un reluciente rubí engastado colgaba del lóbulo de su oreja izquierda. Los nobles reunidos clavaron los ojos en el rey lahmiano como si fuera una especie de animal exótico, y Lamasheptra se deleitó con esa atención.

No hacía mucho, la Corte de Settra era un resonante espacio vacío, incluso durante las grandes asambleas del rey Thutep. Ahora el lugar estaba más lleno que nunca. Una multitud de nobles recién ascendidos, engalanados con faldellines chillones y capas cortas, se quedaron mirando boquiabiertos el desfile lahmiano; entretanto, los embajadores de Numas, Rasetra, Lybaras y Ka-Sabar permanecían en apretados grupos, llenos de preocupación y cuchicheando entre sí. Los primeros emisarios habían empezado a llegar menos de un mes después de la victoria del rey sobre Zandri y habían escuchado con temor mientras Nagash les informaba acerca de la nueva situación en Nehekhara. Después de lo que le había ocurrido a Zandri, nadie se atrevió a contradecir al hombre al que algunos llamaban el Usurpador.

Al otro extremo del gran salón, agrupados como si fueran una manada de siniestros chacales, estaban los elegidos del rey, sus visires y capitanes, aquellos que le habían servido primero y mejor. Observaron cómo Lamasheptra y su séquito se acercaban con la mirada intensa de un predador. Entre ellos, sentado en el oscuro trono de Settra el Grande, se encontraba el rey Nagash. Mantenía la mirada clavada en los lahmianos que se aproximaban, pero su rostro mostraba una expresión fríamente neutral.

A una docena de pasos de la tarima, las bailarinas dejaron de girar e hicieron una reverencia mientras sus cintas de seda ondeaban sinuosamente a su alrededor como lenguas de fuego. Lamasheptra pasó entre las jóvenes y se acercó al pie de los peldaños de piedra, tanto que Arkhan y Shepsu-hur tuvieron que hacer una reverencia y dejar pasar al rey.

Lamasheptra extendió las manos en señal de saludo y le dirigió a Nagash una sonrisa deslumbrante y estudiada.

—Saludos, primo —le dijo al Usurpador—. Soy Lamasheptra, cuarto del mismo nombre, hijo del gran Lamasharazz. Es un honor conoceros, por fin.

—En ese caso, me alegro por vos —respondió Nagash con calma. La sonrisa no llegó a las profundidades de sus ojos oscuros—. Hacía mucho tiempo que los hijos de Lahmia no atendían al rey de la Ciudad Viviente.

Había empezado a pensar que vos y vuestro padre pretendíais insultarme. Por los rostros de las bailarinas pasaron fugazmente expresiones de sorpresa, pero Lamasheptra no mordió el anzuelo.

—Es un largo viaje hasta la Ciudad Viviente, primo —apuntó el rey, lahmiano con soltura—. También podríais decir que el lento río o el camino arenoso pretenden burlarse de vos.

Se oyeron risas nerviosas entre la multitud, con lo que se ganaron miradas de advertencia de parte de los elegidos del rey. Lamasheptra hizo como si no se hubiera dado cuenta.

—Ni se me ocurriría ofender a un primo mío, sobre todo a uno que se ha hecho con un trono tan temible.

—Bien dicho —contestó Nagash; su voz estaba llena de suave amenaza—. ¿Cuál es, entonces, la razón de esta oportuna visita?

—¿Qué más, primo? Deber y lealtad, y amor por la familia —dijo Lamasheptra—. Antes de que mi padre, que en gloria esté, muriera me hizo hacer jurar ante la diosa que le ofrecería sus bendiciones a su sobrino Sukhet, al que nunca llegó a conocer. También me pidió que me despidiera de su parte de su hermana, Neferem. Y por eso, para honrar a mi padre, he hecho este largo viaje.

—Por Neferem y por Sukhet, pero ¿no por mí, vuestro primo? —inquirió Nagash.

Lamasheptra se rió, como si Nagash fuera el ingenio personificado.

—¡Como si pudiera ignorar al gran Rey Sacerdote de Khemri! Por supuesto, he venido a honraros y a garantizaros la constante estima de Lahmia.

—Nada me complacería más —respondió Nagash—. Durante siglos, Khemri ha valorado la estima de Lahmia mucho más que la de cualquier otra ciudad. Entonces, supongo que Lahmia se unirá a las otras ciudades de Nehekhara y nos brindará un pequeño obsequio como muestra de esta estima.

La sonrisa del lahmiano no flaqueó.

—Uno no puede ponerle precio a la estima, primo —comentó—. ¿Qué clase de obsequio os satisfaría?

—Mil esclavos —respondió Nagash, encogiéndose de hombros—. Sin duda, un obsequio modesto para una ciudad tan rica.

—¿Mil esclavos al año? —preguntó Lamasheptra, frunciendo el entrecejo.

—Por supuesto que no —repuso Nagash con una risita—. Mil esclavos al mes para ayudar en la gran obra que estoy construyendo en la necrópolis de Khemri, y en favor de la paz, por supuesto.

—La paz. Por supuesto —contestó el lahmiano—. Y un precio más pequeño del que se le obligó a pagar a Zandri, estoy seguro.

—Así es —asintió Nagash—. Me alegra ver que lo entendéis.

El lahmiano asintió con la cabeza.

—Perded cuidado, primo. Entiendo muchas cosas —aseguró. Luego, hizo un gesto con la cabeza hacia el trono más pequeño situado a la derecha de Nagash—. A quien no veo es a mi noble tía y su hijo. He oído tantas historias acerca de la legendaria belleza de Neferem que siempre he anhelado verla por mí mismo. —Hizo una leve reverencia en dirección al trono—. Traigo un obsequio para ella de parte de la gente de Lahmia como muestra de su constante amor y dedicación a la Hija del Sol. Espero que me permitáis entregárselo.

—Siempre nos complace recibir obsequios de las grandes ciudades —dijo Nagash con tono displicente—. Traedlo y veámoslo.

Lamasheptra sonrió de oreja a oreja y le hizo una seña a su séquito. Una pequeña figura apareció en medio de los guardaespaldas, cortesanos y esclavos, y se acercó rápidamente a la base de la tarima. Nagash vio que se trataba de un muchacho de poco más de quince años, pero que llevaba la túnica amarillo brillante de un sacerdote de Ptra. El joven se situó al lado de Lamasheptra y le hizo una profunda reverencia a Nagash.

El rey de Khemri fulminó al muchacho con la mirada.

—¿Esto es alguna especie de broma? —preguntó.

—Una reacción comprensible, primo —contestó Lamasheptra con una risita—, pero os aseguro que Nebunefer es un sacerdote plenamente consagrado. Los sacerdotes de Mahrak declaran que es el joven con más talento de su generación y que el Gran Padre tiene en mente un destino especial para él. Por ahora, sin embargo, atenderá a la reina y se ocupará de sus necesidades espirituales, puesto que a ella le es imposible asistir a los ritos en el templo de la ciudad.

Nagash se esforzó por disimular su irritación. Tuvo que admitir que el petimetre lahmiano era muy hábil, pero ¿cuáles eran sus motivos? ¿El Consejo Hierático lo había sobornado para meter a su pequeño espía en el palacio, o Lamasheptra era un aliado servicial de los malditos sacerdotes?

Podía rechazar el obsequio, por supuesto, pero hacerlo sugeriría debilidad, y Mahrak simplemente enviaría uno tras otro hasta que no le quedase otra alternativa. Nagash observó al muchacho con desconfianza. El rostro de Nebunefer mostraba franqueza y confianza; estaba lleno de la seguridad en uno mismo de la juventud. El rey se preguntó a qué sabría la sangre del muchacho y sonrió.

—Bienvenido, chico —le dijo Nagash a Nebunefer—. Sirve bien a la reina y, con el tiempo, serás recompensado.

Nebunefer hizo otra reverencia. El triunfo iluminó los ojos de Lamasheptra.

—¿Dónde están mi querida hermana y su hijo? —inquirió—. Había pensado que la encontraría aquí, presidiendo ante sus invitados y leales súbditos, como deben hacer los buenos soberanos.

Nagash estudió a Lamasheptra durante un largo y silencioso rato. Luego, levantó la mano derecha e hizo una seña hacia las sombras que se proyectaban detrás del trono.

De la oscuridad surgieron susurros seguidos del sonido de pies arrastrándose. La primera persona que apareció no fue Neferem, ni siquiera Sukhet, sino un anciano renqueante y destrozado, al que parecía que los huesos le llenaban la piel como si fueran fragmentos de arcilla. Tenía la cabeza calva y llena de cicatrices, y los labios flácidos y temblorosos, pero sus ojos azules eran perspicaces y tenían un brillo febril. Ghazid, el anterior gran visir de Khemri, se volvió e hizo gestos en dirección a las sombras como un niño llamando a sus compañeros de juegos. No era consciente de los rostros que lo miraban fijamente entre la multitud. Las miradas de horror y compasión ya no significaban nada para él. Nagash le había perdonado la vida la noche que había enterrado vivo a su hermano, pero no por piedad. Había dejado al anciano en manos de sus vasallos, que lo habían torturado con inventiva durante muchos años. La edad y el gran dolor habían desgastado su mente anteriormente aguda, hasta que fue poco más que un niño en el cuerpo de un anciano. Entonces, Nagash se lo había devuelto a Neferem y Sukhet como obsequio.

Ghazid le hizo señas a un joven alto y de aspecto noble para que saliera a la luz. Iba vestido con nobles galas, con un faldellín y una capa del más puro brocado de seda y llevaba el tocado de oro de un príncipe sobre la frente. Sukhet poseía las apuestas facciones de su padre y el porte temible de su insigne abuelo, con ojos penetrantes y un mentón fuerte y cuadrado. La multitud reunida dejó escapar una exclamación al verlo. El porte regio del joven pareció impresionar incluso a Lamasheptra.

Sukhet, hijo de Thutep, se comportó con gran dignidad y aplomo. Dejó atrás el gran trono como si estuviera vacío y descendió los peldaños de piedra hasta situarse delante del rey lahmiano. Una oleada de inquietud recorrió a los elegidos del rey al ver al joven príncipe. Arkhan, en particular, observó a Sukhet como si fuera una forma de serpiente particularmente venenosa.

Lamasheptra le sonrió afectuosamente a Sukhet, sin notar al parecer las miradas de aprensión de los nobles que lo rodeaban. Comenzó a hablar, pero las palabras se le secaron en la garganta al ver salir a la Hija del Sol de la oscuridad que se extendía tras el trono de Nagash.

Vestía un sencillo vestido del blanco más puro ajustado con un cinturón de cuero y cobre bruñido que le colgaba suavemente sobre las caderas. Le habían lavado el largo cabello negro con aceites perfumados y lo llevaba recogido en una trenza gruesa que le llegaba casi hasta la cintura. Los ojos verdes de la reina destacaban en las órbitas oscurecidas con kohl, pero no se le había añadido ningún otro bálsamo ni tinte a su rostro. Llevaba los pies desnudos, al igual que la frente: la gruesa capa de oro y el maravilloso tocado de la reina habían quedado atrás, junto con las pulseras y anillos de oro que había traído con ella de la lejana Lahmia. Neferem, reina de la Ciudad Viviente e Hija del Sol, se envolvía en angustia y pérdida. Su cara era una máscara pálida, hermosa pero inmóvil, como la imagen tallada sobre un sarcófago.

La reina no era la joven doncella que había sido una vez. La vida y la pérdida habían dejado huella en sus rasgos y habían hecho que envejeciera prematuramente. La resonante corte se llenó de gritos ahogados al verla, e incluso Lamasheptra se sorprendió. El rey retrocedió medio paso, tambaleándose como si la imagen de la reina fuera un golpe físico. Durante un brevísimo instante, sus ojos marrones le echaron un vistazo al hombre que se sentaba en el trono de Khemri y luego despacio, de manera reverencial, el rey de Lahmia se arrodilló ante Neferem.

En medio de un murmullo de tela, el resto de la corte hizo lo mismo. Algunos se arrodillaron con elegancia, mientras que otros simplemente cayeron de rodillas maravillados. En un momento los únicos hombres que seguían de pie eran los elegidos del rey, que se dirigieron unos a otros inquietas miradas de aprensión, y el hijo de la reina, Sukhet.

El príncipe se volvió y vio a su madre por vez primera en casi una década.

Nagash estudió a la pareja por encima de los dedos unidos y luchó para contener la rabia. Eso había sido un error. Debería haber organizado un encuentro privado entre Lamasheptra y Sukhet en lugar de permitir ese espectáculo. Había pensado demostrar su control sobre la esposa y el heredero de Thutep permitiéndoles un breve momento en la cámara, pero no había contado con la superstición y el sentimentalismo perdurables del pueblo.

Sukhet miró a su madre a los ojos y, en ese momento, perdió el control. Toda dignidad quedó en el olvido mientras corría hacia su madre y estiraba las manos para coger las de ella. Neferem extendió las manos hacia él como si estuviera soñando; un leve ceño de desconcierto traspasaba su sorpresa. El príncipe le cogió las manos y se las llevó a la frente en señal de veneración.

El rey de Khemri no le prestaba atención a la sensiblera escena. Su mirada se centraba únicamente en Lamasheptra. El lahmiano observaba a madre e hijo con una expresión de sobrecogimiento que no podía ocultar del todo la calculadora mirada que apareció en sus ojos oscuros.

En ese momento, Nagash comprendió que Sukhet debía morir.

* * *

Fueron a por él de madrugada, cuando el resto del palacio estaba durmiendo. La celda de Sukhet se encontraba dos niveles por debajo del extenso palacio, en una estrecha cámara reservada anteriormente para guardar especias y vinos caros. Toda la sección llevaba décadas abandonada, desde los tiempos de Khetep. Khefru y Ghazid eran los únicos que iban y venían por sus oscuros corredores esos días y el servidor de Nagash era el único que tenía la llave de la cámara de Sukhet.

Khefru iba delante, sosteniendo una lámpara de aceite con una mano temblorosa. El sacerdote recorrió de modo certero los laberínticos pasillos hasta que al final se encontró con una puerta sin marcas hecha de pesada teca cubierta de cicatrices. Khefru hurgó en su túnica un rato antes de sacar una larga varilla de bronce sin brillo que encajó en la enorme cerradura de madera y bronce de la puerta.

El mecanismo giró con un ruido fuerte. Cuando Khefru empezó a abrir la puerta, Arkhan el Negro se adelantó y apartó al sirviente de un empujón, lo que hizo que la lámpara de aceite se estrellara contra el suelo. Raamket y Shepsu-hur entraron rápidamente en la celda sin hacer ruido detrás del visir.

La cámara era pequeña; apenas medía doce pasos por seis. Había una cama estrecha colocada contra una pared larga, con un arcón de cedro al final para la ropa del príncipe. Frente a la cama había una mesa estrecha con una silla y una pequeña lámpara de aceite donde el príncipe podía comer o leer los libros que le traían de la biblioteca. Aunque se le permitía caminar por los jardines del palacio dentro de ciertos límites cuidadosamente proscritos, la pequeña habitación había sido el hogar de Sukhet durante casi diez años.

Ghazid se levantó de su camastro situado justo dentro de la puerta con su maltrecho rostro boquiabierto de terror. Dejó escapar un inarticulado grito de miedo parecido al de un niño cuando Raamket lo agarró por los brazos y lo apartó de en medio. El criado chocó contra la pared de piedra que había al lado de la mesa y cayó desplomado sin sentido.

Sukhet se levantó de un salto de la estrecha cama mientras los dos nobles se acercaban a él. Raamket lo alcanzó primero y cerró una mano fuerte alrededor del brazo izquierdo del príncipe. El brazo derecho de Sukhet descendió con un destello trazando un rápido arco, y Raamket dejó escapar un rugido de dolor. El mango de un pequeño cuchillo para comer sobresalía de la clavícula del otro hombre, a sólo unos centímetros a la derecha del cuello.

Shepsu-hur se acercó y estrelló el puño contra el rostro del príncipe de modo que le rompió la nariz aguileña y le partió el labio. La cabeza de Sukhet se echó hacia atrás y golpeó la pared por encima de la cama, y el joven se desplomó.

Raamket y Shepsu-hur agarraron al príncipe por las piernas y lo arrastraron bruscamente hasta el suelo. Ghazid, que había recobrado el sentido, se encogió contra la pared y comenzó a gemir, aterrorizado. Sukhet escupió sangre e intentó soltarse de las garras de sus agresores, pero entonces una sombra cayó sobre él desde la entrada de la celda. Nagash se irguió ante el joven príncipe, agarrando con firmeza dos largas agujas de cobre en las manos.

—¡Mantenedlo inmóvil! —ordenó bruscamente.

El olor cobrizo de la sangre derramada flotaba en el aire cerrado de la cámara y hacía que el rey casi se mareara por el hambre.

Shepsu-hur y Raamket agarraron con más fuerza los brazos del príncipe, con el rostro contraído por el esfuerzo. Nagash se lanzó hacia delante como una serpiente al ataque y hundió las agujas en su sitio. El cuerpo de Sukhet se quedó paralizado de dolor, lo que hizo que Ghazid gimiera aún más fuerte.

—¡Hacedlo callar! —gruñó Nagash, y Raamket empezó a golpear al anciano.

A una señal del rey, Shepsu-hur le quitó la túnica al príncipe y la tiró a un lado.

—¡La tinta! —ordenó Nagash mientras se volvía y estiraba la mano hacia Khefru, que aún permanecía en el corredor.

El joven sacerdote vaciló aferrando el pincel y el frasco de tinta en las manos. Una expresión de terror marcaba sus facciones amarillentas e hinchadas, pero había probado el elixir del rey más de una vez y una tenue chispa de hambre brillaba en sus ojos.

—Seguro que hay otro modo —tartamudeó Khefru—. No podemos hacer esto, señor. A él no.

—¿Te atreves a cuestionarme? —preguntó el rey entre dientes—. ¿Precisamente tú? Es de carne y hueso, igual que todos los demás a los que secuestraste en las calles de ciudad. ¡No es distinto de los esclavos a los que les extrajiste la sangre y luego te la bebiste en una copa de oro!

—¡Es un príncipe! —exclamó Khefru—. El hijo de Thutep y la Hija del Sol. ¡Los dioses no nos perdonarán!

—¿Los dioses? —repitió Nagash con incredulidad—. Pequeño imbécil. Ahora nosotros somos dioses. El secreto de la inmortalidad es nuestro. —Hizo un gesto hacia el príncipe herido—. Su cuerpo está cargado de poder divino. Imagina cuánto más dulce, cuánto más potente será. ¡Puede ser que no necesitemos volver a beber en cien años!

El rostro de Khefru se contrajo de angustia.

—¡Si lo que queréis es sangre divina, matad entonces a un sacerdote! —exclamó—. Si él muere, perdéis vuestro dominio sobre Neferem, y Lahmia podría declararnos la guerra. ¿Eso es lo que queréis?

—Neferem no se enterará de esto —respondió Nagash con frialdad—, hasta que yo decida contárselo. Ni tampoco Lahmia. —Dio un paso amenazador hacia Khefru—. Sukhet tiene que morir. Es demasiado peligroso para dejar que siga viviendo. ¿No viste cómo reaccionó la gente ante él en la corte?

—Pero la reina… —farfulló Khefru.

—¡La reina no gobierna aquí! —bramó Nagash—. No me dirás que esa bruja te tiene embelesado, ¿verdad? Porque si prefieres que coja la sangre de un sacerdote, puedo abrirte las venas aquí y ahora.

Khefru retrocedió ante la voz malévola del rey, justo hacia los brazos de Arkhan, que lo sujetó con fuerza. El sacerdote levantó la mirada hacia el rostro macabro del visir y su valor se esfumó. Le ofreció la tinta y el pincel al rey con manos temblorosas.

Nagash cogió los instrumentos y se volvió de nuevo hacia el cuerpo rígido del príncipe. Sus ojos resplandecían de avaricia.

—Tened un cuenco preparado en cuanto termine con los jeroglíficos —indicó mientras se arrodillaba junto a Sukhet—. No quiero desperdiciar ni una sola gota.

* * *

Horas después, Nagash recorrió el oscuro corredor que llevaba a los aposentos de la reina con su túnica ondeando tras él como si fueran las alas de un águila del desierto. La sangre le rugía en las sienes y le ardía por las venas: sangre robada, caliente por la vitalidad de la juventud y la divinidad del linaje real.

Los guardianes que permanecían fuera de la puerta de la reina eran hombres endurecidos, crueles e incorruptibles. Como los carceleros de la reina, estaban preparados para morir de un momento a otro para mantener sacrosantos los aposentos de la reina, pero todos temblaron como niños asustados ante la repentina aparición del rey. Miraron a Nagash a los ojos y entrevieron el terrible poder que ardía en sus profundidades, como si fuera la abrasadora mirada de Usirian. Los guardianes cayeron de rodillas todos a la vez y pegaron las frentes a la piedra mientras sus cuerpos temblaban de miedo. El rey no les prestó atención, pasó a su lado como un viento de tormenta y abrió la pesada puerta de golpe con un roce de la mano izquierda.

Un coro de gritos asustados surgió de inmediato entre las criadas que dormían en la gran antecámara. Las mujeres se levantaron de sus lechos aterrorizadas, gritando el nombre de su señora y suplicándoles ayuda a los dioses.

—¡Silencio! —exclamó Nagash mientras apretaba el puño izquierdo y recitaba un conjuro mentalmente.

Las sombras de la gran habitación se espesaron inmediatamente como tinta y se tragaron a las mujeres en su gélido abrazo. Nagash cruzó de forma majestuosa las alfombras amontonadas, dejó atrás los cuerpos silenciosos y temblorosos, e irrumpió en el dormitorio de Neferem.

La cámara estaba lujosamente terminada; contaba con un reluciente suelo de mármol y un alto balcón que daba al norte, hacia el gran río. Neferem se había levantado rápidamente de la cama y se había cubierto el cuerpo con una sábana de seda. El cabello negro, que llevaba suelto, se le derramaba por los hombros desnudos y sus ojos brillaban como los de un felino a la luz de la luna. Por primera vez, en el rostro de Neferem apareció una expresión de auténtico miedo.

Nuevamente, Nagash la miró y el deseo se apoderó de él. Con el poder que bullía en su cuerpo —poder que había extraído de las venas del hijo de Neferem—, sabía que podría tomar todo lo que deseara de ella. Sonrió como un chacal.

—He estado pensando —empezó despacio.

Neferem no dijo nada. Tenía el cuerpo rígido por la tensión. De repente, Nagash se dio cuenta de que la reina se había colocado casi de espaldas al balcón situado al otro extremo de la habitación. Si se acercaba un paso más, estaba seguro de que se tiraría por el balcón. La idea sólo hizo que la deseara aún más.

—Cuando te vi en la asamblea hoy, junto con tu hijo, comprendí que lo que te había hecho estaba mal —dijo Nagash. Señaló el dormitorio con un gesto del brazo—. No está bien mantenerte encerrada aquí arriba como si fueras un pájaro enjaulado. No puedo poseerte de ese modo. Tu voluntad es fuerte, casi tanto como la mía, y ya has dicho que preferirías morir a someterte a mí. Cada año que pasa simplemente te aleja más, hasta que un día te despojarás de tu carne mortal y te reunirás con tu marido en la otra vida.

Una expresión cautelosa apareció en el rostro de Neferem. Su cuerpo se relajó muy levemente.

—Lo que dices es cierto —respondió—. Si pensabas quebrar mi voluntad reuniéndome con Sukhet esta tarde, has logrado justo lo contrario.

—¡Oh!, ya lo sé —aseguró el rey—. Tu voluntad es muy fuerte, casi tanto como la mía. Ahora lo veo. Y por eso he venido a liberarte.

La Hija del Sol miró a Nagash, desconcertada.

—¿Qué quieres decir? —inquirió.

—Quiero decir que tienes que elegir —explicó el rey con una sonrisa—. Aquí y ahora, juro ante los dioses que no le haré daño a Sukhet a partir de este momento. No lo utilizaré para forzarte nunca más. —Dio un lento paso hacia delante—. Eres libre para elegir tu propio destino. Quédate aquí como estás y gobierna a mi lado, o bebe esto y la vida como la conoces terminará.

Nagash levantó la mano derecha. En ella sostenía una pequeña copa de oro medio llena de un líquido oscuro. El elixir aún estaba tibio, recién salido del joven corazón de Sukhet. La reina examinó la copa. Su rostro se quedó inmóvil y en calma.

—¿Me juras que Sukhet estará a salvo?

—A partir de este momento podrá hacer lo que desee —aseguró Nagash—. Lo juro por todos los dioses.

La Hija del Sol asintió con la cabeza y tomó una rápida decisión.

—Entonces, dame la copa —dijo.

—¿Estás segura? —preguntó Nagash—. En cuanto hayas bebido de la copa, ya no habrá vuelta atrás.

Neferem levantó la barbilla y le dirigió una mirada altiva a Nagash.

—Nunca he estado más segura de nada en mi vida —respondió—. Que venga la oscuridad. Estoy cansada de esta vida triste y espantosa.

El nigromante sonrió.

—Como desees, ¡oh, reina! —dijo y le pasó la copa—. Bebe, esposa fiel. El efecto será rápido e indoloro.