VEINTITRÉS
Las Puertas Blancas
El camino comercial occidental,
cerca de Quatar, la Ciudad de los Muertos,
en el 63.º año de Ptra el Glorioso
(-1744, según el cálculo imperial)
Como un gigante herido, el ejército aliado se abrió paso a trompicones y tambaleándose por el serpenteante camino de regreso a Quatar, y dejó un rastro de carne y sangre con cada paso lento y pesado.
Rakh-amn-hotep mantenía al ejército acampado durante la peor parte del calor del día y en camino por la noche; creía que el ejército perseguidor del Usurpador no podría lograr un ataque importante bajo el abrasador sol de Ptra. La caballería numasi había llevado a cabo ataques de tanteo al amanecer y al anochecer, pero en cada ocasión los rechazaron sin grandes pérdidas. Por lo que el rey rasetrano podía deducir, la fuerza principal de Nagash se encontraba a medio día de marcha al oeste siguiéndolos obstinadamente por el camino comercial.
Rakh-amn-hotep creía que Nagash estaba aguardando el momento oportuno, igual que un chacal espera a que su presa se debilite bajo el calor del desierto antes de aprestarse a caer sobre ella.
La derrota en las Fuentes de la Vida Eterna perseguía al rey rasetrano, un hombre que había pasado toda su vida de adulto en el campo de batalla. Había trazado y había planeado la marcha hacia el oeste durante más dos de años y, al final, Rakh-amn-hotep había descubierto que ni siquiera estaba librando la misma clase de batalla que su enemigo. Había leído todas las descripciones de la batalla de Zedri y se creía mejor general que Nagash y Akhmen-hotep, pero aun así había cometido el fatídico error de enfrentarse al Usurpador como si fuera un rey mortal al mando de un ejército civilizado.
Nagash, sin embargo, no se dejaba influir por feroces asaltos o veloces movimientos de caballería. La idea de ver a miles de sus ciudadanos, el alma de su ciudad, muertos en el campo de batalla le resultaba poco más que irritante. Él podía aguantar golpes que aplastarían a un rey mortal, y se levantaría de nuevo.
Rakh-amn-hotep había comenzado a perder las esperanzas de que algún día se libraran de Nagash.
Más de tres semanas después de la batalla en las afueras de las Fuentes de la Vida Eterna, el rey sólo podía pensar en mantener al ejército con vida un día más. La retirada había sido una experiencia penosa y amarga; sin ninguna duda, la marcha más dura en la larga vida de Rakh-amn-hotep. Lo más difícil había sido sobrevivir aquellos primeros días tras la batalla. Con los barriles de agua vacíos, el rey les había ordenado a los Ushabtis que peinaran el ejército en busca de toda gota de líquido que pudieran encontrar. Confiscaron todo el vino restante que llevaban los nobles del ejército y el líquido de libaciones para sacrificios que había traído la multitud de sacerdotes.
Los soldados de caballería se mantuvieron con vida recurriendo al antiguo truco bandido de beber una taza de la sangre de sus caballos cada día. Incluso así, los guerreros y los animales de la hueste se debilitaron con rapidez, y muchos heridos sucumbieron en cuestión de días. Los constantes esfuerzos de los sacerdotes lybaranos eran lo único que conseguía que su rey, Hekhmenukep, aún se aferrara a la vida.
Puesto que la hechicería de Nagash había destruido los barcos flotantes lybaranos, el ejército aliado pagó el precio de viajar sin una caravana de provisiones apropiada. Había pocos carromatos de los que hacer uso, lo que obligó a Rakh-amn-hotep a enviar destacamentos de caballería ligera en una larga y peligrosa marcha al norte para intentar sacar agua del río Vitae, a muchas leguas de distancia. Los jinetes numasis hostigaban a los soldados de caballería todo el tiempo, pero su coraje y determinación hicieron que el ejército siguiera aguantando mucho después de llegar al borde del colapso.
Sin embargo, los ejércitos habían sufrido mucho en términos de hombres, animales y pertrechos. Los lybaranos habían visto cómo destruían todas y cada una de sus máquinas de guerra, pues aquellas que habían sobrevivido a la batalla se habían quedado sin energía y no habían podido mantener el ritmo de la rápida retirada del ejército. Antes que permitir que las construcciones cayeran en manos del Usurpador, los ingenieros del ejército habían atravesado las guardas de unión que mantenían a los espíritus del fuego de las máquinas en su sitio. Las explosiones resultantes hicieron pedazos las máquinas en medio de atronadores estallidos de madera, metal y vapor. Algunos ingenieros jefes lybaranos, hombres que habían dedicado gran parte de sus vidas a crear esas máquinas maravillosas, se entregaron a las llamas.
Los rasetranos también sufrieron, sobre todo las tropas auxiliares de la selva. El racionamiento de agua significó prácticamente una sentencia de muerte para los lagartos de trueno gigantes, cuyos cuerpos ya habían sido puestos a prueba casi hasta el límite por el clima seco. La última de las grandes bestias murió menos de una semana después de la batalla y la cifra de hombres-lagarto disminuyó rápidamente a partir de entonces. Durante las largas marchas nocturnas, el gélido aire del desierto arrastraba los sonidos de los cantos fúnebres de los bárbaros mientras lloraban la pérdida de sus parientes. El canto se fue extinguiendo poco a poco, todas y cada una de las noches, hasta que al final dejó de oírse.
Lo único que quedaba del anterior orgulloso ejército aliado era una horda desaliñada de hombres y caballos debilitados. Rakh-amn-hotep tuvo que ocuparse de evitar que sus guerreros tiraran sus pesadas armas y armaduras para aligerar la carga durante la marcha. Ya había establecido castigos severos para guerreros de los que se había descubierto que habían abandonado su equipo de guerra, y sin embargo, cada noche, la retaguardia se encontraba con fardos de armadura de cuero y yelmos, espadas de bronce y lanzas. El rey habría empezado a ordenar que empalasen a los infractores si hubiera tenido madera de sobra. Por todos los dioses, no pensaba llevar al ejército de regreso a Quatar y descubrir que habían tirado todas las herramientas que necesitarían para evitar que la ciudad cayera en manos de Nagash.
Gracias a los dioses, el ejército se encontraba cerca de la Ciudad Blanca. Las Cumbres Quebradizas dominaban el horizonte oriental, con sus recortadas faldas de un negro apagado contra la bóveda azul intenso del cielo.
El carro de Rakh-amn-hotep se dirigía hacia el oeste; regresaba siguiendo la larga y sinuosa línea de avance del ejército. El rey dedicaba gran parte de la noche a deambular de aquí para allá a lo largo de la hueste aijada, comprobando el estado de las compañías y recordándoles a los nobles sus responsabilidades. Se trataba de una rutina debida a un antiguo hábito forjado en las campañas en la selva que se extendía al sur de Rasetra y que al rey le había sido útil en el pasado.
Se encontraban casi en el centro de la columna que marchaba lentamente, pasando junto a lo que quedaba de la caravana de provisiones y los enormes carromatos de la corte lybarana. Algunos sacerdotes avanzaban al lado del chirriante carromato que contenía a Hekhmenukep con las cabezas inclinadas mientras oraban para que el rey sobreviviera. En tanto el carro de Rakh-amn-hotep pasaba con gran estruendo, uno de los hombres santos se enderezó y le hizo señas al rey, casi interponiéndose en el camino del vehículo.
Rakh-amn-hotep contuvo un ceño de reproche y le tocó el hombro al auriga para indicarle que se detuviera. Los cansados caballos no necesitaron mucho estímulo y dejaron caer las cabezas mientras resoplaban por el polvo en busca de algo que pudiera contener algunas gotas de humedad.
El rey rasetrano miró al sacerdote que se aproximaba, entrecerrando los ojos en medio de la oscuridad.
—¿Nebunefer? —preguntó al reconocer al enviado de Mahrak—. ¿Desde cuándo os habéis convertido en sanador?
—Uno no necesita el don de la sanación para orar por la salud de un gran rey —repuso el anciano sacerdote con tono frío.
Tenía la voz ronca y áspera y su rostro demacrado parecía aún más adusto y agobiado por las preocupaciones tras las privaciones de la larga retirada; pero el brillo de sus ojos oscuros permanecía igual de indómito que siempre.
El rey rasetrano asintió con la cabeza a regañadientes y se guardó sus dudas. Nebunefer había permanecido con el contingente de sacerdotes del ejército desde que habían dejado Quatar, pero de algún modo seguía en contacto directo con los miembros del Consejo Hierático allá en Mahrak y con los espías que tenía repartidos por toda Nehekhara.
—¿Qué tal le va a Hekhmenukep? —preguntó.
—Su estado es grave —contestó el anciano sacerdote—. Sus sirvientes temen que una infección le ha afectado los pulmones. —Nebunefer cruzó los brazos y clavó los ojos en el otro hombre—. El rey necesita los servicios de un templo, y muy pronto, o me temo que no sobrevivirá.
Rakh-amn-hotep hizo un gesto hacia el este.
—Quatar está casi a la vista —respondió—. Deberíamos llegar a sus puertas mañana por la noche temprano.
Nebunefer se mantuvo impasible.
—Mañana por la noche podría ser demasiado tarde, alteza. Si la ciudad está tan cerca, deberíamos seguir adelante. Podríamos estar en Quatar antes del mediodía.
El tono de mando presente en la voz del sacerdote enfureció al rey rasetrano.
—Los hombres están agotados —gruñó—. Sí hacemos que sigan adelante después del alba, bajo todo el calor del día, podríamos perder a muchos. ¿La vida de un rey vale la de unos cuantos cientos de guerreros?
Nebunefer enarcó una fina ceja.
—Me sorprende que me hagáis esa pregunta, alteza.
Rakh-amn-hotep soltó un resoplido.
—Ahora mismo necesito lanceros y soldados de caballería, no reyes —dijo.
—Pero el rey no es sólo un hombre, como bien sabéis —rebatió Nebunefer—. También representa a sus soldados. Si Hekhmenukep muere, no hay ninguna garantía de que la hueste lybarana no se lleve su cuerpo a casa y deje que os enfrentéis a Nagash solo.
Rakh-amn-hotep admitió agriamente que el viejo intrigante tenía razón. Se volvió y se quedó mirando hacia el este un momento, intentando calcular la distancia que quedaba hasta Quatar. Sabía que otro contingente de jinetes debía volver del río en algún momento cerca del amanecer. Podría ser suficiente.
—Veremos cómo están las cosas según nos vayamos acercando al alba —decidió el rey al final—. Si los hombres pueden, seguiremos adelante. Si no, quizá tengáis otro día de oraciones por delante.
Durante un momento dio la impresión de que Nebunefer continuaría con la discusión, pero tras captar la dura mirada de los ojos del rasetrano, simplemente le hizo una reverencia al rey y se alejó para alcanzar el carromato de Hekhmenukep.
—Da media vuelta —gruñó—. Volvamos a la cabeza de la columna.
El auriga asintió moviendo la cabeza y restalló las riendas mientras reprendía a los caballos para que se pusieran de nuevo en marcha. Trazaron un arco hacia el este dando tumbos y se reincorporaron al camino comercial una vez más. Rakh-amn-hotep les prestó poca atención a los hombres que avanzaban penosamente mientras el carro recorría la columna con gran estrépito; estaba absorto contraponiendo el riesgo de una marcha forzada a la posibilidad muy real de perder a Hekhmenukep y a los lybaranos con él.
Esperaba que la noche no les tuviera reservadas otras sorpresas.
* * *
Cuando Arkhan recibió el llamamiento se encontraba a más de tres millas al este, rondando por el camino comercial con un escuadrón de jinetes numasis y pisándole los talones al ejército enemigo que se batía en retirada. La nube de langostas que había descendido sobre el inmortal surgida de la oscuridad había asustado a los numasis y sus caballos, que aún estaban vivos. Arkhan les lanzo una mirada de desprecio a sus antiguos aliados mientras los insectos silbaban y giraban por encima de su cabeza.
—Regresa a mi tienda, sirviente favorito. —Arkhan oyó las palabras en medio del susurro de quitina y el zumbido de alas apergaminadas—. La hora de la represalia se acerca.
Arkhan le cedió el mando del escuadrón a su capitán numasi con la orden de que se aproximasen y entablasen combate con la retaguardia del enemigo durante toda la noche. Luego, se apartó, hizo que su caballo no muerto diera media vuelta y se adentró a toda velocidad en la oscuridad.
El ejército del Rey Imperecedero se había desplegado en una formación de media luna que se extendía más de tres millas de punta a punta. Sus brazos estirados se alargaban ávidamente hacia la hueste enemiga, que huía. La mayoría de los guerreros de las primeras líneas hacía mucho que habían muerto; el aire del desierto les había curtido la carne y los cadáveres albergaban escarabajos excavadores y escorpiones negros del desierto. Avanzaban lenta e impasiblemente tras sus enemigos. Cuando el rey y sus inmortales detenían el ejército al amanecer, ellos permanecían en filas ordenadas, cociéndose al sol, hasta que llegaba el momento de marchar de nuevo.
En cambio, el resto de la hueste, menos de un tercio de las tropas de la ciudad de Khemri y lo que quedaba de los ejércitos aliados de Numas y Zandri, recorría el camino comercial unas cuantas millas por detrás de la vanguardia, con las cabezas gachas por el hambre y el miedo. Los vivos temblaban al ver a los muertos vivientes mientras hacían señales con disimulo para protegerse del mal cuando creían que ninguno de los inmortales de Nagash estaba mirando. El Rey Imperecedero los presionaba sin clemencia. No se atendían las heridas ni les daban de comer más de una escasa ración de agua y cereales al día. A Nagash le interesaba muy poco la condición de sus cuerpos, pues cuando llegase el momento sus guerreros lucharían, de un modo u otro.
Las compañías de guerreros vivos apartaron la mirada y aferraron sus lanzas con manos temblorosas cuando Arkhan pasó a toda velocidad. Encontró el pabellón de su señor cerca de la parte posterior de la columna, situado en un trozo llano de arena a unos cientos de metros del camino. Habían montado otras tiendas cerca, y Arkhan vio a muchos de los ingenieros del ejército trabajando a un ritmo frenético bajo la severa mirada de varios de los inmortales del rey. Había oído rumores acerca de las últimas innovaciones de Nagash en el campo de batalla y suponía que se estaban llevando a cabo en previsión de la próxima batalla en Quatar.
Más de una veintena de monturas no muertas esperaban fuera de la tienda de su señor cuando Arkhan se aproximó, y este disimuló con cuidado una mueca de desaprobación. Desde que se había reincorporado al ejército unas cuantas semanas atrás, se había esforzado en evitar a sus compañeros inmortales. Los años de la soledad en su torre negra habían hecho que se volviera impaciente y desconfiara de la compañía de otros, en particular de los suyos. Se preparó, bajó de la silla y entró en la tienda de su señor sin dirigirles ni una mirada de soslayo a los esclavos que se encogían de miedo fuera.
El recinto principal de la tienda estaba abarrotado de figuras arrodilladas, y todas ellas atendían al rey. Arkhan vio a Raamket, ataviado con una nueva capa de piel humana desollada y la figura vendada de Shepsu-hur. Los inmortales observaron a Arkhan con la mirada fija y hambrienta de una manada de chacales, y él respondió enseñando los dientes destrozados.
Nagash, el Rey Imperecedero, estaba sentado en el antiguo trono de Khemri en la parte posterior del recinto flanqueado por sus inquietos aliados. Arkhan pudo comprobar de inmediato que la campaña había dejado su huella en los tres reyes. Amn-nasir, el rey sacerdote de Zandri, estaba en estado casi catatónico; tenía los ojos vidriosos y la expresión flácida por los efectos del loto negro. Seheb y Nuneb, los reyes gemelos de Numas, habían mantenido la cordura por el momento, pero ambos jóvenes parecían preocupados e inusitadamente retraídos. Uno de ellos, Arkhan no sabría decir cuál, no dejaba de morderse las uñas cuando pensaba que nadie estaba mirando. El inmortal podía oler la sangre en las puntas de los dedos del rey desde el otro extremo del recinto.
El visir rebasó con paso firme a los inmortales arrodillados y cayó de rodillas justo a los pies de Nagash. Podía oír los débiles gemidos del séquito fantasmal del nigromante que se arremolinaba por encima de su cabeza.
—¿Qué ordenáis, señor? —preguntó.
Nagash se enderezó en el trono.
—Nos acercamos a Quatar —anunció el Rey Imperecedero—, y ha llegado el momento de que el cobarde rey de la Ciudad Blanca pague por su capitulación en las Puertas del Alba. —El nigromante alargó la mano—. Te voy a enviar con estos inmortales a la gran necrópolis de Quatar y allí reclutaréis un ejército de venganza para tomar la ciudad de manos de nuestros enemigos. Cuando los reyes rebeldes del este lleguen a las murallas de Quatar, estaréis allí para bloquearles el paso y sellar su perdición.
Arkhan comprendió, entonces, la estrategia que había motivado la lenta persecución del ejército enemigo por parte del nigromante. Los había estado arreando hacia delante en dirección a Quatar, donde planeaba atraparlos contra las murallas de la ciudad y aplastarlos sin misericordia. El visir volvió la mirada hacia los inmortales que permanecían de rodil Con tantos juntos podrían reclutar un ejército considerable entre las casas de los muertos, con mucho suficiente para arrollar a la escasa guarnición de Quatar, y después ¿quién sabía? La Ciudad Blanca necesitaría un nuevo rey.
El visir sonrió e inclinó la cabeza ante Nagash.
—Se hará como ordenáis, señor —dijo—. Somos vuestra flecha de venganza. Lanzadnos y volaremos directamente hasta el corazón de vuestro enemigo.
El Rey Imperecedero le dirigió una sonrisa macabra al visir.
—Cuento con ello, leal sirviente —contestó. Luego, hizo una seña y desde las sombras aparecieron esclavos portando copas rebosantes de líquido carmesí—. Bebe —ordenó Nagash—. Llena tus extremidades de vigor para la batalla que está por venir.
Arkhan se puso en pie al instante sintiendo la repentina tensión que fue llenando el aire a medida que los inmortales reaccionaban a la presencia del elixir. Un esclavo se situó delante del visir y le ofreció el primer trago. Arkhan se encontró mirado fijamente los ojos azules de Ghazid mientras cogía el recipiente con ambas manos y bebía con avidez. El sabor del poder hizo que su cuerpo se estremeciera.
El resto de los inmortales se lanzó en tropel hacia delante como si fueran chacales alrededor de un cadáver. Ghazid los observó en tanto bebían y soltó una socarrona carcajada de júbilo mientras sus ojos relucían de locura.
* * *
El aullante enjambre cruzó a toda velocidad la cara de la luna de madrugada, pasando sin que lo descubrieran por encima de las cabezas del ejército enemigo, que se retiraba hacia el este. Volando más deprisa que un halcón nocturno, se dirigieron veloces hacia la gran llanura situada al pie de las Cumbres Quebradizas, donde las torres de Quatar se alzaban como sepulcros blancos bajo las estrellas. Volutas de humo ascendían hacia el cielo nocturno procedentes de los distritos más pobres de la ciudad, donde aún seguían encontrando víctimas de la plaga y entregándolas a las llamas.
El enjambre, que se arremolinaba y bullía, pasó por encima de la ciudad casi desierta y sus furtivos centinelas en pos del vasto complejo de tumbas que se extendía al pie de las montañas que había al este de Quatar. El enorme enjambre pareció cernirse sobre la necrópolis un momento, hinchándose primero a un lado y luego al otro como si buscase entre el laberinto de criptas. A continuación, la nube viviente se preparó y se lanzó hacia el sur para cruzar el camino que llevaba desde Quatar hasta las Puertas del Alba y se asentó entre las tumbas gastadas y a punto de desmoronarse de los ciudadanos más pobres de la ciudad.
Una lluvia de humeantes caparazones de insectos muertos cayó entre las tumbas cuando los inmortales se detuvieron tras el largo vuelo desde el pabellón de Nagash. Arkhan hizo una pausa un momento para orientarse y medir la altura de la luna. Calculó que quedaban menos de tres horas para que amaneciera. No había tiempo que perder.
Los inmortales se transmitieron órdenes entre dientes. Se abrieron en abanico rápidamente entre las tumbas para espaciarse y seguir un diseño arcano que les habían enseñado siglos atrás. Arkhan se situó en el centro de la telaraña mágica con las venas rebosantes de poder inhumano. Buscó con los sentidos y notó las corrientes de magia que surcaban el aire. Incluso a cientos de leguas de distancia podía sentir el pulso de la Pirámide Negra como si se tratara del atronador corazón de un dios.
Arkhan levantó las manos hacia el cielo negro y comenzó la gran invocación. Uno a uno, sus compañeros inmortales fueron tomando parte, hasta que sus atroces voces hicieron temblar el aire. La magia oscura se diseminó como una mancha entre las tumbas, se filtró irresistiblemente por entre las fachadas agrietadas y se extendió sobre los cuerpos amortajados del interior. El visir sabía que los pobres no podían permitirse las intrincadas guardas de protección que normalmente se incluían en las tumbas de la nobleza, lo que facilitaba mucho su labor.
El ritual se prolongó durante más de una hora y fue aumentando en complejidad y poder hasta que a Arkhan le pareció que podía sentir la energía bulléndole por la piel. Tenues cortinas de polvo se alzaron por encima de las innumerables tumbas a medida que su contenido empezaba a moverse y empujaba las delgadas paredes de piedra. Los portales se resquebrajaron y se desplomaron en medio de una lluvia de escombros, mientras los primeros guerreros del nuevo ejército de Arkhan salían a la oscuridad arrastrando los pies.
Cientos y cientos de esqueletos abandonaron a rastras sus tumbas con diminutas chispas de luz sepulcral iluminándoles las cuencas oculares. Envolturas andrajosas y mugrientas ondeaban en sus extremidades mientras se dirigían en silencio y arrastrando los pies hacia el oeste en respuesta a la voluntad de Arkhan. Se dividieron en compañías en el accidentado terreno situado a las afueras de la necrópolis, obedeciendo los esfuerzos subordinados de los demás inmortales. En menos de dos horas el ejército de muertos sumaba treinta mil unidades, lo que ponía a prueba las capacidades nigrománticas de Arkhan.
El cielo iba palideciendo al este. Arkhan sabía que al amanecer su control se debilitaría cuando se viera obligado refugiarse de los rayos del sol. Pronto la gente de Quatar miraría hacía el este de manera suplicante, implorando que los librasen de la espectral horda que azotaba sus murallas.
Nadie viviría para ver el amanecer.