VEINTIDÓS
Los espíritus de las inmensidades aullantes
El Gran Desierto,
en el 63.º año de Ptra el Glorioso
(-1744, según el cálculo imperial)
Los jinetes-esqueleto atacaron el campamento provisional del ejército numerosas veces en el transcurso de su primera noche en el desierto e hicieron lo mismo cada noche a partir de entonces.
Salían de la oscuridad —el sonido seco de los cascos casi no se oía en las cambiantes arenas— y disparaban una descarga o dos de flechas contra el agolpamiento de hombres antes de dar media vuelta rápidamente y desaparecer de nuevo en la noche. Los guerreros se despertaban sobresaltados al oír los gritos de los heridos y se ponían en pie apresuradamente, creyendo que las hordas no muertas de Bel Aliad los habían alcanzado al fin. Tambaleándose de agotamiento, temblando de miedo, aferraban sus armas con manos tensas y buscaban de manera frenética la fuente del ataque; pero para entonces el enemigo ya hacía mucho tiempo que se había ido. Fríos y frustrados, los hombres de la hueste de Bronce al final se envolvían de nuevo en sus capas cortas y trataban de calmarse lo suficiente para poder dormir. Luego, una hora o dos después, los jinetes atacaban una vez más.
En algunas ocasiones, los jinetes disparaban al azar contra el campamento. Otras, buscaban blancos específicos. Le disparaban a cualquier sacerdote que pudieran ver, sobre todo al puñado de acólitos de Neru que habían sobrevivido al ataque en las afueras de Bel Aliad. La guarda que colocaban alrededor del campamento mantenía a los jinetes no muertos a cierta distancia, pero había que añadir a la invocación mágica una vigilia constante todas las noche. Akhmen-hotep se vio obligado a enviar una escolta con pesada armadura acompañando a los acólitos para protegerlos de las flechas enemigas mientras recorrían el perímetro bajo la reluciente luna.
Era una labor arriesgada y uno o más de los guardaespaldas de los acólitos resultaban heridos cada noche, pero sin la guarda protectora el ejército era vulnerable a más cosas, aparte de los jinetes de Nagash. El Gran Desierto era el hogar de una multitud de espíritus hambrientos y malignos que se alimentaban de los vivos, y sus aullidos se podían oír entre las dunas cuando la luz de la luna era tenue.
Cada vez que amanecía, el ejército descubría que se había reducido un poco más con respecto al día anterior. Los heridos morían por la noche, después de que los vencieran sus heridas o el aire helado los hiciera enfermar. La fiebre de Khalifra empeoró cuando apareció una infección alrededor de la flecha con lengüeta que tenía clavada en el hombro. Aguantó, delirando, cuatro días más; pero, a pesar de los constantes cuidados de Memnet, la suma sacerdotisa al final sucumbió. Sus acólitos prepararon su cuerpo lo mejor que pudieron y la envolvieron en lino rescatado de los desperdicios para el largo camino a casa.
Una cuadrilla especial bajo la supervisión de Hashepra, el hierofante de Geheb, retiraba los cuerpos de los guerreros rasos del campamento. Sin que sus compañeros los vieran, desmembraban metódicamente los cadáveres y les sacaban los órganos para que Nagash no pudiera sumarios a sus blasfemas filas. Hashepra les encomendaba sus espíritus a Djaf y Usirian, y los cuerpos mutilados se enterraban bajo la arena.
Había poca agua y todavía menos comida para que el ejército siguiera adelante. A los tres días tuvieron que empezar a matar a los caballos heridos y a racionar la carne con cuidado para que todos los guerreros tuvieran algo al menos que comer. No se desperdició nada. Incluso la sangre se recogió cuidadosamente en los grandes cuencos para sacrificios de Geheb y se les dio a los hombres de trago en trago. No obstante, los constantes ataques nocturnos tuvieron su efecto: minaron la fuerza de los hombres y aminoraron su paso.
Pasaron ocho días antes de que la hueste de Bronce llegara a la primera reserva de provisiones bhagarita. Los asaltantes del desierto que habían sobrevivido se habían vuelto hoscos y agresivos desde la retirada de Bel Aliad. Estaban furiosos con el rey por haberles quitado las espadas y haberlos dejado a merced de los ciudadanos no muertos de la ciudad, y sin embargo, se sentían paradójicamente resentidos de que aún no les hubieran permitido morir y reunirse con los suyos como habían esperado. Los guerreros de la hueste los trataban con hostilidad manifiesta, pues culpaban a los bhagaritas más que a Nagash de su actual sufrimiento. Después de que una pandilla de aspirantes a guerreros atacara a uno de los guías y casi lo matara a golpes, el rey se vio obligado a usar a los Ushabtis para proteger a los bhagaritas de sus guerreros.
Tras más de una semana en el desierto, hambrientos y huyendo de un implacable ejército de muertos, los hombres de Akhmen-hotep se estaban convirtiendo en sus peores enemigos.
—¿Cuánto? —preguntó el rey mientras permanecía sentado bajo la fresca sombra que proyectaba la pared de la cañada.
Su voz sonó como un graznido seco y áspero, y tenía los labios agrietados por la sed. Al igual que el resto del ejército, sólo bebía tres tazas de agua al día y la última ración había sido más de cuatro horas antes.
El ejército había llegado a la tercera de las reservas de suministros bhagaritas: una serie de cuevas ocultas entre los estrechos desfiladeros de una cadena de escarpados precipicios de arenisca que se alzaban como erosionados monumentos de la arena del desierto. Cuando llegaron, los guerreros se habían deslizado apresuradamente como lagartos bajo la sombra de las serpenteantes cañadas, haciendo caso omiso de las serpientes y escorpiones que, sin duda, se resguardaban bajo los escombros situados en la base de los precipicios. Muchos guerreros habían desechado su pesada armadura de bronce desde hacía días; después fueron los escudos e incluso los yelmos pulidos. Algunos ya ni siquiera llevaban armas; se habían deshecho de hasta el último gramo de peso que fuera innecesario. Estaban desgreñados y mugrientos, y sus ojos carecían de brillo, eran poco más que animales preocupados por sobrevivir en una tierra hostil. Los Ushabtis del rey eran los únicos que conservaban sus armas y arneses; aún cumplían con sus sagrados juramentos de servicio a su dios y a su rey. Los leoninos fieles parecían no haber sufrido las privaciones de la brutal retirada, sustentados en cuerpo si no en espíritu por los dones del poderoso Geheb. Componían la fuerte mano derecha del rey y tal vez fueran lo único que mantenía unido al ejército después de todo lo que había sufrido.
Hashepra suspiró mientras se limpiaba la suciedad de las manos y echó una mirada por encima del hombro hacia la cueva baja que se abría en el otro extremo de la pared de la cañada.
—Gracias a los dioses, hay un manantial dentro, pero sólo ocho tinajas de cereal —dijo.
Akhmen-hotep procuró ocultar su decepción. Memnet, que permanecía a su lado en cuclillas, se removió en silencio. El gran hierofante había perdido mucho peso en el transcurso de la campaña. Su rostro, antes redondo, tenía las mejillas hundidas, y su amplio contorno se había reducido tan rápido que la piel le colgaba de la cintura como si fuera un saco medio vacío. Aunque podría haber reclamado una parte mayor de comida con toda justicia, el sumo sacerdote había tomado incluso menos que el rey. En todo caso, el viaje de pesadilla a través de la arena parecía haber hecho al gran hierofante más fuerte y seguro de sí mismo que nunca, y Akhmen-hotep se encontró dependiendo en gran medida de su hermano a medida que la situación empeoraba.
—Las reservas son cada vez más pequeñas —apuntó el rey cansado. Hashepra asintió con la cabeza.
—Sinceramente, no creo que los bhagaritas esperasen vivir lo suficiente para tener que preocuparse por un viaje de regreso —respondió—. Supongo que agotamos las reservas principales camino a Bel Aliad. Lo único que queda son guaridas de bandidos como esta.
Akhmen-hotep se pasó una arrugada mano por el rostro e hizo un gesto de dolor al rozar las llagas que tenía en la frente y las mejillas.
—Ocho tinajas no nos durarán más de un par de días. ¿A qué distancia está la próxima reserva?
El hierofante de Geheb hizo una mueca y contestó:
—Tres días, más o menos, pero los bhagaritas dicen que se encuentra al norte de aquí, no al este.
—¿Y la más cercana en dirección este?
—Dicen que a una semana por lo menos.
El rey negó con la cabeza.
—Tendremos que matar más caballos. ¿Cuántos quedan? —preguntó. Hashepra hizo una pausa intentando pensar. Memnet levantó la cabeza y se aclaró la voz con una tos ronca.
—Doce —dijo.
—Doce caballos de un millar —murmuró Akhmen-hotep, cavilando con amargura sobre tantas riquezas perdidas.
La retirada había resultado más ruinosa que una derrota en el campo de batalla. El rey no se hacía idea de cómo se recuperaría su ciudad.
—Los bhagaritas aún tienen veinte —apuntó Memnet—. Podríamos empezar con esos.
—Los jinetes preferirían perder el brazo derecho, y los caballos son lo único que tenemos para garantizar su cooperación —repuso el rey.
Hashepra se puso en cuclillas junto al rey.
—Los hombres no lo verán así —dijo en voz baja—. Ya se quejan de que se les dé de comer a los caballos bhagaritas mientras el ejército pasa hambre. Pronto podríais veros obligado a ponerles una guardia también.
Akhmen-hotep le dirigió una mirada de preocupación al sacerdote y preguntó:
—¿Las cosas se han puesto tan mal?
Hashepra encogió sus fuertes hombros.
—Es difícil de decir —respondió—. Mis acólitos han oído algunos comentarios aquí y allá. Los hombres están hambrientos y asustados. No se fían de los bhagaritas y les molesta que los protejáis.
—Pero eso es una locura —dijo el rey entre dientes—. A mí me gusta tan poco como a cualquiera, pero sin los bhagaritas no lograremos salir del desierto con vida.
—Esto no tiene nada que ver con la lógica, alteza —comentó Hashepra, sacudiendo la cabeza—. A estas alturas, los hombres casi no están en su sano juicio.
—No —terció Memnet—. Los hombres no son el problema. Es Pakh-amn. Los está volviendo en vuestra contra, hermano, y le estáis dejando que lo haga.
Akhmen-hotep contempló el suelo que tenía entre los pies con el ceño fruncido. No había visto mucho al jefe de Caballería desde la primera noche que habían pasado en el desierto. El joven noble permanecía en la parte posterior del ejército; según afirmaba, mantenía una retaguardia en caso de que Nagash atacara a la columna en masa, pero habían pasado semanas y tal amenaza aún no se había materializado.
Hashepra miró a Memnet con desconfianza y dijo:
—Puede ser que Pakh-amn sea un granuja arrogante, pero no es un traidor. Ha servido hábilmente al rey desde que salimos de Ka-Sabar.
—¿De verdad? Tengo mis dudas —repuso el gran hierofante—. Disfruta de la admiración de los guerreros sin verse obligado a tomar difíciles decisiones para mantener al ejército con vida. ¿Ha hecho algún esfuerzo por reducir el resentimiento de los hombres?
Hashepra no tenía respuesta para la pregunta del sacerdote. Akhmen-hotep apretó la mandíbula tercamente.
—Un motín no aumentaría nuestras posibilidades de sobrevivir —protestó.
—Pakh-amn no quiere un ejército, quiere un trono —aseguró Memnet—. No le importaría salir de este desierto solo, con tal de que Ka-Sabar fuera suya.
—¡Basta! —exclamó bruscamente el rey, interrumpiendo a su hermano con un cortante gesto de la mano—. Ya he oído todo esto antes. Si Pakh-amn se propone ponerse en mi contra, que lo haga. Entretanto, vaciemos esta reserva y sigamos adelante. Estamos malgastando un tiempo precioso.
El rey se puso en pie de modo vacilante. Como un solo hombre, los Ushabtis se levantaron de las sombras con gracilidad y lo siguieron mientras Akhmen-hotep regresaba junto a los carros que le quedaban al ejército. Hashepra observó cómo se alejaba el rey con expresión pensativa.
—Aquí hay algo siniestro en juego —reflexionó—. Los acólitos de Neru han encontrado lugares en los que han alterado sus guardas nocturnas. Alguien está saliendo a hurtadillas del campamento bien entrada la noche, pero hasta ahora los centinelas no han podido atraparlo.
Memnet levantó la mirada hacia Hashepra con expresión concentrada.
—¿Se lo habéis dicho al rey? —preguntó.
—Aún no —dijo el hierofante—. No me interesa empezar una caza de brujas. La moral del ejército ya es lo bastante frágil. Mis acólitos y yo estamos investigando el asunto discretamente. Decidme, ¿tenéis alguna prueba de las intenciones de Pakh-amn?
—No —admitió Memnet, negando con la cabeza—. El jefe de Caballería es demasiado hábil para eso. Lo único que podemos hacer es esperar algún indicio de que esté a punto de dar el paso. Me temo que el aviso llegará con poco tiempo, por eso le he rogado a mi hermano que tome medidas antes de que sea demasiado tarde.
Hashepra asintió con la cabeza.
—Bueno, ahora al menos tengo una dirección en la que buscar —apuntó mientras se ponía en pie—. No le quitaré el ojo de encima a Pakh-amn y veré qué se trae entre manos. Quizá pueda sacar a la luz suficientes pruebas para ponerlo en evidencia.
—Les rogaré a los dioses que tengáis éxito, santidad —dijo Memnet, asintiendo con la cabeza, pero el gran hierofante no sonaba demasiado optimista.
* * *
Tres días después, Hashepra había muerto. Sus acólitos lo encontraron a primeras horas de la mañana bien envuelto en su capa. Cuando desenrollaron la tela hecha jirones, descubrieron un escorpión negro gigante acurrucado en el hueco entre el hombro y el cuello del hierofante. No había sido el primero en perecer de ese modo desde el comienzo de la retirada, pues a los hijos de Sokth les gustaba refugiarse entre los vivos y atormentarlos con sus espantosos aguijones. El veneno del escorpión negro hacía que el cuerpo se quedara rígido como una piedra, y Hashepra había muerto en angustioso silencio, incapaz de emitir ni un solo sonido a medida que el veneno se abría paso hasta su corazón.
La noticia de la muerte de Hashepra llenó al resto del ejército de supersticioso terror, y los hombres empezaron a hacerle ofrendas a Sokth con parte de sus raciones ya exiguas con la esperanza de que el dios de tos envenenadores les perdonara la vida. Akhmen-hotep trató de impedir esta práctica, argumentando que el miedo era un veneno en sí mismo, pero los hombres no quisieron escuchar y, por lo tanto, se debilitaron aún más.
Al final, el rey se vio obligado a matar a cuatro más de los valiosos caballos y racionar la carne y la comida con cuidado para llevar al ejército hasta la siguiente reserva de los bandidos, pero se encontró con que las cuevas habían sido vaciadas mucho tiempo antes. La rabia y la desesperación habían resultado palpables entre los hombres y el resentimiento contra los bhagaritas casi condujo a un motín. Los Ushabtis del rey fueron los únicos que lograron mantener vivos a los guías del desierto. No obstante, esa noche mataron y descuartizaron a dos de sus caballos, lo que provocó gemidos de horror y amargas maldiciones por parte de los jinetes del desierto cuando se descubrieron los huesos a la mañana siguiente. Nunca se supo quiénes fueron los autores del hecho.
La noche de su decimoquinto día en el desierto, los acólitos de Neru y sus exhaustos guardaespaldas murieron en una brutal emboscada justo antes del amanecer. Los hombres, que tenían mucha experiencia buscando indicios de atacantes, a caballo, se vieron sorprendidos cuando una docena de arqueros-esqueleto surgieron de la arena al otro lado de la guarda protectora del campamento y les dispararon. La infantería pesada fue la primera en morir, las flechas les atravesaron el cuello o se les clavaron en la espalda casi a bocajarro. Luego, los atacantes dirigieron sus arcos hacia los acólitos que huían. Para cuando llegaron los refuerzos, los esqueletos habían desaparecido, y el ejército había perdido la poca protección con la que contaba contra la voraz noche.
A partir de ese momento, Akhmen-hotep se vio obligado a mantener a la mitad del ejército despierto mientras la otra mitad lograba dormir unas pocas horas, turnando los grupos cada cuatro horas. Los ataques de los jinetes-esqueleto continuaron y las bajas aumentaron. Los guerreros a los que sorprendían durmiendo estando de guardia perdían el derecho a su ración de comida para el día siguiente, lo que equivalía a una sentencia de muerte. Con tan pocos carros restantes, a los hombres que ya no podían caminar había que dejarlos atrás.
Sin prisa pero sin pausa, los espíritus del desierto se iban acercando. Las pesadillas atormentaban a los hombres que dormían, y extrañas figuras acechaban los bordes del campamento a la luz de la luna. Algunas veces, los hombres despertaban y trataban de adentrarse en la arena, jurando que oían las voces de sus esposas o hijos. A aquellos que lo lograban no se los volvía a ver.
Los bhagaritas condujeron al ejército a una reserva vacía tras otra y soportaron las recriminaciones del rey con miradas de hosco desprecio. El número de caballos se redujo hasta que para cuando llegó el vigésimo cuarto día, el último de los que tiraban de los carros había muerto. Según los guías, la próxima reserva se encontraba a más de cinco días de distancia. Los bhagaritas ya no decían a ciencia cierta cuántos días más necesitarían para llegar al otro extremo del desierto.
Los días pasaban y los víveres disminuían. Grupos de hombres comenzaron a merodear alrededor de la hilera de estacas donde mantenían a los últimos caballos bhagaritas, a pesar de las miradas de advertencia de los Ushabtis, a los que les habían asignado protegerlos. Por muy desesperados que estuvieran, ninguno de los guerreros se atrevió a probar suerte contra los fieles, pero no se podía decir lo mismo de los bhagaritas.
La trigésima noche de la retirada, mientras criaturas extrañas y salvajes se movían de un lado a otro y aullaban en la oscuridad más allá del borde del campamento, los asaltantes del desierto se encomendaron a Khsar y se escabulleron del puñado de Ushabtis que aún los custodiaban. Aunque los fieles eran más que capaces de rechazar los avances de sus hambrientos parientes, sus habilidades no eran equiparables a la astucia y el sigilo de los bhagaritas, que eran ladrones de caballos de una destreza casi sobrenatural. Los asaltantes llegaron a las estacas y subieron a pelo sobre sus monturas, antes de que los fieles supieran qué estaba ocurriendo.
Gritos de alarma resonaron por el campamento mientras los jinetes del desierto espoleaban a sus queridos caballos y dejaban atrás a los sorprendidos guardaespaldas para adentrarse en la arena. Unos cuantos hombres intentaron ir tras los jinetes, pero ninguno llegó muy lejos. Los animales divinos de Khsar seguían siendo tan veloces como el viento del desierto y escaparon como humo de las manos extendidas de los guerreros. Sus jinetes, libres al fin, echaron las cabezas hacia atrás y levantaron los brazos hacia el cielo, sintiendo el martilleo de los cascos y el susurro del viento contra la piel una última vez.
Sin comida ni agua, los últimos hombres de Bhagar y sus amados caballos se adentraron en el desierto inexplorado encomendándose al abrazo de su dios sin rostro.
Después de que los hombres de Bhagar se fueran, no quedó nada que hacer salvo marchar hacia el este y rogarles a los dioses que los salvaran.
El ejército menguó rápidamente, como si se tratara de granos de arena derramándose de una copa rota. Los hombres morían por la noche, se los llevaba la locura o el hambre, o simplemente caían al suelo durante la marcha y se negaban a levantarse de nuevo. La hostilidad de los guerreros se apagó, junto con cualquier otra emoción. El desierto los había privado de todo pensamiento y sentimiento, y ahora sólo esperaban para morir.
Entonces, cuando la hueste bronce estaba en su momento de mayor debilidad, los jinetes de Nagash asestaron el golpe más certero de todos. La noche del trigésimo segundo día, lograron pasar fácilmente sin que los vieran los centinelas de mirada perdida y dejaron que los atónitos guerreros descubrieran su obra con las primeras luces del alba.
Habían dejado diez tinajas de cereales y quince de agua a plena vista, distribuidas uniformemente alrededor del irregular campamento. Los hombres se abalanzaron sobre ellas con desesperación. Cuando las tinajas estuvieron vacías, hicieron pedazos los gruesos recipientes y lamieron el interior hasta dejarlo limpio.
A continuación, con un poco de comida en la tripa, los guerreros de la hueste de Bronce se sentaron y pensaron en lo que podría significar el extraño regalo.
* * *
Akhmen-hotep despertó, sobresaltado. En lo alto, el cielo nocturno aparecía brillante y despejado, salpicado de titilantes estrellas.
No había pretendido quedarse dormido. El rey se incorporó parpadeando como un búho en medio de la oscuridad. Un puñado de sus Ushabtis lo rodeaba mientras con la mirada registraban el campamento con actitud vigilante. El resto recorría el perímetro, alerta ante el próximo movimiento del enemigo. Si los esqueletos se proponían repetir la táctica de la noche anterior, el rey tenía intención de impedírselo.
Sus guardaespaldas tenían órdenes estrictas de ahuyentar a los esqueletos y destruir toda comida o agua que dejaran detrás. Akhmen-hotep sabía que era el único modo de ocuparse del peligro. Los víveres eran más mortíferos que cualquier lanza o cuchillo. Con ellos, Nagash podría hacer pedazos a la hueste de Bronce.
De pronto, tres de los Ushabtis se pusieron en pie con las espadas en ristre. Una figura se aproximaba abriéndose paso con cuidado entre los grupos de hombres dormidos. Mientras se acercaba, el rey vio que se trataba de Memnet. El rey hizo señas para que los fieles se relajaran y se levantó para reunirse con su hermano.
Akhmen-hotep notó que el gran hierofante estaba alterado. Tenía el rostro demacrado y pálido, y los ojos muy abiertos por el miedo.
—Ha llegado el momento —susurró—. ¡Están dando el paso en este mismo instante!
El miedo, y peor, una terrible desesperación, invadieron al rey.
—¿Quiénes? —preguntó.
Memnet se retorció las temblorosas manos y contestó:
—Una veintena de nobles menores y sus hombres, un centenar de guerreros, puede ser que más. El agua y la comida fueron la última gota. Creen que si negocian con Nagash, les permitirá regresar a Ka-Sabar en paz.
Akhmen-hotep asintió moviendo la cabeza con aire de gravedad. Si llamaba a todos sus guardaespaldas, podría acabar con el corazón de la conspiración. Una docena de Ushabtis tenía poco que temer de un centenar de guerreros famélicos.
—¿Dónde está Pakh-amn? —inquirió.
—Aquí estoy —respondió el jefe de Caballería.
Pakh-amn y una docena de nobles se dirigían hacia el rey y sus guardias con armas en las manos. El rostro del joven noble estaba tenso de ira.
—Vuestros hombres se han vuelto en vuestra contra, alteza —anunció—. Las consecuencias de vuestra insensatez al final han podido más que vos.
Akhmen-hotep oyó sonidos de enfrentamientos y los gritos de los guerreros moribundos resonaron al otro lado del campamento. Sus guardaespaldas estaban siendo atacados por los hombres a los que habían estado intentando proteger.
—¿Pensabas cortarme el cuello mientras dormía? —le gruñó a Pakh-amn—. ¿O tenías planeado entregarme como regalo a tu nuevo señor de Khemri?
La acusación golpeó al joven noble como un mazazo. Hizo una pausa con expresión afligida. Aprovechando la oportunidad, el rey alargó la mano para coger su espada.
—¡Matadlos! —le ordenó a sus Ushabtis, y los cinco guardaespaldas se lanzaron al ataque sin vacilar haciendo destellar sus espadas rituales.
Los gritos de alarma y el sonido del choque de las espadas llenaron el airé mientras Pakh-amn y los nobles retrocedían ante el violento asalto de los Ushabtis. Los hombres caían como trigo bajo las espadas de los fieles; sus vidas eran segadas por veloces golpes que atravesaban sus armaduras sin esfuerzo. Pakh-amn luchó frenéticamente, gritando maldiciones mientras desviaba un ataque tras otro. Una espada ritual le descargó un golpe de refilón contra el brazo que sostenía el arma, y luego otra le cortó el muslo. El noble se tambaleó, pero siguió peleando y parando golpes con furia mientras la sangre le manaba por encima de la rodilla y salpicaba sobre la arena.
En un momento, los guerreros de Pakh-amn habían muerto. El jefe de Caballería aguantó unos cuantos segundos más, pero era evidente que la herida de la pierna le había cortado la arteria y la vida se le estaba escurriendo. Tropezó y la espada de un Ushabti se le hundió en el pecho. Con un quejido, Pakh-amn se desplomó lentamente sobre el suelo.
Akhmen-hotep se acercó al noble herido de muerte. La pena le oprimía el corazón, pero su rostro era una máscara de rabia.
—Id a ayudar a vuestros hermanos —les indicó a los fieles—. Regresad a mi lado cuanto antes. —Con un gruñido, le quitó la espada de la mano a Pakh-amn de una patada—. Yo me ocuparé de este.
Los Ushabtis corrieron a adentrarse en silencio en la oscuridad. Akhmen-hotep observó cómo el chorro de la sangre que manaba de la pierna de Pakh-amn se debilitaba a ritmo constante. El jefe de Caballería se encontraba en el umbral entre este mundo y el otro.
—¡Maldito idiota! —lo reprendió Akhmen-hotep—. Te habrían honrado cuando regresáramos a Ka-Sabar. ¿Por qué no podías conformarte con eso? ¿Por qué tenías que intentar reclamar mi trono también?
Una extraña expresión apareció en el rostro sin sangre de Pakh-amn.
—Os habéis vuelto… —susurró el joven noble mientras le goteaba la sangre de la comisura de la boca—. Os habéis vuelo loco…, alteza. Los dioses os han… abandonado… al fin. Vine…, a salvaros.
La expresión furiosa del rey flaqueó.
—¡Mientes! —dijo—. Sé lo que has planeado. Memnet me advirtió. —Se volvió hacia su hermano—. Díselo…
Notó el frío cuchillo cuando se le deslizó en el pecho. El dolor fue increíble. Akhmen-hotep abrió la boca conmocionado mientras miraba a su hermano a los ojos.
Memnet, en otro tiempo el gran hierofante de Ptra, fulminó a su hermano con la mirada.
—Intenté decírtelo —comenzó—. Lo intenté. Allá en Bel Aliad, ¿te acuerdas? Las antiguas costumbres han terminado, hermano. Nagash se ha convertido en el señor de la muerte. ¡Ha derrocado a los dioses! Si queremos prosperar, debemos rendirle culto. ¿Por qué no podías verlo?
Al rey le fallaron las rodillas. Se desplomó arrancándole el cuchillo a Memnet de las temblorosas manos. Akhmen-hotep cayó de espaldas junto al cuerpo de Pakh-amn. El jefe de Caballería miraba fijamente hacia el cielo mientras las sendas de las lágrimas se secaban en las esquinas de sus ojos muertos.
El rey sacerdote de Ka-Sabar volvió los ojos hacia las estrellas, buscando los rostros de sus dioses.
* * *
Arkhan el Negro salió del desierto con un centenar de jinetes tras él. Los enfrentamientos en el campamento habían concluido. Los Ushabtis se habían cobrado una temible venganza por la muerte de su rey antes de sucumbir ellos también. Había cuerpos por todas partes que proporcionaban un sangriento testimonio de la última batalla de la hueste de Bronce. El visir mostró los dientes negros en una truculenta sonrisa.
Los hombres se postraron mientras el inmortal y su séquito se acercaban, encogiéndose y temblando de miedo. Algunos se arañaban la cara y gemían como niños, pues la cordura los había abandonado al fin. De tos cuatro mil guerreros que habían seguido a Akhmen-hotep en su infortunada expedición, sobrevivían menos de quinientos.
El inmortal guió su montura no muerta por una larga senda invadida de cadáveres que llegaba hasta el mismo centro del campamento. Memnet, el traidor, lo aguardaba allí, junto al cuerpo de su hermano. El sacerdote caído aún tenía las manos manchadas de sangre.
Arkhan frenó el caballo en descomposición delante de Memnet y le dirigió una mirada altanera al infeliz.
—Arrodíllate ante el Rey Imperecedero de Khemri —ordenó. Memnet se estremeció al oír la voz de Arkhan, pero levantó la cabeza en un gesto de desafío.
—Yo sólo me arrodillo ante mi señor —repuso el traidor—, y ese no eres tú, Arkhan el Negro.
El inmortal soltó una risita. De pronto, un viento bronco y violento surgió entre la compañía de esqueletos que se encontraba a su espalda. Memnet pensó primero que el sonido era una espacie de carcajada, y quizá lo fuera, pero no provenía de gargantas secas sino del movimiento de los insectos que salieron en avalancha de cuencas de ojos vacías y bocas abiertas o que surgieron de las profundidades de heridas irregulares. El enjambre tomó vuelo arremolinándose hasta formar una columna de bullente vida que descendió delante de Memnet y adoptó la imagen de Nagash.
—Inclínate ante tu señor —bramó la voz del nigromante.
Memnet cayó de rodillas con una exclamación de miedo mientras decía:
—¡Os oigo, poderoso señor! ¡Oigo y obedezco! Todo se ha hecho como ordenasteis —informó, indicando con un gesto el cuerpo del rey—. ¿Lo veis? ¡Akhmen-hotep, vuestro odiado enemigo, ya no existe!
La cabeza del constructo pareció contemplar al rey muerto y luego se volvió hacia Memnet una vez más.
—Lo has hecho bien. Ahora ponte en pie y recoge tu recompensa —dijo.
Memnet se levantó con gran dificultad mientras se retorcía las manos. Arkhan desmontó y se acercó con aire despectivo. A regañadientes, le ofreció un frasco de líquido rojo.
—La inmortalidad es tuya —anunció el rey—. Cógela y ve a reinar Ka-Sabar en mi nombre.
Memnet cogió el frasco y observó el contenido con una mezcla de sobrecogimiento y repugnancia.
—Como ordenéis, Rey Imperecedero —contestó—. Mis hombres necesitarán comida y agua para completar la marcha.
Arkhan echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Memnet se encogió al oír el espantoso sonido.
—Os hemos dado toda la comida que teníamos —dijo con frialdad—. Pierde cuidado. Tus guerreros pronto no la necesitarán.
—¿Recuerdas todo lo que te he enseñado? —preguntó el nigromante.
—Lo recuerdo —respondió Memnet—. Todos los sueños… Aún los tengo grabados en la cabeza. Conozco los conjuros, señor, cada frase, cada sílaba.
—Entonces, bebe el elixir y el poder sobre los muertos será tuyo —declaró Nagash—. Bebe. Tu ejército espera.
Memnet se quedó mirando el frasco un momento más, y luego sacó el tapón y se bebió el elixir de un trago. Un estremecimiento sacudió su cuerpo consumido, y Memnet cayó al suelo con un grito, retorciéndose y convulsionándose a medida que el elixir le ardía por las venas.
Arkhan se apartó del espectáculo con una expresión de asco. Miró hacia el oeste, donde el resto del ejército de Memnet se iba acercando lentamente por encima de las dunas. Todos los cadáveres de Bel Aliad —hombres, mujeres y niños—, además de los mercenarios masacrados de la ciudad y los muertos en el campo de batalla de la hueste de Bronce, cruzaban la arena en silencio, arrastrando los pies. El sol del desierto los había derretido hasta no ser nada más que trozos de carne curtida y huesos blanqueados. Y sumaban millares.
La imagen de Nagash tembló y se deshizo para transformarse una vez más en una áspera y agitada columna de insectos. Atravesó la arena a toda velocidad, envolviendo la forma de Arkhan, y luego retrocedió como un ciclón del desierto hacia el cielo nocturno y se llevó al inmortal con él.
Cuando Memnet recobró por fin el conocimiento, estaba solo, salvo por las almas destrozadas del ejército de su hermano y los rostros sonrientes y en carne viva del suyo.