VEINTIUNO
El elixir de la vida
Khemri, la Ciudad Viviente,
en el 46.º año de Ualatp el paciente
(-1950, según el cálculo imperial)
El Rey Sacerdote de Khemri cruzó los brazos y estudió con el entrecejo fruncido el gran mapa de pergamino desplegado ante él.
—¿Dónde están ahora? —le preguntó Nagash a su visir.
Arkhan el Negro rodeó enseguida la esquina de la larga mesa y se situó al lado del rey. El noble consultó rápidamente una nota garabateada en un pergamino hecho jirones, y luego deslizó el dedo a lo largo del gran camino comercial, al oeste de Khemri.
—Según los últimos informes de nuestros exploradores, el ejército de Zandri está aquí —dijo, señalando un punto que aproximadamente estaba a una semana de marcha de la Ciudad Viviente.
La otra media docena de nobles que atendían al rey, incluyendo a Raamket, que parecía un matón, y a un Shepsu-hur de aspecto cansados se inclinaron sobre la mesa para oír mejor a Arkhan por encima del sonido de voces y el pasar de páginas en la biblioteca del rey. La biblioteca, que tradicionalmente era un lugar silencioso y solitario reservado para el rey y la familia real, ocupaba casi un ala entera del palacio. En su juventud, Nagash había dedicado muchos años a estudiar minuciosamente antiguos mamotretos en la biblioteca y a merodear por los archivos polvorientos y poco iluminados de los niveles inferiores del ala. Ahora que era rey, la gran cámara de arenisca se había convertido en su sala de mando, donde llevaba a cabo la mayor parte de los asuntos del reino.
Aunque ya era bien entrada la tarde, la habitación estaba abarrotada de escribas, mensajeros y esclavos de aspecto agobiado; todos se ocupaban de sus cosas bajo la mirada de desaprobación del encargado superior de la biblioteca. Había sido más o menos igual durante días, desde que el comerciante bhagarita había llegado al palacio con valiosas noticias para vender: el rey Nekumet de Zandri había reunido a sus guerreros y se estaba preparando para liberar a la Ciudad Viviente de las garras de Nagash el Usurpador. Por primera vez en dieciocho años, Khemri estaba en guerra.
La noticia del inminente ataque no había resultado una gran sorpresa. Es más, Nagash llevaba bastante tiempo esperando tal paso y había estado realizando los preparativos necesarios. La noticia de la caída de Thutep se había extendido por toda Nehekhara como un viento de tormenta y había provocado exclamaciones de indignación y consternación en los palacios de las otras grandes ciudades.
No era tanto el acto de destituir a Thutep lo que resultaba tan detestable, pues la mayoría había considerado que el joven rey era tonto e ingenuo, sino el hecho de que Nagash había violado el Gran Pacto al reclamar la corona. Como primogénito, su vida les pertenecía a los dioses y, por lo tanto, había sentado un peligroso precedente que los demás reyes no podían tolerar. Para empeorar aún más las cosas le había prohibido a la esposa de Thutep, Neferem, reunirse con su marido en la otra vida, como exigía la costumbre, lo que hacía peligrar el pacto y ofendía gravemente a los dioses.
Nagash había perdido la cuenta del número de delegaciones furiosas que había enviado la ciudad santa de Mahrak para exigir su inmediata abdicación a favor del hijo de Thutep. Sospechaba que, entretanto, el Consejo Hierático había estado despachando enviados a las otras ciudades con la esperanza de reclutar un ejército para sacarlo del trono por la fuerza. Hasta ahora, sin embargo, los reyes de Nehekhara habían preferido aguardar el momento oportuno y esperar a que los dioses, o más bien los furiosos ciudadanos de Khemri, tomaran cartas en el asunto y les ahorrasen los gastos de una costosa campaña militar.
Durante nueve años, los dioses habían mantenido un extraño silencio, y la gente de Khemri había aceptado el dominio de Nagash con una especie de aturdida pasividad. Su ascenso al poder había señalado el fin de años de plaga y había marcado el comienzo de una era de calma y estabilidad. El rey repuso las filas de la nobleza al concederles títulos a miembros destacados de la clase mercante y sofocó el crimen mediante acuerdos privados con los elementos criminales de la ciudad. Los agentes de Raamket identificaban rápidamente a los disidentes y se ocupaban de ellos calladamente, lo que le proporcionaba carta banca al rey para dedicarse a sus objetivos inmediatos.
Nagash había sabido desde el principio que sólo sería cuestión de tiempo antes de que el rey Nekumet se creyera lo bastante fuerte como para marchar sobre Khemri. Ahora el trabajo de los últimos años se vería puesto a prueba.
—¿Qué hemos averiguado de la composición del ejército? —inquirió el rey.
Arkhan consultó de nuevo sus notas.
—Nuestros exploradores informan de ocho mil soldados de infantería, una mezcla de compañías de lanceros profesionales y tropas auxiliares bárbaras, además de dos mil arqueros y mil quinientos carros.
Miradas de reojo y murmullos inquietos pasaron entre los nobles. El ejército de Zandri era casi el doble de grande que el de Khemri. Nagash asintió con la cabeza, pensativo.
—El rey Nekumet ha congregado una fuerza ideal para enfrentarse a la nuestra —comentó—. Está claro que sus espías lo han mantenido bien informado. —Le echó una mirada a Raamket—. ¿Y nuestras tropas?
—Las últimas compañías de lanceros y arqueros salieron de la ciudad a media tarde, como ordenasteis —contestó el noble—. La caballería ligera y los carros están terminando los últimos preparativos en este mismo momento.
Nagash respondió al informe con un cortante gesto de la cabeza y se volvió hacia Shepsu-hur.
—¿Y nuestras fuerzas? —preguntó.
El apuesto noble le dirigió al rey una desenfadada sonrisa.
—Todo está preparado —contestó con soltura—. Podemos partir en cualquier momento, alteza.
Nagash estudió el mapa unos momentos más y después asintió moviendo la cabeza con aire satisfecho.
—En ese caso, no hay nada más que discutir —dijo—. La caballería partirá en dos horas según lo planeado. Shepsu-hur, tú saldrás de Khemri una hora después de la medianoche. Tienes que llegar al lugar de encuentro, aquí —continuó el rey, mientras señalaba un punto a lo largo de la orilla del río Vitae—, al amanecer.
Shepsu-hur le hizo una reverencia al rey, y el resto de los nobles lo tomó como la señal para marcharse. Arkhan enrolló rápidamente el mapa de Nehekhara y se fue con una veloz reverencia. Dos horas dejaba muy poco tiempo para prepararse y aún quedaba mucho por hacer. Nagash los apartó de su pensamiento de inmediato y volvió a concentrarse en los libros y pergaminos que había cubierto el mapa del visir.
Había libros y manuscritos sobre arquitectura encima de una ancha hoja que representaba una pirámide monumental, muchísimo más grande incluso que la Gran Pirámide. La pirámide contenía más de una docena de niveles de cámaras cuidadosamente dispuestas, más de la mitad de las cuales penetraban muy por debajo del nivel del suelo, y los márgenes del plan arquitectónico estaban llenos de medidas precisas y listas de materiales que se emplearían en la construcción de la pirámide. Toneladas y toneladas de mármol negro, además de cientos de kilogramos de plata y tinajas de piedras preciosas trituradas.
El coste de los materiales de construcción solamente arruinaría a las grandes ciudades de Nehekhara dos veces. No obstante, en opinión de Nagash, hasta el último trozo era absolutamente esencial. Basándose en todo lo que había aprendido de los druchii, más las observaciones de sus experimentos a lo largo de la última década y media, eso era lo mínimo que haría falta para atraer los vientos de oscura magia hasta Nehekhara y acumular su poder para que él pudiera utilizarlo.
El coste de tal empresa no le preocupaba, sino que se trataba de un problema relativamente trivial, en lo que a Nagash concernía. Lo que lo desconcertaba, una y otra vez, eran los cálculos de la mano de obra que sería necesaria para levantar una construcción tan inmensa. El rey recorrió con un dedo una serie de cifras situadas en el margen inferior del plano y llegó una vez más a la inevitable conclusión: de doscientos a doscientos cincuenta años.
Nagash apoyó las palmas de las manos sobre la mesa y revisó sus cálculos de nuevo, intentando encontrar un modo de completar su grandioso diseño en menos de una vida. Estaba tan concentrado que transcurrieron varios minutos antes de que el rey se diera cuenta de que la cámara de la biblioteca estaba en completo silencio.
El rey frunció el entrecejo, levantó la mirada de su trabajo y se encontró a Neferem y su séquito de doncellas en el centro de la habitación. La Hija del Sol vestía sus galas reales, incluidos el tocado ceremonial y el pesado colgante de oro de la reina de Khemri. Llevaba los ojos verdes delineados con kohl y le habían espolvoreado ligeramente los labios con perla machacada; pero tales adornos parecían ordinarios comparados con la belleza natural de Neferem. Ni siquiera la fría mirada de desprecio que le dirigió al rey desmerecía su hermosísima presencia.
Todos los que se encontraban en la cámara —esclavos, eruditos, incluso los quejumbrosos bibliotecarios superiores— habían caído de rodillas y habían inclinado la cabeza hacia el suelo en presencia de la reina.
—Dejadnos —ordenó Nagash, y los presentes salieron apresuradamente de la habitación.
El rey estudió a Neferem, evaluándola. Tras casi veinte años ya se había convertido en la legendaria beldad que los dioses se habían propuesto que fuera y, sin que pudiera evitarlo, Nagash sintió el ansia del deseo con más intensidad aún.
—Veo que por fin te has quitado esa maldita túnica de luto —observó—. Vuelves a parecer una reina. ¿Eso significa que has cambiado de opinión?
Neferem hizo caso omiso de la pregunta del rey.
—Quiero ver a mi hijo —dijo.
Su voz se había vuelto más grave con los años; un océano de lágrimas amargas la había erosionado.
—Ni hablar —contestó Nagash con tono frío.
—Te vas a llevar a Suskhet a la guerra contigo —contestó la reina. La voz le tembló por la rabia apenas reprimida—. Monstruo desalmado, no es más que un niño.
—Me doy perfecta cuenta de la edad de Suskhet —repuso el rey—. Créeme, preferiría dejarlo aquí, pues sin duda será una carga para mi séquito durante una campaña tan difícil, pero no me dejas otra alternativa. ¿De qué otro modo puedo garantizar que no cometerás alguna estupidez mientras no estoy?
Los ojos de Neferem brillaron a causa de las lágrimas. Las contuvo con actitud desafiante y habló con toda la dignidad de la que fue capaz.
—Mi lugar está con mi marido —dijo—. Tú más que nadie deberías saberlo.
—Con el tiempo te reunirás con él, pierde cuidado —respondió Nagash—. Lo rápido que eso ocurra depende exclusivamente de ti.
—¡Nunca me casaré contigo! —exclamó Neferem. Aparecieron las lágrimas. Ardientes de rabia, bajaron trazando rayas negras por sus perfectas mejillas—. Tu patética obsesión me asquea. Mantenerme prisionera en este palacio otros cien años sólo hará que te odie más.
Nagash había rodeado la mesa y estaba a medio camino de la reina antes de saber lo que estaba ocurriendo. Tenía la mano levantada, lista para golpear. Las doncellas de Neferem gimieron, aterrorizadas y desesperadas, y se abalanzaron hacia delante para colocar sus cuerpos entre Nagash y su querida reina. La Hija del Sol no hizo ni el más mínimo gesto, sino que simplemente fulminó al rey con la mirada, como si lo desafiara a golpearla.
El rey se quedó completamente inmóvil, con las piernas paralizadas a media zancada. Respiró hondo y se obligó a aflojar el puño.
—¡Dejad de rebuznar! —Les gruñó Nagash a las doncellas, que lloriqueaban, y luego le dirigió una dura mirada a la reina—. No importa lo más mínimo lo que sientas por mí —aseguró entre dientes—. Y ya veremos lo testaruda que eres después de que hayan pasado cincuenta años y tu hijo te haya olvidado. —Se acercó lentamente—. La elección es tuya, Neferem. Sométete a mí, ahora o después.
Un estremecimiento, provocado por la rabia y el dolor combinados, sacudió el cuerpo de la reina. Lágrimas negras cayeron de sus mejillas y salpicaron el suelo de piedra, pero Neferem no cedió.
—Déjame ver a mi hijo —repitió—. Por favor, deja que su madre lo bendiga antes de que parta a la guerra.
Nagash se la quedó mirando un momento, mientras consideraba su petición. Se acercó dando otro paso; su rostro sólo estaba a unos centímetros del de Neferem. Miró a la reina a los ojos y sonrió.
—Suskhet no necesita tus bendiciones —dijo en voz baja—. Estará a mi lado todo el tiempo. Piensa en eso mientras estamos fuera, Neferem, y confórmate.
* * *
Dos horas después, los últimos elementos del pequeño ejército de Khemri salieron de la Ciudad Viviente en medio de una fanfarria de trompetas y el estruendo de los cascos de los caballos. Arkhan el Negro estaba al mando de los escuadrones de caballería ligera, mientras que Nagash cabalgaba a la cabeza de los carros, de los que se encargaban los hijos nobles recientemente elevados a tal dignidad de las nuevas grandes casas. Al lado del rey se encontraba Sukhet, un muchacho de quince años de aspecto serio que vestía la armadura de su padre, que no le quedaba bien, mientras se dirigía a la batalla. Salieron por la puerta occidental de la ciudad y bajaron por el gran camino comercial a la vista de cualquier espía que el rey Nekumet tuviera dentro de la ciudad. Las delegaciones de los templos de Khemri vieron partir al rey sin haber llegado a pronunciar sus bendiciones. Nagash no les había realizado ofrendas a los dioses antes de ir a la guerra ni había solicitado la compañía del clero para apoyar al ejército. Tal cosa, que ellos supieran, era inaudita.
Se adentraron en la oscura noche del desierto, avanzando a buen ritmo por la ancha calzada empedrada. No pasó mucho tiempo antes de que los veloces caballos alcanzaran la cola de la infantería del ejército. Nagash ordenó una breve parada para recalcarles a los comandantes de las compañías la necesidad de llegar al próximo punto de encuentro a tiempo, y luego la caballería siguió adelante.
Una hora después de medianoche, los jinetes llegaron al campamento principal del ejército de Khemri, cerca de la orilla del río Vitae. Allí el rey consultó una última vez con Arkhan, que asumiría el mando de toda la fuerza de caballería, y después no hubo nada que hacer salvo esperar a que amaneciera.
Shepsu-hur llegó exactamente a su hora, justo mientras los primeros rayos de luz aparecían sobre las Cumbres Quebradizas, que quedaban al este. Los enormes barcos de carga de amplios vientres se bamboleaban como hipopótamos en el ancho río mientras el sol naciente iluminaba desde atrás sus cascos y los largos remos parecidos a patas de araña. No bien el primer barco de carga hubo atracado en la orilla, el rey dio la orden de embarcar.
A lo largo del día, cuatro mil quinientos hombres atravesaron penosamente las aguas poco profundas del margen del río y subieron a bordo de la flota de Shepsu-hur. A última hora de la tarde, las quince naves estuvieron cargadas; sólo dejaron atrás la caballería ligera y los carros. Arkhan y la caballería continuarían hacia el oeste a lo largo del camino para hostigar a las fuerzas del rey Nekumet y mantener la atención de su ejército.
Cuatro noches después, la flota de barcos de carga abandonó las hogueras de vigilancia del ejército de Zandri sin que la vieran y continuó hacia el mar.
* * *
Las embarcaciones procedentes de Khemri llegaron a la desembocadura del río Vitae justo después del amanecer del sexto día y se adentraron lentamente en el agitado oleaje azul del Gran Océano. Desde allí, sólo había unas millas hasta el puerto de Zandri. Los barcos de carga se abrieron pasó más allá del rompeolas formando un conjunto desordenado y se dirigieron a los primeros muelles vacíos que pudieron encontrar. El encargado del puerto y sus aprendices, que aún tenían cara de sueño, al principio no supieron qué pensar de las repentinas llegadas. ¿Formaban parte de una expedición de esclavos, o se trataba de una flota comercial que había llegado antes de lo previsto? Los barcos no llevaban banderas y tenían el mismo diseño que las naves comerciales costeras que utilizaba Zandri, así que el encargado del puerto se rascó la cabeza y comprobó sus registros. Los primeros barcos ya habían atracado y estaban desembarcando soldados antes de que cayera en la cuenta de lo que estaba ocurriendo y diera la voz de alarma. El ejército de Khemri tomó la ciudad por asalto. Con todo su ejército lejos, al este, Zandri estaba prácticamente indefensa frente al ataque de Nagash. Las pocas compañías de la guardia de la ciudad que trataron de oponerse a los desembarcos acabaron destrozadas en menos de una hora, y luego las tropas de Nagash cayeron sobre los indefensos habitantes de la ciudad.
El pillaje de Zandri duró tres horrorosos días. Las fuerzas de Nagash se abrieron paso de un extremo a otro de la ciudad, saqueando y quemándolo todo sistemáticamente. Vaciaron los grandes mercados de esclavos y cargaron sus bienes humanos en las naves de Khemri. Saquearon las casas nobles de la ciudad y esclavizaron a las familias. Sacaron todas las mercancías valiosas de los almacenes hasta que ya no cupo nada más en los barcos del ejército y le prendieron fuego al resto junto con dos tercios de los barcos atracados en el puerto. Mientras esto ocurría, las embajadas de las otras grandes ciudades se refugiaron en los templos de la ciudad y observaron con el más absoluto terror cómo Nagash se vengaba por todas las humillaciones que el rey Nekumet le había infligido a Khemri.
La mañana del cuarto día, los traumatizados supervivientes de la ciudad salieron a hurtadillas a las calles y descubrieron que sus torturadores se habían marchado. Los barcos de carga, repletos de bienes saqueados y miles de esclavos, habían soltado amarras y habían partido durante la noche. Entretanto, el ejército de Nagash había pasado por la puerta oriental de Zandri y había emprendido la marcha por el gran camino comercial tras el rey Nekumet y sus guerreros.
Nagash le marcó un ritmo brutal a su ejército; lo hizo marchar todo el día y parte de la noche en un intento por alcanzar a las fuerzas de Zandri. Acampaban junto al camino y comían cualquier cosa que tuvieran a mano antes de lograr descansar unas pocas horas. A continuación, se levantaban al alba y comenzaban el proceso de nuevo. Por el camino, adelantaron a varias caravanas mercantes que se dirigían al este con provisiones para los zandrianos y les aliviaron la carga.
Transcurrieron dos extenuantes semanas antes de que los exploradores del ejército de Khemri localizaran las fogatas del campamento de Zandri.
Los incesantes ataques de los soldados de caballería de Arkhan habían hecho que el enemigo se viera obligado a marchar casi a paso de tortuga y había indicios de que se estaban quedando sin provisiones. Con todos los exploradores de Zandri desplegados hacia el este, buscando al ejército de Nagash en la dirección equivocada, el rey Nekumet ni se imaginaba que el grueso de las fuerzas de Khemri estaba acampado en el camino a sólo unas millas por detrás de sus tropas.
Mientras el ejército de Khemri se instalaba cansadamente en la arena a ambos lados del camino, Nagash les ordenó a sus hombres que levantaran una tienda para él unos cientos de metros más al oeste, lejos del grueso del ejército. Sukhet, el joven príncipe, quedó al cuidado de Raamket, y el rey envió a Khefru a buscar a uno de los muchísimos esclavos que el ejército había traído de Zandri. La batalla comenzaría en serio al alba, pero la intención de Nagash era que los movimientos de apertura tuvieran lugar en las frías horas de oscuridad.
Crear el círculo ritual resultó difícil en el terreno desigual del centro de la tienda y le recordó a Nagash el problema casi insalvable al que se enfrentaría por la mañana. El enemigo aún los doblaba en número y sus hombres estaban casi exhaustos tras la larga marcha. El uso de hechicería sería fundamental en la próxima batalla, pero ¿cómo podría recurrir a la fuerza vital necesaria para lanzar sus hechizos? Se encontraría demasiado lejos de la línea de batalla para aprovechar las muertes de sus hombres y los de Nekumet, y sería difícil crear y mantener un complicado círculo ritual en terreno abierto. Era un problema para el que aún no había encontrado una solución.
Nagash acababa de completar el círculo cuando Khefru regresó arrastrando a un joven esclavo. El muchacho, un bárbaro norteño de extremidades largas, estaba en estado casi catatónico por el agotamiento, el hambre y el miedo. Entró a trompicones en la tienda como un toro para sacrificios, atontado y sin comprender su destino. El rey se imaginó a Khefru degollando al bárbaro y vertiendo su sangre en un cuenco de cobre, exactamente igual que harían aquellos idiotas con su sonrisitas tontas en el campamento de Zandri.
El rey hizo una pausa y frunció de pronto el ceño, absorto en sus pensamientos. Khefru captó el cambio de actitud de su señor y le dirigió una mirada de preocupación al bárbaro.
—¿No es adecuado? —preguntó el sacerdote—. Os aseguro que es fuerte y está sano.
Nagash le hizo un gesto a Khefru para que guardara silencio. Las ideas se agolpaban en su cabeza mientras consideraba las posibilidades. El rey asintió para sí mismo y arrastró el pie por el círculo ritual para borrar las líneas cuidadosamente formadas.
—¿Qué estáis haciendo? —inquirió Khefru, frunciendo el entrecejo, confundido.
—Quítale esa túnica —ordenó Nagash. Se acercó a un arcón de cedro situado junto a la portezuela de la tienda y sacó un pincel y un frasco de tinta—. Luego ve a buscarme un cuenco de bronce. Quiero probar un experimento.
Khefru sacudió la cabeza a causa del desconcierto, pero hizo lo que le había ordenado. Nagash utilizó dos agujas de cobre para paralizar al esclavo y, a continuación, comenzó a pintar los símbolos rituales del conjuro de Cosecha directamente sobre la pálida piel del bárbaro. Para cuando Khefru regresó con un cuenco apropiado, el cuerpo del esclavo estaba cubierto de jeroglíficos.
—En nombre de todos los dioses, ¿qué es esto? —preguntó Khefru, mirando fijamente el cuerpo del esclavo.
—El nombre de los dioses, en efecto —respondió Nagash.
En el proceso, había realizado mejoras en las marcas rituales, adaptando el conjuro al nuevo procedimiento que había previsto.
—Tenía la respuesta justo delante desde el principio, Khefru. Los sacerdotes drenan la sangre del toro del sacrificio y la comparten con el rey y sus hombres antes de la batalla. ¿Por qué?
Khefru arrugó el entrecejo con aire pensativo.
—Para que puedan recibir los beneficios del ritual —dijo.
—Exacto —asintió Nagash—. ¿Y por qué la sangre? Porque contiene la esencia vital del animal. ¿Lo ves? ¡El poder reside en la sangre! —El nigromante se puso derecho y sacó su daga curva—. Ven aquí y prepara el cuenco.
El rey estiró la mano y agarró un puñado de pelo del esclavo. Le inclinó la cabeza hacia delante y le puso la hoja del cuchillo bajo el mentón. Khefru tuvo el tiempo justo de colocar el cuenco en posición antes de que Nagash le cortara el cuello al bárbaro de oreja a oreja. Mientras la sangre humeante llenaba el cuenco, comenzó a entonar el conjuro de Cosecha.
Momentos después, el cuerpo inánime del esclavo cayó al suelo. Nagash limpió la daga usando el pelo del esclavo, y luego sostuvo una temblorosa mano sobre el cuenco. Los ojos se le iluminaron de codicia.
—Puedo sentirlo —susurró—. ¡El poder está aquí, en la sangre! —Alargó las manos—. ¡Dámelo! ¡Deprisa!
Khefru le ofreció el cuenco y, sin titubear, Nagash se lo llevó a los labios. Estaba caliente y tenía un gusto amargo; la sangre le chorreó por la barbilla y le manchó la túnica, pero el sabor hizo arder sus sentidos. La energía del esclavo fluyó dentro de él y llenó al rey de una fuerza diferente a todo lo que había experimentado antes. Pleno de avaricia, tomó tragos cada vez más grandes, hasta que la sangre le bajó en gruesos chorros por el pecho.
Nagash dejó que el cuenco vacío cayera de sus dedos. Su piel irradiaba poder como una forja irradia calor.
—Más —dijo entre dientes—. ¡Más!
La mirada que le dirigió a Khefru hizo que el joven sacerdote saliera de la tienda a trompicones, aterrorizado.
Ardiendo de vitalidad robada, Nagash echó la cabeza hacia atrás y profirió una espantosa carcajada de triunfo. A continuación, empezó a tejer los conjuros que sellarían la perdición de Zandri.