VEINTE
El largo y duro camino
El Gran Desierto,
en el 63.º año de Ptra el Glorioso
(-1744, según el cálculo imperial)
Los jinetes-esqueleto atacaron de nuevo justo antes del anochecer, abalanzándose sobre el ejército que se batía en retirada con el sol teñido de rojo sangre a la espalda. Los secos caballos y sus jinetes parecían deslizarse por la arena. Sus cuerpos, cocidos por el calor del desierto, no eran nada más que cuero hecho jirones, hueso y tendón curado, y juntos no pesaban mucho más que un hombre vivo. Los guerreros situados a la cabeza de la columna apenas tuvieron tiempo de gritar una advertencia antes de que las primeras flechas dieran en el blanco.
Los chillidos y gritos roncos procedentes de la cabeza del ejército despertaron a Akhmen-hotep de su aletargamiento. Él y los supervivientes del ejército llevaban caminando desde medianoche; huían adentrándose cada vez más en el desierto después del ataque de pesadilla en las afueras de Bel Aliad. La caballería enemiga los había hostilizado en todo momento recorriendo la desordenada columna a voluntad y dejando un rastro de muertos y heridos a su paso. Los jinetes no muertos, que apenas sumaban treinta, no eran lo bastante numerosos como para ocasionar una destrucción generalizada, pero lo que le faltaba en número lo suplían con una determinación inagotable y aborrecible. Temiendo que los vengativos muertos de Bel Aliad los alcanzaran, Akhmen-hotep había hecho que el ejército siguiera avanzando durante toda la noche y bajo el abrasador calor del día. Ahora recorrían la arena tambaleándose, delirando a causa del agotamiento y el despiadado azote del sol.
El rey levantó la cabeza al oír el clamor procedente de la parte delantera de la hueste.
—¡Escudos! —gritó con voz ronca, mientras aparecían los primeros jinetes enemigos.
La montura del esqueleto iba a galope tendido, y Akhmen-hotep podía ver cómo se le movían los hombros a través de agujeros irregulares en la piel y podía escuchar el débil golpeteo de sus cascos resquebrajados contra el suelo blando. Franjas de piel parecida a pergamino se agitaban como pendones ensangrentados en el cráneo blanqueado del jinete en tanto recorría la columna a toda velocidad con el curvo arco de cuerno en ristre. Mientras el rey miraba, el jinete tensó la cuerda con un movimiento suave y disparó una flecha al pasar como una exhalación junto a uno de los carros que aún le quedaban al ejército. Se oyó un chillido espeluznante, y uno de los caballos del carro se desplomó.
Soltando maldiciones a través de los labios resecos, Akhmen-hotep se dirigió tambaleándose hacia el jinete que se acercaba al galope. El aire se llenó de gritos a su alrededor, pero el rey no les prestó atención. Lo único que le importaba en ese momento era detener al monstruo maldito antes de que matara a otro de los caballos. Levantó su pesado khopesh, rugiendo de frustración y rabia, e intentó darle al esqueleto; pero el jinete aún estaba fuera de su alcance. El golpe le salió desviado y el asaltante pasó rápidamente, preparando otra flecha para una víctima situada más abajo en la línea.
—¡Aquí estoy! —gritó Akhmen-hotep mientras el jinete se alejaba al galope—. ¡Da la vuelta y enfréntate a mí, abominación! Da muerte al rey de Ka-Sabar, si te atreves…
De pronto, el rey sintió que una mano fuerte se le cerraba alrededor de la nuca y lo lanzaron hacia atrás como si no fuera más que un niño. Un arma silbó por el aire. Akhmen-hotep notó un olor a cuero mohoso y polvo de hueso y luego oyó un espantoso crujido. Algo afilado le golpeó la mejilla y rebotó, y a continuación, vio los trozos destrozados de un caballo esqueleto y su jinete rodando por la arena, delante de él.
—Tened cuidado, alteza —la voz grave de Hashepra, el hierofante de Geheb, retumbó junto al oído del rey. El enorme sacerdote retrocedió sigilosamente, con el martillo listo y arrastrando a Akhmen-hotep con él—. Dominaos, no vaya a ser que hagáis flaquear la confianza en sí mismos de vuestros hombres. Tal y como están las cosas, ya nos encontramos en una posición lo bastante difícil.
Akhmen-hotep contuvo con dificultad el rugido de rabia impotente que se le acumulaba en la garganta. Otro jinete enemigo pasó a toda velocidad mientras numerosas flechas le atravesaban el cuerpo. Mientras el rey miraba, la criatura se sacó una de las largas saetas del pecho, la encajó en el arco y la disparó contra un caballo vivo. La imagen extraña y casi absurda llenó al rey de frustración y desesperación.
—Por todos los dioses, ¿cómo se supone que vamos a enfrentarnos a estas cosas? —susurró con voz ronca—. Cada hombre que matamos se levanta de nuevo. Cada pariente que perdemos alza sus manos muertas contra nosotros.
Con esfuerzo, plantó los pies y se retorció para escapar de las manos de Hashepra.
—Y por cada una de estas monstruosidades con la que acabamos, aparecen diez más en su lugar. —Se volvió hacia el hierofante—. Decidme, sacerdote, ¿cómo puede un hombre derrotar a un enemigo tan innumerable como las arenas?
El hierofante de Geheb se quedó mirando al rey a los ojos un largo rato, y Akhmen-hotep vio un reflejo de su propia desesperación en el rostro del sacerdote.
—Sólo los dioses lo saben —contestó al final, y luego se apartó—. Regresad a los carros, alteza. El enemigo nos ha adelantado por el momento. Anochecerá pronto y tenemos mucho que discutir.
Akhmen-hotep observó como el sacerdote regresaba penosamente y con aire cansado a la línea de carros abollados situados a menos de una docena de metros de distancia. La sombría mirada que había visto en los ojos de Hashepra le había helado la sangre.
—Los dioses lo saben —dijo, y trató de sacar fuerzas de aquellas palabras—. Los dioses lo saben.
Aturdido, el rey se reunió con Hashepra en su carro. Durante el caos de la retirada, las máquinas de guerra se habían visto obligadas a servir de carromatos provisionales para llevar todas las provisiones que habían rescatado del campamento, además de proporcionarles transporte a los sacerdotes y nobles heridos. Dos figuras descansaban inquietas entre sacos de cereal y tinajas de agua en la parte posterior del carro del rey. Habían colocado a Khalifra, suma sacerdotisa de Neru, lo más cómoda posible entre la carga. El cabo de una flecha le sobresalía del hombro izquierdo y tenía el rostro demacrado y con fiebre mientras dormía. Memnet estaba sentado a su lado; tenía las cetrinas facciones bañadas en sudor. El gordo sacerdote sostenía un paño húmedo contra la frente de Khalifra.
—Debemos acampar pronto —estaba diciendo Memnet mientras Akhmen-hotep se acercaba—. Los hombres y los animales están completamente exhaustos. Si seguimos adelante, mataremos a más hombres que el enemigo.
—Si nos detenemos, el enemigo nos atacará en masa —repuso el rey, cansado—. Nos aplastarán.
—No sabemos si hay alguien más ahí fuera además de los malditos jinetes —contestó Hashepra—. Alteza, deberemos parar tarde temprano. Mejor ahora mientras todavía tenemos fuerzas para defender el campamento.
—Además, debemos hacer balance y ver cuántos hombres nos quedan —señaló Memnet—. Y no digamos ya provisiones.
—Y debemos hablar con los bhagaritas —continuó Hashepra—. Necesitamos encontrar una reserva de provisiones o un oasis pronto.
—Vale, vale —concedió Akhmen-hotep, levantando las manos en señal de rendición—. Acamparemos aquí y nos pondremos en marcha mañana antes del alba. Avisad a los hombres.
Una vez tomada la decisión, las fuerzas parecieron abandonar al rey. Las extremidades le pesaban como si fueran de plomo y, en ese momento, no quería nada más que arrastrarse bajo la discutible sombra que se proyectaba debajo del carro y dormir. Hashepra había comenzado a darles órdenes a un grupo de mensajeros que esperaban allí cerca cuando oyeron el sonido de unos cascos que se aproximaban a ellos desde la parte posterior de la columna.
Akhmen-hotep se volvió rápidamente pensando que los jinetes de Nagash habían decidido dar media vuelta y atacarlos de nuevo, pero a la vez que levantaba su espada el rey comprobó que tanto caballo como jinete eran figuras de carne y hueso en lugar de cuero y hueso. A medida que el jinete se aproximaba, Akhmen-hotep vio que se trataba ni más ni menos que de Pakh-amn, y al rey se le ocurrió que no había visto al jefe de Caballería desde el ataque de la noche anterior.
—¿Dónde has estado? —preguntó sin preámbulos cuando el joven noble frenó a su exhausta montura junto al carro.
El rostro de Pakh-amn reveló un arranque de irritación ante el tono del rey.
—He estado organizando la retaguardia y haciendo balance de nuestra situación —respondió de manera cortante—. Pensé que quizás os gustaría conocer el estado de nuestro ejército, alteza.
Hashepra se molestó por el tono imperioso del joven noble, pero Akhmen-hotep se anticipó a él con un gesto de la mano.
—Bien. Veámoslo, entonces —le dijo al jefe de Caballería.
—Nos quedan dos mil quinientos hombres, más o menos —empezó el joven noble—, aunque cerca de un tercio sufre heridas de algún tipo. Nadie cuenta con equipo alguno para acampar, aunque puede ser que una cuarta parte de los hombres lograran escapar del campamento con comida para un par de días metida en las bolsas de los cintos. —Pakh-amn hizo un gesto con la cabeza hacia los carros—. Espero que a vos os fuera mejor con la caravana de provisiones antes de que huyéramos.
—Eso aún está por verse —repuso Akhmen-hotep—. ¿Y los bhagaritas?
La expresión de Pakh-amn se tomó adusta.
—Ya fuera por la voluntad de los dioses o por el plan del propio Nagash, los bhagaritas sufrieron mucho durante la noche —contestó—. Algunos hombres juran que los asaltantes-esqueleto se esforzaron por matar a los bandidos del desierto. Del centenar que nos acompañó desde Ka-Sabar, quedan menos de veinte. —Se encogió de hombros—. Tal vez si todavía hubieran tenido sus espadas cuando comenzó el ataque, podrían haberse defendido mejor.
La cara de Hashepra se ensombreció de rabia.
—Es hora de que alguien te enseñe modales a golpes, chico —dijo en voz baja.
—Basta, santidad —declaró Akhmen-hotep—. Recodad lo que dijisteis acerca de darles ejemplo a los hombres. El jefe de Caballería sólo ofende a sus antepasados con un comportamiento tan mezquino.
Pakh-amn soltó un resoplido burlón.
—¿Mezquino? —repitió—. Solamente digo la verdad. Si el rey no es lo bastante fuerte como para hacerle frente, entonces no es un auténtico rey.
—Está la verdad y también está la sedición —apuntó Memnet—. El rey podría hacer que te ejecutaran por hablar así, Pakh-amn.
El jefe de Caballería fulminó con la mirada al gran hierofante y contestó:
—Se me ocurren unos mil hombres que no estarían de acuerdo con vos, sacerdote.
Akhmen-hotep se puso tenso. De pronto, la advertencia que Memnet le había hecho la noche anterior resonó en su mente: «¿Quién sabe lo que podría hacer si se encuentra en una posición de influencia sobre gran parte del ejército?».
Si daba la orden, Hashepra acabaría con la vida del joven noble con un solo golpe de su martillo. Justo cuando la orden acudía a sus labios, Pakh-amn se volvió hacia él y dijo:
—Perdonadme, alteza. Al igual que vos, estoy muy cansado, y tengo los nervios de punta. Pero me alegra decir que todo no está perdido aún.
—¿Y cómo es eso? —inquirió el rey.
—He estado hablando con los supervivientes bhagaritas —explicó el noble—. Conocen una reserva de provisiones a un día a caballo de aquí.
—Un día a caballo son dos días o más a pie —rebatió Hashepra—. La mitad del ejército habrá muerto antes de que lleguemos allí.
Pakh-amn asintió con la cabeza.
—A menos que vaciemos los carros y los enviemos por delante para reunir provisiones —sugirió—. Yo podría llevar a los bhagaritas que quedan como guías y escoltas, además de unos cuantos cientos de hombres escogidos. Luego, un día después, vos marcháis con el resto del ejército y os reunís con nosotros a medio camino, cuando nosotros ya regresamos. Es difícil, pero no imposible.
Akhmen-hotep hizo una pausa y se quitó la arenilla que le rodeaba los ojos mientras trataba de estudiar detenidamente el plan del noble. Parecía sensato… si pudiera confiar en el jefe de Caballería. ¿Podía arriesgarse a despachar todos sus carros y la mayoría de sus guías bajo las órdenes de Pakh-amn? Incluso si escogía a otra persona para guiar la expedición, ¿cómo podría saber con certeza que el hombre no era uno de los simpatizantes de Pakh-amn? Luego, el jefe de Caballería podría escabullirse en medio de la noche y reunirse con sus compatriotas, dejando al ejército a su suerte, para regresar sin peligro a Ka-Sabar.
El rey recurrió a su hermano en busca de consejo. Memnet no habló, pero la expresión de sus ojos oscuros lo decía todo. Akhmen-hotep suspiró y negó con la cabeza.
—No podemos arriesgarnos a perder los carros ni los guías —dijo—. Racionaremos las provisiones y nos dirigiremos al oasis como podamos.
Pakh-amn abrió mucho los ojos al oír la decisión del rey, pero luego apretó la mandíbula, furioso.
—Así se hará —contestó con voz tensa—, pero morirán hombres innecesariamente a causa de ello. Os arrepentiréis de esta decisión, Akhmen-hotep. Ya lo veréis.
El noble dio media vuelta y se dirigió con rápidas zancadas hacia su caballo. Akhmen-hotep lo observó marcharse mientras le daba vueltas a la idea de ordenar el arresto de Pakh-amn. ¿Arrestarlo prevendría un motín o lo provocaría?
Cuando se dio cuenta, Hashepra le estaba zarandeando el hombro con suavidad.
—¿Qué haremos, alteza? —preguntó el hierofante.
Akhmen-hotep se sacudió=como si despertara de un sueño. El caballo al galope de Pakh-amn ya se encontraba a mucha distancia de camino hacia la parte posterior de la hueste.
—Acampad —indicó el rey sin ánimo—. Después, escoged algunos hombres en los que confiéis y haced que inspeccionen las provisiones. Empezaremos a racionar la comida inmediatamente. Enviad mensajeros a buscar a cualquier servidor de Neru que pueda haber sobrevivido. Vamos a necesitar una guardia para proteger el campamento en cuanto anochezca.
Hashepra asintió con la cabeza.
—¿Y luego? —preguntó.
El rey se encogió de hombros.
—Luego, intentamos sobrevivir toda la noche —contestó con voz apagada.
* * *
Las sensaciones penetraron lentamente la oscuridad: un dolor punzante en el pecho, los hombros y la espalda y, después el creciente rugido de miles de voces que gritaban. Agua fresca y ligeramente aceitosa le lamía la parte inferior de las piernas y le acariciaba la piel reseca. Durante un instante, su cerebro se vio invadido por sensaciones enfrentadas de puro terror y mareante alivio.
Un momento más tarde, la cacofonía de sonidos que rodeaba a Rakh-amn-hotep se dividió en el conocido ruido del campo de batalla. Los heridos chillaban a su alrededor suplicando ayuda, mientras que a lo lejos cientos de hombres gritaban enérgicamente pidiendo la sangre de sus enemigos de forma vigorosa. El rey rasetrano se dio cuenta aturdido de que probablemente se estuvieran refiriendo a él.
El rey parpadeó despacio y se encontró tendido boca abajo al borde de una de las grandes charcas sagradas. No sabía cómo había llegado allí. Lo último que recordaba era que había visto cómo la cámara de aire del barco flotante se deshacía y había sentido que la cubierta descendía bajo sus pies mientras la gran embarcación se precipitaba hacia la tierra.
Rakh-amn-hotep colocó las manos debajo del cuerpo con una mueca de dolor e intentó levantarse. Sintió una punzada de dolor que le recorrió el costado derecho del pecho. Lo más probable era que se hubiera fracturado una costilla en el momento del choque. Seguramente había salido despedido cuando el casco de madera se había estrellado contra el suelo. Gracias a los dioses había logrado evitar por muy poco la profunda charca que tenía a los pies. Si hubiera caído un metro más cerca, se habría ahogado, sin duda, en las aguas sagradas de Asaph.
«No, ya no son sagradas», se corrigió el rey. Con un bufido de repugnancia, sacó los pies rápidamente del agua invadida de cadáveres y se limpió el residuo grasiento de putrefacción humana que se le había adherido a la piel. Tan cerca del agua el hedor de la corrupción resultaba tangible y cubría la garganta seca de Rakh-amn-hotep.
El rey se dio la vuelta entre toses roncas y trató de hacer balance de su entorno. Los restos del barco flotante descansaban a sólo unos diez metros aproximadamente. Una mortaja de lona hecha jirones y una alfombra de insectos que se agitaban y mordisqueaban cubrían parcialmente sus maderos hechos añicos. Para su horror, el rey vio personas que forcejeaban enterradas bajo la masa de langostas. Una levantó la mano hacia el cielo como si le suplicara ayuda a los dioses. El hombre tenía tres dedos roídos hasta el hueso. Pocos barcos flotantes lybaranos habían salido mejor parados. Rakh-amn-hotep pudo ver cascos rotos esparcidos por la curva oriental de la gran cuenca y docenas de hombres aturdidos y heridos que intentaban escapar de los restos.
Al oeste, oleadas de sonidos resonaron al otro lado de la cuenca procedentes de los guerreros concentrados de la hueste del Usurpador. Por lo que el rey rasetrano podía ver, las compañías que se habían batido en retirada habían ido a parar contra las reservas ocultas de Nagash, y los paladines inmortales del Usurpador estaban reagrupando con ira sus filas. La gran masa de soldados desordenados era lo único que se interponía entre los supervivientes aliados y las impacientes compañías de Nagash. Eso cambiaría en cuestión de minutos.
Rakh-amn-hotep se acercó tambaleándose a un grupo de lybaranos se alejaban a gatas de las ruinas de su barco flotante.
—¿Dónde está vuestro rey? —inquirió con voz ronca—. ¿Dónde está Hekhmenukep?
Cuando los aturdidos tripulantes se lo quedaron mirando sin articular palabra, el rasetrano les dio una patada en el trasero.
—¡En pie, desgraciados! —ordenó—. ¡Tenemos que salir de aquí, pero nadie se va hasta que encontremos a Hekhmenukep!
La voz autoritaria del rey hizo que los tripulantes regresaran tambaleándose por donde habían venido y empezaran a buscar apresuradamente alrededor de los restos del barco flotante.
—¡Que los heridos se pongan en marcha! —gritó Rakh-amn-hotep tras ellos—. ¡Todo hombre que no pueda moverse hay que cargarlo!
Mientras los tripulantes buscaban, el rey centró su atención en los supervivientes de los otros barcos flotantes. Muchos acudieron en masa al oír el sonido de su voz, y también los puso a trabajar. Se recogieron del suelo largas tiras de lona rota para proporcionarles camillas rudimentarias a los heridos más graves, y el rey empezó a enviar grupos pequeños hacia el este en cuanto estuvieron organizados.
—¡Aquí! —llamó uno de los lybaranos mientras hacía señas con la mano frenéticamente—. ¡Está aquí! ¡El rey está aquí!
Hekhmenukep estaba tendido a sólo unos metros de la proa destrozada del barco flotante. Milagrosamente, se había librado de los estragos del enjambre de langostas, mientras que dos hombres que habían caído a tierra aproximadamente medio metro más cerca del accidente habían acabado reducidos a relucientes esqueletos. Cuando Rakh-amn-hotep llegó a donde se encontraba el rey, dos súbditos de Hekhmenukep estaban tratando de ayudarlo a ponerse en pie. El soberano lybarano estaba pálido, se encorvaba de dolor y unas manchas de brillante espuma roja le salpicaban las comisuras de la boca. Rakh-amn-hotep masculló una maldición.
—Una costilla le ha perforado un pulmón —anunció el veterano guerrero—. Colocadlo sobre un trozo de lona y llevadlo con el ejército cuanto antes. No os preocupéis demasiado por que esté cómodo. Ahora mismo, la velocidad es lo más importante.
Mientras los tripulantes se apuraban a obedecer, el bramido de los cuernos de guerra y las voces entremezcladas de miles de guerreros impacientes sacudieron el aire. Al otro lado de la cuenca, el ejército del Usurpador se había puesto en marcha una vez más.
El rey rasetrano gruñó como un sabueso viejo y marcado. Se les había acabado el tiempo.
—¡Moveos! —les ordenó a los hombres que quedaban—. Ayudad a los heridos cuanto podáis. ¡Ahora, largo!
Los lybaranos no necesitaron que les insistieran más y huyeron para salvar sus vidas ante el ejército que avanzaba. En un momento, el rey se encontró solo frente a la lejana horda del Usurpador. Maltrecho pero con el espíritu intacto, les volvió la espalda a sus enemigos y fue tras sus hombres.
Tras él, los guerreros del Usurpador soltaron un inarticulado rugido sediento de sangre y se lanzaron hacia delante, rompiendo filas en su deseo de alcanzar a los lybaranos. Los guerreros enemigos se encontraban a más de media milla de distancia y se veían obligados a seguir los serpenteantes senderos que rodeaban los manantiales envenenados, pero lo mismo se podía decir de Rakh-amn-hotep y sus hombres, muchos de los cuales apenas se podían mover. A cada momento que pasaba, los brutales sonidos de la persecución aumentaron de volumen en los oídos del rey.
Entonces, por delante, Rakh-amn-hotep divisó jinetes que se abrían camino con cuidado entre las charcas. Se trataba de soldados de caballería ligera lybarana, la vanguardia de la fuerza de persecución que había seguido a las compañías enemigas en retirada hasta la cuenca. Mientras el rey miraba, los jinetes ayudaron a sus compañeros a subir a lomos de sus caballos y comenzaron a retroceder por donde habían venido. A los camilleros no les quedó más remedio que seguir adelante como pudieron con sus cargas, pero ahora avanzaban bajo la protectora mirada de la caballería ligera.
Uno de los soldados de caballería descubrió a Rakh-amn-hotep y espoleó a su caballo hacia delante con un grito. Frenó junto al rey y se bajó de la silla de montar sin vacilar.
—Vuestro paladín espera con los carros rasetranos allá —dijo, jadeando, mientras señalaba con la cabeza hacia las brumas que se veían al este—. Coged mi caballo, alteza. Casi tenemos al enemigo encima.
Rakh-amn-hotep miró hacia atrás, por donde había venido, y le asombró ver lanceros enemigos a menos de cien metros de distancia.
—Vuelve a subir a la silla —ordenó—. Dos pueden montar igual de bien que uno. Además, lo más probable es que me caiga si intento montar esta bestia solo.
El soldado de caballería volvió a saltar con gratitud sobre el lomo de su caballo y, con esfuerzo, ayudó al rey a subir detrás de él. Una flecha silbó por el aire a su derecha, y luego otra. El jinete tiró de las riendas y espoleó la montura para alejarse de la hueste que avanzaba. Zigzagueó con gran habilidad entre el agolpamiento de figuras que se batían en retirada, chapoteando ocasionalmente por las charcas poco profundas para sortear grupos más grandes de hombres.
Muchos minutos después alcanzaron el otro extremo de la cuenca y sus zarcillos de bruma. Un centenar de carros rasetranos aguardaban allí en una especie de retaguardia. Sus ruedas estrechas y su considerable peso les impedían penetrar más en el terreno escabroso de la cuenca. Ekhreb se encontraba cerca y ordenada a los camilleros que cargaran a los heridos en los carros según iban llegando. La expresión del paladín se relajó considerablemente al ver acercarse a su rey.
Rakh-amn-hotep bajó de manera poco elegante de la silla y estrechó la muñeca del soldado de caballería en señal de agradecimiento antes de acercarse a Ekhreb.
—El maldito Usurpador nos llevaba ventaja desde el principio —gruñó—. La batalla en la llanura sólo tenía el objetivo de agotarnos y consumir toda el agua que nos quedaba. Ahora ha envenenado la única fuente de agua en cincuenta millas. Si nos quedamos aquí, sus reservas penetrarán nuestras defensas antes de que anochezca y luego habrá una masacre.
Ekhreb escuchó la nefasta valoración con calma.
—¿Qué queréis que hagamos? —preguntó.
Rakh-amn-hotep apretó los dientes.
—Nos retiraremos de nuevo, maldita sea. De regreso a Quatar, aunque sólo los dioses saben cómo vamos a lograrlo. Nagash nos perseguirá. Sería un tonto si no lo hiciera. Lo atraeremos hasta las murallas de la ciudad e intentaremos aplastarlo allí.
—¿Y si el Usurpador todavía nos lleva ventaja? —apuntó el paladín. Rakh-amn-hotep lo miró con el entrecejo fruncido.
—Bueno, si te hace sentir mejor, probablemente hayamos muerto todos de sed mucho antes de que eso sea un problema —respondió. Ekhreb se rió, aunque no era su intención.
—Mirad quién es el optimista ahora —comentó, y llevó al rey hasta el carro que aguardaba.
Las portezuelas de la tienda de gruesa lona se hicieron a un lado y la débil luz gris de la neblinosa cuenca se filtró en la penumbra de la carpa de Nagash. Raamket entró rápidamente, agradecido de escapar incluso de la tenue luminosidad de los abrasadores rayos de Ptra. Llevaba la mayor parte del cuerpo protegida con armadura y envolturas de cuero, y solamente la cabeza y las manos estaban al descubierto. Su capa de piel humana ondeó tras él como las alas de un buitre mientras se acercaba al Rey Imperecedero y se apoyaba en una rodilla.
—La hueste enemiga se está retirando, señor —anunció Raamket—. ¿Qué ordenáis?
* * *
Nagash estaba sentado en el antiguo trono de Khemri, que se había sacado del palacio de Settra por vez primera en siglos. La inquietante figura del rey estaba envuelta en los sepulcrales zarcillos de su séquito fantasmal, cuyos débiles gemidos tejían un aterrador lamento entre las sombras opresivas. Los reyes satélites del nigromante atendían los deseos de Nagash. Amn-nasir, el orgulloso rey de Zandri en otro tiempo, estaba sentado en una silla de respaldo bajo a la izquierda de Nagash y bebía vino aderezado con loto negro mientras su rostro reflejaba una expresión angustiada. Los reyes gemelos de Numas se sentaban uno al lado del otro a la derecha del nigromante y susurraban con aprehensión entre ellos. En la parte posterior de la tienda, el sarcófago de mármol del Rey Imperecedero descansaba junto al de su reina. El sarcófago de Neferem estaba cerrado. Ghazid, el criado del nigromante, permanecía de rodillas al lado del féretro de piedra y acariciaba la superficie pulida con una temblorosa mano arrugada mientras susurraba con voz débil y aflautada.
El Rey Imperecedero se puso en pie en medio de un remolino de espíritus atormentados y se dirigió a grandes zancadas a la abertura de la tienda. Con un ademán, el manto de espíritus se deslizó hacia delante y apartó la portezuela de la tienda.
Nagash observó desde las sombras la menguante luz del día y sonrió.
—Partimos hacia Quatar —anunció—, donde aplastaremos a esos reyes rebeldes.